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sábado, octubre 05, 2013
LA PISTA DE LOS DIENTES DE ORO pot ROBERTO ARLT
Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las once de la noche.
A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.
En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.
Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto
Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:
El enigma del bárbaro crimen del diente de oro
Son las diez de la mañana.
El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
—Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.
El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:
—Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?
Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.
En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.
También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.
Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada (...)* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.
Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.
Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.
La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía...
El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.
Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:
—¿Cuesta mucho platinarlo?
—No; la diferencia es muy poca.
Mientras Diana prepara el torno, habla:
—A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:
—Yo creo que ese crimen es una venganza. . . ¿Y usted?. ..
—Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y matarlo?.. . Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le dice:
—Véngase pasado mañana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y niqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.
Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!. . Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.
Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.
Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:
—¿Qué le pasa, señorita?
Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:
—Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindis—yo soy italiano—, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.
Diana lo escucha y responde:
—Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.
Lauro prosigue:
—Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
—¿No lo encontrarán a usted?
—No; si usted no me denuncia.
Diana lo mira:
—Es espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro la interrumpió, frío:
—La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:
—¿No lo encontrarán a usted?
—Yo creo que no...
—¿Vendrá usted a curarse mañana?
—Sí, señorita; mañana iré.
Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
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ROBERTO ARLT
viernes, septiembre 20, 2013
LA DOBLE TRAMPA MORTAL por ROBERTO ARLT
He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet "el Cojo", respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela. . . ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
—Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
—¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet "el Cojo" para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente de ello?
—¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.—El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.—Aquí está Ceuta.—Su dedo regordete bajó hacia el Sur.—Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
—El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
—¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
—¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
—Nada. El avión se hará pedazos.
—Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: "Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador".
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
—¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
—Sí.
—Supongo que estará enterado de todo.
—Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
—¿Sus documentos están en orden?
—Por completo... ¿Conoce usted Xauen?
—He estado dos veces.
—De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
—¡Encantado!
—¿Cuándo salimos?
—Cuando usted diga.
—Me pondré el overol, entonces.—Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo:—Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
—Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme. —Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra "E".
Ferrain la miró sorprendido:
—¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio? . . .
La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
—¡Es curioso!
Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
—Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet "el Cojo"? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora. . .
Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:
—¡Lista!
Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
—¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado...
Ferrain la miró desafiante:
—¿Contado qué?
—Nuestras dificultades.
Ferrain cortó en seco:
—Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: "Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme", y acto seguido cambió de conversación y de tono:
—¿Cree usted que habrá elecciones en España?
Ferrain la soslayó:
—Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain sonrió eficiente:
—El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.
Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
—Pero, ¿usted cree en ese chisme?—Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.
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narrativa,
ROBERTO ARLT
sábado, septiembre 07, 2013
EL AMOR BRUJO por ROBERTO ARLT
La voluntad tarada
De allí que Balder oscilara
entre los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente
solicitaba en él compañía femenina, que rechazaba casi inmeditamente de
obtenerla. Las mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su
existencia. Donde se imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba,
pensaba impaciente:
—Es ésta. —Luego reconocía
que se había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de
ellas con agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad
permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de
groserías inconcebibles.
, pero después de la explosión de su hastío,
repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de rencor,
como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en el que se
consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su
corazón dio un salto tremendo. Creyó identificarla. Era , más cuando la jovencita
escapó a su voluntad, él se sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su
vida gris.
Pasaban meses sin que la
imagen de la colegiada tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la
despertaba flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo
contempló absorta.
Reconstruía con alegría el
espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminablemente, le
narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría
realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le
confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y
segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente
sin un objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender
intereses estimables.
La única mujer engañada de
continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó
una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra
dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo
arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por
hábito analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el
caso de Irene una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué
causas lo inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le no investigar nada.
Estas inhibiciones de
voluntad no le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el
interés que le inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente
careciera de fortaleza para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías,
asumía procederes de criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí
mismo, de un hecho que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza
de Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree se
puede designar . Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la
conducta de Estanislao era más absurda que la de cualquiera que necesitando
imperiosamente una riqueza se niega a obtenerla en el momento que está al
alcance de sus manos.
Semejantes
algunas de voluntad y de lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo
de lo subconsciente, cuyos ojos invisibles han discernido la Verdad. Y sin
embargo, de primera impresión, nos sentimos inclinados a clasificar al
individuo como un demente y si extremamos indulgencia, como un desequilibrado.
