Mostrando las entradas con la etiqueta ANTONIN ARTAUD. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta ANTONIN ARTAUD. Mostrar todas las entradas

lunes, mayo 13, 2013

AQUI YACE por ANTONIN ARTAUD



I

Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo,
mi padre, mi madre,
y yo;
nivelador del periplo imbécil donde cae preso
el engendramiento
el periplo papá–mamá
y el niño,
hollín del culo de la abuelita
mucho más que del padre–madre.
Esto significa que antes de mamá y papá
que no tenían padre ni madre
según se dice,
pues ¿dónde los hubieran conseguido
cuando se convirtieron en este cónyuge
único
que ni la esposa ni el esposo
pudo ver sentado o de pie?
antes de ese improbable agujero
que el espíritu nos procura,
para
asquearnos un poco más de nosotros mismos,
creando este inservible cuerpo
de carne y esperma loco
este cuerpo ahorcado, desde antes de los piojos,
que suda en la imposible mesa
del cielo
su olor calloso de átomo,
su aguardentoso olor de abyecto
detritus
expulsado del sueño
del inca de dedos mutilados
que tenía un brazo por idea
y una palma muerta como mano
porque había perdido sus dedos
de tanto matar reyes.
Aquí mientras suenan los címbalos de hierro
recorro el bajo camino cincelado
en el esófago del ojo derecho,
bajo la tumba del plexo rígido
que debajo del camino forma un recodo
para liberar al niño legítimo.
nuyon kidi
nuyon kadan
nuyon kada
tara dada i i
ota papa
ota strakman
tarma strapido
ota rápido
ota brutan
otargugido
oté krutan
pues fui Inca pero no fui rey
kilzi trakilzi
faildor
bara bama
barata
minee
etretili
TILI
te pellizca en la falzurchte de
oro
en el fracaso de cada cuerpo.
No había sol ni nadie,
ni siquiera un ser delante mío,
ninguna criatura que me tuteara.
Tenía algunos fieles que
no acababan de morir por mí.
Cuando estuvieron demasiado muertos para vivir,
sólo vi a los rencorosos,
eran los mismos que codiciaban los puestos de aquéllos,
demasiado cobardes para luchar contra ellos
cuando combatían a su lado.
Pero, ¿quién los liabía visto?
Nadie.
Mirmidones de la Perséfona Infernal,
microbios de gestos cóncavos,
flemas grotescas de una ley muerta,
quistes del que se viola entre ellos,
lenguas del avaro
forceps
que escarba sobre su propia
orina,
letrinas de la muerte huesuda
a la que siempre taladra el mismo
vigor
sombrío,
con el mismo fuego,
cuyo antro
innovador de un nudo
terrible,
enclaustrado
de vida madre
es la víbora padre
de mis huevos.



II
Pues el fin es el comienzo.
Y ese fin
mismo
elimina
todos los medios.



III

Y ahora,
a todos ustedes, a todos los seres,
tengo que decirles que siempre me hicieron
cagar
Y vayan a hacerse
montar
la mamut
de la parpuñet
ladillas
de la eternidad.
No me encontraré ni una sola vez más
con seres que devoraron el
clavo de vida.
Pues, un día, ni bien perdí
mi teta matriz, me encontré con los
seres que devoraron el clavo de vida,
el ser me estrujó debajo suyo,
y dios me devolvió a ella.
(EL MUY COCHINO)
Así me
extrajeron
a papá y a mamá
y a la fritura de ji en
Grito
al sexo (centro)
del gran estrangulamiento,
de donde se sacó este cru
zamiento del atáud
(muerto)
y de la materia
que dio vida
a Jizo–grito
cuando del excremento de
mí muerto
se ordeñó
la sangre
con la que se dora
cada vida usurpada
afuera
Así es como:
El gran secreto de la cultura indígena
consiste siempre en reducir el mundo a
nada,
mejor dicho
1) demasiado tarde que más temprano
2) lo que significa
más temprano
que demasiado tarde
3) lo que significa que lo más tarde
sólo puede volver si
más temprano se ha comido a demasiado temprano
4) lo que significa que en el
mismo momento lo más tarde
es lo que precede
a lo demasiado temprano
5) y a lo más temprano
y por muy precipitado que sea
más temprano
lo demasiado tarde
que no dice nada
que desajusta punto por punto
a todos los más temprano
está siempre ahí.

