Había estado mucho tiempo por
ahí bebiendo, y durante ese tiempo había perdido mi lindo trabajo, la
habitación y (quizás) el juicio. Después de dormir la noche en una calleja,
vomité en la claridad, esperé cinco minutos, acabé lo que quedaba de la botella
de vino que encontré en el bolsillo de la chaqueta. Empecé a caminar por la
ciudad, sin ningún objetivo. Mientras andaba, tenía la sensación de poseer una
parte del significado de las cosas. Por supuesto, era falso. Pero quedarse en
una calleja tampoco servía de gran cosa.
Anduve durante un rato, sin
darme casi cuenta. Consideraba vagamente la fascinación de, morir de hambre.
Sólo quería un sitio donde tumbarme y esperar. No sentía rencor alguno contra
la sociedad, porque no pertenecía a ella. Hacía mucho que me había habituado a
este hecho. Pronto llegué a los arrabales de la ciudad. Las casas estaban mucho
más espaciadas. Había campo y fincas pequeñas. Yo estaba más enfermo que
hambriento. Hacía calor y me quité la chaqueta y la colgué del brazo. Empezaba
a notar sed. No había rastro de agua por ninguna parte. Tenía la cara
ensangrentada de una caída de la noche anterior, y el pelo revuelto. Morir de
sed no lo consideraba una muerte cómoda. Decidí pedir un vaso de agua. Pasé la
primera casa, no sé por qué me pareció que me sería hostil, y seguí calle abajo
hasta una casa verde de tres plantas, muy grande, adornada de yedra y con
matorrales y varios árboles alrededor. A medida que me acercaba al porche
delantero, oía dentro extraños ruidos, y me llegaba un olor como de carne cruda
y orina y excrementos. Sin embargo, la casa daba una sensación amistosa; llamé
al timbre.
Salió a la puerta una mujer de
unos treinta años. Tenía el pelo largo, de un rojo castaño, muy largo, y
aquellos ojos pardos me miraron. Era una mujer guapa, vestía vaqueros azules
ceñidos, botas y una camisa rosa pálido. No había en su cara ni en sus ojos ni
miedo ni recelo.
—¿Sí? —dijo, casi sonriendo.
—Tengo sed —dije yo—. ¿Puedo
tomar un vaso de agua?
—Pasa —dijo ella, y la seguí a
la habitación principal—. Siéntate.
Me senté, tímidamente, en un
viejo sillón. Ella entró en la cocina a por el agua. Estando allí sentado, oí
correr algo vestíbulo abajo, hacia la habitación principal. Dio una vuelta a la
habitación, frente a mí, luego, se detuvo y me miró. Era un orangután. El bicho
empezó a dar saltos de alegría al verme. Luego corrió hacia mí y saltó a mi
regazo. Pegó su cara a la mía, sus ojos se fijaron un instante en los míos y
luego apartó la cabeza. Cogió mi chaqueta, saltó al suelo y corrió vestíbulo
adelante con ella, haciendo extraños ruidos.
Ella volvió con mi vaso de agua,
me lo entregó.
—Soy Carol —dijo.
—Yo Gordon —dije—, pero en fin,
qué más da.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy liquidado. No hay
nada que hacer. Se acabó. —¿Y qué fue? ¿El alcohol? —preguntó.
—El alcohol —dije, luego indiqué
lo que quedaba más allá de las paredes—: y ellos.
—También yo tengo problemas con
ellos. Estoy completamente sola.
—¿Quieres decir que vives sola
en esta casa tan grande?
—Bueno, no exactamente —se echó
a reír.
—Ah claro, tienes ese mono
grande que me robó la chaqueta. —Oh, ése es Bilbo. Es muy lindo. Está loco.
—Necesitaré la chaqueta esta
noche. Hace frío.
—Tú te quedas aquí esta noche.
Necesitas descanso, se te nota.
—Si descansase, podría querer
seguir con el juego.
—Creo que deberías hacerlo. Es
un buen juego si lo enfocas como es debido.
—Yo no lo creo. Y, además, ¿por
qué quieres ayudarme?
—Yo soy como Bilbo —dijo ella—.
