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viernes, septiembre 20, 2013

LA DOBLE TRAMPA MORTAL por ROBERTO ARLT


He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet "el Cojo", respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela. . . ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
—Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
—¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet "el Cojo" para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente de ello?
—¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.—El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.—Aquí está Ceuta.—Su dedo regordete bajó hacia el Sur.—Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
—El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
—¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
—¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
—Nada. El avión se hará pedazos.
—Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: "Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador".
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
—¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
—Sí.
—Supongo que estará enterado de todo.
—Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
—¿Sus documentos están en orden?
—Por completo... ¿Conoce usted Xauen?
—He estado dos veces.
—De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
—¡Encantado!
—¿Cuándo salimos?
—Cuando usted diga.
—Me pondré el overol, entonces.—Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo:—Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
—Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme. —Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra "E".
Ferrain la miró sorprendido:
—¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio? . . .
La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
—¡Es curioso!
Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
—Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet "el Cojo"? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora. . .
Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:
—¡Lista!
Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
—¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado...
Ferrain la miró desafiante:
—¿Contado qué?
—Nuestras dificultades.
Ferrain cortó en seco:
—Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: "Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme", y acto seguido cambió de conversación y de tono:
—¿Cree usted que habrá elecciones en España?
Ferrain la soslayó:
—Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain sonrió eficiente:
—El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.
Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
—Pero, ¿usted cree en ese chisme?—Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.


miércoles, septiembre 04, 2013

HAY TIGRES por STEPHEN KING



Charles necesitaba angustiosamente ir al lavabo. Ya era inútil engañarse diciendo que podía
esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y Miss Bird le había descubierto
retorciéndose.
Había tres profesoras en el tercer grado de la Escuela Elemental de Acorn Street. Miss
Kinney era joven y rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenia la hechura de un almohadón
moruno, se peinaba con trenzas y se reía ruidosamente. Y luego, estaba Miss Bird.
Charles había sabido que terminaría con Miss Bird. Lo había sabido. Había sido inevitable.
Porque era obvio que Miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano.
El sótano, explicó Miss Bird, era donde se guardaban las calderas de la calefacción, y las señoras y los caballeros bien educados jamás irían allí, porque los sótanos eran lugares feos, viejos y llenos de hollín. Las jóvenes y los caballeros, repitió, no bajan al sótano.
Van al cuarto de banio, dijo.
Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró.
-Charles -dijo claramente, señalando Bolivia con el puntero-, ¿no necesitas ir al baño?
Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, se rió pero cubriéndose prudentemente la boca
con la mano.
Kenny Griffen hizo una mueca y dio una patada a Charles por debajo del pupitre. Charles se
ruborizó.
-Di algo, Charles -insistió Miss Bird, vivamente-. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice
orinar)
-Si, Miss Bird.
-¿Sí qué?
-Que tengo que ir al só..., al baño.
Miss Bird sonrió.
-Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?
Charles bajó la cabeza abrumado.
-Muy bien, Charles. Puedes ir. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.
Risitas generales. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.
Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda y
cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que mantuvo silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado el vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta.
Anduvo hacia el baño de los chicos...
(sótano, sótano, sótano, SI QUIERO)
... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos saltar
sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la...
(ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA)
... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios.
Miss Bird disfrutaba. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott
-que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?- y de todos los demás.
P-E-R-R-A, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba,
Dios no lo consideraba pecado.
Entró en el baño de los chicos.
Dentro estaba muy fresco, con un leve, aunque no desagradable, olor a cloro, colgado
insistentemente del aire. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre» en la ciudad.

El baño...
(¡sótano!)
... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados
sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel...
(NIBROC)
- ... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubiculos con sus tazas.
Charles dio la vuelta a la esquina después de contemplarse, aburrido; su rostro delgado y
pálido en uno de los espejos.
El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo de la ventanita blanca. Era un gran tigre,
con rayas y manchas oscuras pintadas en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido suave como ronroneo escapó de su boca.
Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó con un ruidito
corltra los lados de porcelana del último urinario.
El tigre parecía muy hambriento y agresivo.
Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta parecía tardar años en
cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se creyó a salvo. Esta puerta solamente se abría empujándola, y no recordaba haber leído jamás, u oído, que los tigres supieran abrir puertas.
Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón latía con tal fuerza que podía
oírlo. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca.
Se revolvió, bailó, y apretó la mano contra el vientre. Realmente tenía que ir al sótano. Si
solamente pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podía entrar en el de las niñas.
Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no iba á atreverse en un millón de años. ¿Y si llegara Cathy Scott? Oh... horror de los horrores... ¿Y si la que llegara fuera Miss Bird?
Quizás había imaginado el tigre.
Abrió la puerta lo suficiente para acercar un ojo y miró. El tigre le miró a su vez desde el
ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó que podía ver una
minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si...
Una mano rodeó su cuello.
Charles lanzó un grito sofocado y sintió que tanto el corazón como el estómago se le
anudaban en la garganta. Por un momento, tuvo la terrible sensación de que iba a mojarse.
Era Kenny Griffin, sonriendo complaciente:
-Me ha mandado Miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate.
-Si, pero no puedo entrar en el baño -dijo Charles medio muerto del susto que le había dado
Kenny.
-¡Estás estreñido! -lanzó Kenny alegremente-. ¡Espera a que se lo cuente a Caaathy!
- ¡ No se te ocurra! -dijo Charles asustado-. Además, no lo estoy. Hay un tigre allá dentro.
-¿Y qué está haciendo? -preguntó Kenny-. ¿Pis?
-No lo sé -murmuró Charles mirando a la pared-. Yo sólo querría que se fuera -y se echó a
llorar.
-Eh -dijo Kenny, desconcertado y un poco asustado-. ¡Eh!
-¿Y qué pasa si tengo que ir? ¿Y si no puedo hacer otra cosa? Miss Bird dirá que...
-Vamos -insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la
otra-. Te lo estás inventando.
Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera soltarlo y arrimarse a la puerta.
-¡Un tigre! -exclamó Kenny asqueado-. Chico, Miss Bird te matará.
-Está del otro lado.
Kenny empezó a andar junto a las palanganas:
-¿Gatito-gatito-gatito-gatito? ¿Gatito?
-¡No lo hagas! -chilló Charles.
Kenny desapareció en la esquina.
-¿Gatito-gatito? ¿Gatito-gatito? Gat...
Charles salió disparado por la puerta y se apoyó en la pared, esperando, con las manos
apretando la boca, y los ojos cerrados con fuerza.
No se oyó ningún grito.
No tenía idea de cuanto tiempo permaneció allá, helado, con la vejiga a punto de reventar.
Contemplaba la puerta del sótano de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.
No iría.
No podría..
Pero al fin entró.
Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora
parecía que había otro olor por debajo de aquél. Era un olor vagamente desagradable, como de
cobre rallado.
Con gemidos de impaciencia (pero silenciosos), se acercó al ángulo de la L y miró.
El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patazas con una enorme lengua color de
rosa. Miró a Charles sin curiosidad. Enganchado en una de sus garras había un trozo de camisa.
Pero su necesidad era ahora pura agonía, y ya no podía esperar. Tenía que hacerlo. Charles
se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.
Miss Bird entró como un huracán cuando ya se abrochaba los pantalones.
-¡Vaya, niño sucio, repugnante! -le increpó casi reflexiva.
Charles, asustado, no perdía de vista la esquina.
-Lo siento, Miss Bird..., el tigre..., voy a limpiar la palangana..., lo haré con jabón..., le juro
que lo haré...
-¿Dónde está Kenneth? -preguntó Miss Bird con calma.
-No lo sé.
La verdad es que no lo sabia.
-¿Está allá dentro?
-¡No! -gritó Charles.
Miss Bird se acercó al lugar donde la habitación hacía ángulo:
-Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo.
-Miss Bird...
Pero Miss Bird ya había dado la vuelta a la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles,
pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.
Volvió a traspasarla puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera americana
colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. El Mochuelo del Bosque,
avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. El Buen Amigo, aconsejaba: NO OS VAYÁIS
CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo por dos veces.
Después, volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con los ojos en el suelo, y se
deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer sobre «Bill en el Rodeo».