IV

COMENTARIO

Todos los cochinos vinieron
después del gran desajuste
manifestado de abajo hacia arriba
1) om–let esfera
(esto cuchicheado)
ustedes no sabían
que el estado
HUEVO
era el estado
anti–artaud
por excelencia
y que envenenar a Artaud
no hay nada
mejor que batir
una buena tortilla
en los espacios
persiguiendo el punto
gelatinoso
que Artaud
mientras buscaba el hombre por hacer evitó
como a una peste horrible
y es ese punto
el que restablecen en él,
nada mejor que una buena tortilla
rellena de veneno, cianuro, alcaparra
transmitida por el aire a su catastro,
para desarticular a Artaud
en el anatema de sus huesos
COLGADO SOBRE EL CADÁVER
INTERNO
Y 2) palaoulette tirando
largalouette calificándote
3) tuban titi tarftan
de la cabeza y de
la cabeza apuntándote
4) lomonculus del frontal
taladra
y de la pinza te putan
Lo voltea al patrón hediondo
a ese capitalista arrogante
de los limbos,
mientras nada hacía el nuevo pegote
del padre–madre al sexo hijo
para vaciar todo el cuerpo
por completo de su materia
y poner en su lugar, ¿a quién?
al que creó el ser y la
nada,
como se hace pipí.
Y TODOS SE LAS
PICARON
No, queda la barrena horrorosa,
la barrena–crimen
viejo clavo yernón
esa horrible
desviación en beneficio del yerno
[¿no se dan cuenta de que el yerno falso
es Jizi–grito?,
ya conocido en México
mucho antes de su huida a Jerusalén en un
asno,
y de la crucifixión de Artaud en el Golgotha.
Artaud
que sabía que no hay espíritu
sino un cuerpo
que se rehace como el engranaje del
cadáver con dientes,
en la gangrena
del fémur
adentro.
Todo lenguaje verdadero
es incomprensible,
como el clac
de los dientes cuando castañetean;
o el clac (burdel)
del fémur con dientes (en sangre)]
a los del dolor del hueso cerrado
dakantala
dakis ketel
ta redaba
ta redabel
de stra muntils
o ept enis
o ept atra
del dolor
sudado
en
el hueso.
Del dolor minado del hueso
nació algo
que se convirtió en lo que fue espíritu
para limpiar en el dolor motriz,
del dolor,
esa matriz
una matriz concreta
y el hueso
el fondo de la toba
que se convirtió en hueso.
Moraleja
No te fatigues nunca más de lo necesario
aunque tengas que fundar una cultura sobre el cansancio
de tus huesos.
Moraleja
Cuando la toba fue comida por el hueso,
que el espíritu roía por detrás,
el espíritu abrió mucho la boca
y recibió en la parte posterior
de la cabeza
un golpe como para descarnar sus huesos.
Entonces
entonces
entonces
hueso por hueso
volvió la igualación sempiterna
y el átomo eléctrico giró
antes de derretirse punto por punto.



CONCLUSIÓN

En cuanto a mí, simple
Antonin Artaud,
no me acostumbro a la influencia
cuando uno sólo es un hombre
o
dios.
No creo ni en padre
ni en madre,
no tengo
papá–mamá
naturaleza
espíritu
o dios
satán
o cuerpo
o ser
vida
o nada
nada que esté afuera o adentro
y menos aún la entrada de ser,
agujero de una cloaca horadada de dientes
donde siempre se contempla
el hombre que mama su sustancia
en mí,
para sacarme un papá–mamá
y rehacerse una existencia
libre de mí
sobre mi cadáver
despojado
del vacío
mismo,
y husmeado
de vez
en cuando.
Hablo
por sobre
el tiempo
como si el tiempo
no estuviera frito,
no fuera esta tajada frita
de todos los disminuidos
del comienzo
embarcados otra vez en sus ataúdes.