No es posible
catalogarlo de otra manera, de acuerdo a los cánones de psicología
experimental.
Lo que trato de
demostrar, es que la psicología experimental se equivoca.
Existen en el
hombre o en su alma, quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder
de discernimiento, que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de
laboratorio, es más primitiva y grosera que el juego de un principiante de
quinta categoría de ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un
Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin
estímulos y rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a
la joven distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría
hasta convulsionarle la vida, si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña
inercia repleta de expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
—Algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como si temiera
los efectos de lo deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para
obtenerlo, sino que hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en
que se repitió todos los días:
—Sí, algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Por su parte,
Balder no trataba de acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al
salir de la oficina se enquistaba en un café pensando que algún día...
Mueve a risa un
perezoso divagando de esa manera. Como todos los ineptos, era
extraordinariamente pagado de sí mismo. A los que tenían la curiosidad de
escucharlo los amenazaba con realizar planes estupendos:
En este país no
existían arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto
consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se
pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires
eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que
substituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre,
aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para
cargas de cinco mil toneladas, pesadas,
babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino,
espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin
personalidad.
Sus compañeros se
reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo
a los estudios de la óptica moderna, colorarían los cristales, de manera que
los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática
del arco iris, las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se
apartaba de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con
un teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto de
ganado. Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente
aspiraban a ganar dinero, u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas
substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en
su idea fija:
—Algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como este
pensamiento lo repetía varias veces al día, se convirtió en una idea fija que
indirectamente excusaba su no acción.
¿En qué consistía
lo extraordinario para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de
periódicos, extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al
Luna Park, subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y
ponerlo de un a Víctor Peralta en el
primer round. Lo extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de
un choque externo, y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera
realizar sueños de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes.
Ser dueño de una voluntad de acero.
No es menos
ilógico este deseo de un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en
derrotarlo a Víctor Peralta por en el primer round.
Afirmo que para
satisfacer sus deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a
lo que se puede suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta
generación de escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no
exista hombre inteligente que en cierta etapa de su vida, no haya deseado que
el diablo existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos
semejantes, son sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder,
se repiten dos mil veces al año, que tiene que acontecer en sus
vidas.
Claro está, que
todos, llegado el fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían
espantados. Otros quizá, los más audaces, le propusieran un equívoco trato , con el innegable propósito
de hacerle trampa en el momento de pagar. A este último grupo de jugadores
tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos:
Balder no se representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología
católica. No. El demonio constituía para él, la suma de una serie de fuerzas
oscuras, indefinibles, que de personalizarse revestirían la figura de un
financiero, cierto desalmado de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de
atleta, enfundado en un jacket con solapas de raso, aparece recuadrado por una
ventana metálica sobre un fondo enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias,
inteligencia, voluntad, se transmitían al contratante, y Balder no dudaba por
un instante de la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en
encontrar un secreto (que indudablemente existía) para ponerse en contacto con
ella. El hombre es capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se
decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el
interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía,
¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno,
ponerla en marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao
cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un . Los que lo poseían,
sonriendo con suficiencia irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza
como indicando que la moneda con que debía pagarse tal era sumamente ardua, y
Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la
indolencia, diciéndose confiado:
—De cualquier
manera algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo.
Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la
inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que ; lo reveló ante ciertos
problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se
deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa
observaba de lejos el camino de otros más fuertes.
Bien hubiera
querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se
obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el
impulso primero que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se
acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una
incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a
vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas
técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes
menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios
monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos.
Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de
metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus
delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para
realizarlos.
En tanto, el
fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro
brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el
trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos
torpes.
A pesar de que no
tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al
caminar arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de
frente dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se
cantoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las
orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas
de tinta.
Además echaba
vientre.
Tal era su
estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre
acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
—¡Oh, si se
pudiera firmar un contrato con el diablo!
Y lo notable es
que hubiera suscripto el pacto con el demonio.
Es de creer por
momentos que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la
desesperación.
Lo salvaba el
espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna
de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a
los peores infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a
ellos con devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al
ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba
melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para
que lo salvaran de la muerte.
—¡Oh, tú,
demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no
tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte
un contrato. Cierto es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo,
ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario
que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato
nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz
extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica
materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá
puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, , lo salvaría. ¿De qué modo?
No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos
horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas.
Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde
flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su
envoltura física, torcida y fatigada, se desprendería como la piel de una
serpiente, y él surgiría ante los seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte
que un dios creador.
Se adormecía con
ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la
figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de
rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito
espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no
saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que
estaba adormecida en otra cama:
—Soy un dios que
cruza anónimo por la tierra.
Transcurrían los
meses.
A intervalos tuvo
relaciones con mujeres.
Se desengañaba en
juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco
demostraba aptitudes para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma facilidad
que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas
indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la
monotonía de su vida con resignación de cadáver.
En ciertas
circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la
personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban,
abandonada todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un
desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso
experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus
compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para
proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban .
Junto a su esposa
se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra
mujer, si por una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a
convivir.
Analizaba a su
mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían
características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas,
vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad.
A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido
deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de
estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con
semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían
nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la
señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada
en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus
desdichadas servidoras.
, se decía a veces Balder.
Su esposa, como
otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa,
pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado,
o en la pantalla calcada en la matriz de
una hoja arrancada de la revista Para Ti o
El Hogar.
Su mujer bordaba
excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas
virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e
indiferente.
¿Qué relaciones
existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?
Las mujeres de
sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que
tarde o temprano un colega de Balder, se le acercara diciéndole:
—¿Sabés?, me
estoy enamorando de mi querida.
Estanislao los
examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto
de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y
desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo
malévolamente le decía:
—¿Y en la cama de
tu esposa no desparramas nardos?
¿Y Gonzalo
Sacerdote? Cuando hablaba de tartamudeaba de felicidad,
se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que
en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un
temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror
se preguntaba Balder:
—¿Pero qué vida
viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de
que ellos alardean?
No eran ni lo uno
ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a
la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:
No podían vivir
sin ilusiones.
Se casaron
jóvenes, y pronto las ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una
base moral que les impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban.
Así creía Balder al principio. Luego constató que tal base moral no existía.
Ellos sabían que de abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran
terminado por hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto
a la esposa.
Incluso en
algunos de ellos identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía
menos de analizar, llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna
de esas mujeres era responsable del hastío de su marido, de la desolación
arenosa de la vida de hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como
sus esposos. Vivían casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la
cual el esposo entraba por excepción.
Esas mujeres
honestas (sin dejar de serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales,
hambre de aventuras, sed de amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una
que otra se hubiera apartado de la línea recta.
La conciencia de
ellas estaba estructurada por la sociedad que las había deformado en la
escuela, y como las hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más
terrible, satisfacían las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la
generación del año 1900.
Para substituir
la ausencia de vida espiritual (el religiosismo en su forma de culto es
olvidado por las mujeres en cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas
novelas fáciles, más se interesaban por las intrigas de actrices de la
pantalla, y cavilaban sus escándalos y los de sus galanes cuyos adulterios
ofrecían a estas imaginaciones reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario.
Allí no podían entrar los esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina
tampoco encontraban paso estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en
monotonía, de la misma manera que sus maridos. La diferencia consistía en que
ellas no disfrutaban de ningún derecho.
Encadenadas por
escrúpulos que la seducción burguesa les había incrustado en el entendimiento,
lo soñaban todo, sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer
algo, como ponían ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que
caracteriza la falta de en el pecado.
Balder analizaba los
problemas que se ofrecían a sus ojos, buscando características de su
personalidad a través de ellos.
¿Era un monstruo? ¿Era un
sensual?
No amaba a ninguna de sus
amantes, y alguna de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se
encogía de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino
porque comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado
de amor.
Casi todas esas muchachas
(sus amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana
burguesía. Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios
empleados o comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía
confundir con el frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana
burguesía. No frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera
sido en desmedro de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En
ciertas circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la
semiburguesa de la aristócrata, como era establecer las diferentes fachadas de
las casas ocupadas por esta gente.
La finalidad de estas
jóvenes era casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres,
y casarse luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de
estos machos y de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento
era casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando
sentimiento de afecto, que le permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las
circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de
posición. Ellos no. Se casaban .
Las que perdían
notoriamente la virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras
mujeres que llegaban vírgenes al matrimonio, unas . Si estas perdidas
conseguían casarse, la gente no tenía inconveniente en tratarlas, restituirles
su afecto e intimar con ellas. A las mujeres honestas les agrada escarbar en
los recuerdos de estas otras. Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de
dichos tipos de jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la
población femenina), se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o
se convertía en una amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían
conversar de las penurias de su alma, sin que los ojos se le inflamaran de
llamaradas de lujuria.