martes, septiembre 03, 2013

ODIO DESDE LA OTRA VIDA por ROBERTO ARLT



Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podrían odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre. . .

domingo, septiembre 01, 2013

LA MANTA por CHARLES BUKOWSKI


He estado durmiendo mal últimamente, pero no se trata concretamente de eso. Es cuando parece que voy a dormir cuando pasa. Digo «parece que voy a dormir» porque es justo eso. Ultimamente, cada vez más, parezco estar dormido, tengo la sensación de que estoy durmiendo, y sueño, sin embargo, en mi sueño con mi habitación, sueño que estoy dormido y que todo está exactamente donde lo dejé al acostarme. El periódico en el suelo, una botella de cerveza vacía en una silla, mi carpa dorada dando lentas vueltas en el fondo de su pecera, todas las cosas íntimas que son tan parte de mí como mi pelo, Y, muchas veces, cuando NO estoy dormido, pero estoy en la cama, mirando las paredes, adormilado, esperando dormir, suelo preguntarme: ¿aún estoy despierto o estoy dormido ya y sueño con mi habitación?
Las cosas han ido mal últimamente. Muertes; caballos que corren mal; dolor de muelas; hemorragias, otras cosas inmencionables. Tengo a veces la sensación de que, bueno, de que las cosas no pueden pdnerse ya peor. Y entonces pienso, en fin, aún tienes una habitación, no estás en la calle. Hubo tiempos en que no me importaban las calles. Ahora, no puedo soportarlas. Puedo soportar ya muy poco. Me han pinchado, acuchillado y sí, bombardeado incluso... tan a menudo, que sencillamente estoy harto; no puedo soportar todo esto.
Y ahí está el asunto. Cuando me acuesto y sueño que estoy en mi habitación o si está pasándome realmente y estoy despierto, no sé, en fin, empiezan a pasar cosas. Me doy cuenta de que la puerta del armario está un poquito abierta y estoy seguro de que no lo estaba hace un momento. Luego veo que la abertura de la puerta del tocador y el ventilador (ha hecho calor y tengo el ventilador en el suelo) se alinean apuntando en línea recta a mi cabeza. Con un súbito giro, me aparto bufando de la almohada, y digo «bufando» porque suelo maldecir bastante a «esos» o «eso» que intentan echarme. Ya te oigo decir, «este tío está loco», y en realidad quizás lo esté. Pero de todos modos no tengo la sensación de estarlo. Aunque sea un punto muy débil a mi favor, si lo es en realidad. Cuando estoy fuera, entre gente, me siento incómodo. Ellos hablan y tienen emociones en las que yo no participo. Y es, sin embargo, cuando estoy con ellos cuando más fuerte me siento. Y pienso esto: si ellos pueden existir apoyándose concretamente en esos fragmentos de cosas, yo también puedo existir, sin duda. Pero es cuando estoy solo y todas las comparaciones deben enfrentarse a una comparación de mí mismo frente a las paredes, a la respiración, a la historia, a mi fin, cuando empiezan a pasar cosas extrañas. Evidentemente soy un hombre débil. He probado a recurrir a la Biblia, a los filósofos, a los poetas, pero para mí, no sé por qué, ninguno ha dado en el blanco. Hablan de algo completamente distinto. Por eso dejé de leer hace ya mucho. Hallé una cierta ayuda en la bebida, en el juego y el sexo, en este sentido me he portado como cualquier hombre de la comunidad, la ciudad, la nación. Con la diferencia única de que a mí no me interesaba «triunfar». No quería familia, hogar, trabajo respetable, etc. Y así me veía yo: ni intelectual ni artista, sin las auxiliadoras raíces del hombre normal, colgando como algo etiquetado en medio y supongo, sí, que es el principio de la locura.
¡Y qué vulgar soy! Estiro la mano y me rasco el culo. Tengo hemorroides, almorranas. Es mejor que la relación sexual. Rasco hasta sangrar, hasta que el dolor me obliga a parar. Así hacen los monos. ¿No les has visto nunca en los zoos con los culos rojos y ensangrentados?
Pero déjame seguir. Aunque si te interesa lo raro te hablaré del asesinato. Esos Sueños de la Habitación, permíteme llamarles así, empezaron hace algunos años. Uno de los primeros fue en Filadelfia. Entonces tampoco trabajaba y quizás estuviese preocupado por el alquiler. Ya no bebía más que un poco de vino y algo de cerveza, y el sexo y el juego aún no habían caído sobre mí con plena fuerza. Aunque vivía con una dama de la calle por entonces me parecía muy extraño que ella quisiera más sexo o «amor», como decía cuando se trataba de mí, después de estar con dos o tres o más hombres aquel día y noche, y aunque yo tenía tanta cárcel y experiencia encima como cualquier Caballero de la Vida, daba una sensación rara meterla allí dentro después de todo AQUELLO... y eso se volvía contra mí y lo pasaba muy mal:
—Querido —decía ella—, tienes que entender que yo te AMO. Con ellos no es nada. No CONOCES a las mujeres. Una mujer puede dejarte entrar y tú creer que estás allí dentro y no estarlo siquiera. Contigo es distinto.
Pero las palabras no ayudaban gran cosa. Sólo acercaban más las paredes. Y una noche, no sé si soñaba o no, me desperté y ella estaba en la cama conmigo (o soñé que despertaba) y miré alrededor y vi allí a todos aquellos hombrecillos, treinta o cuarenta, atándonos con alambres a la cama, una especie de alambre de plata, y daban vueltas y vueltas enrollándonos, por debajo de la cama, por encima, con el alambre. Mi chica debió sentir mi nerviosismo. Vi que tenía los ojos abiertos y que me miraba.
—¡Quieta! —dije—. ¡No te muevas! ¡Están intentando electrocutarnos!
—¿QUIEN ESTA INTENTANDO ELECTROCUTARNOS?
—¡Maldita sea! ¡QUIETA he dicho! ¡No te muevas!
Les dejé trabajar un rato más, fingiendo estar dormido. Luego, me alcé con todas mis fuerzas, rompiendo el alambre, sorprendiéndolos. Le largué un viaje a uno, pero no le di. No sé dónde se metieron, pero me libré de ellos.
—Acabo de salvarnos de la muerte —dije a mi chica.
—Bésame, querido —dijo ella.
