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domingo, septiembre 04, 2016

REBELIÒN DE VOCABLOS por OLIVERIO GIRONDO


De pronto, sin motivo:
graznido, palaciego,
cejijunto, microbio,
padrenuestro, dicterio;
seguidos de: incoloro,
bisiesto, tegumento,
ecuestre, Marco Polo,
patizambo, complejo;
en pos de: somormujo,
padrillo, reincidente,
herbívoro, profuso,
ambidiestro, relieve;
rodeados de: Afrodita,
núbil, huevo, ocarina,
incruento, rechupete,
diametral, pelo fuente;
en medio de: pañales,
Flavio Lacio, penates,
toronjil, nigromante,
semibreve, sevicia;
entre: cuervo, cornisa,
imberbe, garabato,
parásito, almenado,
tarambana, equilátero;
en torno de: nefando,
hierofante, guayabo,
esperpento, cofrade,
espiral, mendicante;
mientras llegan: incólume,
falaz, ritmo, pegote,
cliptodonte, resabio,
fuego fatuo, archivado;
y se acercan: macabra,
cornamusa, heresiarca,
sabandija, señuelo,
artilugio, epiceno;
en el mismo momento
que castálico, envase,
llama sexo, estertóreo,
zodiacal, disparate;
junto a sierpe... ¡no quiero!
Me resisto. Me niego.
Los que sigan viniendo
han de quedarse adentro.

martes, agosto 04, 2015

GRISTENIA por OLIVERIO GIRONDO


Noctivozmusgo insomne
del yo más yo refluido a la gris ya desierta tan médano
evidencia
gorgogoteando noes que plellagan el pienso
contra las siempre contras de la posnáusea obesa
tan plurinterroído por noctivagos yoes en rompiente
ante la afauce angustia
con su soñar rodado de hueco sino dado de dado ya
tan
dado
y su yo solo oscuro de pozo lodo adentro y
microcosmos tinto por la total gristenia.

lunes, agosto 03, 2015

TRAZUMOS por OLIVERIO GIRONDO


Las vertientes las órbitas han perdido la tierra los
espejos los brazos los muertos las amarras
el olvido su máscara de tapir no vidente
el gusto el gusto el cauce sus engendros el humo cada
dedo las fluctuantes paredes donde amanece el vino
las raíces la frente todo canto rodado
su corola los muslos los tejidos los vasos el deseo los
zumos que fermenta la espera
las campanas las costas los trasueños los huéspedes
sus panales lo núbil las praderas las crines la lluvia las
pupilas
su fanal el destino
pero la luna intacta es un lago de senos que se bañan
tomados de la mano.

viernes, marzo 27, 2015

MASPLEONASMO por OLIVERIO GIRONDO


Más zafio tranco diario
llagánima
masturbio
sino orate
más seca sed de móviles carnívoros
y mago rapto enlabio de alba albatros
más sacra carne carmen de hipermelosas púberes
vibrátiles de sexotumba góndola
en las fauces del cauce fuera de fértil madre del
diosemen
aunque el postedio tienda sus cangrejales lechos ante el
eunuco olvido
más lacios salmos mudos
manos radas lunares
copas de alas
más ciega busca perra tras la verdad volátil plusramera
ineterna
más jaguares deseo
nimios saldos terráqueos en colapso y panentrega
extrema desde las ramas óseas hasta la córnea pá-nica
a todo huésped sueño del prenoser menguante
a toda pétrea espera
lato amor gayo nato
deliquio tenso encuentro sobre tibias con espasmos
adláteres
ya que hasta el unto enllaga las mamas secas másculas
y el mismo pis vertido es un preverso feto si se cogita en
fuga
más santo hartazgo grávido de papa rica rima de tanto
lorosimio implume vaterripios
sino hiperhoras truncas dubiengendros acéfalos no
piensos e impactos del tan asco
aunque el cotedio azuce sus jaurías sorbentes ventosas
de botezos.

miércoles, enero 07, 2015

CANSANCIO por OLIVERIO GIRONDO


cansado
¡Sí!
Cansado
de usar un solo bazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuántos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.

Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabré si es el mismo
que usé mientras vivía.

Cansado.
¡Sí!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola auténtica,
alegre,
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.

Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.

viernes, octubre 31, 2014

FIDELIDAD por OLIVERIO GIRONDO


“¡VAMOS!”, dice el pañuelo.
“Bueno. ¡Vamos!”, la cama.
“¡Vamos! ¡Vamos!”, la colcha,
las sábanas, la almohada.
Los botines
—¡qué tristes!—
me miraron,
—dormía—
y después de un momento:
“Nosotros nos quedamos”.

domingo, junio 29, 2014

NOCTURNOS 2 por OLIVERIO GIRONDO


DEBAJO de la almohada
una mano,
mi mano,
que se agranda,
se agranda
inexorablemente,
para emerger,
de pronto,
en la más alta noche,
abandonar la cama,
traspasar las paredes,
mezclarse con las sombras,
distenderse en las calles
y recubrir los techos de las casas sonámbulas.
A través de mis párpados
yo contemplo sus dedos,
apacibles,
tranquilos,
de ciclópeas falanges;
los millares de ríos
zigzagueantes,
resecos,
que recorren la palma desierta de esa mano,
desmesurada,
enorme,
adherida al insomnio,
a mi brazo,
a mi cuerpo
diminuto,
perdido
en medio de las sábanas;
sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme.

sábado, junio 28, 2014

TESTIMONIAL por OLIVERIO GIRONDO


ALLÍ están,
allí estaban
las trashumantes nubes,
la fácil desnudez del arroyo,
la voz de la madera,
los trigales ardientes,
la amistad apacible de las piedras.
Allí la sal,
los juncos que se bañan,
el melodioso sueño de los sauces,
el trino de los astros,
de los grillos,
la luna recostada sobre el césped,
el horizonte azul,
¡el horizonte!
con sus briosos tordillos por el aire.
¡Pero no!
Nos sedujo lo infecto,
la opinión clamorosa de las cloacas,
los vibrantes eructos de onda corta,
el pasional engrudo
las circuncisas lenguas de cemento,
los poetas de moco enternecido,
los vocablos,
las sombras sin remedio.
Y aquí estamos:
exangües,
más pálidos que nunca;
como tibios pescados corrompidos
por tanto mercader y ruido muerto:
como mustias acelgas digeridas
por la preocupación y la dispepsia;
como resumideros ululantes
que toman el tranvía
y bostezan
y sudan
sobre el carbón, la cal, las telarañas;
como erectos ombligos con pelusa
que se rascan las piernas y sonríen,
bajo los cielorrasos
y las mesas de luz
y los felpudos;
llenos de iniquidad y de lagañas,
llenos de hiel y tics a contrapelo,
de histrionismos madeja,
yarará,
mosca muerta;
con el cráneo repleto de aserrín escupido,
con las venas pobladas de alacranes filtrables,
con los ojos rodeados de pantanosas costas
y paisajes de arena,
nada más que de arena.
Escoria entumecida de enquistados complejos
y cascarrientos labios
que se olvida del sexo en todas partes,
que confunde el amor con el masaje,
la poesía con la congoja acidulada,
los misales con los libros de caja.
Desolados engendros del azar y el hastío,
con la carne exprimida
por los bancos de estuco y tripas de oro,
por los dedos cubiertos de insaciables ventosas,
por caducos gargajos de cuello almidonado,
por cuantos mingitorios con trato de excelencia
explotan las tinieblas,
ordeñan las cascadas,
la edulcorada caña,
la sangre oleaginosa de los falsos caballos,
sin orejas,
sin cascos,
ni florecido esfínter de amapola,
que los llevan al hambre,
a empeñar la esperanza,
a vender los ovarios,
a cortar a pedazos sus adoradas madres,
a ingerir los infundios que pregonan las lámparas,
los hilos tartamudos,
los babosos escuerzos que tienen la palabra,
y hablan,
hablan,
hablan,
ante las barbas próceres,
o verdes redomones de bronce que no mean,
ante las multitudes
que desde un sexto piso
podrán semejarse a caviar envasado,
aunque de cerca apestan:
a sudor sometido,
a cama trasnochada,
a sacrificio inútil,
a rencor estancado,
a pis en cuarentena,
a rata muerta.

martes, mayo 13, 2014

ESPERA por OLIVERIO GIRONDO


Esperaba
esperaba
y todavía
y siempre
esperando,
esperando
con todas las arterias,
con el sacro,
el cansancio,
la esperanza,
la médula;
distendido,
exaltado,
apurando la espera,
por vocación,
por vicio,
sin desmayo,
ni tregua.
¿Para qué extenuarme en alumbrar recuerdos
que son pura ceniza?
Por muy lejos que mire:
la espera ya es conmigo,
y yo estoy con la espera...
escuchando sus ecos,
asomado al paisaje de sus falsas ventanas,
descendiendo sus huecas escaleras de herrumbre,
ante sus chimeneas,
sus muros desolados,
sus rítmicas goteras,
esperando,
esperando,
entregado a esa espera
interminable,
absurda,
voraz,
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desesperada.
Sólo yo...
¡Sí!
Yo sólo
sé hasta dónde he esperado,
qué ráfagas de espera arrasaron mis nervios;
con qué ardor,
y qué fiebre
esperé
esperaba,
cada vez con más ansias
de esperar y de espera.
¡Ah! el hartazgo y el hambre de seguir esperando,
de no apartar un gesto de esa espera insaciable,
de vivirla en mis venas,
y respirar en ella la realidad,
el sueño,
el olvido,
el recuerdo;
sin importarme nada,
no saber qué esperaba:
¡siempre haberlo ignorado!;
cada vez más resuelto a prolongar la espera,
y a esperar,
y esperar,
y seguir esperando
con tal de no acercarme
a la aridez inerte,
a la desesperanza
de no esperar ya nada;
de no poder, siquiera,
continuar esperando.