Balder compadecía
irónicamente a esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los
simulacros de pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de
aburrimientos que soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela
familiar en el Registro Civil.
Algunas de estas
desgraciadas a los veintisiete años estaban aún en la masturbación y la
mentira, otras, más jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían
extraordinariamente:
—»¿Cómo eran los
prostíbulos?»
—»¿Sentían
felicidad esas mujeres de llevar una vida semejante?»
—¿Eran felices los hombres
con ellas? ¿Tenían modales refinados?»
¿»Sus hermanos, cuando de
noche faltaban a sus casas, venían de tales parajes?»
—»¿Cómo se las componían
esas mujeres para evitar los hijos?»
Algunas lamentábanse de no
haber nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros,
hacía comentarios duros: , y la conversación súbitamente se interrumpía al
chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el
espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían;
entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba
un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
—¿Por qué no conversan de
esos asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la
cabeza entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas:
¿Preguntarles semejantes
barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran
pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario,
tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios
estaban colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería
determinadas precauciones, cierta técnica y : a un futuro esposo no se
le manifestaban curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de
tendencias peligrosas.
—¿Y qué conversan ustedes
entonces? —les preguntaba Balder perplejo, y ellas haciendo un gesto
displicente que podía expresar , contestaban:
—¿Y de qué quiere que
conversemos? De tonterías.
Por tonterías entendían al
apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que
decirse, los convencionales:
Balder se horrioizaba diez
minutos, recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que
eran más o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban.
Callaba preocupado.
—¿Qué piensa usted, Balder?
—¿Qué quiere que piense? Me
parece que todos somos unos hipócritas.
—Sin embargo no se puede
vivir de otra manera.
Balder recapacitaba:
—Sí, se puede vivir. Lo que
hay es que somos unos farsantes sin coraje.
—¿Qué debe hacerse?...
—¿Qué debe hacerse?... ¿qué
debe hacerse?... lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que
mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad,
incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas
costumbres.
Otras veces se preguntaba:
—¿Hasta qué punto estos
hipócritas aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como
perfectos fariseos? ¿Será posible que sostengan a los extremos que lo hacen, su
comedia?
Llegaba inevitablemente a
una fatal conclusión:
—El hogar es una mentira.
Existe nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es
una pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica
los vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se de por
enterada. Pero, ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde
tres vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían
internamente separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era
distinta a la de a madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos
experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba
vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión.
Frecuentemente, las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor
al mundo, sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los
dedos de un cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya
agotadas, creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento.
Bajo apariencia de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían
murallas y fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres
que hallan idiomas distintos.
Dicho aislamiento, no tan
sólo dislocaba de la comprensión a padres y a hijos, sino que apartaba también
a los esposos. Cuando creían intimar, era porque conectaban bajezas análogas,
superficialidades recíprocas. Sus entendimientos se tocaban en la tintorería.
Si Balder oía decir que un
matrimonio , conjeturaba:
—¿Qué porquerías afines
habrá entre esos dos cerdos?
Había descubierto
singularidades curiosas, probablemente tan antiguas como la sociedad del
hombre, y por ello, sin valor alguno:
Cuando más groseros, más
inmediatos, más egoístas eran los deseos de un hombre o de una mujer, más
fácilmente se conllevaban.
A un lacayo y a una mucama,
o a un repartidor de leche y una cocinera, les resultaba menos difícil
constituir un hogar socialmente respetable, que a una chiquilla respaldada por
el petulante decoro de su familia burguesa y un infeliz cuyo ideal arrancaba de
una base burocrática.
El lacayo o el repartidor de
leche se habían confeccionado dos o tres ideas concretas respecto a la vida,
así también la mucama y la cocinera, que con las dos o tres ideas maniobraban
con éxito en la vida. En cambio los retoños de nuestra burguesía ríspida vivían
en disconformidad. No sabían lo que ansiaban ni hacia dónde iban. Accidente que
no le ocurría a la mucama ni al cocinero. Deseaban acumular dinero, y si venían
hijos, éstos, en vez de desjarretarse en trabajos duros, que ingresaran a robar
a la clase media, con el pasaporte de un título universitario.