En fin, volvamos al presente. Despierto por la mañana con estos cintazos en el cuerpo. Marcas azules. Hay una manta concreta a la que he estado vigilando. Creo que esta manta se aprieta a mí mientras duermo. A veces despierto y la tengo enrollada al cuello y apenas puedo respirar. Siempre es la misma manta. Pero he procurado ignorarla. Abro una cerveza, extiendo el programa de las carreras, miro por la ventana la lluvia e intento olvidar todo. Quiero sencillamente vivir tranquilo y sin problemas. Estoy cansado. No quiero imaginar ni inventar cosas.
Sin embargo esta noche volvió a molestarme la manta. Se mueve como una serpiente. Adopta diversas formas. No se está lisa y quieta encima de la cama. Y la noche anterior la tiré al suelo de una patada. Luego la vi moverse. Vi moverse esa manta muy rápido cuando fingí volver la cabeza. Me levanté y encendí todas las luces y cogí el periódico y me puse a leer. Lo leí todo, la bolsa, los últimos estilos de la moda, cómo cocinar una calabaza, cómo librarse de la yerba piojera; las cartas al director, las columnas políticas, ofertas de trabajo, esquelas, etc. Durante ese tiempo la manta no se mueve y bebo tres o cuatro botellas de cerveza, quizás más, y luego a veces es de día y entonces resulta fácil dormir.
La otra noche pasó. Bueno, empezó por la tarde. Como había dormido muy poco, me acosté por la tarde, a las cuatro, y cuando desperté, o soñé con mi habitación otra vez, estaba oscuro y tenía la manta enrollada al cuello, la manta había decidido que ¡Era EL momento! ¡Basta de disimulos! ¡Iba a por mí, y era más fuerte! O más bien yo parecía muy débil, como en un sueño, y me costó un trabajo inmenso impedirle que me cortara del todo el aire, pero seguía colgando a mi alrededor, aquella manta, dando rápidos y fuertes tirones, intentando cogerme descuidado. Empezó a llenárseme la frente de sudor. ¿Quién iba a creer una cosa así? ¿Quién podía creer aquello? Una manta que cobra vida e intenta matar a un hombre... Nada se cree hasta que pasa por PRIMERA vez... como la bomba atómica o que los rusos mandasen un hombre al espacio o que Dios descendiese a la tierra y luego le clavasen en una cruz aquellos a los que El creara. ¿Quién puede creer todas las cosas que pasan? ¿El último husmeo de fuego? ¿Los ocho o diez hombres y mujeres en una nave espacial, la Nueva Arca, camino de otro planeta a plantar la insípida semilla del hombre una vez más? ¿Habría hombre o mujer capaz de creer que aquella manta intentaba estrangularme? ¡Nadie, absolutamente nadie! Y, en cierto modo, esto empeoraba las cosas. Aunque, por supuesto, no me afectase gran cosa lo que las masas pensasen de mí, deseaba, en cierto modo, comprender a la manta. ¿Extraño? ¿Por qué pasaba aquello? Y, también extraño, había pensado a menudo en el suicidio, pero ahora que la manta quería ayudarme, luchaba contra ella.
Por fin, logré librarme de aquel chisme y tirarlo al suelo y encendí las luces. ¡Eso lo resolvería todo! ¡LUZ, LUZ, LUZ!
Pero no, vi que aún se agitaba o se movía un centímetro o dos allí, bajo la luz. Me senté y la observé atentamente. Volvió a moverse. Treinta centímetros por io menos. Me levanté y empecé a vestirme. Apartándome de la manta y bordeándola para coger los zapatos, los calcetines, etc. Una vez vestido, no sabía qué hacer. La manta aún seguía allí. Quizás un paseo, el aire de la noche. Sí, charlaría con el chico de los periódicos de la esquina. Aunque esto ya no era posible tampoco. Todos los chicos de los periódicos del barrio eran intelectuales. Leían a G. B. Shaw y a O. Spengler y a Hegel. Y no eran chicos de los periódicos ya: tenían sesenta, ochenta o mil años. Mierda. Salí dando un portazo.
Luego, cuando llegué a las escaleras, algo me hizo volverme y mirar al descansillo. Acertaste: la manta me seguía, avanzaba serpentinamente, los pliegues y sombras de delante aparentaban cabeza, boca y ojos. Permite que te diga que en cuanto empiezas a admitir que un horror es un horror, al fin se hace MENOS horror. Por un momento pensé en mi manta como si fuese un buen perro que no quisiese estar solo sin mí y tenía que seguirme. Pero luego caí en la cuenta de que aquel perro, aquella manta, había salido a matarme, y entonces, a toda prisa, bajé las escaleras.
¡Sí, sí, vino tras de mí! Se movía con la rapidez que quería bajando las escaleras. Sin ruido. Decidida.
Yo vivía en el tercer piso. Me siguió escaleras abajo. Hasta el segundo. Hasta el primero. Mi primer pensamiento fue salir corriendo fuera, pero fuera estaba muy oscuro. Es un barrio tranquilo y solitario, lejos de las grandes avenidas. Lo mejor era acercarse a la gente para cerciorarse de la realidad de los hechos. Son necesario como MINIMO 2 votos para hacer real la realidad. Los artistas que han trabajado años por delante de su época, han descubierto eso, y los casos de demencia y de supuesta alucinación lo han puesto también al descubierto. Si eres el único que ves una visión, te llaman santo o loco.
Llamé a la puerta del apartamento 102. Salió a abrir la mujer de Mick.
—Hola, Hank —dijo—. Pasa.
Mick estaba en la cama, todo hinchado, los tobillos de tamaño doble, con más vientre que una mujer embarazada. Había sido un gran bebedor y había fallado el hígado. Estaba lleno de agua. Esperaba que quedase una cama libre en el hospital de veteranos.
—Hola, Hank —dijo—. ¿Trajiste un poco de cerveza?
—Vamos, Mick —dijo su vieja—, ya sabes lo que dijo el doctor: se acabó, ni siquiera cerveza.
—¿Para qué es esa manta, Hank? —preguntó él.
Miré. La manta había saltado hasta mi brazo .para poder entrar inadvertida.
—Bueno —dije—, es que tengo muchas. Pensé que podría serviros.
La eché sobre el sofá.
—¿No trajiste cerveza?
—No, Mick.
—Una cerveza seguro que podría aguantarla.
—Mick —dijo su vieja.
—Bueno, es que resulta muy duro cortar en seco después de tantos años.