sábado, noviembre 03, 2012

LA GUERRA DE LOS PRINCIPIOS por ANTONIN ARTAUD



Si nos acercamos a la Siria de hoy, con sus montañas, su mar, su
río, sus ciudades y sus gritos, sentimos la ausencia de algo esencial; pero
como el pus hirviente y vital, está ausente del absceso reventado. Algo
espantoso, compacto, duro, y si se quiere abominable, abandonó de golpe,
brutalmente, como se vacía un pozo de aire, como el “Fiat” tonante de Dios
volatiliza sus torbellinos, como se disipa en los rayos del sol traidor una
espiral de vahos, abandonó el aire del cielo y las murallas carcomidas de
las ciudades, algo que ya no se volverá a ver.
Allí donde la religión de Ictus, el Pez pérfido, en el momento de la
muerte, señala con cruces su paso sobre las partes culpables del cuerpo,
la religión de Elagabalus exalta la peligrosa acción del miembro sombrío,
del órgano de la reproducción.
Entre el grito del coribante que se castra y corre por la ciudad
esgrimiendo su sexo, bien rígido y seccionado al ras, y el aullido del
oráculo que ruge al borde de los viveros sagrados, nace una armonía
encantada y grave, basada en el misticismo. No un acuerdo de sonidos,
sino un acuerdo petrificante de cosas y que demuestra que en Siria, un
poco antes de la aparición de Heliogábalo y hasta algunos siglos después
de él, hasta la crucifixión, sobre el frontispicio del templo de Palmira, de
Valerio, emperador romano, cuyo cadáver fue pintarrajeado de rojo, el culto
negro no temía mostrar sus encantos al sol macho, hacerlo cómplice de su
triste eficacia.
¿Qué significa y en qué consiste finalmente esta religión del Sol en
Emesa, por cuya difusión, después de todo, Heliogábalo dio su vida?
No es suficiente que el olor del hombre persista todavía en las ruinas
del desierto, que un soplo menstrual corra entre los torbellinos masculinos
del cielo; no es suficiente que el eterno combate del hombre y la mujer
pase por los canales surcados de las piedras, por las columnas de aire
recalentadas.
El asombroso coloquio mágico que opone el cielo a la tierra y la luna
al sol, y que la religión de Ictus, el Pez, ha destruido, si bien no se ejerce ya
en el humor ritual de las celebraciones, está en el origen de nuestra actual
inercia.
Podemos despreciar a distancia la sangrienta aspersión de los
Taurobolios, a la cual se entregan los adeptos al culto de Mitra, sobre una
especie de línea mística, cuyo trayecto nunca fue superado, y que va
desde las altiplanicies del Irán hasta el recinto cerrado de Roma; podemos
taparnos la nariz de horror ante la emanación mezclada de sangre,
esperma, transpiración y menstruaciones, unida a ese íntimo olor a carne
corroída y sexo sucio que se alza de los sacrificios humanos; podemos
gritar de asco ante el prurito sexual de las mujeres, que al ver un miembro
recién arrancado se sienten perdidamente enamoradas; podemos
abominar de la locura de un pueblo en trance que, desde lo alto de las
casas en que los coribantes arrojaron sus miembros, les lanzan vestidos de
mujer sobre los hombros, al tiempo que invocan a sus dioses; pero no
podemos pretender que todos estos ritos no contienen una suma de
espiritualidad violenta que supera sus excesos sangrientos.
Si en la religión del cristo el cielo es un Mito, en la religión de
Elagabalus en Emesa, el cielo es una realidad, pero una realidad en acción
como la otra y que reacciona peligrosamente sobre la otra. Todos esos
ritos hacen confluir el cielo, o lo que de él se desprende, en la piedra ritual,
hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrificador.
Esto ocurre porque hay dioses en el cielo, dioses, es decir fuerzas
que no esperan sino el momento de precipitarse.
La fuerza que recarga los macareos, que hace beber el mar a la
luna, que hace subir la lava en las entrañas de los volcanes; la fuerza que
sacude las ciudades y deseca los desiertos; la fuerza imprevisible y roja
que en nuestras cabezas hace hervir los pensamientos como otros tantos
crímenes, y los crímenes como otros tantos piojos; la fuerza que sostiene la
vida y la que hace abortar la vida, son otras tantas manifestaciones sólidas
de una energía cuyo aspecto pesado es el sol.
Aquel que remueve los dioses de las religiones antiguas, y revuelve
sus nombres en el fondo de su chimenea como con el gancho de un
trapero; aquel que se enloquece ante la multiplicidad de los nombres; aquel
que encuentra similitudes entre los dioses, cabalgando de un país al otro, y
las raíces de una etimología idéntica en los nombres de los cuales están
hechos los dioses; y que, después de haber pasado revista a todos esos
nombres, a las indicaciones de sus fuerzas y al sentido de sus atributos, se
escandaliza ante el politeísmo de los antiguos, que por eso llama Bárbaros,
es porque él mismo es un Bárbaro, es decir un europeo.
Si los pueblos, a medida que andaba el tiempo, han vuelto a hacer a
los dioses a su imagen y semejanza; si han extinguido la idea fosforescente
de los dioses y, partiendo de los nombres con que los encerraban, se
mostraron impotentes de remontarse hasta la descarga inicial, hasta la