sábado, abril 19, 2014

EJECUTORIA DEL MIASMA por OLIVERIO GIRONDO


ESTE CLIMA de asfixia que impregna los pulmones
de una anhelante angustia de pez recién pescado.
Este hedor adhesivo y errabundo,
que intoxica la vida
y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo.
Este miasma corrupto,
que insufla en nuestros poros
apetencias de pulpo,
deseos de vinchuca,
no surge,
ni ha surgido
de estos conglomerados de sucia hemoglobina,
cal viva,
soda cáustica,
hidrógeno,
pis úrico,
que infectan los colchones,
los techos,
las veredas,
con sus almas cariadas,
con sus gestos leprosos.
Este olor homicida,
rastrero,
ineludible,
brota de otras raíces,
arranca de otras fuentes.
A través de años muertos,
de atardeceres rancios,
de sepulcros gaseosos,
de cauces subterráneos,
se ha ido aglutinando con los jugos pestíferos,
los detritus hediondos,
las corrosivas vísceras,
las esquirlas podridas que dejaron el crimen,
la idiotez purulenta,
la iniquidad sin sexo,
el gangrenoso engaño;
hasta surgir al aire,
expandirse en el viento
y tornarse corpóreo;
para abrir las ventanas,
penetrar en los cuartos,
tomarnos del cogote,
empujarnos al asco,
mientras grita su inquina,
su aversión,
su desprecio,
por todo lo que allana la acritud de las horas,
por todo lo que alivia la angustia de los días.

domingo, marzo 02, 2014

ESPANTAPAJAROS 8 por OLIVERIO GIRONDO


Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un
conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de furunculosis
anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora
sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración
de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de
una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas
partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta
en el W. C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso!
¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad
más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me
pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me
pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que
harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se
me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito
que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide
cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente,
sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no
puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se
oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro.
Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta
de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos
aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de
excepción, se consideran con derecho a manifestar un
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desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay
peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no
terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen
que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende
imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y
los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia,
que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier
otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien
aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la
ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la
abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja
dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el
amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se
realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que
se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de
tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de
dificultades, antes de cometer el acto más insignificante
necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que
prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se
extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona,
para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas
juntas a la mierda.

ESPANTAPAJAROS 13 por OLIVERIO GIRONDO


Hay días en que yo no soy más que una patada,
únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en
la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá
va por el aire hasta ensartarse en algún pararrayos. ¿Un
automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una
sola patada en alguna buhardilla.
¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los
artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas
de calle!.
Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que quiera
contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los
mingitorios, los tranvías. Necesito entrar —¡a patadas!— en
los escaparates y sacar —¡a patadas!— todos los maniquíes
a la calle. No logro tranquilizarme, estar contento, hasta
que, no destruyo las obras de salubridad, los edificios
públicos. Nada me satisface tanto como hacer estallar, de
una patada, los gasómetros y los arcos voltaicos. Preferiría
morir antes que renunciar a que los faroles describan una
trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los
brazos de los árboles.
A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores
artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos
de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de
ensayo.
Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de
consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido
asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el
agua a las aceitunas... a los pececillos de color...