Estoy loca. Al menos, eso creen ellos. Estuve tres meses en un manicomio.
—¿De veras? —dije.
—De veras ——dijo ella—. Lo
primero que voy a hacer es prepararte un poco de sopa.
—Las autoridades del condado —me
dijo más tarde— están intentando echarme. Hay un pleito pendiente. Por suerte,
papá me dejó bastante dinero. Puedo combatirlos. Me llaman Carol la Loca del Zoo Liberado.
—No leo los periódicos. ¿Zoo
Liberado?
—Sí, amo a los animales. Tengo
problemas con la gente. Pero, Dios mío, conecto realmente con los animales.
Puede que ' esté loca. No sé.
—Creo que eres encantadora.
—¿De veras?
—De veras.
—La gente parece tenerme miedo.
Me alegro de que tú no me tengas miedo.
Sus ojos pardos se abrían más y
más. Eran de un color oscuro y melancólico y, mientras hablábamos, parte de la
tensión pareció esfumarse.
—Oye —dije—, lo siento, pero
tengo que ir al baño.
—Después del vestíbulo, la
primera puerta a la izquerda.
—Vale.
Crucé el vestíbulo y giré a la
izquierda. La puerta estaba abierta. Me detuve. Sentado en la barra de la
ducha, sobre la bañera había un loro. Y en la alfombra un tigre adulto tumbado.
El loro me ignoró y el tigre me otorgó una mirada indiferente y aburrida. Volví
rápidamente a la habitación principal.
—¡Carol! ¡Dios mío, hay un tigre
en el baño!
—Oh, es Dopey Joe. Dopey Joe no
te hará nada.
—Sí, pero no puedo cagar con un
tigre mirándome.
—Oh, que tonto. ¡Vamos, ven
conmigo!
Seguí a Carol por el vestíbulo.
Entró en el baño y dijo al tigre:
—Vamos, Dopey, muévete. El
caballero no puede cagar si tú le miras. Cree que quieres comerle.
El tigre se limitó a mirar a Carol
con indiferencia.
—¡Dopey, bastardo, que no tenga
que repetírtelo! ¡Contaré hasta tres! ¡Venga! Vamos: uno... dos... tres...
El tigre no se movió.
—¡De acuerdo, tú te lo has
buscado!
Cogió a aquel tigre por la oreja
y tirando de ella lo obligó a levantarse. El bicho bufaba, escupía; pude ver
los colmillos y la lengua, pero Carol parecía ignorarle. Sacó a aquel tigre de
allí por una oreja y se lo llevó al vestíbulo. Luego le soltó la oreja y dijo:
—Muy bien, Dopey, ¡a tu
habitación! ¡A tu habitación inmediatamente!
El tigre cruzó el vestíbulo,
hizo un semicírculo y se tumbó en el suelo.
—¡Dopey! —dijo ella—. ¡A tu
habitación!
El bicho la miró, sin moverse.
—Este hijoputa está poniéndose
imposible. Voy a tener que emprender una acción disciplinaria —dijo ella—, pero
me fastidia. Le amo.
—¿Le amas?
—Amo a todos mis animales, por
supuesto. Dime, ¿y el loro? ¿Te molestará el loro?
—Supongo que podré descargar
delante del loro —dije.
—Entonces adelante, que tengas
una buena cagada.
Cerró la puerta. El loro no dejaba
de mirarme. Luego dijo: «Entonces adelante, que tengas una buena cagada». Luego
cagó él, directamente en la bañera.
Hablamos algo más aquella tarde
y por la noche, y yo consumí un par de magníficas comidas. No estaba seguro del
todo de que aquello no fuese un montaje gigante del delirium tremems.
O de que no me hubiese muerto, o
me hubiese vuelto loco, o estuviese viendo visiones.
No sé cuantos tipos de animales
distintos tenía Carol allí. Y la mayoría de ellos campaban a sus anchas por la
casa, pero tenían buenos hábitos de limpieza. Era un Zoo Liberado.