revelación del principio que esos dioses quieren manifestar, por medio de
los contactos concéntricos de las fuerzas, por medio de la imantación
aplicada y concreta de las energías, hay que acusar histórica e
individualmente a esos pueblos, y no a los principios, y menos aún a esa
idea superior y total del mundo que el Paganismo quiso restituirnos. Y
como en el fondo de las ideas, sólo pueden juzgarse por su forma, puede
decirse que, tomados en el tiempo, el desarrollo innumerable de los mitos –
al que corresponde, en los colmados subterráneos de los templos solares,
el amontonamiento sedimentario de los dioses- no nos da la idea de la
formidable tradición cósmica que está en el origen del mundo pagano, del
mismo modo que las danzas de los bufones orientales y las tretas de los
faquires que vienen a exhibirse en las escenas europeas no son capaces
de transmitirnos el espíritu de liberación sin imágenes o la misteriosa
conmoción de las imágenes que provienen de un gesto verdaderamente
sagrado.
El espíritu sagrado es aquel que permanece pegado a los principios
con una fuerza de identificación sombría, que se asemeja a la sexualidad, a
la sexualidad en el plano más próximo a nuestros espíritus orgánicos, a
nuestros espíritus obstruidos por el espesor de su caída. Esta caída acerca
de la cual me pregunto si representa el pecado. Ya que en el plano en que
las cosas se elevan, esta identificación se llama Amor, una de cuyas
formas es la caridad universal, y la otra, la más terrible, se convierte en el
sacrificio del alma, es decir en la muerte de la individualidad.
Todas estas luchas de dios contra dios, y de fuerza contra fuerza,
en que los dioses sienten crujir entre sus dedos las fuerzas que se supone
deben dirigir; esta separación de la fuerza y del dios, en que el dios queda
reducido a una especie de palabra que cae, una efigie consagrada a las
más horrorosas idolatrías; ese ruido sísmico y ese temblor material en los
cielos; esa manera de clavar el cielo en el cielo, y la tierra en la tierra; esas
casas y esos territorios del cielo que pasan de mano en mano y de cabeza
en cabeza, mientras cada uno de nosotros, aquí, en su cabeza, recompone
sus dioses; esta ocupación provisional del cielo, aquí por medio de un dios
y su rabia, y allá por medio del mismo dios transformado; esta toma de
posesión de los poderes, que es reemplazada, como la eterna pulsación de
un espasmo, de abajo arriba y de arriba abajo, por otras tomas de posesión
de los poderes; esta respiración de las facultades cósmicas, semejantes,
en el plano superior, a las facultades sepultadas y groseras que duermen
en nuestras individualidades separadas, y a cada facultad le corresponde
un dios y una fuerza, y nosotros somos el cielo sobre la tierra, y ellos se
han convertido en la tierra, la tierra retirada en lo absoluto; esta
inestabilidad tormentosa de los cielos que nosotros llamamos Paganismo, y
que a veces nos deja ciegos, que nos acribilla con sus verdades, fuimos
nosotros, fue nuestra Europa cristiana, fue la Historia la que la fabricó.
Si lo reubicamos en el tiempo, ese innumerable despliegue de
dioses que los pueblos, en su avance histórico, desparraman
sucesivamente en los cielos –a menudo el mismo emplazamiento del cielo
visible está ocupado por efigies de naturaleza contraria, y esos dioses son
hombre y mujer, y el dios-mujer recubre la efigie masculina del dios que es
igual a él; e Ishtar, nombre de origen masculino, termina por significar la
luna, y la luna en el mismo punto del espacio y del tiempo, entorpecida por
un falo y un ktels, que hace el amor consigo misma, y desparrama su rocío
de niños-, si lo reubicamos en el tiempo, ese pataleo alrededor de los
principios no empaña su validez inicial del mismo modo que las
masturbaciones de un idiota onanista no empañan el principio de la
reproducción.
Si los pueblos terminaron por considerar a los dioses como seres
verdaderamente separados, si se equivocaron acerca del significado de
esos dioses, debemos observar que cada pueblo, tomado individualmente,
y en el mismo punto del espacio y el tiempo, siempre trató de organizar
jerárquicamente sus poderes, y que allí donde un femenino recubrió un
masculino e inversamente, en la cabeza y el corazón del pueblo que por
encima de él desplegaba esos dioses contradictorios por esencia, el
masculino era el masculino, y el femenino el femenino sin inversión nominal
posible; quiero decir que inmediatamente, el mismo nombre nunca servía a
dos formas, si a uno le interesa considerar esas formas como entidades
verdaderamente separadas, sino que el mismo nombre a menudo era la
contracción de dos formas, hechas, aparentemente, para devorarse entre
sí; y la Siria de la época de Heliogábalo poseía hasta un punto supremo la
noción de esa misteriosa fusibilidad.
Aquello que diferencia los paganos de nosotros, es que en el origen
de todas sus creencias hay un terrible esfuerzo para no pensar como
hombres, para conservar el contacto con toda la creación, es decir con la
divinidad.
Bien sé que el más ínfimo impulso de amor verdadero nos acerca
