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viernes, septiembre 20, 2013

EN ALGUNA PARTE AHI DETRAS por MILAN KUNDERA





                                 Los poetas no inventan los poemas
                              El poema está en alguna parte ahí detrás
                                Desde hace mucho mucho tiempo está ahí
                                     El poeta no hace sino descubrirlo
                                                            Jan Sjacel

1

Mi amigo Josef Skvorecky cuenta en uno de sus libros una historia real:
  Un ingeniero praguense es invitado a un coloquio científico en Londres. Va, participa en el debate y vuelve a Praga. Horas después de su regreso coge en su oficina el Rude Pravo ‑periódico oficial del Partido‑ y lee: Un ingeniero checo, delegado a un coloquio en Londres, después de haber hecho ante la prensa occidental una declaración en la que calumnia a su patria socialista, decidió permanecer en Occidente.
  Una emigración ilegal, unida a semejante declaración, no es ninguna tontería. Significaría unos veinte años de prisión. Nuestro ingeniero no puede dar crédito a sus ojos. Sin embargo el artículo se refiere a él, no cabe la menor duda. Su secretaria, al entrar en su despacho, se asusta de verlo: ¡Dios mío!, dice, ¡ha vuelto! No es razonable; ¿ha leído lo que se ha escrito sobre usted?
 El ingeniero vio el miedo en los ojos de su secretaria. ¿Qué puede hacer? Acude de inmediato a la redacción de Rude Pravo. Allí, encuentra al redactor responsable. Este se excusa, efectivamente, este asunto es realmente desagradable, pero él, al redactar, no tiene la culpa, recibió el texto del artículo directamente del Ministerio del Interior.
  El ingeniero se dirige entonces al Ministerio. Allí, le dicen, sí, en efecto, se trata de un error, pero ellos, los del Ministerio, no tienen nada que ver, recibieron el informe sobre el ingeniero del servicio secreto de la embajada en Londres. El ingeniero pide una rectificación. Le dicen, no, no se hacen rectificaciones, pero le aseguran que nada le ocurrirá, que puede quedarse tranquilo.
  Pero el ingeniero no está tranquilo. Por el contrario, se da cuenta rápidamente de que es objeto de una estricta vigilancia, de que su teléfono está intervenido y de que es seguido por la calle. Ya no puede dormir, tiene pesadillas hasta que un día, no pudiendo soportar la tensión, corre graves riesgos para abandonar ilegalmente el país. Se ha convertido así en un auténtico emigrado.