lunes, diciembre 23, 2013

INTERLUNIO por OLIVERIO GIRONDO


A Norah Lange
Lo veo, recostado contra una pared, los ojos casi
fosforescentes, y a los pies, una sombra más titubeante,
más andrajosa que la de un árbol.
¿Cómo explicar su cansancio, ese aspecto de casa
manoseada y anónima que sólo conocen los objetos
condenados a las peores humillaciones?...
¿Bastaría con admitir que sus músculos prefirieron
relajarse a soportar la cercanía de un esqueleto capaz de
envejecer los trajes recién estrenados?... ¿O tendremos que
persuadirnos de que su misma artificialidad terminó por
darle la apariencia de un maniquí arrumbado en una
trastienda?...
Las pestañas arrasadas por el clima malsano de sus
pupilas, acudía al café donde nos reuníamos, y acodado en
un extremo de la mesa, nos miraba como a través de una
nube de insectos.
Es indudable que sin necesidad de un instinto
arqueológico desarrollado, hubiera sido fácil verificar que no
exageraba, desmesuradamente, al describir la fascinante
seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad
con que se rememora lo desaparecido... pero las arrugas y
la pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una
decrepitud tan prematura como la que sufren los edificios
públicos.
Aunque por lo común permanecía horas enteras en
silencio, a veces lográbamos que relatara algún episodio de
su vida, que recitase algún poema de Corbière o de
Mallarmé. ¡Nunca era más temible su cercanía!... Entre la
incesante humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín—
resonaba como si fuese emitida por una chimenea, y
mientras su inmovilidad adquiría la borrosa impavidez del
retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura
postiza se obstinaba en inventar las sonrisas menos
oportunas. En vano pretendíamos vivir el contenido de
algún verso. Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de
cama deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese
algún ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro
con que crece la barba de los muertos... Y ya en esa
pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada, para
que descubriéramos su semejanza con esos pares de
medias que se hospedan sobre los roperos de los hoteles,
con esos cuellos que se retuercen junto a ellas, tan
desesperadamente, que nos sugieren ideas de suicidio.
De resistirnos a esos excesos, por otra parte,
¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas
sin imaginarnos todas las noches perdidas, todos los
rumores huecos y desvalidos que, al estratificarse con una
lentitud de estalactita, le habían formado unos repliegues
de cansancio que ni la misma muerte conseguiría
planchar?...
Para recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo,
por lo menos, me veía forzado a examinarlas con el mismo
detenimiento con que se siguen las rutas en un plano y,
demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba
escuchar lo que decía. Hasta en las oportunidades en que
nos encontrábamos solos, cuando no perdía frases enteras,
me llegaban con tantas intermitencias como las que suben a
nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la
calle. ¡Era inútil que reconcentrase mi atención!... Siempre
se me extraviaba alguna palabra, alguna partícula tan
esencial, que antes de contestarle debía realizar un esfuerzo
equivalente al de traducir un documento cifrado. Aderezada
con la misma premeditación de esos platos que llegan
momificados a la mesa, su dialéctica —por lo demás— no
estimulaba excesivamente mi apetito, pues al abuso de la
paradoja unía el empeño de citar cuantos libros habían
fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de
la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de
versos tan manoseados como los sobres en que los
borroneaba.
A pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños
trozos, no tardé en enterarme, sin embargo, de una
cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la
bancarrota —con suicidio y demás accesorios— de su padre;
su tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse
comiendo los gemelos, el frac, el sobretodo; los primeros
síntomas del hambre —pequeños escalofríos en la espalda,
pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos
en todos los meridianos, en todos los ambientes, hasta
llegar a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo
maravilloso!... la única ciudad del mundo donde se podía
vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo
efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las
billeteras más exangües.
Aunque aquejada de una anemia crónica, la mía no
hubiese podido rectificarlo, si bien es cierto que adoptaba
algunas medidas preventivas para impedir que sus
extracciones fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.
Más que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante
debido a que me divertía el contraste entre su habitual
escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el país. Es así
cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la
representaba como una enorme vaca con un millón de
ubres rebosantes de leche, y cómo a los pocos días de
ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar
de su apariencia de ciudad bombardeada, la pampa
acababa de aproximarse al río para parirla.
“Europa es como yo —solía decir— algo podrido y
exquisito; un Camembert con ataxia locomotriz. Es inútil
untarla con malos olores. La tierra ya no da más. Es
demasiado vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor
aún, de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos.
Se tropieza con ellos en todas partes. No hay un umbral, un
picaporte que no hayan desgastado. Se vive bajo los
mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por
mucho que nos repugne —¡no queda otro remedio!— hay
que repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un
hombre capaz de usar un ala de cuervo sobre la frente,
como Barrès, pudo deleitarse en aprender a fornicar en los
cementerios.
“Aquí, en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un
camposanto, ni una cruz. Se puede galopar una vida sin
encontrar más muerte que la nuestra. Y si tropezamos, por
casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta
a nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo
tamaño que la pampa.
“En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes
corre un aire de improvisación que nos permite ensayar
cualquier postura. Ustedes se quejan de su fealdad. ¡Pero la
esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!... Con decirle
que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado
por hacer algo... ¡Y vaya usted a saberlo!... Hasta quizás
llegase a convencerme de que el sudor es una segregación
tan respetable como se pretende. Yo la prefiero, en todo
caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas
que no consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas
nos proporcionan excelentes modales. Tarde o temprano
terminan por colocarnos un chaleco de fuerza. Imposible
cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un
florero y hacerlo añicos contra el suelo.”
Estas arremetidas, y otras equivalentes, adquirían un
acento menos retórico, sin embargo, al referir algún
episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el
estado lamentable en que se hallaba, espero reproducir, con
bastante fidelidad, el que me relató la última vez que nos
encontramos.
Recuerdo que fue en uno de esos cafés que no pegan los
ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para
desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que
ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín
sobre las baldosas humedecidas.
Sentado ante una pequeña copa que contenía un
menjunje con cierto aspecto de colirio, un hombre parecía
dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda su
persona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo
que, inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio
esmerilado, su barba tejida por una araña, su chambergo
descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza con esos
faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz
despiadada de la mañana.
Es posible que, en el primer momento, aparentase no
advertir mi presencia, pero al hallarme junto a él, bajó la
cabeza y me extendió una mano algosa, sin esqueleto. Una
vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce
el insospechado contacto de unos guantes que yacen en un
bolsillo. Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y
aproximé una silla. Era evidente que lo importunaba.
Mientras cambiábamos las primeras palabras, sus miradas
rozaban los objetos en un vuelo tajeante y volvían a
sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las
luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía
sustraerlo de ese marasmo. Con la mayor crueldad posible
le dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy
enfermo. La argucia alcanzó el éxito esperado. De un solo
sorbo terminó el whisky que habíamos pedido, y después de
dejar caer los brazos de la mesa:
“¡No puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy
desesperado!...”
Estrangulada, ronca, parecía que su voz saliese de atrás
de una cortina. Como si la descorriera de pronto, me
preguntó:
“¿A usted nunca lo han martirizado los ruidos?... ¡No!
¡Estoy seguro que no! ¡Es algo horrible! ¡Horrible!...”
La evidente desproporción entre la causa y el efecto de su
padecimiento, quizás me hiciera sonreír. En todo caso,
recién entonces me miró por primera vez, para proseguir
con cierto dejo de rencor:
“¡No! ¡Estoy seguro que no! Usted no puede
comprenderme. Para eso necesitaría ser como yo. No tener
nada de donde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto
—agregó, extrayendo un pequeño frasco que, a través de la
suciedad de la etiqueta, delataba su procedencia
farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era todo. Pero ya no me
queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar
insinuarle que se explicara: “Al principio fue el vecino de
arriba. De noche siempre resulta emocionante escuchar
unos pasos sobre el techo. Por poco acompasados que
parezcan, ¡adquieren una solemnidad!... Es como si
llamaran a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada
vez más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo
los sentía derrumbarse de un extremo al otro del cielo raso,
hasta convencerme de que terminarían por achatármela a
martillazos.
“Averigüé quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un
estudiante que se paseaba, leyendo, gran parte de la
noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones con el
hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí
entenderme con él, directamente. La gestión obtuvo un
resultado satisfactorio. Durante varios días, el cielo raso
permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un grito
que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran
discontinuos, me dejaban descansar. Entre uno y otro
existían grandes agujeros de silencio y de felicidad.
”Al poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi
vecino se convirtieron en un suplicio más torturante que el
anterior. Tendido sobre la cama, lo veía, durante horas
enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la
habitación fuese traslúcido. El cuidado con que abría un
cajón o colocaba la pipa sobre su escritorio, llegó a
exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la
almohada, un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba
en prolongar mi angustia, que se valía de la menor
distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e
imprevisibles. Los más traicioneros se descolgaban, como
arañas, del cielo raso, y después de erizar los pelos de la
alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del ropero,
abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho
en percibir, desde mi quinto piso —simultáneamente y con
la mayor nitidez— las conversaciones de la gente que
pasaba por la vereda, el trino de una canilla en el patio del
fondo, los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque
después de acecharlos semanas enteras terminé por
conocer el horario y las costumbres de la mayor parte de
los ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar
antes de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor
zambullirse bajo las frazadas!... A medida que se
adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en mi
interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos
con clavarme sus dientes de laucha recién nacida, se
aglomeraban en mi vientre hasta proporcionarme una
sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca,
creía estar en vísperas de tener un hijo.
”Una noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveía
lo que me aguardaba, el efecto que me producirían los
chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era preferible a
permanecer en mi cuarto. En la esquina, tomé el primer
tranvía que pasó. Lo que fue aquello no puede describirse.
Creí que de un momento a otro la cabeza se me partiría a
pedazos, pero la misma intensidad del dolor acabó por
recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el
tranvía se detuvo para emprender el regreso, me
sorprendió encontrarme en los suburbios.
”Las capitales europeas carecen de límites precisos, se
amalgaman y se confunden con los pueblos que las
circundan.
Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos,
termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas
diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de
pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.
Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del
adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que
enfrentar con la pampa. Durante la noche, sobre todo,
basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos
acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo
ruborizado.
”Del sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos
para hallarme en pleno campo. ¡Jamás experimentaré una
plenitud semejante! A medida que mi cerebro se iba
impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio
elemental y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de
ella, a pedacitos, sin condimentos, al natural, deleitado en
disociar su gusto a lechuga, su carnosidad afelpada... el
dejo picante de las estrellas.
”Ha de haber influido, probablemente, la angustia de los
días anteriores. De cualquier modo que fuera, bastaría, por
sí solo, ese instante, para justificar y darle una razón de ser
a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy
duros antes de poder sentir algo parecido.”
Por evidente que fuese la intención despectiva de la
última frase, no quise interrumpirlo.
“Desde ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia—
repetí el mismo itinerario todas las noches. Las sucesivas,
sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el roce
esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con
que los insectos taladraban el silencio. Llegué a
persuadirme de que el silbido de los grillos poseía una
intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más
indignante— que los sapos se reían de mí.
”A pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en
esas excursiones. Cualquier cosa resultaba preferible a
seguir soportando la caja de resonancias en que se había
transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un
hecho, sin embargo, que me obligó a abandonarlas para
siempre.
”Era una noche magnífica—prosiguió con una voz más
turbia y dolorida—. Desde que me alejé de la ciudad advertí
que ningún ruido me molestaba. En el primer instante temí
que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los
oía con una nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin
sobresaltos. Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez
y el alivio de esta comprobación. En un cierto momento,
mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un
lugar donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde
del camino.
”En ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en
constelaciones. Al contemplarlo de esa manera todo lo
demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en
él, se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como
si flotáramos, como si, reclinados en una proa, mirásemos
unas aguas tan serenas que inmovilizan el reflejo de las
estrellas.
”Diluido en esa contemplación había logrado olvidarme
hasta de mí mismo, cuando, de repente, una voz pastosa
pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de
encontrarme solo, la voz era tan nítida que me incorporé
para comprobarlo. A los dos lados del camino, el campo se
extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en la
inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales
divisé un bulto que resultó ser una vaca echada sobre el
pasto.
”Opté por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un
minuto oí que la voz me decía:
”—¿No te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has
hecho para llegar a ese estado? ¿Ya ni siquiera puedes vivir
entre la gente?
”Por absurdo que resultase, era indudable que la voz
partía del lugar donde se encontraba la vaca. Con el mayor
disimulo me di vuelta para observarla. La claridad de la
noche me permitía distinguir todos sus movimientos.
Después de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a
pocos metros del sitio en que me hallaba, para rumiar
durante un momento lo que diría y proseguir con un tono
acongojado:
”—¡Hubieras podido ser tan feliz!... Eres fino, eres
inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tu
vida? Engañar, engañar... ¡nada más que engañar!... Y
ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único
engañado. ¡Me dan unas ganas de llorar!... ¡Desde chico
fuiste tan orgulloso!... Te considerabas por encima de todos
y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido
más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a
negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que
prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo!
¿Cómo es posible que puedas soportar ese vacío?... ¿Por
qué te empeñas en llenarlo de nada?... Ya no eres capaz de
extender una mano, de abrir los brazos. ¡Es
verdaderamente desesperante!... ¡Me dan unas ganas de
llorar!...
“Cuando calló, sin darme cuenta me levanté y di unos
pasos hacia ella. Después de mirarme con unos ojos
humedecidos de ternura y de limpiarse la boca
refregándosela contra la paleta, sacó el pescuezo por
encima del alambrado y estiró los labios para besarme.
“Inmóviles, separados únicamente por una zanja
estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer de rodillas,
pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más
profundo de mí mismo se erguía la certidumbre de que la
voz que acababa de oír era la de mi madre.”
Fue tal la emoción que puso en la última parte del relato
que no me atreví a sonreír. Como si se lo confiara a sí
mismo agregó, después de un silencio:
“Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy,
ni nunca he sido nunca más que un corcho. Durante toda la
vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que
la superficie. Incapaz de encariñarme con nada, siempre me
aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora,
es demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponerme
las zapatillas.”
Como si resonase en un cuarto desamueblado, su voz
poseía un acento tan hueco que busqué un gesto, una frase
que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado solo.
Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una
niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la
mañana la disipase.
Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese
instante en que las cosas cambian de consistencia y de
tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad.
Parados sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y
los gorriones, mientras, extendido a lo largo de las calles, el
asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar. Con
un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas y
sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién
despiertos, los ruidos adquirían una sonoridad adolescente.
De vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un
pedazo de campo a la ciudad. De todas partes venía hacia
nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién salida de la
imprenta.
El uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una
palabra. La cabeza hundida entre los hombros, el andar
titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que se
desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin
ningún motivo, se derrumban desde una percha. Su
chambergo, su sobretodo, sus pantalones parecían tan
lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a admitir
que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al
pasar frente a una lechería, una vieja nos acechó con una
desconfianza de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se
detuvo a mirarlo con tal insistencia, que apresuré la marcha
por temor a que se aproximara y lo confundiese con un
árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido
suponerse que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le
repugnaría convivir con él, soportar constantemente su
presencia?... Se me ocurrió que cualquier noche, al
atravesar una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse
solo para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del
hotel, me sometí a la sangría de práctica y nos despedimos.
Desde entonces no le he visto más. Hace algún tiempo,
me aseguraron que, al retornar a París, había publicado,
con éxito, un libro de poesías. Recientemente, alguien me
enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de
encomendarle una misión en China.
¿Cuál de estas informaciones será exacta? Creo que nadie
se atrevería a aseverarlo. Acaso ya no quede de su persona
más que un mechón de pelo, junto a una dentadura postiza.
Es muy posible que, acosado por el espanto de quedarse
dormido, a estas horas se encuentre en algún café, con el
mismo cansancio de siempre... con un poco de caspa sobre
los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado.
Esto último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo
conocía bien.