—Bueno, quizás una —dijo su vieja—. Bajaré a la tienda.
—No te molestes —dije—, traigo yo unas cuantas de la nevera.
Me levanté y fui hacia la puerta, vigilando la manta. No se movió. Estaba allí posada, mirándome desde el sofá.
—En seguida vuelvo —dije, y cerré la puerta.
Creo, pensé, que es cosa mental. Llevé la manta conmigo e
imaginé que me seguía. Tengo que relacionarme más con la gente. Mi mundo es demasiado limitado.
Subí a casa y metí tres o cuatro botellas de cerveza en una bolsa de papel y luego empecé a bajar. Cuando iba por el segundo piso oí un grito, un taco y luego un tiro. Bajé corriendo las otras escaleras y me lancé hacia el 102. Mick estaba allí de pie todo hinchado con una magnum del 32 de cuyo cañón salía un hilillo de humo. La manta seguía en el sofá, donde yo la había dejado.
—¡Mick, estás loco! —le decía su vieja.
—Es cierto ——dijo él—. En cuanto entraste en la cocina, esa manta, que muerto me caiga ahora mismo si no es cierto, esa manta saltó hacia la puerta. Intentaba girar el manubrio, para salir, pero no podía. En cuanto me recuperé de la primera sorpresa, salí de la cama y fui hacia ella, y cuando me acercaba, saltó del pomo, saltó a mi cuello e intentó estrangularme.
—Mick ha estado enfermo —dijo su vieja—. Ha estado poniéndose inyecciones. Ve cosas. Solía ver cosas cuando bebía. En cuanto le ingresen en el hospital se pondrá perfectamente.
—¡Maldita sea! —gritó él plantado allí todo hinchado con su pijama—. Te aseguro que ese chisme intentó matarme, y suerte que la vieja magnum estuviese cargada y que pudiese correr al aparador y sacarla y atizarle cuando intentó atacarme otra vez. Se escurrió. Volvió otra vez 'al sofá y allí está. Puedes ver el agujero donde le metí la bala. ¡No son imaginaciones mías!
Llamaron a la puerta. Era el encargado.
—Hacen ustedes demasiado ruido —dijo—. Nada de televisión ni radio ni ruidos fuertes después de las diez —dijo.
Luego se fue.
Me acerqué a la manta. Tenía un agujero, desde luego. Pamcía muy quieta. ¿Cuáles son los, puntos vitales de una manta viva?
—Jesús, vamos a tomar una cerveza —dijo Mick—. Me da igual morirme que no.
Su vieja abrió tres botellas y Mick y yo encendimos un par de Pall Malls.
—Oye, amigo —dijo—, cuando te vayas llévate la manta.
—Yo no la necesito, Mick —dije—. Quédatela tú.
Bebió un gran trago de cerveza.
—¡Sácame ese maldito chisme de aquí!
—Bueno, ya está MUERTA, ¿no? —le dije.
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
—¿Quieres decirme que te crees ese absurdo de la manta, Hank?
—Sí, señora, lo creo.
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Vaya un par de chiflados, nunca vi cosa igual —luego añadió—: Tú también bebes, ¿verdad Hank?
—Sí señora.  _
—¿Mucho?
—A veces.
—¡Yo lo único que digo es que te lleves esa condenada manta de aquí!
Bebí un buen trago de cerveza y deseé que fuese vodka.
—De acuerdo, camarada —dije—, si no quieres la manta, me la llevaré.
La doblé y me la eché al brazo.
—Buenas noches.
—Buenas noches, Hank, y gracias por la cerveza.
Subí la escalera y la manta seguía muy quieta. Quizás la bala la hubiese liquidado. Entré en casa y la eché en una silla. Luego estuve sentado un rato, mirándola.
Luego se me ocurrió una idea: cogí la panera y puse encima un periódico. Luego cogí un cuchillo. Puse la panera en el suelo. Luego me senté en la silla. Me puse la manta sobre las piernas: Y agarré el cuchillo. Pero costaba trabajo apuñalar aquella manta. Seguí allí, sentado en la silla, el viento de la noche de la podrida ciudad de Los Angeles entraba soplándome en la nuca, y qué trabajo me costaba clavar aquel cuchillo. ¿Qué sabía yo? Quizás aquella manta fuese alguna mujer que me había amado, y buscaba un medio de volver a mí a través de la manta. Pensé en dos mujeres. Luego, pensé en una. Luego me levanté y entré en la cocina y abrí la botella de vodka. El médico me había dicho que una gota más de licor y estaba listo. Pero llevaba tiempo practicando. Un dedalito una noche. Dos la siguiente, etc. Esta vez me serví un vaso lleno. No era el morir lo que importaba, era la tristeza, el asombro, las pocas personas buenas que hay llorando en la noche. Las pocas personas buenas. Quizás la manta hubiese sido aquella mujer e intentase matarme para llevarme a la muerte con ella, o intentase amar como una manta y no supiese cómo... o intentase matar a Mick porque la había molestado cuando intentaba seguirme por la puerta... ¿Locura? Seguro. ¿Qué no es locura? ¿No es una locura la vida? Todos estamos atados como muñecos... unos cuantos vientos de primavera, y se acabó, y ya está... y damos vueltas por ahí y suponemos cosas, hacemos planes, elegimos gobernadores. Segamos el césped... Locura, sin duda, ¿qué NO ES locura?
Bebí el vaso de vodka de un trago y encendí un cigarrillo. Luego alcé la manta por última vez y ¡CORTE! Corté y corté y corté, corté aquel chisme en trozos— pequeñísimos... y metí los trozos en el balde y luego lo puse junto a la ventana y puse en marcha el ventilador para soplar el humo, y mientras la llama se alzaba, entré en la cocina y me serví otro vodka.
Cuando salí estaba poniéndose rojo y bien, como cualquier bruja del viejo Boston, como cualquier Hiroshima, como cualquier amor, como cualquier amor, cualquiera, y yo no me sentí bien, no me sentí nada bien. Bebí el segundo vaso de vodka y apenas lo noté. Entré en la cocina a por otro, el cuchillo en la mano. Tiré el cuchillo en la fregadera y desenrosqué el tapón de la botella. Volví a mirar el cuchillo que había echado en la fregadera. En su filo había una mancha clara de sangre. Me miré las manos. Las revisé buscando cortes. Las manos de Cristo eran hermosas manos. Miré mis manos. No había ningún corte. No había ni un arañazo. Ni un rasguño.
Sentí rodar las lágrimas, arrastrarse como cosas pesadas. e insensibles, sin piernas. Estaba loco. Tenía que estar loco sin duda.