Dicha etapa de civilización
argentina, comprendida entre el año 1900 y 1930, presenta fenómenos curiosos.
Las hijas de tenderos estudian literatura futurista en el Facultad de Filosofía
y Letras, se avergüenzan de la roña de sus padres y por la mañana regañan a la
criada si en la cuenta del almacén descubren diferencia de centavos.
Constatamos así la aparición de una democracia (aparentemente muy brillante)
que ha heredado íntegramente las raídas mezquindades del destripaterrones o
criado tipo y que en su primera y segunda generación, ofrece los subtipos de
los hombres de treinta años presentes: individuos insaciados, groseros, torpes,
envidiosos y ansiosos de apurar los placeres que barruntan gozan los ricos.
Reconsiderando el fenómeno,
Balder quedaba perplejo. Un terrible mecanismo estaba en marcha, sus engranajes
se multiplicaban. Hombres y mujeres constituían hogares basados en mentiras
permanentes. Simultáneamente con ello alardeaban tal afán de encumbramiento
fácil, que a instantes el observador sentía tentaciones de colocar los orígenes
de semejante delirio en la estructura de la industria cinematográfica norteamericana,
confeccionada especialmente para satisfacer las exigencias primitivas de estos
países rurales.
El cine, deliberadamente
ñoño con los argumentos de sus películas, y depravado hasta fomentar la
masturbación de ambos sexos, dos contradicciones hábilmente dosificadas,
planteaba como única finalidad de la existencia y cúspide de suma felicidad, el
automóvil americano, la cancha de tennis americana, una radio con mueble
americano, y un chalet standard americano, con heladera eléctrica también
americana. De manera que cualquier mecanógrafa, en vez de pensar en agremiarse
para defender sus derechos, pensaba en engatusar con artes de vampiresa a un
cretino adinerado que la pavoneara en una voiturette. No concebían el derecho
social, se prostituían en cierta medida, y en determinados casos asombraban a
sus gerentes de lujo que gastaban, incompatible con el escaso sueldo ganado.
Los muchachos no eran menos
estúpidos que estas hembras.
Se trajeaban y dejaban
bigotillo, plagiando escrupulosamente las modas de dos o tres eximios
pederastas de la pantalla, a quienes las chicas del continente africano y
sudamericano enviaban profusas declaraciones.
Un día cualquiera, estas
muchachas manoseadas en interminables sesiones de cine, masturbadas por sí
mismas y los distintos novios que tuvieron, con un imbécil. Éste a su
vez había engañado, manoseado y masturbado a distintas jovencitas, idénticas a
la que ahora se casaba con él.
De hecho estas , que emporcaran de líquidos
seminales las butacas de los cines de toda la ciudad, se convertían en señoras
respetables, y también de hecho, estos cretinos trasmutábanse en graves
señores, que disertaban sobre .
El matrimonio ocupaba una
casita o un departamento nuevo anunciado en la plana de avisos de los
periódicos . A los nueve meses la señora daba a luz un
cachito de carne flamante que la del pasquín local anunciaba
como un acontecimiento, un mes después, un sacerdote granuja, cara de culo y
ojos de verraco bautizaba la criatura, y la función reproductora de estas
hembras cesaba casi por completo, substituida por abortos más o menos
trimestrales.
Los sábados, dichos
matrimonios descoloridos (desteñidos hasta en los trajes que compraban por
cuotas mensuales) se enquistaban en el cine y el domingo paseaban en alguna
granja de suburbio verde. Durante la semana el individuo concurría ocho horas a
su oficina, y cada luna nueva le preguntaba a su esposa, entre bascas y
trasudores:
—¿Te ha venido el mes?
Estas vidas mezquinas y
sombrías manoteaban permanentemente en el légamo de una oscuridad mediocre y
horrible. Por inexplicable contradicción nuestros criados de cuello duro eran
patrioteros, admiradores del ejército y sus charrascas, aprobaban la riqueza y
astucia de los patronos que los explotaban, y se envanecían del poderío de las
compañías anónimas que en substitución del aguinaldo, les giraban una circular:
el remoto Directorio de Londres, Nueva York o Amsterdam .
Sociedad, escuelas, servicio
militar, oficinas, periódicos y cinematógrafo, política y hembras, modelaban
así un tipo de hombre de clase media, alcahuete, desalmado, ávido de pequeñas
fortunas porque sabía que las grandes eran inaccesibles, especie de perro de
presa que hacía deportes una vez por semana, y que afiliado a cualquier centro
conservador, con presidencia de un generalito retirado, despotricaba contra los
comunistas y la Rusia de los soviets.