EXVOTO por OLIVERIO GIRONDO


A las chicas de Flores
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las
almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan
moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de
mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos,
para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las
mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el
sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar
del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos
se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a
remolque de sus mamas —empavesadas como fragatas—
van a pasearse por la plaza, para que los hombres les
eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se
enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las
nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado
pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a
veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos
y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.



Buenos Aires, octubre, 1920.

domingo, octubre 13, 2013

ESPANTAPAJAROS 3 por OLIVERIO GIRONDO


Nunca he dejado de llevar la vida humilde que puede
permitirse un modesto empleado de correos. ¡Pues! mi
mujer —que tiene la manía de pensar en voz alta y de decir
todo lo que le pasa por la cabeza— se empeña en
atribuirme los destinos más absurdos que pueden
imaginarse.
Ahora mismo, mientras leía los diarios de la tarde, me
preguntó sin ninguna clase de preámbulos:
“¿Por qué no abandonaste el gato y el hogar? ¡Ha de ser
tan lindo embarcarse en una fragata!... Durante las noches
de luna, los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos
tocan el acordeón, otros acarician una mujer de goma. Tú
fumas la pipa en compañía de un amigo. El mar te ha
endurecido las pupilas. Has visto demasiados atardeceres.
¿Con qué puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna
noche? ¿Las velas serán capaces de brindarte un horizonte
nuevo? Un día en que la calma ya es una maldición, bajas a
tu cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te ahorcas con
una trenza de mujer.”
Y no contenta con hacerme navegar por todo el mundo,
cuando hace dieciséis años que estoy anclado en el correo:
“¿Recuerdas las que tenía cuando me conociste?... En ese
tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se
incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como
un felpudo.
“Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te
acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué
tiempo, a qué nación pertenece tu historia?... Te has jugado
la vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas.
¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas!
Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que
saben a verija de sátiro... y la primera noche, al poseerme,
me destrozaste el espinazo en el respaldo de la cama.”
Y como me dispusiera a demostrarle que lejos de cometer
esas barbaridades, no he ambicionado, durante toda mi
existencia, más que ingresar en el Club Social de Vélez
Sársfield:
“Ahora te veo arrodillado en una iglesia con olor a
bodega.
“Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu
humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza,
de tu sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las
hojas que se quejan y que suspiran. Cuando una mujer te
mira, bajas los párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es
grato a las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con
fiebre, bajo la lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a
mirar las estrellas...
“Una noche —en que te hallas con Dios— entras en un
establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja,
para morir abrazado al pescuezo de alguna vaca...”