sábado, agosto 31, 2013

INSOMNIO por JORGE LUIS BORGES


De fierro,
De encorvados tirantes de enorme fierro, tiene que ser la noche,
Para que no la revienten y la desfonden
Las muchas cosas que mi abarrotado ojo visto,
Las duras cosas que insoportablemente la pueblan.
Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas, las luces:
En vagones de largo ferrocarril,
En un banquete de hombres que se aborrecen,
En el filo mellado de los suburbios,
En una quinta calurosa de estatuas húmedas,
En la noche repleta donde abundan el caballo y el hombre.
El universo de esta noche tiene la vastedad
Del olvido y la precisión de la fiebre.
En vano quiero distraerme del cuerpo
Y del desvelo de un espejo incesante
Que lo prodiga y que lo acecha
Y de la casa que repite sus patios
Y del mundo que sigue hasta un despedazado arrabal
De callejones donde el viento se cansa y de barro torpe.
En vano espero
Las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño.
Sigue la historial:
Los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales,
La circulación de mi sangre y de los planetas.
(He odiado el agua crapulosa de un charco,
He aborrecido en el atardecer el canto del pájaro).
Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del sur,
Leguas de pampa basurera y obscena, lenguas de execración,
No se quieren ir del recuerdo.
Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros, charcos de plata fétida:
Soy el aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles.
Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires.
Creo esta noche en la terrible inmortalidad:
Ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, porque esta
inevitable realidad de fierro y de barro
Tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o muertos.

