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jueves, junio 02, 2011

ABDUCCION por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE




No podía contener la risa.

Se había vuelto estruendosa.

Su amigo observaba el mesón y el modo en que la cerveza provocaba debajo de los vasos un movimiento grácil, casi como si el vidrio flotara sobre la cubierta.

Y así como el hipo. La risa cesó.

Ambos hombres en aquel tugurio cruzaron las miradas.

- Así que te abdujo el pico!

Volvió con su risotada que colmaba las paredes. El otro apuró el trago, se armó de paciencia.

Luego de un respiro elucubró:

- Siempre supe que Giovanna no era de este mundo.

martes, junio 29, 2010

PLANES por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE





Llevaba los calzones metidos en el culo. La vio saltar de la cama con esa habilidad felina que concede el vodka combinado con néctar de piña.

Ese vaivén hacia justicia al milagro de su cintura. Habían concluido sus lamentaciones y lágrimas.

Un vaso de vodka reposaba sobre el velador. Caló su cigarro y exhaló el humo como una lenta y paciente catarata. Pensó. Resumió. Sus amantes le superaban en muchos aspectos. Sin lugar a dudas. Les conocía todos en diversas ocasiones. No era una lista extensa, pero lo suficiente para preocuparse. Se incomodó.

Se sobó la entrepierna para reanimar el aparato. Sabemos que la presencia de otros amantes apaga cualquier ardor pasional.

Haciendo acopio de vigor logró una precaria erección. Ella llegó al umbral de la puerta bamboleando deliberadamente sus tetas, eran pequeñas, bien hechas, pero caídas. Treintainueve años. Sobrevaloradas y con estrías. Eran de su gusto. Siempre se consideró un hombre amante de las tetas por excelencia. Volvió a darle al cigarro. Suspiró.

Con un diestro movimiento de piernas y cadera se despojó de su escasa lencería dejando al aire, un pubis rasurado, de dimensiones precisas, funcional. Se diría un trabajo de depilación perfecto.

Detalles encantadores. Pero ya era hora de migrar a carnes cálidas y más jóvenes, la impagable terneza de la juventud. Como operación mental comenzó ese proceso desgastador de observar rasgos imperfectos, fomentar una repulsión cuyo desenlace sea el abandono.

-¿Te caliento?- preguntó con voz melosa, me pareció improcedente.

- Sí y no

- Explícamelo – rió quedamente

- Sí: porque me gusta tu cuerpo y No: porque cuando te visito, me hablas de tus amantes!

La mujer amplió su sonrisa, pareció no importarle.

Abrió sus piernas. El no quiso besarla. Hundió su rostro en la almohada para evitar el influjo de esos ojos verde grises.

Al sentir el estremecimiento propio del contacto de la carne con la carne, cerró los ojos, comenzó a mover su verga lentamente, ella estaba lubricada, parecía todo el tiempo mantener ese estado. Su lubricación era aséptica como todo en ese lugar.

Acrecentó el ritmo. Sus estertores y leves quejidos, sus tetas pegadas a su pecho enardecido, mientras hundía aún más y más suS toscos rasgos de hombre curtido por el tiempo y el sol del norte. Se le antojó que la funda floreada exudaba sudor, las flores liberaban el aroma originario de la lujuria. Un pasmo de ira pareció apresar su voluntad, ira de tenerla. De pronto su pene sintió como el gatillo se echaba para atrás y el tambor giraba dejando el proyectil en posición de descarga.

En ese momento se convenció que debía distraerse mientras continuaba con el bombeo. Imagino una serie de escenas ridículas. Todo sea para retardar el desenlace.

De pronto apareció la imagen de César, el único amante al que aquella mujer profesaba una férrea devoción. El pene dejó de concentrarse en su labor. La languidez le hacía presa, había sobrepasado ese nivel, en que ese decaimiento colaboraba con el placer, era, a fin de cuentas, una potente, nociva y vergonzosa languidez.

Se puso de pie de un salto. A paso decidido caminó hacia el baño. Sacó su miembro frente al lavamanos y lo aseó con fruición.