mucho más a Dios que toda la ciencia que podamos poseer de la creación
y sus grados.
Pero el Amor que es una fuerza no funciona sin voluntad. No se ama
sin la voluntad, la cual pasa por la conciencia, es la conciencia de la
separación consentida la que nos lleva a la separación de las cosas, la que
nos conduce a la unidad de Dios. El amor se gana primero por la
conciencia, y luego por la fuerza del amor.
No obstante, hay varias estancias en la casa de mi padre. Y aquel
que arrojado a la tierra con la conciencia del idiota, después de sabrá Dios
qué hazañas y qué faltas en otros estados u otros mundos que valieron su
idiotez; pero exactamente con la conciencia necesaria para amar, y amar
en un soltarse sin palabras, en un maravilloso impulso espontáneo; aquel a
quien se le escapa todo lo que es el mundo, que no conoce del amor sino
la llama, la llama sin la irradiación y la multitud del hogar, tendrá menos que
aquel otro cuyo cerebro alcanza la creación entera, y para quien el amor es
un minucioso y horrible desprendimiento.
Pero –y es la eterna historia del dedal- tendrá todo lo que puede
absorber. Gozará de una felicidad cerrada, pero que, cubriendo toda su
medida, le dará también a él la sensación de la inmensidad.
Hasta el día en que ese pobre de espíritu será barrido como las
otras cosas. Le quitarán su inmensidad. Nos juzgarán a todos, grandes y
pequeños, después de nuestro paraíso de delicias, después de la felicidad
que no es todo, quiero decir que no es el Gran Todo, es decir nada. Nos
confundirán, nos fusionarán hasta el Uno, Uno Solo, el gran Uno cósmico,
que pronto será reemplazado por el Cero infinito de Dios.
Dicho lo cual, vuelvo a los nombres contradictorios de los dioses. Y a
esos dioses los llamo nombres; no los llamo dioses. Digo que esos
nombres formaban fuerzas, maneras de ser, modalidades de la gran
potencia de ser que se diversifica en principios, esencias, sustancias,
elementos. Las religiones antiguas desde sus orígenes quisieron echar una
mirada sobre el Gran Todo. No separaron el cielo del hombre, el hombre de
la creación entera, desde la génesis de los elementos. Y puede decirse
incluso que en sus orígenes no se engañaron respecto de la creación.
El catolicismo cerró la puerta, como el budismo la había cerrado
antes. Voluntariamente y a sabiendas cerraron la puerta, diciéndonos que
no necesitábamos saber.
Ahora, yo considero que necesitamos saber, y que lo único que
necesitamos es saber. Si pudiéramos amar, amar de un solo golpe, la
ciencia sería inútil; pero ya no sabemos amar, por efecto de una especie de
ley mortal que proviene de la misma pesadez y riqueza de la creación.
Estamos sumidos en la creación hasta el cuello; lo estamos con todos
nuestros órganos: los sólidos y los sutiles. Y es duro llegar a Dios por el
camino escalonado de los órganos, cuando esos órganos nos fijan al
mundo en que nos encontramos y tratan de convencernos de que no hay
otra realidad. Lo absoluto es una abstracción, y la abstracción requiere una
fuerza que es contraria a nuestro estado de hombres degenerados.
No debe asombrar después de esto si los paganos terminaron por
volverse idólatras, si llegaron a confundir las efigies con los principios, y si
el poder de atracción de los principios a la larga se les escapó.
Y nosotros, cristianos, ¿no hacemos acaso lo mismo? ¿No tenemos
también nosotros nuestras efigies, nuestros tótems, nuestros trozos de
dios, que, en la cabeza y el corazón de los individuos que los adoran,
también llegarán a consolidarse en formas, a separarse en multitudes de
dioses?
Una cosa nombrada es una cosa muerta, y muerta porque está
separada. Demasiada devoción a coronas de espinas, a maderos de la
cruz, a corazones de Jesús venerados en todas partes, a Sangres y
Crismas, a Vírgenes múltiples, en fin, que ya sean negras, blancas,
amarillas o rojas, corresponden a otras tantas adoraciones separadas,
representan para los individuos que a ellas se entregan el mismo peligro
del espíritu, la misma amenaza de caída en una irremediable idolatría que
las alteraciones de la energía creadora en el misterio de los dioses
paganos.
Dios es pensado en la conciencia, no la conciencia cósmica, sino la
conciencia de los individuos, y para una conciencia que piensa en
imágenes y formas, ¿quién se atreverá a decir cuál es el hombre que no
terminó por tomar sus imágenes como si fueran sus pensamientos?
El dogma cristiano está contenido en el Credo, de acuerdo, pero del
credo a mi conciencia individual hay un mundo de interpretaciones,
bibliotecas de santos, herejías y concilios. Y tan sólo el infierno no ha
cambiado jamás.
Por otra parte el catolicismo, que cierra la puerta del conocimiento,
abre la del misticismo. Convirtió en secreto aquello que debe ser secreto.
Llama con un nombre más duro aquello que está en el origen de las
iniciaciones antiguas. Pero el resultado final es el mismo, pese a la
diferencia del vocabulario y de las concepciones.
No obstante, en el amor radica el conocimiento; y dudo que los
santos cristianos, quemados en su carne, despojados hasta la punta de su