ESPANTAPAJAROS 2 por OLIVERIO GIRONDO


Jamás se había oído el menor roce de cadenas. Las
botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al
día siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le
encontraba en el mismo sitio. El vino y los retratos
envejecían con dignidad. Era posible afeitarse ante
cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la
carótida; pero bastaba que un invitado tocase la campanilla
y penetrara en el vestíbulo, para que cometiese los más
grandes descuidos; alguna de esas distracciones
imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.
En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los
visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser
introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los
faldones de la camisa. Al ir a saludar a la dueña de casa,
una fuerza irresistible los obligaba a sonarse las narices con
los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le
preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de un
enorme esfuerzo de voluntad, nadie llegaba a dominar la
tentación de repetir: “Cuernos de vaca”, si alguien se
refería a las señoritas de la casa, y cuando éstas ofrecían
una taza de té, los invitados se colgaban de las arañas,
para reprimir el deseo de morderles las pantorrillas.
El mismo embajador de Inglaterra, un inglés reseco en el
protocolo, con un bigote usado, como uno de esos cepillos
de dientes que se utilizan para embetunar los botines, en
vez de aceptar la copa de champagne que le brindaban, se
arrodilló en medio del salón para olfatear las flores de la
alfombra, y después de aproximarse a un pedestal, levantó
la pata como un perro.

sábado, octubre 05, 2013

REBELIÓN DE VOCABLOS por OLIVERIO GIRONDO


De pronto, sin motivo:
graznido, palaciego,
cejijunto, microbio,
padrenuestro, dicterio;
seguidos de: incoloro,
bisiesto, tegumento,
ecuestre, Marco Polo,
patizambo, complejo;
en pos de: somormujo,
padrillo, reincidente,
herbívoro, profuso,
ambidiestro, relieve;
rodeados de: Afrodita,
núbil, huevo, ocarina,
incruento, rechupete,
diametral, pelo fuente;
en medio de: pañales,
Flavio Lacio, penates,
toronjil, nigromante,
semibreve, sevicia;
entre: cuervo, cornisa,
imberbe, garabato,
parásito, almenado,
tarambana, equilátero;
en torno de: nefando,
hierofante, guayabo,
esperpento, cofrade,
espiral, mendicante;
mientras llegan: incólume,
falaz, ritmo, pegote,
cliptodonte, resabio,
fuego fatuo, archivado;
y se acercan: macabra,
cornamusa, heresiarca,
sabandija, señuelo,
artilugio, epiceno;
en el mismo momento
que castálico, envase,
llama sexo, estertóreo,
zodiacal, disparate;
junto a sierpe. . . ¡no quiero!
Me resisto. Me niego.
Los que sigan viniendo
han de quedarse adentro.

viernes, septiembre 06, 2013

NOCTURNOS 1 por OLIVERIO GIRONDO


No SOY yo quien escucha
ese trote llovido que atraviesa mis venas.
No soy yo quien se pasa la lengua entre los labios,
al sentir que la boca se me llena de arena.
No soy yo quien espera,
enredado en mis nervios,
que las horas me acerquen el alivio del sueño,
ni el que está con mis manos, de yeso enloquecido,
mirando, entre mis huesos, las áridas paredes.
No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas.

domingo, agosto 25, 2013

¿DÓNDE? por OLIVERIO GIRONDO


¿ME EXTRAVIÉ en la fiebre?
¿Detrás de las sonrisas?
¿Entre los alfileres?
¿En la duda?
¿En el rezo?
¿En medio de la herrumbre?
¿Asomado a la angustia,
al engaño,
a lo verde?...
No estaba junto al llanto,
junto a lo despiadado,
por encima del asco,
adherido a la ausencia,
mezclado a la ceniza,
al horror, al delirio.
No estaba con mi sombra,
no estaba con mis gestos,
más allá de las normas,
más allá del misterio,
en el fondo del sueño,
del eco,
del olvido.
No estaba.
¡Estoy seguro!
No estaba.
Me he perdido.

VUELO SIN ORILLAS por OLIVERIO GIRONDO


ABANDONÉ las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente.

Abajo: en la penumbra,
las amargas cornisas,
las calles desoladas,
los faroles sonámbulos,
las muertas chimeneas,
los rumores cansados;
pero seguí volando,
desesperadamente.

Ya todo era silencio,
simuladas catástrofes,
grandes charcos de sombra,
aguaceros, relámpagos,
vagabundos islotes
de inestables riberas;
pero seguí volando,
desesperadamente.

Un resplandor desnudo,
una luz calcinante
se interpuso en mi ruta,
me fascinó de muerte,
pero logré evadirme
de su letal influjo,
para seguir volando,
desesperadamente.

Todavía el destino
de mundos fenecidos,
desorientó mi vuelo
—de sideral constancia—
con sus vanas parábolas
y sus aureolas falsas;
pero seguí volando,
desesperadamente.

Me oprimía lo fluido,
la limpidez maciza,
el vacío escarchado,
la inaudible distancia,
la oquedad insonora,
el reposo asfixiante;
pero seguía volando,
desesperadamente.

Ya no existía nada,
la nada estaba ausente;
ni oscuridad, ni lumbre,
—ni unas manos celestes—
ni vida, ni destino,
ni misterio, ni muerte;
pero seguía volando,
desesperadamente.
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