Luego, había el «período de
mierda y ejercicio», según palabras de Carol. Y allá salían todos desfilando en
grupos de cinco o seis, dirigidos por ella, hacia el prado. La zorra, el lobo,
el mono, el tigre, la pantera, la serpiente... en fin, ya sabes lo que es un
zoo. Lo tenía casi todo. Pero lo curioso era que los animales no se molestaban
unos a otros. Ayudaba el que estuviesen bien alimentados (la factura de
alimentación era tremenda; papá debía haber dejado mucha pasta), pero yo estaba
convencido de que el amor de Carol hacia ellos les colocaba en un estado de
pasividad muy suave y casi alegre: un estado de amor transfigurado. Los
animales, simplemente se sentían bien.
—Mírales, Gordon. Fíjate en ellos.
¿Cómo no amarlos? Mira cómo se mueven. Tan diferente cada uno, tan real cada
uno de ellos, tan él mismo cada uno. No como los humanos. Están tranquilos,
están liberados, nunca son feos. Tienen la gracia, la misma gracia con la que
nacieron...
—Sí, creo que entiendo lo que
quieres decir...
Aquella noche no podía conciliar
el sueño. Me puse la ropa, salvo los zapatos y los calcetines, y recorrí el
pasillo hasta la habitación delantera. Podía mirar sin ser visto. Allí me
quedé.
Carol estaba desnuda y tumbada
sobre la mesa de café, la espalda en la mesa, con sólo las partes inferiores de
muslos y piernas colgando. Todo su cuerpo era de un excitante blanco, como si
jamás hubiese visto el sol, y sus pechos, más vigorosos que grandes, parecían
independientes, partes diferenciadas alzándose en el aire, y los pezones no
eran de ese tono oscuro que son los de la mayoría de las mujeres, sino más bien
de un rojo—rosa brillante, como fuego, sólo que más rosa, casi neón. ¡Cielos,
la dama de los pechos de neón! Y los labios, del mismo color, estaban abiertos
en un rictus de ensoñación. La cabeza colgaba un poco fuera, por el otro
extremo de la mesa, y aquel pelo rojomarrón se balanceaba, largo, largo, hasta
doblarse sobre la alfombra. Y todo su cuerpo daba la sensación de estar
ungido... no parecía tener codos ni rodillas, ni puntas, ni bordes. Suave y
aceitada. Las únicas cosas que destacaban eran los pechos afilados,. Y
enroscada en su cuerpo, estaba aquella larga serpiente... no sé de qué tipo
era. La lengua silbaba y su cabeza avanzaba y retrocedía lenta, flúidamente, a
un lado de la cabeza de Carol. Luego, alzándose, con el cuello doblado, la
serpiente miró la nariz de Carol, sus labios, sus ojos, bebiendo en su rostro.
De cuando en cuando, el cuerpo
de la serpiente se deslizaba ligerísimamente sobre el cuerpo de Carol; aquel.
movimiento parecía, una caricia, y tras la caricia, la serpiente hacía una leve
contracción, apretándola, allí enroscada alrededor de su cuerpo. Carol jadeaba,
palpitaba, se estremecía; la serpiente bajaba, deslizándose junto a su oreja,
luego se alzaba, miraba su nariz, sus labios, sus ojos, y luego repetía los
movimientos. La lengua de la serpiente silbaba rápida, y el coño de Carol
estaba abierto, los pelos suplicantes, rojo y hermoso, a la luz de la lámpara.
Volví a mi habitación. Una
serpiente muy afortunada, pensé; nunca había visto cuerpo de mujer como aquél.
Me costó trabajo dormir, pero al final lo conseguí.
A la mañana siguiente, mientras
desayunábamos juntos, le dije a Carol:
—Estás realmente enamorada de tu
zoo, ¿verdad?
—Sí, de todos ellos, del primero
al último —dijo.
Terminamos el desayuno, sin
hablar casi. Carol estaba más guapa que nunca. Estaba cada vez más radiante. Su
pelo parecía vivo; parecía saltar alrededor de ella cuando se movía, y la luz
de la ventana brillaba a su través, enrojeciéndolo.
Sus ojos, muy abiertos,
temblaban, pero sin miedo, sin vacilación. Aquellos ojos: lo dejaban entrar y
salir todo. Ella era animal, y humana.