El espejo reflejaba la imagen que intuyó comenzaba a desfigurarse, la nariz roja, aparentemente ebrio, en contraste con la piel cetrina, ojos cansados y enrojecidos, arrugas surgiendo en la frente. Esa barriga prominente. Las canas conquistando la cabellera.

Era hora de que ella lo abandonase.

Pronto escasearían las piezas dentales. Y languidez seria la regla general en el sexo.

Cerró los ojos y comenzó a deshacer el plan trazado.

Hasta que escuchó su nombre provenir del dormitorio.

ENTRE NEGRAS por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE



“Gato negro” obtuvo su préstamo de consumo.

Saldría a celebrar. Invitaría a sus secuaces de juerga a una gira por las schoperías de calle Condell y las de Matta.

¡Qué le hace el agua al pescado?- preguntó

A veces lo asfixia- contestó Arnaldo.

Luis y Mauricio se reunirían con ellos en el “Savage”, local donde una larga fila de asientos y mesas a cada lado de un largo pasillo que remataba en los baños y en un jukebox, estaba abarrotado de ebrios y mujeres, no del oficio pero de moral relajada, un ambiente más que apropiado para sus fines, según “Gato Negro”, desbordando confianza en sí mismo.

Pronto las cervezas “Escudo” llegaron a la mesa, las traía una colombiana preciosa, nunca habían visto una mulata que tuviera unos senos como esos, con la comprensible duda, de que si eran producto de la silicona o de la madre naturaleza con esa bendición estética. Un culo como tallado para máscara proa y una cintura que sobrepasaba los niveles del milagro. Los ánimos quedaron encendidos y pronto se recurrió a las maquinas fotográficas y teléfonos celulares.

Los minutos corrían y la mesa se repletó unas seis veces con los envases.

Salieron de allí con rumbo vacilante hacia las una de la madrugada. El público noctámbulo deambulaba en las calles; hombres, papas rellenas, dealers y féminas ligeras de ropa.

Los pasos se dirigieron al “Beer Boys” decididos a “rematar” donde hubiese mujeres dispuestas.

Al llegar, se miraron entre sí. El ambiente era oscuro las paredes negras. Comenzaron a transar con un par de morenas que ofrecían un extraño “paseo por montaña rusa” o quizás era un “pajeo a la rusa”, el oído les fallaba.

Al momento de cotizar precios, un cortocircuito acalló la música. Los parroquianos se alteraron y las linternas no se dejaron esperar. Los cuatro gentiles decidieron retirarse del lugar. Las mujeres obstaculizaron el camino con arrumacos ofertas y dulces exigencias. Hasta que una de ellas le pregunta solicita a Luis que contesta:

- Hay que hablar con el “Jefe” y al “Jefe” no le agradó el local- Indicando a “Gato Negro”

En fracción de segundos tres negras se abalanzaron sobre el Jefe y lo tironeaban de un lado a otro tratando de convencerlo. Los demás aprovecharon la batahola para alejarse. A poco caminar se percataron que el felino amigo continuaba siendo acosado por las fulanas, que parecían no dar su brazo a torcer.

Era una jauría de perras atacando al indefenso hombre.

Salió arañado y por poco le sacan la camisa que llevaba ostentosamente el logo de la empresa en que cumplía sus funciones. Las risotadas no se dejaron esperar.

Continuaron con el itinerario.

La próxima parada era el “Blue Moon”. Entrando se encontraron con un indigente que departía de una manera feroz con una de las chicas. Un espectáculo goyesco. Se retiraron inmediatamente.

“Ángel Negro” , tugurio que si no es por la música estridente y el video que se proyectaba, era capilla mortuoria. Por lo visto los difuntos eran los miembros.

El cuarteto camino por calle Uribe hacia abajo. Los adoquines removidos y las reparaciones del asfalto, agravaron lo accidentado de la caminata.

Giraron a la derecha por Condell.

Sin pensarlo mucho entraron al antro vecino al “Amazonas”. En diagonal las “muchanchas” del “Colaless”, otro local del rubro, les gritaban para evitar su perdición.