2

  La historia que acabo de contar es una de ésas que sin vacilación deben llamarse kafkianas. Ese término, sacado de una obra de arte, determinado únicamente por las imágenes de un novelista, aparece como el único denominador común de las situaciones tanto literarias como reales) que ninguna otra palabra es capaz de captar y para las que ni la politología, ni la sociología, ni la psicología nos proporcionan la clave.
  ¿Qué es pues lo kafkiano?
  Tratemos de describir algunos de sus aspectos:
  Primo:
  El ingeniero es confrontado con el poder, que tiene el carácter de un laberinto sin fin. Nunca alcanzará el final de sus infinitos corredores y jamás llegará a saber quién formuló la sentencia fatal. Está, por tanto, en la misma situación que Josef K. ante el tribunal o el agrimensor K. ante el castillo. Están todos en un mundo que es una única inmensa institución laberintica a la que no pueden sustraerse y a la que no pueden comprender.
  Antes de Kafka, los novelistas desenmascararon con frecuencia las instituciones como lides en las que se enfrentan distintos intereses personales o sociales. En Kafka, la institución es un mecanismo que obedece a sus propias leyes programadas ya no se sabe por quién ni cuándo, que no tienen nada que ver con los intereses humanos y que, por lo tanto, son ininteligibles.
  Secundo:
  En el capítulo quinto de El castillo, el alcalde del pueblo explica a K., con todo detalle, la larga historia de su expediente. Abreviémosla: hace unos diez años llega del castillo a la alcaldía la propuesta de contratar en el pueblo a un agrimensor. La respuesta escrita del alcalde es negativa (nadie necesita a ningún agrimensor), pero se extravía en otra oficina y, así, por el juego muy sutil de los malentendidos burocráticos que se prolonga durante largos años, un día, por descuido, se le envía realmente a K. la invitación, justo en el momento en que todas las oficinas implicadas están liquidando la antigua propuesta, ya caduca. De modo que, después de un largo viaje, K. ha llegado al pueblo por error. Más aún: dado que no hay para él otro mundo posible que ese castillo con su pueblo, toda su existencia no es sino un error.
  En el mundo kafkiano, el expediente se asemeja a la idea platónica. Representa la auténtica realidad, mientras la existencia física del hombre no es más que el reflejo proyectado sobre la pantalla de las ilusiones. En efecto, el agrimensor K. y el ingeniero praguense no son más que sombras de sus fichas; son aún mucho menos que eso: son sombras de un error en un expediente, es decir, sombras que no tienen siquiera derecho a su existencia de sombra.
  Pero, si la vida del hombre no es más que una sombra y si la auténtica realidad se encuentra en otra parte, en lo inaccesible, en lo inhumano y sobrehumano, entramos en la teología. Y, en efecto, los primeros exégetas de Kafka explicaban sus novelas como una parábola religiosa.
  Esta interpretación me parece falsa (porque ve una alegoría allí donde Kafka captó situaciones concretas de la vida humana) aunque reveladora: dondequiera que el poder se deifique, éste produce automáticamente su propia teología; donde quiera que se comporte como Dios, suscita hacia él sentmientos religiosos; el mundo puede ser descrito con un vocabulario teológico.
  Kafka no escribió alegorías religiosas, pero lo kafkiano (tanto en la realidad como en la ficción) es inseparable de su aspecto teológico (o, más bien, pseudoteológico).
  Tertio:
  Raskolnikov no puede soportar el peso de su culpabilidad y, para encontrar la paz, consiente voluntariamente en ser castigado. Es la conocida situación en la que la falta busca el castigo.
  En Kafka se invierte la lógica. El que es castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan insoportable que, para encontrar la paz, el acusado quiere hallar una justificación a su pena: el castigo busca la falta.
  El ingeniero praguense es castigado con una intensa vigilancia policial. Este castigo reclama el crimen que no se cometió, y el ingeniero acusado de haber emigrado acaba por emigrar realmente. El castigo ha encontrado finalmente la falta.
  Como no sabe de qué se le acusa, Josef K., en el capítulo séptimo de El proceso, decide hacer examen de toda su vida, de todo su pasado "hasta en sus menores detalles". La máquina de la "autoculpabilización" se ha puesto en marcha. El acusado busca su culpa.
  Un día, Amalia recibe una carta obscena de un funcionario del castillo. Sintiéndose ultrajada, la rompe. El castillo no necesita siquiera censurar el comportamiento temerario de Amalia. El miedo (el mismo que el ingeniero vio en los ojos de su secretaria) actúa espontáneamente. Sin que nadie lo ordene, sin señal perceptible alguna por parte del castillo, todo el mundo evita a la familia de Amalia como si estuviera apestada.
  El padre de Amalia quiere defender a su familia. Pero existe una dificultad: ¡no solamente el autor del veredicto es inencontrable, sino que el veredicto mismo no existe! ¡Para poder recurrir, para pedir el indulto, alguien tendría antes que haber sido inculpado! El padre implora al castillo que proclame el crimen. Es pues quedarse corto decir que el castigo busca la culpa. ¡En este mundo seudoteológico, el castigado suplica que se le reconozca culpable!
  Ocurre con frecuencia que un praguense de hoy, caído en desgracia, no pueda encontrar empleo alguno. Pide, en vano, un comprobante que demuestre que ha cometido una falta y que está prohibido darle empleo. El veredicto es inencontrable. Y, como en Praga el trabajo es un deber prescrito por la ley, acaba por ser acusado de parasitismo; esto quiere decir que es culpable de sustraerse al trabajo. El castigo encuentra la falta.
  Quarto:
  La historia del ingeniero praguense tiene el carácter de una historia divertida, de una broma; provoca la risa.
  Dos señores cualesquiera (y no "inspectores" como nos hace creer la traducción francesa) sorprenden una mañana a Josef K. en su cama, le dicen que está detenido y se toman su desayuno. K., cual funcionario bien disciplinado que es, en lugar de echarlos de su apartamento, se defiende largamente ante ellos, en camisón. Cuando Kafka leyó a sus amigos el primer capítulo de El proceso, todos rieron, incluido el autor.
  Philip Roth sueña con una pelicula basada en El castillo: ve a Groucho Marx en el papel del agrimensor K. y a Chico y Harpo en los de los dos ayudantes. Sí, tiene razón: lo cómico es inseparable de la esencia misma de lo kafkiano.
  Pero es un escaso consuelo para el ingeniero saber que su historia es cómica. El ingeniero se encuentra encerrado en la broma de su propia vida como un pez en un acuario: él no le encuentra la gracia. En efecto, la broma sólo tiene gracia para los que se encuentran delante del acuario; lo kafkiano, por el contrario, nos conduce al interior, a las entrañas de la broma, a lo horrible de lo cómico.
  En el mundo de lo kafkiano, lo cómico no representa un contrapunto de lo trágico (lo tragicómico) como ocurre en Shakespeare; no está ahí para hacer lo trágico más soportable gracias a la ligereza del tono; no acompaña lo trágico, no, lo destruye antes de que nazca privando así a las víctimas del único consuelo que les cabría aún esperar: el que se encuentra en la grandeza (auténtica o supuesta) de la tragedia. El ingeniero ha perdido su patria y todo el auditorio ríe.