ser, hasta el vértigo de aquello que ya no es, hayan llegado alguna vez a
superar este espantoso corte en donde todo aquello que es se reduce y
culmina en aquello que no es.
Nuevamente vuelvo a los dioses, a esos dioses devastadores y que
se comen mutuamente, como cangrejos en una cesta.
Es apasionante constatar que cuanto más viejo es un culto, tanto
más terrible es la imagen que se hace de los dioses; y que sólo su aspecto
terrible puede hacernos comprender a los dioses.
Se debe a que los dioses sólo valen por el Génesis, y por la batalla
en el caos. En la materia no hay dioses. En el equilibrio no hay dioses. Los
dioses nacieron con la separación de las fuerzas y morirán con su unión.
Cuanto más cerca están de la creación, tanto más espantosas son
sus figuras, figuras que corresponden a los principios que están en ellos.
Platón habla de la naturaleza de los dioses; los identifica con los
principios, sin permitir no obstante que veamos con mayor claridad en esos
principios que son fuerzas, y en esas fuerzas que son dioses.
Le preguntaron a Jámblico por qué el sol y la luna que son dioses
son visibles, ya que los dioses no tienen cuerpo.
Y esto es lo que responde Jámblico en el “Libro de los Misterios”.
“Los dioses no están contenidos en los cuerpos, sino que sus vidas y
sus acciones divinas los contienen; no están orientados hacia los cuerpos,
sino que los cuerpos que contienen están orientados hacia la causa divina”.
Fueron las capas bajas de la población las que crearon los dioses
que nos arrojan a la cabeza, y si aún ahora, para no hablar sino de los
autores que se falsifica en las clases, fuéramos capaces de comprender a
Platón como debe ser comprendido, podríamos, por el camino del
esoterismo antiguo, elevarnos hasta una noción de los dioses–principios
que no debe confundirse con las figuraciones antropomórficas de los
dioses.
Y por lo demás toda la cuestión radica en lo siguiente:
¿Realmente existen los principios, quiero decir, principios separados
y que existan detrás de las cosas? O, en otros términos, los dioses de la
nomenclatura pagana, ¿tienen acaso una existencia menos afirmada y
menos válida que los principios que utilizamos para pensar?
Y esta pregunta engendra otra: ¿Existen en el espíritu del hombre
facultades realmente separadas?
Por otra parte es factible preguntarse si un principio es algo más que
una simple facilidad verbal; y esto nos conduce a la cuestión de saber si
existe algo fuera del espíritu que piensa, y si, en lo absoluto, los principios
existen como realidades, o como seres que dividen sus energías.
¿En qué medida, y por más atrás que nos remontemos en el origen
de las cosas, hay principios, que viven como realidades separadas y
escapan a un juego del espíritu en torno a los principios? ¿Y existen acaso
en el hombre mismo algo así como facultades-principios, que tendrían una
existencia distinta, y podrían vivir separadas?
¿Existen momentos de la eternidad que puedan determinarse como
se determinan las notas de música y luego se los reconoce por medio de
los números?, ¿y están separadas esas notas?
Para los alquimistas, esos momentos de la eternidad que son
determinables corresponden a la aparición de la estrella en el crisol.
Este problema me parece estúpido, ya que lo absoluto no necesita
nada. Ni dios, ni ángel, ni hombre, ni espíritu, ni principio, ni materia, ni
continuidad.
Pero si en la continuidad, en la duración, en el espacio, en el cielo de
arriba y el infierno de abajo, los principios vienen separados, no viven
como principios sino como organismos determinados. La energía creadora
es una palabra, pero que posibilita las cosas excitándolas con su
avivafuego. Y del mismo modo que en el mundo creado existen todas las
cualidades de la materia, todos los aspectos de la posibilidad, elementos
que se cuentan con los números, y se miden por su densidad, del mismo
modo el flujo creador que arde al contacto con las cosas –y cada llamarada
de la vida sobre las cosas equivale a un pensamiento-, ese flujo en los
organismos cerrados, que van desde nuestra burda materialidad hasta la
más improbable sutileza, compone lo que se llaman Seres, y que no son
nada más que soplos en la duración.
Los principios sólo valen para el espíritu que piensa, y cuando
piensa; pero fuera del espíritu que piensa, un principio se reduce a nada.
No se piensa el fuego, el agua, la tierra, el cielo; se los reconoce y
se los nombra, puesto que son; y bajo el agua, el fuego, la tierra o el cielo,
bajo el mercurio, el azufre y la sal, hay materias todavía más sutiles, que el
espíritu no puede nombrar, puesto que no aprendió a conocerlas, pero que
algo más sutil que espíritu, mucho más profundo que todo cuanto está en
nuestras cabezas, presiente y podrá reconocer cuando haya aprendido a
nombrarlas. Ya que si los principios valen para el espíritu, las cosas valen
para las cosas; y no hay pausa en la sutileza de las cosas, así como
tampoco hay obstáculo para la sutileza del espíritu.
En la cumbre de las esencias fijas que corresponden a las
innumerables modalidades de la materia, está aquello que, en la sutileza