—Escucha —dije—, si me recuperas
la chaqueta que se llevó el mono, seguiré mi camino.
—No quiero que te vayas —dijo
ella.
—¿Quieres que forme parte de tu
zoo?
—Sí.
—Pero yo soy humano, sabes.
—Pero estás intacto. No eres
como ellos. Aún flotas por dentro. Ellos están perdidos, endurecidos. Tú estas
perdido pero no te has endurecido. Lo único que necesitas es ser cariñoso.
—Pero yo quizás sea demasiado
viejo para que... me ames como al resto de tu zoo.
—Yo... no sé... me gustas
muchísimo. ¿No puedes quedarte? Podríamos encontrarte un...
A la noche siguiente tampoco
podía dormir. Crucé el vestíbulo hasta la cortina de cuentas y miré. Esta vez
Carol tenía una mesa en el centro de la habitación. Era una mesa de roble, casi
negra, de anchas patas. Carol estaba tumbada en la mesa, las nalgas justo en el
borde, las piernas separadas, los dedos de los pies justo rozando el suelo. Se
cubría el coño con una mano, luego la apartó. Al apartarla, todo su cuerpo
pareció ponerse de un rosa claro; la sangre lo bañó todo, luego desapareció. El
último rosa colgó un instante justo debajo de la barbilla y alrededor del
cuello y luego se desvaneció y su coño se abrió levemente.
El tigre daba vueltas a la mesa
en lentos círculos. Luego empezó a hacer círculos más rápidos, la cola
balanceante. Carol lanzó aquel gemido sordo. Cuando hizo esto, el tigre estaba
directamente enfrente de sus piernas. Se detuvo. Se alzó. Colocó una zarpa a
cada lado de la cabeza de Carol. El pene extendido; era gigantesco. El pene
llamó a su coño, buscando entrada, Carol puso la mano sobre el pene del tigre,
para guiarlo. Ambos se columpiaron en el borde de un calvario insoportable y
ardiente. Luego, una parte del pene entró. El tigre sacudió bruscamente los
lomos. Entró el resto... Carol chilló. Luego subió las manos y rodeó con ellas
el cuerpo del tigre mientras él empezaba a moverse. Volví a mi habitación.
Al día siguiente comimos en el
prado con los animales. Una comida campestre. Yo comí un bocado de ensalada de
patatas mientras veía pasar un lince con una zorra plateada. Había penetrado en
una totalidad de experiencia completamente nueva. El condado había obligado a
Carol a alzar aquellas vallas altas de alambre, pero los animales aún tenían
una amplia zona de tierra despejada por la que vagar. Terminamos de comer y
Carol se tumbó en la yerba, mirando al cielo. Dios mío, quién fuera otra vez
joven.
Carol me miró:
—¡Vamos, ven aquí, viejo tigre!
—¿Tigre?
—«Tigre tigre, luz ardiente... » Cuando mueras, se darán cuenta, verán las manchas.
Me tumbé junto a ella. Ella se
puso de lado, apoyando la cabeza en mi brazo. La miré.
Todo el cielo y toda la tierra
corrían por aquellas ojos.
—Eres como una mezcla de
Randolph Scott y Humphrey Bogart —me dijo.
Me eché a reír.
Eres muy graciosa—dije.
Nos miramos. Tuve la sensación
de que podía caer dentro de aquellos ojos.
Luego, posé una mano en sus
labios, nos besamos y atraje su cuerpo hacia el mío. Con la otra mano
acariciaba su pelo. Fue un beso de amor, un largo beso de amor. Aun así, me
empalmé. Su cuerpo se movió rozando el mío, serpentinamente. Pasó a nuestro lado
un avestruz. «Jesús», dije, «Jesús, Jesús...». Nos besamos de nuevo. Luego,
ella empezó a decir:
—¡Ay hijoputa! ¡Hijoputa, qué
estás haciéndome!
Y me cogió la mano y la metió
dentro de sus vaqueros. Sentí los pelos de su coño. Estaban ligeramente húmedos.
Froté y acaricié. Luego entró mi dedo. Ella me besaba arrebatadamente.
—¡Ay, qué me haces, hijoputa!
¡Hijoputa qué me haces! —luego, se apartó bruscamente.