3

  Hay períodos en la historia moderna en los que la vida se asemeja a las novelas de Kafka.
  Cuando yo vivía todavía en Praga, cuántas veces habré oído llamar a la secretaría del Partido (una casa fea y más bien moderna) "el castillo". Cuántas veces habré oido mencionar al número dos del Partido (un tal camarada Hendrych) con el apodo de Klamm (lo mejor era que klam en checo significa "espejismo" o "engaño").
  El poeta A., una gran personalidad comunista, fue encarcelado tras un proceso estaliniano en los años cincuenta. En su celda escribió una serie de poemas en los que se declaró fiel al comunismo a pesar de todos los horrores que le habían sucedido. No se trataba de cobardia. El poeta vio en su fidelidad (fidelidad a sus verdugos) la señal de su virtud, de su rectitud. Los praguenses que tuvieron conocimiento de esos poemas los titularon con hermosa ironía: La gratitud de Josef K.
  Las imágenes, las situaciones e incluso ciertas frases precisas sacadas de las novelas de Kafka formaban parte de la vida de Praga.
  Dicho lo cual, cabría la tentación de concluir: las imágenes de Kafka están vivas en Praga porque son una anticipación de la sociedad totalitaria.
  Esta afirmación exige, sin embargo, una corrección: Lo kafkiano no es una noción sociológica o politológica. Se ha tratado de explicar las novelas de Kafka como una crítica de la sociedad industrial, de la explotación, de la alienación, de la moral burguesa, es decir, del capitalismo. Pero, en el universo de Kafka, no se encuentra casi nada de lo que constituye el capitalismo: ni el dinero y su poder, ni el comercio, ni la propiedad y los propietarios, ni la lucha de clases.
  Lo kafkiano tampoco responde a la definición del totalitarismo. En las novelas de Kafka no están ni el partido, ni la ideología y su vocabulario, ni la política, ni la policía, ni el ejército.
  Parece pues más bien que lo kafkiano representa una posibilidad elemental del hombre y de su mundo, posibilidad históricamente no determinada, que acompaña al hombre casi eternamente.
  Pero esta precisión no anula la pregunta: ¿cómo es posible que en Praga las novelas de Kafka se confundan con la vida, y cómo es posible que en París las mismas novelas sean tomadas como la expresión hermética del mundo exclusivamente subjetivo del autor? ¿Significa acaso esto que esta virtualidad del hombre y de su mundo a la que se llama kafkiana se transforma más fácilmente en destinos concretos en Praga que en París?
  En la historia moderna hay tendencias que producen lo kafkiano en la gran dimensión social: la concentración progresiva del poder que tiende a divinizarse; la burocratización de la actividad social que transforma todas las instituciones en laberintos sin fin; la consiguiente despersonalización del individuo.
  Los Estados totalitarios, en tanto que concentración extrema de esas tendencias, han puesto en evidencia la estrecha relación entre las novelas de Kafka y la vida real. Pero, si en Occidente no se sabe ver este vínculo, no es únicamente porque la sociedad llamada democrática es menos kafkiana que la de Praga de hoy. Es también, me parece, porque aquí se pierde, fatalmente, el sentido de lo real.
  Porque la sociedad llamada democrática conoce también, en efecto, el proceso que despersonaliza y burocratiza; todo el planeta se ha convertido en el escenario de este proceso. Las novelas de Kafka son la hipérbole onírica e imaginaria y el Estado totalitario es la hipérbole prosaica y material de ello.
  Pero, ¿por qué fue Kafka el primer novelista que captó estas tendencias, que, sin embargo, no se han manifestado en el escenario de la Historia, en toda su claridad y brutalidad, hasta después de su muerte?

4

  Si uno no quiere dejarse engañar por mistificaciones y leyendas, no encuentra huella importante alguna de los intereses políticos de Franz Kafka; en este sentido, se distinguió de todos sus amigos praguenses, de Max Brod, de Franz Werfel, de Egon Erwin Kisch, al igual que de todas las vanguardias que, pretendiendo conocer el sentido de la Historia, se complacían en evocar el rostro del futuro.
  ¿Cómo es pues que no sea la obra de éstos, sino la de su solitario compañero, introvertido y concentrado en su propia vida y en su arte, la que pueda considerarse hoy como una profecía sociopolítica y que, por ello, esté prohibida en gran parte del planeta?
  Un día pensé en este misterio, tras presenciar un pequeño episodio en casa de una vieja amiga. Esta mujer, durante los procesos estalinianos de Praga en l951, fue arrestada y juzgada por crímenes que no había cometido. Por otra parte, centenares de comunistas se encontraron, en la misma época, en idéntica situación que ella. Durante toda su vida se habían identificado con su Partido. Cuando éste se convirtió de golpe en su acusador, aceptaron, a instancias de Josef K., "examinar toda su vida pasada hasta en el menor detalle" para encontrar la falta oculta y, finalmente, confesar crimenes imaginarios. Mi amiga consiguió salvar la vida porque, gracias a su extraordinario valor, se negó a ponerse, como todos sus compañeros, como el poeta A., a "buscar su falta". Al negarse a ayudar a sus verdugos dejó de ser utilizable para el espectáculo del proceso final. Así, en lugar de ser ahorcada, fue solamente condenada a cadena perpetua. Al cabo de quince años fue completamente rehabilitada y puesta en libertad.
  Detuvieron a esta mujer cuando su hijo tenía un año. Al salir de la cárcel, volvió pues a encontrar a su hijo de dieciséis años, y tuvo entonces la dicha de vivir con él una modesta soledad a dúo. Nada más comprensible pues que su apasionado apego por él. Su hijo tenía ya veintiséis años cuando, un día, fui a visitarles. Ofendida, contrariada, la madre lloraba. El motivo era realmente insignificante: el hijo se había levantado demasiado tarde por la mañana, o algo así. Dije a la madre: "¿Por qué te pones nerviosa por semejante bobada? ¿Vale la pena llorar por eso? ¡Exageras un poco!".
  En lugar de la madre, me respondió el hijo: "No, mi madre no exagera. Mi madre es una mujer magnífica y valiente. Ha sabido resistir cuando todos fracasaban. Quiere que yo sea un hombre honrado. Es verdad, me he levantado demasiado tarde, pero lo que me reprocha mi madre es algo más profundo. Es mi actitud. Mi actitud egoísta. Quiero ser tal como mi madre desea. Y se lo prometo ante ti".
  Lo que el Partido nunca consiguió hacer con la madre, la madre consiguió hacerlo con su hijo. Ella le forzó a identificarse con la acusación absurda, a ir a "buscar la falta", a hacer una confesión pública. Contemplé, estupefacto, esta escena de un miniproceso estaliniano y comprendí de golpe que los mecanismos psicológicos que funcionan en el interior de los grandes acontecimientos históricos (aparentemente increíbles e inhumanos) son los mismos que los que rigen las situaciones íntimas (absolutamente triviales y muy humanas).