Hicieron oídos sordos. Era espacioso, pero lo que hacía intransitable el pasillo, eran los sillones en forma de medialuna de tevinyl rojo y de frente un pequeño escenario, sin caño.

“Gato Negro” invitó a sentarse a su tropa y comenzó las tratativas con el mozo, llegaron las cervezas de medio litro “Escudo”. En tres tiempos aparecieron cuatro negras de alto tonelaje y de ropa ligera.

Arnaldo se abrazo inmediatamente con dos de ellas, mientras sus grandes manos acariciaban lascivamente un seno de cada mano.

“Gato Negro” con su mujer correspondiente, luego comunicó las tarifas, cinco mil un trago “cariñoso”, diez mil con “cariño intensivo”. Obvio que se pidieron tres tragos cariñosos y uno intensivo.

“Gato Negro” subió las escaleras acompañado, perdiéndose de vista entre las sillas y las mesas de un segundo piso “privado”, donde dominaba todo el panorama.

Luis dejó a su “pareja” subir al escenario mientras Arnaldo manoseaba concienzudamente a la suya y perdía su mirada en la entrepierna de la bailarina que por lo oscuro de su piel, la distancia y la luz de baja intensidad no distinguía el diseño del pubis. Ella se desató el Colaless blanco que quedó colgando como una graciosa cola.

Luego Arnaldo vio marchar a la suya, todas dejaban el apéndice blanco colgar desde sus nalgas.

Mauricio conversaba con un gesto de desprecio y asco, con la mejor de las bailarinas.

Desde donde estaban “Gato Negro” sonreía con los ojos cerrados y de la mujer no se veía nada más que un lomo que subía y bajaba.

El sostén Calipso se perdió en la oscuridad, mientras el cuello y el trenzado cabello surgía y desaparecía con una velocidad inusitada.

Arnaldo volvió a estar en compañía.

Se abrazó como si se tratara de una pareja que brindara un cariño maternal. La mujer declaraba tener tres hijos y veintisiete años. El descubrió lo difícil de determinar la edad de una mujer de raza negra, mientras su boca, se pegaba a un pezón inmenso en su circunferencia.

La boca de la mujer de Calipso, estrujaba el glande de “Gato Negro”.

Entonces Lorena, la “mujer” de Arnaldo le pregunta si se atrevía con un trago de diez mil y el “cariño intensivo” correspondiente.

Arnaldo entre irónico y afectado repuso:

- Mira, me agrada tu piel, me encanta su color, pero nunca he pagado por sexo y creo, que esta no va a ser la ocasión de hacerlo…

Lorena, la colombiana de alto tonelaje, tomó con su gran mano la nuca de Arnaldo y dirigió su cabeza hacia su entrepierna, la que dejaba entrever un pubis negro como un alma y baratamente perfumado.

Arnaldo opuso resistencia.

Luis y su “pareja” se devoraban a besos como dos enamorados, un abrazo fundía a ambos en un aire intenso.

Arnaldo se opuso nuevamente a bajar su rostro en esa entrepierna.

Su mente deambuló en una excusa de peso”. Entonces con voz dulzona y afectada argumentó:

- No tengo dinero, mi jefe tiene, tendría que hablar con él.

Lorena indico donde “Gato negro” se encontraba.

Cuando Arnaldo observó, casi palidece, jamás en su existencia había visto a una mujer moverse así. Era una masa indistinguible, de pronto pudo ver la pequeña cabeza del hombre que pugnaba por realizar un buen desempeño a pesar de que esas carnes oscuras y firmes lo envolvieran casi completamente formando un todo en ese tevinyl ajado del “privado”.

El movimiento se volvía aun mas frenético y el rostro de “Gato Negro” tomaba tintes azules, los glúteos parecían batallar para engullir su humanidad.

De pronto Lorena se yergue y se despide después de la negativa.

La mujer que acompañaba a Mauricio terminó de un trago la copa y se acercó a Arnaldo preguntando si su amigo era homosexual o no. Se encogió de hombros quedando solo en el sillón observando el deplorable baile de la chica de turno.

Entonces se aproximo una exuberante mujer, seguro atraída por la virilidad de Mauricio. Le sonríe se presenta, algo le dice al oído y le va a abrazar. Mauricio le responde de una manera brusca.