—¡Demasiado aprisa! Tenemos que
ir lentamente, muy lentamente...
Nos incorporamos y ella tomó mi
mano y me leyó la palma:
—Tu línea de la vida... —dijo—.
No llevas mucho tiempo en la
Tierra. Mira , mira tu palma, ¿ves esta línea?
—Sí, sí.
—Esa es la línea de la vida.
Ahora mira la mía: ya he esiado en la
Tierra varias veces.
Hablaba en serio y la creí. A
Carol había que creerla. Era en Carol en lo único que había que creer. El tigre
nos observaba a unos veinte metros de distancia. Una brisa agitó parte del pelo
marrón rojizo de Carol trasladándolo de la espalda al hombro. No pude
soportarlo. La agarré y nos besamos de nuevo. Caímos hacia atrás. Luego ella
cortó.
—Tigre, hijoputa, ya te lo dije:
despacio.
Hablamos un poco más. Luego,
dijo:
—Sabes... no sé cómo explicarlo.
Tengo sueños sobre eso. El mundo está cansado. Está acercándose el final. La
gente se han hundido en la inconsecuencia... la gente rock. Están cansados de
sí mismos. Están pidiendo la muerte y sus oraciones tendrán respuesta. Yo
estoy... estoy... bueno... estoy como preparando una criatura nueva que habite
lo que quede de la
Tierra. Tengo la sensación de que hay alguien más aquí
preparando la nueva criatura. Quizás en varios otros sitios. Esas criaturas se
encontrarán y procrearán y sobrevivirán. ¿Comprendes? Pero deben tener lo mejor
de todas las criaturas, incluido el hombre, para sobrevivir dentro de la
pequeña partícula de vida que quedará... Mis sueños, ay, mis sueños... ¿crees
que estoy loca?
Me miró y se echó a reír.
—¿Crees que soy Carol la Loca ?
—No sé —dije—. No hay modo de
saberlo.
De nuevo aquella noche no podía
dormir y recorrí el pasillo hacia la habitación delantera. Miré entre las
cuentas. Carol estaba sola, tumbada en el sofá, ardía cerca una lamparilla.
Estaba desnuda y parecía dormida. Aparté las cuentas y entré en la habitación,
me senté en una silla frente a ella. La luz de la lámpara caía sobre la mitad
superior de su cuerpo; el resto estaba en sombras.
Me desnudé y me acerqué a ella.
Me senté al borde del sofá y la miré. Abrió los ojos. Cuando me vio, no pareció
mostrar sorpresa. Pero el marrón de sus ojos, aunque claro y profundo, parecía
desentonado, sin acento, como si yo no fuese algo que ella conociese por el
nombre o la forma, sino algo distinto: una fuerza separada de mí. Sin embargo,
había aceptación.
A la luz de la lámpara era como
si su pelo estuviese bajo la luz del sol: brotaba el rojo por entre el marrón.
Era como fuego interior; ella era como fuego interior. Me incliné y la besé
detrás de la oreja. Ella inspiró y expiró perceptiblemente. Me deslicé hacia
abajo, mis piernas cayeron del sofá, me agaché y lamí sus pechos, lamí su
estómago, su ombligo, volví a los pechos, luego volví a bajar, más abajo, donde
empezaba el vello y empecé a besar allí, mordí levemente una vez, luego bajé
más, salté, besé en el borde interno de un muslo, luego en el otro. Se agitó,
gruñó un poco: «ah, aaah...» y luego me vi frente a la abertura, los labios, y
muy lentamente pasé la lengua por todo el borde de los labios, y luego invertí
el círculo. Mordí, metí la lengua dos veces, profundamente, la saqué, hice otro
círculo. Empezó a humedecerse, a oler levemente a sal. Hice otro círculo. El
gruñido: «Ah, ah. . . » y la flor se abrió, vi el pequeño capullo y con la
punta de la lengua, lo más suave y dulce que pude, tictaqueé y lamí. Pataleó y,
mientras intentaba bloquearme la cabeza con las piernas, fui subiendo,
lamiendo, parando, subiendo hacia el cuello, mordiendo, y mi pene empezó a
llamar y llamar y llamar hasta que ella bajó la mano y me colocó en la
abertura. Al entrar, mi boca encontró la suya, y quedamos unidos por dos puntos:
la boca húmeda y fresca, la flor húmeda y cálida, un horno de ardor allá abajo,
y mantuve el pene pleno e inmóvil en su interior, mientras ella culebreaba
sobre él, pidiendo...