5

  La célebre carta que Kafka escribió y nunca envió a su padre demuestra bien a las claras que es de la familia, de la relación entre el hijo y él poder endiosado de los padres de donde Kafka sacó su conocimiento de la técnica de la culpabilización, que se convirtió en uno de los grandes temas de sus novelas. En La condena, relato estrechamente ligado a la experiencia del autor, el padre acusa a su hijo y le ordena ahogarse. El hijo acepta su culpabilidad ficticia, y va a tirarse al río tan dócilmente como, más tarde, su sucesor Josef K., inculpado por una organización misteriosa, se dejará degollar. La semejanza entre las dos acusaciones, las dos culpabilizaciones y las dos ejecuciones revela la continuidad que liga, en la obra de Kafka, el íntimo "totalitarismo" familiar al de sus grandes visiones sociales.
   La sociedad totalitaria, sobre todo en sus versiones extremas, tiende a abolir la frontera entre lo público y lo privado; el poder, que se hace cada vez más opaco, exige que la vida de los ciudadanos sea siempre más transparente. Este ideal de vida sin secretos corresponde al de una familia ejemplar: un ciudadano no tiene derecho a disimular nada ante el Partido o el Estado, lo mismo queun niño no tiene derecho al secreto frente a su padre o a su madre. Las sociedades totalitarias, en su propaganda, presentan una sonrisa idílica: quieren parecer "una única gran familia".
  Se dice con mucha frecuencia que las novelas de Kafka expresan el deseo apasionado de la comunidad y del contacto humano; al parecer, el ser desarraigado que es K. no tiene más que un fin: superar la maldición de su soledad. Ahora bien, esta explicación no solamente es un cliché, una reducción del sentido, sino un contrasentido.
  El agrimensor K. no va en absoluto a la conquista de las gentes y de su calurosa acogida, no quiere convertirse en "el hombre entre los hombres" como el Orestes de Sartre; quiere ser aceptado, no por una comunidad, sino por una institución. Para lograrlo, debe pagar un alto precio: debe renunciar a su soledad. Y he aquí su infierno: nunca está solo, los dos ayudantes enviados por el castillo le siguen sin cesar. Asisten a su primer acto de amor con Frida, sentados en el mostrador del café por encima de los amantes, y, desde ese momento, ya no abandonan su cama.
  ¡No la maldición de la soledad sino la soledad violada, ésta es la obsesión de Kafka!
  Karl Rossmann es molestado permanentemente por todo el mundo; le venden la ropa; le quitan la única foto de sus padres; en el dormitorio, al lado de su cama, unos muchachos boxean y de vez en cuando, caen sobre él; Robinson y Delamarche, dos golfos, le obligan a vivir con ellos en su casa de tal suerte que los suspiros de la gorda Brunelda resuenan en su sueño.
  Con la violación de la intimidad comienza también la historia de Josef K.: dos señores desconocidos vienen a detenerle en su cama. A partir de ese día, ya no se sentirá solo: el tribunal le seguirá, le observará y le hablará; su vida privada desaparecerá poco a poco, tragada por la misteriosa organización que le acosa.
  Los espíritus líricos a quienes les gusta predicar la abolición del secreto y la transparencia de la vida privada no se dan cuenta del proceso que impulsa. El punto de partida del totalitarismo se asemeja al de El proceso: vendrán a sorprenderos en vuestra cama. Vendrán como les gustaba hacerlo a vuestro padre y a vuestra madre.
  Se pregunta uno con frecuencia si las novelas de Kafka son la proyección de los conflictos más personales y privados del autor o la descripción de la "máquina social" objetiva.
  Lo kafkiano no se limita ni a la esfera íntima ni a la esfera pública; las engloba a las dos. Lo público es el espejo de lo privado, lo privado refleja lo público.

6

  Hablando de las prácticas microsociales que producen lo kafkiano, he pensado no sólo en la familia, sino también en la organización en que Kafka pasó toda su vida adulta: la oficina.
  Se interpreta muchas veces a los héroes de Kafka como la proyección alegórica del intelectual, sin embargo Gregorio Samsa no tiene nada de intelectual. Cuando se despierta convertido en cucaracha, sólo una cosa le preocupa: ¿cómo, en este nuevo estado, llegar a tiempo a la oficina? En su cabeza sólo hay la obediencia y la disciplina a las que su profesión le ha acostumbrado: es un empleado, un funcionario, y todos los personajes de Kafka lo son; funcionario concebido no como un tipo sociológico (éste habría sido el caso en un Zola), sino como una posibilidad humana, una forma elemental de ser.
  En este mundo burocrático del funcionario, primo: no hay iniciativa, invención, libertad de accíón; solamente hay órdenes y reglas: es el mundo de la obediencia.
  Secundo: el funcionario realiza una pequeña parte de la gran acción administrativa cuyos fin y horizonte se le escapan; es el mundo en el que los gestos se han vuelto mecánicos y en el que las gentes no conocen el sentido de lo que hacen.
  Tertio: el funcionario sólo tiene relación con anónimos y con expedientes: es el mundo de lo abstracto.
  Situar una novela en ese mundo de la obediencia, de lo mecánico y de lo abstracto, donde la única aventura humana consiste en ir de una oficina a otra, es algo que parece contrario a la esencia misma de la poesía épica. De ahí la pregunta: ¿cómo consiguió Kafka transformar esa grisácea materia antipoética en novelas fascinantes?
  Se puede encontrar la respuesta en una carta que escribió a Milena: "La oficina no es una institución estúpida; tiene sus raíces más en lo fantástico que en lo estúpido". La frase contiene uno de los mayores secretos de Kafka. Supo ver lo que nadie había visto: no solamente la importancia capital del fenómeno burocrático para el hombre, para su condición y para su porvenir, sino también (lo cual es todavía más sorprendente) la virtualidad poética contenida en el carácter fantasmal de las oficinas.
  Pero ¿que quiere decir: la oficina tiene sus raíces en lo fantástico?
  El ingeniero de Praga sabría comprenderlo: un error en su expediente lo ha proyectado a Londres; de este modo anduvo vagando por Praga, como un verdadero fantasma, a la búsqueda del cuerpo perdido, mientras las oficinas que visitaba se le aparecían como un laberinto sin fin proveniente de una mitología desconocida.
  Gracias a lo fantástico que supo percibir en el mundo burocrático, Kafka consiguió lo que parecía impensable antes de él: transformar una materia profundamente antipoética, la de la sociedad burocratizada al extremo, en gran poesía novelesca; transformar una historia extremadamente trivial, la de un hombre que no puede obtener el puesto prometido (lo que, de hecho, es la historia de El castillo), en mito, en epopeya, en belleza jamás vista.
  Después de ensanchar el decorado de las oficinas hasta las gigantescas dimensiones de un universo, Kafka ha llegado, sin duda alguna, a la imagen que nos fascina por su semejanza con la sociedad que él nunca conoció y que es la de los praguenses de hoy.
  En efecto, un Estado totalitario no es más que una inmensa administración: como todo el trabajo está en él estatalizado, las gentes de todos los oficios se han convertido en empleados. Un obrero ya no es un obrero, un juez ya no es un juez, un comerciante ya no es un comerciante, un cura ya no es un cura, son todos funcionarios del Estado. "Pertenezco al Tribunal", le dice el sacerdote a Josef, en la catedral. Los abogados también, en la obra de Kafka están al servicio del tribunal. Un praguense de hoy no se asombra de esto. No estaría mejor defendido que K. Tampoco sus abogados están al servicio de los acusados, sino del Tribunal.