“Gato Negro” venía descendiendo por las escaleras cuando presencia a la mujer que envía un derechazo al mentón derribando a Mauricio.

Arnaldo con estupor no supo cómo reaccionar limitándose a lanzar una risotada. Esa fue la alarma que movilizó a tres mujeres, a los mozos y al matón del local. Pronto un par de sillas volaron por los aires.

Luis estaba sobre una mesa pateando botellas y ofreciendo sus puños.

Arnaldo se había incorporado pero las manos de las negras se confundían con sus cabellos y volvía a sentarse a la fuerza.

Los puños y las botellas iban y venían.

Mauricio aterrizó de quijada en la acera. Luis cayó de golpe sobre él. Arnaldo caía de bruces sangrando profusamente desde la frente.

De pronto se dibuja una silueta en la puerta del local que arrojada con fuerza, dignamente cae de pie. El hombre miró a su alrededor.

Sonrió.

Las mujeres del “Colaless” mostraban sus blancas nalgas gritaban y reían:

“Las vieron negras chiquillos!!!”

miércoles, diciembre 23, 2009

ADRIANA por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


Claudio cruzó la calle, con el teléfono en el oído. Era la vigésima vez que Adriana le llamaba, en menos de una hora. Como era día de semana, el joven que insistía en rascarse el mentón y dar monosílabos por respuesta, no tenía el menor interés de pasar una noche fuera de casa. Se detuvo en una esquina de la Población O'Higgins, y estiró el brazo. Subió a un colectivo. Apenas guardaba el celular en su bolsillo, éste volvió a vibrar. Contestó a duras penas, mientras buscaba en su bolsillo las monedas para pagar el pasaje. "Para la Gran Vía es el doble", pudo entender que decía el chofer.

A Adriana la conocía desde la universidad, siempre le atrajo, aunque ella llevara un largo noviazgo. Eran siglos viendo a ese hombre maltratar al objeto de su afecto. Pasaron años, hasta que ella consiguió su teléfono, y le llamó. Pudo entender unas cuantas frases tras un mar de lágrimas. El noviazgo había finalizado.

Con pocas expectativas y un ánimo resuelto llegó a la casa de Adriana. Era la decima vez que estaban a solas bajo ese techo . Conocía el guión: pasarían una hora hablando de aquel noviecito fugado desde el altar y él , claro , jugaba de manera impecable el rol de paño de lágrimas.

Era un observador empedernido de las costumbres de Adriana. Cuando ella bebía ron, debía esperar un chaparral de lágrimas, y dolidos gimoteos previos al acto amatorio, era ahí donde le comenzaba a abandonar su atracción hacia ella, volviéndose un paso forzado y hasta trágico. En cambio, el vino le daba, además de un brillo especial en los ojos y la lengua morada, un ánimo tan fogoso, que parecía que una de las pelvis iba a zafarse, la de él o la de ella, mientras una de las dos soñaba extrañamente durante esas sesiones delirantes.

El patrón de conducta no fallaba. Era preciso. Claudio era un hombre que no gustaba de las sorpresas. Sí de esquemas, sí de guiones y de esa palabra que detestaba tanto: rutina, porque para el, naturalmente, los esquemas funcionaban si se repetían y se procedía al pie de la letra, acto por acto, minuto a minuto.

La reticencia a ir a su onceava cita se debía a que el viernes pasado había conocido a la nueva pareja estable de Adriana, un ingeniero de aquellos 4 x 4, pero no de tracción: Cuatro días de faena y cuatro días dándole a Adriana. Claudio no sufrió con la noticia. Observó, creó un esquema de actitudes y aguardó por si una nueva rutina aparecía... de la nada.

Presionó tres veces el timbre. Era su contraseña. Comenzó a mirar entre el enrejado del antejardín. Una silueta esbelta y de mediana altura afirmaba contra su oído un teléfono celular. A medida que se acercaba, escuchó la alegría en esa voz.