—¡Ay hijoputa, hijoputa...
muévete! ¡Muévelo!
Seguí quieto mientras ella se agitaba.
Apreté los dedos de los pies en el extremo del sofá e hinqué más, sin moverme
aún. Luego, obligué al pene a saltar tres veces por sí sólo sin mover el
cuerpo. Ella respondió con contracciones. Lo hicimos de nuevo, y cuando no pude
soportarlo más, lo saqué casi todo, y volví a meterlo (cálido y suave) de
nuevo. Luego lo mantuve inmóvil mientras ella culebreaba colgada de mí como si
yo fuese el anzuelo y ella el pez. Repetí esto varias veces, y luego totalmente
perdido, salí y entré, sintiéndolo crecer, y escalamos juntos hechos uno (el
lenguaje perfecto) escalamos dejándolo atrás todo, la historia, nosotros
mismos, ego, piedad y análisis, todo salvo el oculto gozo de saborear Ser.
Nos corrimos juntos y seguí
dentro sin que mi pene se ablandara. Al besarla, sus labios estaban totalmente
blandos y cedían a los míos. Su boca estaba suelta, rendida hacia todo.
Mantuvimos un leve y suave abrazo una media hora, luego Carol se levantó. Fue
primero al baño. Luego la seguí. No había tigres allí aquella noche. Sólo el
viejo Tigre que había ardido en luz.
Nuestra relación siguió, sexual
y espiritual, pero, al mismo tiempo, he de confesarlo, Carol seguía también con
los animales. Los meses pasaron en una tranquilidad feliz. Luego, advertí que
Carol estaba preñada. Y yo había llegado allí a por un vaso de agua.
Un día, fuimos a comprar
suministros al pueblo. Cerramos la casa como hacíamos siempre. No teníamos que
preocuparnos de ladrones porque andaban por allí la pantera y el tigre y los
demás animales supuestamente peligrosos. Los suministros para los animales nos
los entregaban todos los días, pero teníamos que ir al pueblo a por los
nuestros. Carol era muy conocida. Carol la Loca , y siempre se quedaba la gente mirándola en
las tiendas, y a mí también, su nuevo animalito, su nuevo y lindo animalito.
Primero fuimos a ver una
película, que no nos gustó. Cuando salimos, llovía un poco. Carol compró unos
cuantos vestidos de embarazada y luego fuimos al mercado a hacer el resto de
las compras. Volvíamos despacio, hablando, gozando uno de otro. Eramos gente
satisfecha. Sólo queríamos lo que queríamos; no les necesitábamos a ellos y
había dejado de preocuparnos hacía mucho lo que pensasen. Pero sentíamos su
odio. Eramos marginados. Vivíamos como animales y los animales eran una amenaza
para la sociedad... creían ellos. Y nosotros éramos una amenaza a su manera de
vivir. Vestíamos ropa vieja. Y yo no me recortaba la barba; llevaba el pelo
largo y revuelto y, aunque tenía cincuenta años, mi pelo era de un rojo claro.
A Carol el pelo le llegaba hasta el culo. Y siempre encontrábamos cosas de las
que reírnos. Risa de la buena. No podían entenderlo. En el mercado, por
ejemplo, Carol había dicho:
—¡Eh papi! ¡Ahí va la sal! ¡Coge
la sal, papi, cabrón!
Estaba en medio del pasillo y había
tres personas entre nosotros y lanzó la sal por encima de sus cabezas. La cogí;
ambos reímos. Luego yo miré la sal.
—¡No, hija, no, no me seas puta!
¿Es que quieres que se me endurezcan las arterias? Tiene que ser yodixada!
¡Toma, mis dulces, y cuidado con el niño! ¡Bastante recibirá luego ese
cabroncete!