7

  En un ciclo de cien cuartetos que, con sencillez casi infantil, sondean lo más grave y lo más complejo, el gran poeta checo escribe:
           Los poetas no inventan los poemas
           El poema está en alguna parte ahí detrás
           Desde hace mucho mucho tiempo está ahí
           El poeta solamente lo descubre.
 
  Escribir significa pues para el poeta romper una barrera tras la cual algo inmutable ("el poema") está oculto en la sombra. Es por lo que (gracias a esa revelación sorprendente y súbita) "el poema" se nos presenta en un principio como un deslumbramiento.
  Leí por primera vez El castillo cuando tenía catorce años y nunca ya este libro me fascinará hasta tal extremo, aunque todo el vasto conocimiento que contiene (todo el alcance real de lo kafkiano) me resultara entonces incomprensible: estaba deslumbrado.
  Más tarde mi vista se adaptó a la luz del "poema" y comencé a ver en lo que me había deslumbrado mis propias vivencias; sin embargo, la luz permanecía siempre ahí.
  Inmutable, "el poema" nos aguarda, dice Jan  Skacel, "desde hace mucho mucho tiempo". Ahora bien, en el mundo del cambio perpetuo, ¿no es lo inmutable una pura ilusión?
  No. Toda situación es obra del hombre y no puede contener más que lo que está en él; podemos, por lo tanto, imaginar que existe (ella y toda su metafísica) "desde hace mucho mucho tiempo" en tanto que posibilidad humana.
  Pero, en este caso, ¿que representa la Historia (lo no inmutable) para el poeta?
  En la visión del poeta, la Historia se encuentra, cosa rara, en una posición paralela a la suya propia: no inventa, descubre. En las situaciones inéditas desvela lo que es el hombre, lo que está en él "desde hace mucho mucho tiempo", lo que son sus posibilidades.
  Si el poema ya está ahí, sería ilógico conceder al poeta la capacidad de previsión; no, él "no hace sino descubrir" una posibilidad humana (ese "poema" que está ahí "desde hace mucho mucho tiempo") que la Historia también, a su vez, descubrirá un día.
  Kafka no profetizó. Vio únicamente lo que estaba "ahí detrás". No sabía que su visión era también una pre-visión. No tenía la intención de desenmascarar un sistema social. Sacó a la luz los  mecanismos que conocía por la práctica íntima y microsocial del hombre, sin sospechar que la evolución ulterior de la Historia los pondría en movimiento en su gran escenario.
  La mirada hipnótica del poder, la búsqueda desesperada de la propia falta, la exclusión y la angustia de ser excluido, la condena al conformismo, el carácter fantasmal de lo real y la realidad mágica del expediente, la violación perpetua de la vida intima, etc., todos estos experimentos que la Historia ha realizado con el hombre en sus inmensas probetas, Kafka los ha realizado (unos años antes) en sus novelas.
  El encuentro entre el universo real de los Estados totalitarios y el "poema" de Kafka mantendrá siempre algo de misterioso y testimoniará que el acto del poeta, por su propia esencia, es incalculable; y paradójico: el enorme alcance social, político, "profético" de las novelas de Kafka reside precisamente en su "no‑compromiso", es decir en su autonomía total con respecto a todos los programas políticos, conceptos ideológicos, prognosis futurológicas.
  En efecto, si en lugar de buscar "el poema" oculto "en alguna parte ahí detrás", el poeta se "compromete" a servir a una verdad conocida de antemano (que se ofrece de por sí y está "ahí delante"), renuncia así a la misión propia de la poesía. Y poco importa que la verdad preconcebida se llame revolución o disidencia, fe cristiana o ateísmo, que sea más justa o menos justa; el poeta al servicio de otra verdad que la que está por descubrir (que es deslumbramiento) es un falso poeta.
  Si estimo tanto y tan apasionadamente la herencia de Kafka, si la defiendo como si de mi herencia personal se tratara, no es porque crea útil imitar lo inimitable (y descubrir una vez más lo kafkiano), sino por ese formidable ejemplo de autonomía radical de la novela (de la poesía que es la novela). Gracias a ella Franz Kafka dijo sobre nuestra condición humana (tal como se manifesta en nuestro siglo) lo que ninguna reflexión sociológica o politológica podrá decirnos.