de las esencias, en la violencia del fuego ígneo, corresponde a los
principios generadores de las cosas, que el espíritu que piensa puede
llamar principios, pero que, en relación a la totalidad hirviente de los seres,
corresponden a grados conscientes de la Voluntad en la Energía.
No hay un principio de la materia sutil, un principio del azufre o de la
sal, pero más allá de la sal, del mercurio o del azufre, hay materias mucho
más sutiles, que hasta la punta de la vibración orgánica, pone de manifiesto
la diversidad del espíritu mediante las cosas; y para quien pida que le
presenten estas cosas, sólo los números pueden poner de manifiesto su
existencia separada.
Por cierto no estoy a favor de la dualidad Espíritu-Materia; pero
entre la tesis que atribuye todo al espíritu y la que atribuye todo a la
materia, digo que no hay conciliación posible, mientras se permanezca en
un mundo en que el espíritu sólo podrá devenir si consiente en
materializarse.
La materia sólo existe “por” el espíritu, y el espíritu sólo “en” la
materia. Pero al fin de cuentas, siempre es el espíritu el que conserva la
supremacía.
Y a este problema de saber si hay principios que puedan poner de
manifiesto las cosas, ahora me parece fácil responder que no hay
principios, sino cosas; y del mismo modo que hay cosas sólidas, y en las
sólidas, singularidades, y reuniones de materia única que dan idea de lo
perfecto, del mismo modo hay seres que manifiestan el Ser que proviene
de la Unidad.
Y todo esto no vale sino para este mundo que se hincha y se torna
áspero, y para el ojo del espíritu que proyectamos en medio de las cosas, y
cuando lo proyectamos. Pero se ve fácilmente que aunque en el espíritu no
hay nada, too lo que es, es función del espíritu. Y las cosas son funciones
del espíritu. Ellas poseen una utilidad pasajera y funcional; pero que no
vale sino para lo creado.
Nada existe salvo como función, y todas las funciones se reducen a
una; y el hígado que vuelve a la piel amarilla, el cerebro que se sifiliza, el
intestino que arroja los residuos, la mirada que despide sus rayos y que
cambia el sitio de los rayos, se reducen para mí, si expiro, a lo que me
pesaba vivir, y a mi deseo de ponerle fin.
Además, puede hacerse la misma operación destructiva o más bien
compresiva, y que elimina los aspectos accidentales de las cosas para
conducirlas a la unidad, a propósito de cualquier cosa. Y yo la efectúo a
propósito de los Números, ya que para quien piensa por Números, también
esos se reduce a una facultad separada y que sólo vive si es separada y en
el instante en que es separada; pero no se requiere adicionar las cosas
para darse cuenta de su duración. Yo me veo obligado a hacer un gran
esfuerzo mental para considerar lo que existe bajo el ángulo de la cantidad
o más bien de lo que se separa y se numera, y termina por formar un
siniestro total. Y que no se diga que el Número en el sentido en que lo
entiende Pitágoras no se reduce a la cantidad sino que al contrario se
reduce a la ausencia de cantidad. Y que el número escrito en su más alta
acepción es un símbolo de aquello que no se puede llegar a numerar o
medir.
Creo haber impuesto ya a mi espíritu estancias bastante terribles en
la ausencia de cantidad, como para poseer al menos una noción de esto.
Pero se lo numero o no, el estado que desemboca en la separación de los
principios, quiero decir de las efigies, obedece a leyes que los Números
pueden revelar.
Los Números, es decir los grados de la vibración.
Y si el Número 12 da la idea de la Naturaleza en su punto de
expansión perfecta, de madurez integral, es porque contiene tres veces el
ciclo completo de las cosas, que se representa por 4; y 4 es la cifra de la
realización en lo abstracto o de la cruz en el círculo, y de los 4 puntos o
nudos de la vibración magnética por los cuales todo lo que es debe pasar;
y 3 es ese triángulo que aspira tres veces el círculo, el círculo que contiene
4, y lo gobierna por la Tríada, que es el primer módulo, la primera efigie o la
primera imagen de la separación de la unidad.
Todos estos estados o nudos, todos estos puntos, estos grados de
la gran vibración cósmica están vinculados entre sí y ellos se gobiernan.
Pero si el 3, puro o abstracto, permanece fijo en el principio, 4 –solo-
, cae en lo sensible donde gira el alma, y 13 en la realidad pisoteada,
donde es preciso luchar para comer, pero sin comer.
Ya que si 12 posibilita la guerra, todavía no la engendra, 12 es la
posibilidad de la guerra, la tantalización de la guerra sin guerra, y hay 12 en
el caso de Tántalo, en esa pintura de fuerzas estables, pero hostiles,
porque son oponibles, y que todavía no pueden comerse.
La guerra de las efigies, de las representaciones o de los principios,
con mitos en su cara externa y magia efectiva por debajo, es la única
explicación válida del mundo antiguo. Ella muestra claramente la
naturaleza de sus preocupaciones.
Y esta guerra de arriba está representada por la carne. Al menos
una vez se encarnó en la carne; al menos una vez, una prolongada e
inmensa vez, perturbó el gobierno de las cosas humanas, con luchas