Adriana abrió la puerta y siguió conversando. “Sí, acá está, es mi amigo, el que conociste el viernes, me vino a atender”. La mujer sonreía, estaba radiante. Claudio aún no reaccionaba. “¿Te lo paso para que hable contigo?”. Instintivamente alargó su mano hacia la mujer. “Bueno, un besito entonces”. Cortó.

Se cerró la puerta, se aproximaron, y comenzaron a besarte. Trataba de descubrir qué alcohol se escondía tras aquella saliva y ese aliento, pero nada. Su boca siempre sabía a frutas.

Comenzaron a avanzar hacia la puerta de la casa. Ella caminaba en reversa. El bajaba sus manos a la cintura descubriendo que la cubría una toalla seca . Dirigió sus manos ávidas hacia las nalgas de Adriana, para encontrarse con una fresca desnudez. Ahí dejó de importarle lo que pudo haber bebido, sólo disfrutaba esos labios. Cruzaron la sala de la misma manera: subieron las escalas hacia el segundo piso hasta entrar al dormitorio.

Se detuvo en el umbral de la puerta, e inspeccionó rápidamente la disposición de esa habitación perfumada con incienso.

Claudio sintió un escalofrío. Sobre el velador, estaban los vasos al costado de una botella de Mezcal. Al fijarse en el gusano depositado en el fondo, creyó verlo sonreír.

La noche de Jazz y Monjas por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


Las generaciones de jovencitas góticas se renuevan. Tienen ese atractivo no sé qué, esas caras pálidas, atuendos oscuros como la noche. Se van renovando, se revisitan como mis sueños con las monjas, en donde yo voy subiendo sus hábitos, penetrándolas como si fueran putas de la calle Condell.

Estos cerros desnudos marcan la piel del alma, si es que existe tal cosa. Y lo pienso, y recuerdo otra vez a las quinceañeras llamando la atención con sus góticos atuendos, mientras el taxi colectivo, al ritmo de Radio Carnaval, toma los caminos más inusitados, que luego de la medianoche te llevan donde quieras, si cargas dinero y no tienes tanta cara de maleante.

Me calo los audífonos como si fuesen un cordón umbilical, y le doy a las canciones aleatorias en el Ipod, la mayoría es jazz del clásico, ese jazz abusivo, fuerte, sincopado y auténtico. Miles Davis parece decir ”yo también he fornicado con religiosas”.

Y como si el poder mental de la invocación fuera aún más poderoso que mis ansias, una muchacha de metro sesenta, de una blancura impresionante, pintarrajeada con dedicación y fruición, detiene el automóvil.

En la próxima esquina, otra muchacha levanta el dedo, y el chofer detiene el vehículo. Regordeta, no más de dieciséis años, registra nerviosamente sus bolsillos. El chofer le entrega su vuelto. Ella lo recibe. Cae una moneda al suelo.

La primera muchacha desaparece de mi campo visual. Vuelvo a pensar en monjas y, con los dedos, golpeteo el borde de la portezuela. De pronto, un fulgor metálico se deposita en el cuello del conductor, décimas de segundo antes que un objeto frío y filoso se apoyara bajo mi oreja izquierda. Un ardor subió desde mi bajo vientre hasta la boca del estomago, y maldije mi costumbre de usar el cinturón de seguridad de una manera rayana en lo dogmático. Me quedé quieto. Coltrane continuaba tocando. La realidad era demasiado riesgosa, como para participar en ella.

El chofer fue saliendo del recorrido, y así nos dirigimos directamente hacia los cerros, hacia esas poblaciones olvidadas de la mano de Dios… eso, quizás a él no le hayan gustado mis fantasías sexuales con monjas, y todo eso.

Ella Fitzgerald se aferró a mis oídos cuando arrancaron mis audífonos. Aun se podía escuchar a la distancia. Radio Carnaval guardaba silencio. Sentí satisfacción, que no duró más que el lapso entre el descenso del objeto corto punzante y el ascenso de un cañón frío y hostil.

En medio del cerro, con la ciudad y sus luces extendidas a nuestros pies, se marchó el vehículo, dejándonos desnudos, las manos cubriendo el pubis. El mareo propio del alcohol aún no disminuía, y el deseo hacia las monjas, tampoco.
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