miércoles, julio 24, 2013

¿QUE ES LA IRONIA? por MILAN KUNDERA


En la cuarta parte de El libro de la risa y el olvido, Tamina, la protagonista, necesita la
ayuda de su amiga Bibi, una joven grafómana; para ganarse su simpatía, le organiza un
encuentro con un escritor provinciano llamado Banaka. Este explica a la grafómana que
los verdaderos escritores de hoy han renunciado al anticuado arte de la novela: «Mire
usted, la novela es fruto de la ilusoria idea de que podemos comprender a los demás.
¿Pero qué sabemos de los demás? [...] Lo único que podemos hacer es dar testimonio
cada uno sobre sí mismo. [...] Todo lo demás es mentira». Y el amigo de Banaka, un
profesor de filosofía: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor aventura
de nuestra vida es la falta de aventuras. [...] La odisea de Homero se trasladó al interior.
Se ha interiorizado». Poco tiempo después de la publicación del libro, encontré estas
palabras en forma de epígrafe a una novela francesa. Esto me halagó mucho, pero
también me azoró porque, para mí, lo que decían Banaka y su amigo no eran sino
sofisticadas cretineces. En aquella época, en los años setenta, las oí por todas partes a mi
alrededor: parloteo universitario hilado con vestigios de estructuralismo y psicoanálisis.
Después de la publicación en separata de esta misma cuarta parte de El libro de la risa
y del olvido en Checoslovaquia (primera publicación de uno de mis textos tras veinte
años de prohibición), me enviaron a París un recorte de prensa: el crítico estaba
satisfecho de mí y, como prueba de mi inteligencia, citaba estas palabras que él
encontraba brillantes: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor
aventura de nuestra vida es la falta de aventuras», etc. Sentí un extraño placer maligno al
verme volver al país natal montado en un burro de malentendido.
El malentendido es comprensible: no intenté ridiculizar a mi Banaka y a su amigo
profesor. No expresé mi reserva con respecto a ellos. Por el contrario, hice lo que pude
para disimularlo, pues quería dar a sus opiniones la elegancia del discurso intelectual que
todo el mundo, entonces, respetaba e imitaba con furor. Si hubiera hecho que sus palabras
fueran ridículas, exagerando sus excesos, habría hecho lo que se llama una sátira. La
sátira es arte con tesis; segura de su propia verdad, ridiculiza lo que decide combatir. La
relación del novelista con sus personajes jamás es satírica; es irónica. Pero ¿cómo se deja
ver la ironía, discreta por definición? Mediante el contexto: los comentarios de Banaka y
su amigo están situados en un espacio de gestos, acciones y palabras que los relativizan.
El pequeño mundo provinciano que rodea a Tamina se distingue por un inocente
egocentrismo: cada cual siente una sincera simpatía por ella y, no obstante, nadie intenta
comprenderla, pues nadie sabe siquiera qué es comprender. Si Banaka dice que el arte de
la novela está anticuado porque la comprensión de los demás no es más que una ilusión,
no expresa tan sólo una actitud estética a la moda, sino, sin saberlo, también su propia
miseria y la de todo su entorno: una desgana por comprender al otro; una egocéntrica
ceguera frente al mundo real.
La ironía quiere decir: ninguna de las afirmaciones que encontramos en una novela
puede tomarse aisladamente, cada una de ellas se encuentra en compleja y contradictoria
confrontación con las demás afirmaciones, las demás situaciones, los demás gestos, las
demás ideas, los demás hechos. Sólo una lectura lenta, una o varias veces repetida,
pondrá en evidencia todas las relaciones irónicas en el interior de la novela, sin las cuales
la novela no sería comprendida.