Carol cogió mis dulces y me tiró
la sal yodizada. Qué caras ponían... éramos tan indecorosos.
Lo habíamos pasado bien aquel
día. Aunque la película había sido mala, lo habíamos pasado bien. Nosotros hacíamos
nuestras propias películas. Hasta la lluvia era buena. Bajamos las ventanillas
y la dejamos entrar. Cuando enfilé la entrada, Carol lanzó un grito. Un grito
de profundo dolor. Se desplomó y se puso completamente blanca.
—¡Carol! ¿Qué pasa? ¿Te encuentras
bien? —la atraje hacia mí—. ¿Qué pasa? Dime...
—No me pasa nada a mí. Mira lo
que han hecho., Lo percibo, lo sé. Oh Dios mío, Dios mío, oh Dios mío, esos
sucios cabrones, lo han hecho, lo han hecho, la terrible cerdada.
—¿Qué han hecho?
—Asesinar... la casa... asesinar
por todas partes...
—Espera aquí —dije.
Lo primero que vi en la
habitación delantera fue a Bilbo el orangután. Con un agujero de bala en la
sien izquierda. Bajo su cabeza había un charco de sangre. Estaba muerto.
Asesinado. Tenía en la cara aquella sonrisa. En la sonrisa se leía dolor, y a
través del dolor; y a través del dolor era como si se hubiese reído, como si
hubiese visto la Muerte
y la Muerte
fuese algo distinto... sorprendente, superior a su razón, y le hubiese hecho
sonreír en medio del dolor. En fin, él sabía más de aquello, ahora, que yo.
A Dopey, el tigre, le habían
cogido en su guarida favorita: el baño. Le habían disparado muchas veces, como
si los asesinos tuviesen miedo. Había mucha sangre, en parte seca. Tenía los
ojos cerrados pero la boca había quedado muerta y congelada en un bufido, y
destacaban los inmensos y maravillosos colmillos. Incluso en la muerte era más
majestuoso que un hombre vivo. En la bañera estaba el loro. Una bala. El loro
estaba al fondo, junto al desagüe, cuello y cabeza doblados bajo el cuerpo, un
ala debajo y las plumas de la otra desplegadas, como si aquel ala hubiese
querido gritar y no hubiese podido.
Registré las habitaciones. No
quedaba nada vivo. Todos asesinados. El oso negro. El coyote. La mofeta. Todo.
Toda la casa estaba tranquila. Nada se movía. Nada podíamos hacer. Tenía ante
mí un enorme proyecto funerario. Los animales habían pagado por su
individualidad... y la nuestra.
Despejé la habitación delantera
y el dormitorio.
Limpié cuanta sangre pude y metí
allí a Carol. Al parecer, lo habían hecho mientras nosotros estábamos en el
cine. Puse a Carol en el sofá. No lloraba pero temblaba toda. La froté, la
acaricié, le dije cosas... De vez en cuando, un escalofrío agi. taba su cuerpo,
gemía: «Oooh, oooh... Dios mío... ». Tras dos largas horas empezó a llorar. Me
quedé allí con ella, la abracé. Se durmió en seguida. La llevé a la cama, la
desvestí, la tapé. Luego, salí y contemplé el prado de atrás. Gracias a Dios,
era grande. Pasaríamos de un zoo liberado a un cementerio de animales en un
solo día.
Tardé dos en enterrarlos a
todos. Carol puso marchas fúnebres en el tocadiscos y yo cavé y enterré los
cuerpos y los cubrí. Era insoportablemente triste. Carol marcó las tumbas y los
dos bebimos vino sin hablar. La gente vino a vernos, atisbaban por la
alambrada. Adultos, niños, periodistas, fotógrafos. Hacia el final del segundo
día, sellé la última tumba y entonces Carol cogió mi pala y se acercó
lentamente a la multitud de la alambrada. Retrocedieron, murmurando asustados.
Carol arrojó la pala contra la alambrada. La gente se agachó y se tapó con los
brazos como si la pala fuese a traspasar los alambres.
—Está bien, asesinos —gritó
Carol—. ¡Disfrutad!
Entramos en la casa. Había
cincuenta y cinco tumbas allí fuera...