La psicología de estos
tipos, primaria y malvada, se estropajaba a través del tiempo. Más tarde unos,
más temprano otros, terminaban por refugiarse en el islote de una amante, cuya
fotografía mostraban en el comienzo de sus relaciones a sus camaradas, entre
cuchicheos obscenos. Y conste que los que se echaban una amante eran los más
inteligentes del grupo. La morralla frecuentaba el lenocinio, casi siempre la
misma prostituta, cuyas especialidades ensalzaban, hasta terminar por confundir
las aptitudes profesionales de la meretriz con la conducta pasional de una
querida.
A veces estas relaciones
terminaban en un drama sangriento, que los diarios de la tarde explotaban tres
días seguidos. Al cuarto día, un nuevo crimen llegaba con su repuesto fresco a
substituir el delito agotado.
Balder iba y venía por la
ciudad remordiendo el conjunto de síntomas. La urgencia carnal de los machos se
contraequilibraba con la contención hipócrita de las hembras, y a instantes,
como en el desbarajuste de un naufragio, todos trataban de salvarse, recurriendo
para ello a las mentiras más absurdas y torpes.
A veces Balder conversaba
con conocidos a quienes hacía mucho tiempo perdiera de vista. Ellos se habían
casado. Por supuesto, con mujeres que querían, pero a quienes ahora no debían
querer sino muy relativamente. No eran felices. Algo se dilucidaba allá en el
fondo que transparentaba el vericueto de sus confidencias. Estanislao se
aterrorizaba ante la invisible catástrofe que representaban estos derrotados.
No se ilusionaban ante ningún suceso del mundo. (El mundo de ellos había
naufragado en el lecho conyugal por la noche y en menesteres oficinescos
durante el día.) Se encogían de hombros ante las mismas palabras que cuando
adolescentes los encabritaban. El máximum de ambición que descubrían, era
parangonable con el de un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para
enriquecerse y . Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban
incondicionalmente a los pilletes audaces que se imponían en la ciudad con su
trabajo de extorsión y eran sumamente amargos, escépticos, burlones y joviales.
No creían en la felicidad. De más está decir que una esperanza posiblemente
hubiera transformado a estas almas, pero la esperanza requiere cierta amplitud
de sentimientos, incompatible con la total aceptación del fracaso que
revelaban. Además, para tener esperanzas es necesario llevar en el interior
cierta fuerza espiritual de la que carecían.
Balder a veces admitía que
era un derrotado. Un descorazonamiento inmenso lo imposibilitaba para la acción
durante algunos días, luego reaccionando se decía que en alguna parte se
encontraba la mujer que debía injertar en su vida nuevas esperanzas y energías,
y confortado por la tibia certidumbre dejaba pasar los días.
No tenía prisa, sus
ilusiones eran cortas. Si luego se examina el proceso amoroso que se
desenvolvió en su vida, se verá cuán exacta es tal afirmación. Balder no tenía
prisa, como tampoco la tenían sus compañeros. Vivían porque el azar los había
colocado en el planeta Tierra. Con gesto perezoso recogían lo que estaba al
alcance de sus manos, y siempre que el esfuerzo no exigiera un derroche de
energía.
En síntesis, Balder era uno
de los tantos tipos que denominamos . Haragán, escéptico,
triste...
Los días volteaban sobre él,
su taciturnidad aumentaba. Una vez, habían pasado muchos meses, recordó que el
Carnaval estaba próximo, evocó su pasividad durante las anteriores
carnestolendas, se prometió nuevamente, con rigurosas penas en caso de no cumplir,
que iría al Tigre, aguardó dos meses ansiosamente... se repitieron las
mascaras... él se arrinconó junto a una mesa de café, mirando pasar la gente
con desaboridamiento, y por segunda vez transcurrió la primera, segunda, cuarta
y quinta noches de corso, sin que se moviera de allí para ir al Tigre. No se
daba cuenta que el desgano y la pereza lo estaban defendiendo de un
acontecimiento decisivo en su existencia.
Pensó con tristeza que su
voluntad había desaparecido para siempre. Irene continuaba viviendo en su
imaginación. Despojada de toda apariencia terrestre, se manifestaba en el fondo
de su pecho por una dulzura queda, semejante al debilísimo perfume de ciertas
flores muertas.
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ROBERTO ARLT
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