miércoles, noviembre 30, 2011

IMPROVISACION Y COMPOSICION por MILAN KUNDERA



Durante la redacción del Quijote, Cervantes no se molestó, de paso, en influir en el carácter de su protagonista. La libertad con la que Rabelais, Cervantes, Diderot, Sterne nos hechizan iba unida a la improvisación. El arte de la composición compleja y rigurosa no ha pasado a ser necesidad imperativa hasta la primera mitad del siglo XIX. La forma de la novela tal como nació entonces, con la acción concentrada en un espacio de tiempo muy reducido, en una encrucijada en la que se cruzan varias historias de varios personajes, exigía un plan minuciosamente calculado de acciones y escenas: antes de empezar a escribir, el novelista trazaba y volvía a trazar, pues, el plan de la novela, lo calculaba y volvía a calcularlo, dibujaba y volvía a dibujarlo como jamás se había hecho antes. Basta con hojear las notas que Dostoievski escribió para Los endemoniados: en los siete cuadernos de notas, que en la edición francesa de La Pléiade (Éditions Gallimard, París) ocupan 400 páginas (la novela entera ocupa 750), los motivos están a la busca de los personajes, los personajes a la busca de los motivos, los personajes rivalizan largo tiempo por ocupar el lugar del protagonista; Stavroguin debería de estar casado, pero «¿con quién?», se pregunta Dostoievski e intenta casarlo sucesivamente con tres mujeres, etc. (Paradoja que no es sino aparente: cuanto más se calcula esa máquina de construir, más verdaderos y naturales son los personajes. El prejuicio contra la razón constructora como elemento «no artístico» y que mutila el carácter «vivo» de los personajes no es sino la ingenuidad sentimental de aquellos que nunca han entendido nada del arte.)
El novelista de nuestro siglo, nostálgico del arte de los antiguos maestros de la novela, no puede volver a retomar el hilo allí donde quedó cortado; no puede saltar por encima de la inmensa experiencia del siglo XIX; si quiere alcanzar la desenvuelta libertad de Rabelais o de Sterne, debe reconciliarla con las exigencias de la composición.
Recuerdo mi primera lectura de Jacques el fatalista; encantado con esa riqueza audazmente heteróclita en la que la reflexión se codea con la anécdota, en la que un relato enmarca a otro, encantado con esa libertad de composición que se burla de la regla de la unidad de acción, me preguntaba: Este soberbio desorden ¿se debe acaso a una admirable construcción, calculada con refinamiento, o se debe a la euforia de una pura improvisación? Sin duda alguna, es la improvisación lo que aquí prevalece; pero la pregunta que me hice espontáneamente me llevó a comprender que esta embriagada improvisación encierra en sí misma una prodigiosa posibilidad arquitectónica, la posibilidad de una construcción compleja, rica y que estaría, a la vez, perfectamente medida y premeditada, como estaría necesariamente premeditada incluso la más exuberante fantasía arquitectónica de una catedral. Semejante intención arquitectónica ¿le haría perder a la novela su encanto de libertad? ¿Su carácter de juego? Pero el juego, ¿qué es, de hecho? Todo juego está basado en reglas, y cuanto más severas son las reglas tanto más juego es el juego. Contrariamente al jugador de ajedrez, el artista inventa él mismo sus propias reglas para sí mismo; improvisando sin reglas es pues tan libre como inventándose su propio sistema de reglas.
Reconciliar la libertad de Rabelais o de Diderot con las exigencias de la composición le plantea, no obstante, al novelista de nuestro siglo otros problemas que los que preocuparon a Balzac o Dostoievski. Ejemplo: el tercer libro de Los sonámbulos de Broch, que es un torrente «polifónico» compuesto de cinco «voces», cinco líneas enteramente independientes: estas líneas no están unidas ni por una acción común ni por los propios personajes y tienen cada una un carácter formal totalmente distinto (A-novela, B-reportaje, C-cuento, D-poesía, E-ensayo). En los ochenta y ocho capítulos del libro, estas cinco líneas alternan en este extraño orden: A-A-A-B-A-B-A-C-A-A-D-E-C-A-B-D-C-D-A-E-A-A-B-E-C-A-D-B-B-A-E-A-A-E-A-B-D-C-B-B-D-A-B-E-A-A-B-A-D-A-C-B-D-A-E-B-A-D-A-B-D-E-A-C-A-D-D-B-A-A-C-D-E-B-A-B-D-B-A-B-A-A-D-A-A-D-D-E.
¿Qué ha llevado a Broch a elegir precisamente este orden y no otro? ¿Qué le ha llevado a tomar en el capítulo cuarto precisamente la línea B y no la C o la D? No la
lógica de los personajes o de la acción, pues no hay acción común a estas cinco líneas. Le guiaron otros criterios: el encanto debido a la sorprendente proximidad de las distintas formas (verso, narración, aforismos, meditaciones filosóficas); el contraste de las distintas emociones que impregnan los distintos capítulos; la diversidad en la longitud de los capítulos; en fin, el desarrollo de las cuestiones existenciales mismas que se reflejan en las cinco líneas como en cinco espejos. A falta de algo mejor, califiquemos estos criterios de musicales, y concluyamos: el siglo XIX elaboró el arte de la composición, pero es el nuestro el que ha aportado, a ese arte, la musicalidad.
Los versos satánicos están construidos sobre tres líneas más o menos independientes: A: las vías de Saladin Chamcha y Gibreel Farishta, dos indios de hoy que viven entre Bombay y Londres; B: la historia coránica que trata de la génesis del Islam; C: la marcha mar a través de los aldeanos hacia La Meca, mar que creen atravesar en seco y en el que se ahogan.
Las tres líneas se retoman sucesivamente en las nueve partes según el siguiente orden: A-B-A-C-A-B-A-C-A (por cierto: en música, semejante orden se llama rondó: el tema principal vuelve regularmente alternando con algunos temas secundarios).
He aquí el ritmo del conjunto (menciono entre paréntesis el número, aproximado, de páginas de la edición francesa): A (100) B (40) A (80) C (40) A (120) B (40) A (70) C (40) A (40). Comprobamos que las partes B y C tienen todas la misma longitud, lo cual otorga al conjunto una regularidad rítmica.
La línea A ocupa cinco séptimos, la B un séptimo, la C un séptimo del espacio de la novela. De esta relación cuantitativa resulta la posición dominante de la letra A: el centro de gravedad de la novela se sitúa en el destino contemporáneo de Farishta y Chamcha.
No obstante, incluso si B y C son líneas subordinadas, es en ellas donde se concentra el desafío estético de la novela, ya que gracias precisamente a estas dos partes pudo Rushdie captar el problema fundamental de todas las novelas (el de la identidad de un individuo, de un personaje) de una manera nueva que supera las convenciones de la novela psicológica: las personalidades de Chamcha o de Farishta son inasibles mediante una descripción detallada de sus estados de ánimo; su misterio reside en la cohabitación de dos civilizaciones en el interior de su psique, la india y la europea; reside en sus raíces, de las que se arrancaron pero que, no obstante, permanecen vivas en ellos. ¿En qué lugar se rompieron estas raíces y hasta dónde hay que llegar si se quiere tocar la llaga? La mirada hacia el interior «del pozo del pasado» no es un comentario fuera de lugar, esta mirada tiene por blanco el meollo de la cuestión: el desgarro existencial de los dos protagonistas.
Al igual que Jacob es incomprensible sin Abraham (quien, según Mann, vivió siglos antes que aquél) pues no es sino su «imitación y continuación», Gibreel Farishta es incomprensible sin el arcángel Gibreel, sin Mahound (Mahoma), incomprensible incluso sin ese Islam teocrático de Jomeini o de esa joven fanatizada que conduce a los aldeanos hacia La Meca, o más bien hacia la muerte. Todos ellos son sus propias posibilidades que dormitan en él y a ellas debe reclamar su propia individualidad. No hay, en esta novela, cuestión importante alguna que pueda examinarse sin una mirada hacia el interior del pozo del pasado. ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Quién es el diablo para el otro, Chamcha para Farishta o éste para aquél? ¿Es el diablo o el ángel el que inspira la peregrinación de los aldeanos? ¿Es su hundimiento en las aguas un lamentable naufragio o el glorioso viaje hacia el Paraíso? ¿Quién lo dirá, quién lo sabrá? ¿Y si esta inasibilidad del bien y del mal fuera el tormento vivido por los fundadores de las religiones? Las terribles palabras de la desesperación, esa inaudita frase blasfema de Cristo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ¿no resuena acaso en el alma de cualquier cristiano? En la duda de Mahound preguntándose quién le inspiró los versos, Dios o el diablo, ¿acaso no hay, oculta, la incertidumbre sobre la que se asienta la existencia misma del hombre?