DE UNA OBRA ABANDONADA por SAMUEL BECKETT


Me levanté tempranito ese día, era joven entonces, sintiéndome pésimo y salí, mamá estaba asomada a la ventana en camisón llorando y despidiéndose de mí. Qué mañana tan bonita y fresca, todo brillaba como suele suceder a esas horas. Me sentí pésimo de veras, muy violento. El cielo se oscurecería muy pronto y llovería y seguiría lloviendo todo el día hasta la tarde. Luego, en un segundo, todo azul y el sol, luego la noche. Sintiendo todo esto, qué violento y qué día, me detuve y volteé. Así, con la cabeza agachada, porque estaba buscando un caracol, un baboso o un gusano. Cuánto amor había en mí por todas las cosas estáticas y enraizadas, los arbustos, las piedras y cosas así, demasiado numerosas para mencionarlas, hasta las flores del campo; no sentía lo mismo por el mundo cuando en mis cinco sentidos llegaba a tocar algo así, o a cogerlo. Pero ahora un pájaro o una mariposa que flotaba por ahí metiéndose en mi camino, un gusano que se me metía debajo del pie, no, ahora ni siquiera sentía piedad por ellos. No que cambiara de camino para dirigirme hacia ellos, no, a cierta distancia de hecho parecían estáticos, luego, un rato después, estaban encima de mí. Una vez vi, con estos mis penetrantes ojos, unos pájaros que volaban tan alto, tan lejos, que parecían estar en reposo, y luego un minuto más tarde estaban todos a mi alrededor; esto me ha sucedido con los cuervos, por ejemplo. Los patos tal vez son los peores, cómo patalean y pierden el equilibrio entre los otros patos, o las gallinas, cualquier tipo de ave de corral, casi no hay nada peor. Y no me voy a salir de mi camino para esquivarlos, ¿verdad?, cuando son esquivables, no, simplemente no me da la gana de salirme de mi camino, aunque nunca en la vida he seguido un camino hacia algún lado, sólo he estado en mi camino. Y de esta manera he cruzado grandes matorrales, con los pies sangrando y me he metido en los pantanos también, en el agua, hasta en el mar cuando he estado de humor y me he salido de mi camino o he regresado, para no ahogarme. Y muy posiblemente moriré así si no me descubren, digo, ahogado, o en llamas, sí, quizá eso me ocurrirá al final, furioso, me echaré un clavado al fuego y moriré quemado cachito por cachito. Después alcé la vista y miré a mi madre que seguía despidiéndose de mí desde la ventana, agitaba la mano para que me fuera o para que volviera, no lo sé, o sólo estaba agitando la mano así nada más, llena de amor triste o desolado, y escuché sus gemidos leves. El marco de la ventana era verde pálido, los muros de la casa grises y mi madre blanca y tan delgada que se transparentaba ante mis ojos (muy penetrantes por entonces) que la atravesaban rumbo a la oscuridad de la habitación, y en toda aquella integridad, el sol casi recién salido, todo se empequeñecía por la distancia, todo era realmente bonito, me acuerdo bien, el viejo gris y luego el delgado verde rodeándolo todo y el delgado blanco contra lo oscuro, si sólo se hubiera quedado quieta y me hubiera dejado mirar. No, por única vez en la vida quería pararme y ver algo que no podía porque ella agitaba la mano y se movía y salía y entraba de la ventana como si estuviera haciendo ejercicio, capaz que lo estaba haciendo y yo era lo que menos le importaba. La falta de tenacidad frente al objetivo, ésa era otra cosa que no me gustaba de ella. Una semana hacía ejercicio por ejemplo, y la siguiente rezaba y leía la Biblia, y la siguiente arreglaba el jardín, y la siguiente tocaba el piano y cantaba, era espantoso, y luego sólo andaba por ahí o descansaba, siempre algo distinto. No me importaba gran cosa, yo siempre estaba fuera. Pero bueno, voy a seguir con lo del día que escogí para empezar, podría tratarse de cualquier otro, sí, para allá y para acá, en fin, basta de mi madre por ahora. Bueno, luego todo andaba sobre ruedas, sin problemas, sin pájaros encima de mí, nada estorbaba en mi camino salvo, a una distancia considerable, un caballo blanco y un niño que lo seguía, o tal vez era un enano o una mujer. Este es el único caballo completamente blanco que recuerdo, al que los alemanes llaman Schimmel creo, ah, era yo muy rápido de niño y absorbía un montón de conocimientos difíciles, Schimmel, bonita palabra para alguien que habla inglés. El sol lo cubría completamente, como antes cubría a mi madre, y parecía tener una banda roja o un lazo a un lado, a lo mejor era un cincho, tal vez el caballo iba a algún lado para que le pusieran el freno, a una trampa o algo así. Cruzó por mi camino allá a lo lejos, luego se esfumó, detrás de la hierba me imagino, lo único que noté fue la repentina aparición del caballo, luego su desaparición. Era de un color blanco muy brillante, el sol lo envolvía, nunca antes había visto un caballo así, aunque me habían platicado, y nunca volví a ver uno como aquél.
He de admitir que el blanco siempre me ha afectado profundamente, todas las cosas blancas, las sábanas, las paredes y demás, hasta las flores, y el blanco así nada más, el pensamiento de lo blanco, sin más. Pero voy a terminar el relato de ese día de una vez por todas. Todo iba perfectamente, sólo la violencia y luego este caballo blanco, cuando de pronto me puse furioso, furia enceguecedora. En realidad no sé ni por qué me entró tal rabia, estas furias repentinas hacían de mi vida algo miserable. Muchas otras cosas me enfurecí-an también, el dolor de garganta por ejemplo, nunca he sabido lo que se siente no tener ese dolor, pero lo peor era la rabia, como un viento inesperado que soplaba a mi alrededor, no, no puedo siquiera describirlo. No era la violencia en sí lo que empeoraba, eso no tiene nada que ver, a veces me sentía violento todo el día y no me daba rabia, a veces estaba tranquilo y me entraba la rabia cuatro o cinco veces. No, no hay modo de decirlo, no hay modo de decir nada con una mente como la que tengo, siempre alerta para ir en contra de sí misma, creo que retomaré el tema cuando me sienta menos débil. Hubo una época en que trataba de calmarme dándome golpes en la cabeza contra alguna cosa, pero al poco tiempo renuncié a ello. Lo mejor que podía hacer era correr. Por cierto, dicho sea de paso, era muy lento para caminar. No me iba quedando ni andaba de flojo, sólo caminaba muy lentamente, daba pasos cortitos y mis pies cruzaban el aire lentamente, En cambio, debo haber sido uno de los corredores más rápidos del mundo, siempre y cuando las distancias fueran cortas, cinco o seis yardas, en un segundo las recorría. Pero no podía continuar a la misma velocidad y no por problemas respiratorios, era algo mental, todo es mental, fragmentario. Y en cuanto al trote, por otro lado, me resultaba igual que volar. No, conmigo todo era lento y de pronto estos relámpagos o géiseres, hecho la raya, esta era una de mis expresiones favoritas, una y otra vez, cuando andaba por ahí decía hecho la raya. Afortunadamente, mi padre murió cuando yo era niño, porque de otro modo yo podría haberme convertido en todo un profesor, a mi padre le iba el corazón en