Después de varias semanas, le
sugerí a Carol la posibilidad de formar otro zoo, esta vez dejando siempre
alguien guardándolo.
—No —dijo ella—. Mis sueños...
mis sueños me han dicho que ha llegado la hora. Se acerca el fin. Hemos llegado
a tiempo justo. Lo conseguimos.
No le pregunté más. Consideré
que había pasado por bastante. Cuando se acercó el nacimiento, Carol me pidió
que me casara con ella. Dijo que ella no necesitaba casarse, pero que puesto
que no tenía ningún pariente próximo, quería que yo heredase su hacienda. Por
si moría en el parto y sus sueños no eran ciertos... sobre el fin de todo.
—Los sueños pueden no ser
ciertos —dijo ella— sin embargo, hasta ahora, los míos lo han sido.
Así que hicimos una boda
tranquila... en el cementerio. Llevé a uno de mis viejos compadres de calleja
de testigo y padrino, y de nuevo la gente se puso a mirar. La cosa terminó en
seguida. Le di al compadre algo de dinero y un poco de vino y le llevé otra vez
a la calleja.
Por el camino, bebiendo de la botella,
me preguntó:
—La preñaste, ¿eh?
—Bueno, eso creo.
—¿Quieres decir que hubo otro?
—Bueno... sí.
—Eso es lo que pasa con estas
tías. Nunca sabes. La mitad de los de la calleja están allí por las mujeres.
—Creí que era por el trinque.
—Primero vienen las mujeres,
luego viene el trinque.
—Ya.
—Nunca sabes con estas tías.
—Sí, claro.
Me miró de aquella manera y le
dejé salir.
En el hospital esperé abajo. Qué
extraño había sido todo. Había pasado de la calleja a aquella casa y a todas
las cosas que me habían sucedido. El amor y el dolor. Aunque en conjunto, el
amor había derrotado al dolor. Pero nada había terminado. Intenté leer los
resultados del béisbol, los de las carreras. Qué más me daba. Además, estaban
los sueños de Carol; yo creía en ella, pero no estaba tan seguro de sus sueños.
¿Qué eran los sueños? Yo no lo sabía. Luego vi al médico de Carol en la mesa de
recepción, hablando con una enfermera. Me dirigí a él.
—Oh, señor Jennings —dijo—. Su
mujer está perfectamente. Y el recién nacido es... es... varón, tres kilos y
medio.
—Gracias, doctor.
Subí en ascensor hasta la
partición de cristal. Debía haber allí un centenar de niños llorando. Les oía a
través del cristal. No paraba. Lo de los nacimientos. Y lo de la muerte. Cada
uno tenía su turno. Entrábamos solos y solos salíamos. Y la mayoría vivíamos
vidas solitarias, aterradas, incompletas. Cayó sobre mí una tristeza
incomparable. Al ver toda aquella vida que debía morir. Al ver toda aquella
vida que tendría el primer turno para el odio, la demencia, la neurosis, la
estupidez, el miedo, el asesinato, la nada... nada en la vida y nada en la
muerte.
Dije mi nombre a la enfermera.
Entró en la parte encristalada y buscó a nuestro hijo. A1 pasármelo, la
enfermera sonrió. Era una sonrisa de lo más compasiva. Tenía que serlo. Miré
aquel niño... imposible, médicamente imposible: era un tigre, un oso, una
serpiente y un ser humano. Era un alce, un coyote, un lince y un ser humano. No
lloraba. Sus ojos me miraron y me conocieron, lo supe. Era insoportable, Hombre
y Superhombre, Superhombre y Superbestia. Era totalmente imposible y me miraba,
a mí, al Padre, uno de los padres, uno de los muchos, muchísimos padres... Y el
borde del sol agarró al hospital y todo el hospital empezó a temblar, los niños
lloraban, las luces se apagaban y se encendían, un fogonazo púrpura cruzó el
cristal de separación frente a mí. Chillaron las enfermeras. Tres barras de
fluorescentes cayeron de sus soportes sobre los niños. Y la enfermera seguía
allí sosteniendo a mi hijo y sonriendo mientras caía la primera bomba de
hidrógeno sobre la ciudad de San Francisco.
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