miércoles, mayo 25, 2011

LA INVENCION DEL HUMOR por MILAN KUNDERA



Madame Grandgousier, que estaba preñada, se dio tal hartazgo de callos que hubo que
administrarle un astringente; éste fue tan fuerte que los lóbulos de la placenta se
aflojaron, el feto de Gargantúa se deslizó dentro de una vena, subió por ella y salió por la oreja de su madre. Desde las primeras frases, el libro descubre sus cartas: lo que aquí se cuenta no es serio: lo cual significa: aquí no se afirman verdades (científicas o míticas); nadie se compromete a dar una descripción de los hechos tal como son en realidad.
Hermosos tiempos los de Rabelais: la novela alza el vuelo llevándose en su cuerpo,
cual mariposa, los jirones de la crisálida. Pantagruel, con su aspecto de gigante, pertenece todavía al pasado de los cuentos fantásticos, mientras Panurgo llega de un porvenir por entonces todavía desconocido para la novela. El momento excepcional del nacimiento de un arte nuevo otorga al libro de Rabelais una inaudita riqueza; todo está ahí: lo verosímil y lo inverosímil, la alegoría, la sátira, los gigantes y los hombres normales, las anécdotas, las meditaciones, los viajes reales y fantásticos, los debates eruditos, las digresiones de puro virtuosismo verbal. El novelista de hoy, heredero del siglo XIX, siente una envidiosa nostalgia de ese universo soberbiamente heteróclito de los primeros novelistas y de la alegre libertad con la que lo habitan.
Del mismo modo que Rabelais en las primeras páginas de su libro deja caer a
Gargantúa en el escenario del mundo por la oreja de su madre, en Los versos satánicos, tras la explosión de un avión en pleno vuelo, los dos protagonistas de Salman Rushdie caen conversando y cantando, y se comportan de una manera cómica e improbable.
Mientras «encima, detrás, debajo, en el vacío» flotaban butacas reclinables, vasitos de cartón, máscaras de oxígeno y pasajeros, el uno, Gibreel Farishta, nadaba «en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer» y el otro, Saladin Chamcha, «una sombra impecable [...] caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado [...] con extemporáneo bombín». La novela arranca con esta escena, ya que Rushdie, al igual que Rabelais, sabe que el contrato entre el novelista y el lector debe establecerse desde el principio; eso debe quedar claro: lo que aquí se cuenta no va en serio aunque se trate de cosas muy terribles.
La comunión de lo no serio con lo terrible: he aquí una escena del «Libro Cuarto»: la
nave de Pantagruel encuentra en alta mar un barco lleno de comerciantes de corderos; un comerciante, al ver a Panurgo desbraguetado, con los lentes encima del gorro, se cree autorizado a dárselas de listo y le trata de cornudo. Panurgo se venga enseguida: le compra un cordero y luego lo tira al mar; siendo propio de los corderos seguir al primero, todos los demás empiezan a tirarse al agua. Enloquecidos, los comerciantes los agarran por la lana y los cuernos y son ellos también arrastrados al mar. Panurgo tiene un remo en la mano, no para salvarlos, sino para impedir que suban a bordo; los exhorta con elocuencia, demostrándoles las miserias de este mundo, el bien y la dicha de la otra vida, y afirmando que los difuntos son más felices que los vivos. Les desea, no obstante, en el caso de que no les disgustara seguir todavía con vida entre los humanos, que encuentren alguna ballena según el ejemplo de Jonás. Una vez terminado el baño, el bueno de fray Juan felicita a Panurgo y le reprocha tan sólo el haber pagado al comerciante y haber por lo tanto derrochado inútilmente el dinero. Y dice Panurgo: «¡Pero por Dios, si me he divertido más que si me hubiera gastado cincuenta mil francos!».
Esta escena es irreal, imposible; ¿se desprende al menos de ella alguna moral?
¿Denuncia Rabelais la mezquindad de los comerciantes cuyo castigo debería alegramos,
o quiere que nos indignemos contra la crueldad de Panurgo, o se burla, como buen
anticlerical que es, de la necedad de los estereotipos religiosos que profiere Panurgo?
¡Adivinen! Cada respuesta es una trampa para tontos.
Escribe Octavio Paz: «Ni Homero ni Virgilio conocieron el humor; Ariosto parece
presentirlo, pero el humor no toma forma hasta Cervantes. [...] El humor es la gran
invención del espíritu moderno». Idea fundamental: el humor no es una práctica
inmemorial del hombre; es una invención unida al nacimiento de la novela. El humor,
pues, no es la risa, la burla, la sátira, sino un aspecto particular de lo cómico, del que dice
Paz (y ésta es la clave para comprender la esencia del humor) que «convierte en ambiguo
todo lo que toca». Los que no saben disfrutar de la escena en la que Panurgo deja
ahogarse a los comerciantes de corderos mientras les hace el elogio de la otra vida nunca
comprenderán nada del arte de la novela.
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