ello. Además yo era un buen estudiante, no pensaba pero eso sí, qué memoria tenía. Un día le conté lo de la cosmología de Milton, estábamos allá arriba en la montaña descansando en una roca enorme que daba al mar, se quedó muy impresionado. El amor también, frecuentemente aparecía en mis pensamientos cuando era niño, pero no tanto como en otros niños, esto me mantenía despierto según pude observar después. Nunca amé a nadie creo, porque me acordaría. Sólo en sueños, allí había animales, animales de sueño, no como los que se ven sueltos por ahí en el campo, no podía describirlos, eran adorables criaturas, la mayoría blancos. De alguna manera esto del amor es una pena, una buena mujer podría haber estado conmigo y ahora yo podría estar echado al sol fumando mi pipa y dándole nalgadas a la tercera generación que me miraría con respeto y admiración, preguntándome qué habría de cenar, esto en vez de vagar por los mismos caminos en todos los climas, nunca fui bueno para la tierra nueva. No, no me arrepiento de nada, sólo lamento haber nacido, siempre he pensado que morir es un asunto demasiado largo y cansado. Pero ahora voy a retomar el asunto que me ocupaba en un principio, el caballo blanco y luego la furia, no hay entre ellos ninguna relación, supongo. Pero por qué continuar con todo esto, no lo sé, algún día terminaré, por qué no ahora. Estos son pensamientos ajenos, qué cosa, vergüenza me debería de dar. Ahora estoy viejo y débil y en medio de mi dolor y debilidad murmuro por qué y me detengo, y aquellos pensamientos vienen a mí y se me meten en la voz, los viejos pensamientos que nacieron conmigo y crecieron conmigo y se mantuvieron ocultos, debe haber otros. No, de vuelta a aquel día lejano, a cualquier día lejano, y desde el tenue suelo regalado hasta sus cosas y su cielo, los ojos subían y volvían después y volvían una y otra vez, y los pies no iban a ninguna parte, sólo, de alguna manera, a casa, en la mañana salían de casa y en la tarde regresaban a casa, y el sonido de mi voz todo el día murmurando las mismas cosas viejas que no oigo, ni siquiera las que me con-ciernen, mi voz, como un changuito sentado en mi hombro con la cola haciéndome compañía. Bla, bla, bla, en voz alta y rasposa, con razón tenía dolor de garganta. Tal vez debería mencionar aquí que nunca hablaba con nadie, creo que la última persona con quien hablé fue mi padre. Mi madre era igual, no volvió a hablar ni a contestar desde que mi padre murió. Yo le pregunté por el dinero, no puedo mencionar aquello ahora, tal vez esas fueron las últimas palabras que le dirigí. A veces me gritaba o me rogaba algo pero sólo un momentito, sólo unos cuantos gritos; luego, si yo volteaba los pobres labios delgados se le
tensaban y su cuerpo se daba la media vuelta y sólo me miraba por el rabillo del ojo, pero era raro. De vez en cuando por la noche la escuchaba, estaba hablando sola me imagino, o rezando en voz alta, o leyendo en voz alta, o canturreando sus himnos, pobre mujer. Bueno, después del caballo y la furia, yo qué sé, seguí y seguí y luego supongo que di la vuelta lentamente dejando caer la mano izquierda o la derecha hasta vislumbrar la casa e ir rumbo a ella. Ay, mi padre y mi madre, y pensar que a lo mejor están en el paraíso, eran tan buenos. Yo debería irme al infierno, es todo lo que pido, para poder continuar maldiciéndolos ahí y que ellos bajen la vista desde arriba y me escuchen, eso sí que le quitaría un poco de resplandor a su beati-tud. Sí, creo que todo el ruido que hacían acerca de la vida futura me sube los ánimos nada más pues no hay nada que aniquile una infelicidad como la mía. Estaba furioso desde luego y todavía lo estoy, pero era dócil, pasaba por dócil, qué buen chiste. No es que realmente estuviera furioso, sólo era raro, algo raro, y cada año que pasaba me hacía más raro, pocas criaturas hay tan raras como yo en la actualidad. Mi padre, ¿lo habré matado tal como lo hice con mí madre?; tal vez de alguna manera lo hice, pero no puedo hablar de ello ahora, estoy demasiado débil y viejo. Las preguntas se ponen a flotar mientras me desplazo y me dejan muy confundido, estoy a punto de decir basta. De repente están ahí, no, flotan, emergen de una profundidad muy vieja y se mecen y se quedan un rato antes de desvanecerse, preguntas que cuando yo estaba en mis cinco no habría sobrevi-vido ni un segundo, no, habrían sido aniquiladas antes de haber tenido cuerpo siquiera, aniquiladas. Venían de dos en dos a veces, una dominaba a la otra, así, ¿cómo podré continuar un día más?, es más, ¿cómo pude continuar un solo día? O, ¿habré matado a alguien? En ese tono, de lo particular a lo general digamos, estas preguntas y respuestas son bastante vacías. Las llevo a cuestas lo mejor que puedo, acelero el paso cuando vienen, muevo la cabeza de un lado al otro para arriba y para abajo, me quedo con la mirada fija y agonizante en eso y aquello haciendo de mi murmurar un grito, así me voy ayudando. Pero esto no tendría por qué ocurrir, algo anda mal, si fuera el final no me importaría gran cosa, pero cuántas veces en la vida he dicho antes de que algo grave sucediera Es el final y no era, y aun así, el final no puede estar lejos, seguro me voy a caer y me voy a quedar tirado o enroscado esperando a la noche como de costumbre entre las rocas y antes del amanecer estaré en otro lado. Sé que yo también dejaré de ser y seré como cuando aún no era, sólo que todo entero, eso me hace feliz, frecuentemente ahora mi murmurar se quiebra y se esfuma y lloro de felicidad cuando sigo mi camino y de amor por este mundo que me ha llevado sobre sus espaldas tanto tiempo y cuya falta de quejas pronto será mía. Estaré justo bajo la superficie, todo entero al principio, luego desmembrado y a la deriva, circulando a todo lo largo de la tierra y tal vez al final una parte de mí caerá por un acantilado hacia el mar. Una tonelada de gusanos en un metro cuadrado, esto sí que es un pensamiento maravilloso, una tonelada de gusanos, ya lo creo. De dónde lo sa-qué, de un sueño o de un libro que leí en mi escondite cuando era niño, o de una palabra oída tras la puerta por ahí o que había estado dentro de mí todo el tiempo y se había mantenido oculta hasta el momento de brindarme alegría, estos son los horribles pensamientos con los que tengo que luchar del modo que vengo mencionando. Ahora bien, ¿qué se puede agregar respecto de este día después del caballo blanco y de la madre blanca en la ventana? Por favor lean de nuevo las descripciones que de ellos he dado antes de que yo pase a otro día, tiempo después; no hay nada que agregar antes de que me desplace en el tiempo brin cándome cientos o tal vez miles de días de un modo que no podría haber utilizado en el momento en cuestión porque tenía que seguir y seguir rumbo al momento en que me encuentro ahora, no, nada, todo se ha ido menos la madre en la ventana, la violencia, la furia y la lluvia. Así que pasemos al segundo día y terminemos con él, quitémoslo del camino y pasemos al siguiente. Y he aquí que de pronto me hallé entre, y perseguido por, una familia o una manada, no lo sé, de armiños, algo verdaderamente extraordinario, creo que eran armiños. Ciertamente, si se me permite decirlo, creo que tuve la suerte de salir vivo, qué extraño decirlo, no suena bien, en fin. Cualquier otra persona habría salido mordisqueada y se habría desangrado y tal vez habría quedado blanca como un conejo, y dale con el blanco de nuevo. Sé que no se me habría ocu-rrido, pero de haber podido y haberlo hecho, simplemente me habría recostado y me habría dejado despe-dazar como lo hacen los conejos. Bien, pero voy a comenzar como siempre con la mañana y luego la
salida. Cuando un día regresa, por cualquier motivo, entonces su mañana y su tarde también están ahí, aunque en sí mismas bastante comunes y corrientes, la salida y el regreso a casa, hay algo digno de mencionarse en ello. Y de nuevo hacia la gris madrugada, muy débil y tembloroso después de una noche atroz y con pocos sueños almacenados dentro y fuera. En qué época del año, realmente no lo sé, qué importancia tiene. No estaba mojado en realidad sino chorreando, todo chorreaba, el día podía comenzar, ¿sí?, no, chorreando y chorreando todo el tiempo, sin sol, sin cambios de luz, nublado todo el día, y aun así, ni una brisita hasta la noche, luego oscuro y un poco de viento, vi unas estrellas al acercarme a casa. Mi bastón desde luego, por una misericordia de la providencia, ahí, no lo vuelvo a mencionar porque cuando no me refiero a él es porque está en mi mano, y sigo mi camino. Sin mi abrigo, sólo con la chamarra, nunca pude soportar el abrigo revoloteando entre mis piernas, o más bien un día me disgustó de pronto, me brotó un repentino disgusto. Con frecuencia cuando me arreglaba para salir lo sacaba y me lo ponía, luego me paraba al centro de la habitación sin poder moverme hasta que al fin me lo quitaba y lo colgaba de nuevo en el armario. Y acababa de bajar las escaleras y de tomar una bocanada de aire fresco, cuando el bastón se me cayó y caí de rodillas y luego de cara al suelo; algo realmente fuera de lo común y después de un ratito me puse boca arriba, nunca logré permanecer acostado boca abajo durante mucho tiempo, aunque me fascinaba; me sentía tan mal y me quedé ahí, media hora tal vez, con los brazos sobre los costados y las manos encima de las piedritas y los ojos bien abiertos vagando por el cielo. Ahora bien, ¿se trataba de mi primera experiencia de este tipo?, esa es la pregunta que le viene a uno a la cabeza de inmediato. Caídas había tenido bastantes, del tipo después del cual, a menos de haberse roto la pierna, uno se levanta y sigue su camino, maldiciendo a Dios y al hombre, muy otra cosa que en esta ocasión. Con tanta vida desperdiciada en el conocimiento, cómo saber cuándo comenzó todo, cuáles son las variantes que lanzan su veneno toda la vida hasta que uno sucumbe. Así pues de alguna manera las cosas viejas son las primeras, no hay dos bocanadas de aire iguales, todo es un repetir y repetir y todo es sólo una vez y nunca más. Pero voy a levantarme y a continuar y terminar con este día de una buena vez. Pero
qué sentido tiene seguir con todo esto, no hay nada. Día olvidado tras día olvidado hasta la muerte de mi madre, luego en un sitio distinto que pronto envejecerá hasta la hora de la hora. Y cuando llegue a esta no-che, aquí, entre las rocas con mis dos libros y la intensa luz de las estrellas, esta noche se me habrá escapado de las manos y también el día antes, mis dos libros, el chico y el grande, o tal vez sólo quedarán momentos aquí y allá muy quietos, este pequeño sonido que no entiendo, así que mejor voy a juntar mis cosas y a regresar a mi agujero, todo es ya tan pasado que hasta se puede contar. Ya pasó, ya pasó, hay un lugar en mi corazón para todo lo que ya pasó. No, porque pasan, me encanta esta palabra, unas palabras han sido mis únicas amantes, y no son muchas. Frecuentemente lo he dicho todo un día, al ir por ahí, y a veces he dicho vero, sí, vero. Ay, pero por esas terribles inquietudes que siempre he tenido, debería haber vivido en una gran habitación con eco y con un reloj de péndulo grandísimo, sólo escuchando y cabeceando, con la ventanilla abierta para poder observar el balanceo, moviendo los ojos para allá y para acá, y los pesos de plomo colgando más y más abajo hasta tenerme que levantar de la silla para izarlos de nuevo, esto una vez a la semana. El tercer día fue la mirada que me echó el caminante aquél, de pronto me doy cuenta ahora, el harapiento viejo bruto se inclinó en la zanja donde se encontraba, recargándose con la espalda o lo que fuera la cosa ésa, y mirándome de reojo desde el borde de su postura floja y descuidada, con la boca colorada, cómo es posible, me pregunto, que me hubiera percatado de su presencia; lo que sí, es el día que vi la mirada de Balfe, entonces sí que me aterroricé como un niño. Ahora que está muerto comienzo a parecerme a él. Pero continuemos, dejemos esas viejas escenas y quedémonos en éstas, y en mi recompensa. Ya no será como ahora, día tras día, afuera, a los lados, por arriba, por atrás, adentro, como hojas que se voltean, o que cayeron por ahí arrugadas, sino un tiempo largo y de una pieza, sin antes ni después, iluminado u oscuro, desde o hacia o en el viejo conocimiento a medias del cuándo y el dónde se ha ido, y del qué, y aún así algunas cosas quietas, todas a la vez, todas en movimiento, hasta que ya no haya nada, nunca hubo nada, sólo una voz soñando y zumbando por todas partes, eso es algo, la voz que alguna vez estuvo en tu boca. Bueno, y una vez afuera en la calle
y libre de toda posesión, entonces qué, realmente no lo sé, de repente ya estaba dando golpes por ahí con mi bastón, haciendo volar a las gotitas y maldiciendo, puras malas palabras, las mismas palabras una y otra vez, ojalá y nadie me haya escuchado. Me dolía la garganta, era un tormento tragar, y sentía algo en el oído, me la pasaba apachurrándome la oreja y no sentía alivio alguno, tal vez era pura cerilla lo que me presionaba el tímpano. Extraordinariamente quieto sobre el suelo y dentro de mí todo bastante quieto, qué coincidencia, por qué me salían esas palabrotas de la boca, no lo sé, no, qué tontería, y dando golpes al aire con el bastón, qué cosa tan suave y débil me estaba poseyendo mientras luchaba por seguir adelante. Serían los armiños, no, primero voy a hundirme otra vez y a desaparecer entre los helechos, me llegaban a la cintura cuando andaba por ahí. Qué cosas tan duras son estos helechos gigantes, como almidonados, como de madera, con unos tallos terribles, le arrancan a uno el pellejo de las piernas a través de los pantalones y luego esos hoyos que esconden, rómpete la pierna si no tienes cuidado, qué espantoso lenguaje es éste, cáete y desaparece del mapa, podrías quedarte tirado ahí semanas enteras sin que nadie te escuchara, pensaba en esto muy a menudo allá arriba en la montaña, no, qué tontería, sólo seguí mi camino, el cuerpo hacía todo de su parte sin mí.
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