inexpiables, y donde los hombres que luchan sabían por qué lo hacían.
Ella arrojó una contra otra no a dos naciones, no a dos pueblos, no a
dos civilizaciones, sino a dos razas esenciales, a dos imágenes del espíritu
hecho carne y que lucha con la carne.
Y esta guerra del espíritu en hostilidad consigo mismo, que duró
tanto como varias civilizaciones juntas, como puede verse en los “Puranas”,
no es legendaria, sino real. Ocurrió. Y todos los principios, cada uno con su
energía y sus fuerzas, estuvieron presentes. Y sobre todo los dos principios
de los que pende la vida cósmica: lo masculino y lo femenino.
No contaré el cisma de Irshú, pero fue el que desencadenó esa
guerra, el que puso al hombre de un lado, a la mujer del otro; el que otorgó
a seres de carne la noción de su herencia superior, el que separó el sol de
la luna, el fuego del agua, el aire de la tierra, la plata del cobre y el cielo de
los infiernos. Ya que la idea de la constitución metafísica del hombre, de
una jerarquía ideal y sublime de estados, donde la muerte nos arroja para
conducirnos a la ausencia de estados, a una especie de inconcebible No-
Ser que nada tiene que ver con la nada, está basada en la separación del
espíritu en dos modos, macho y hembra, de los que es preciso saber cuál
es el principio del otro, cuál produjo el nacimiento del otro, cuál es macho,
cuál hembra, cuál activo y cuál pasivo.
Al parecer estos dos principios primero quisieron saldar cuentas
solos y por encima de las masas de hombres inconscientes que luchaban.
Pero la guerra sólo se hizo furiosa, sólo se torno realmente
inexpiable y despiadada el día en que se convirtió en religiosa, y en que los
hombres tomaron conciencia del desorden de los principios que regían su
anarquía.
Para terminar con esa separación de los principios, para reducir su
antagonismo esencial, fue que tomaron las armas y se arrojaron unos
contra otros, persuadidos de que sólo una reducción de materia carnal era
capaz de equilibrar en el cielo, y de provocar esa fusión, esa ubicación de
esencias, que sólo se logra con sangre.
Y esa guerra se encuentra por entero en la religión del sol, y se la
encuentra a un grado sangriento pero mágico en la religión del sol, tal
como se practicaba en Emesa; y si desde hace siglos terminó de arrojar
unos guerreros contra otros, Heliogábalo sigue su huella en la línea de
aspersión de los Taurobolios, línea mágica que él va a señalar, al volver a
roma, con crueldades físicas, con teatro, con poesía y con auténtica sangre
a la vez.
Si en lugar de detenerse en sus infamias porque su descripción
anecdótica satisface su gusto por el libertinaje y su pasión por la facilidad,
los historiadores hubiesen tratado realmente de comprender a Heliogábalo
por encima de su psicología personal, es en la religión del sol donde
habrían encontrado el origen de sus excesos, de sus locuras y de su alto
libertinaje místico, que posee a los dioses como coadjutores y testigos. Por
sobre todas las cosas habrían observado ese detalle de la tiara solar, el
cuerno de Escandro, es decir de Carnero, que hace de Heliogábalo el
sucesor en la tierra y el ayudante de Ram, y de su maravillosa Odisea
Mitológica. Y entonces habrían comprendido la razón de ser y el origen de
esa increíble mezcla de cultos: luna, sol, hombre, mujer, de la cual Siria es
la viva figura y la impresionante geografía.
Se crea o no en una raza de Instructores Sobrehumanos que
llegaron del polo en el momento del primer hundimiento de la tierra y que
parecen deslizarse con ella para dirigirse a la India, es preciso admitir, en
un período muy anterior a la Historia, la invasión de un pueblo de raza
blanca, que esgrime insignias, ritos y extraños objetos sagrados, a manera
de armas sobrenaturales.
Según parece al fin de cuentas fueron los partidarios del Blanco, es
decir del Macho, quienes conservaron el terreno conquistado; pero al
conservarlo, pierden la noción del principio intocable, y único que habían
vendido a revelar a los autóctonos del Palistán.
Los “Vedas” parecen dar fe de esta alteración del principio en un
texto misterioso:
“SOLAMENTE ALGUNOS NEGROS, ALGUNOS ROJOS Y
ALGUNOS AMARILLOS PERMANECERAN, PERO LOS HIJOS DE LA
LUZ BLANCA SE HABRAN IDO PARA SIEMPRE”.
Y mientras los adeptos del Blanco, o Hindúes, se adueñan de la
India, a la que organizan de acuerdo con la ley del cielo y bajo el signo del
Carnero legado por Ram, los “Pinksahs” o “Rojos”, que comen las
menstruaciones de la mujer y han puesto su tinte en sus estandartes,
buscan allí, a lo lejos, una tierra que se les asemeje, y bajo el nombre de
Fenicios tejen al borde del mar una púrpura inalterable, que más que la
fuerza de su industria señala la duración de sus creencias.
Sin una guerra por los principios, la religión del sol, primero hostil a
la de la luna, nunca se hubiera arriesgado a confundirse con ella hasta el
punto de mezclarse inextricablemente. Yo no veo de qué manera pueda
decirnos la Historia por qué milagro un pueblo surgido de los fenicios,
devotos de la mujer, pudo alzar en sus tierras, y más alto que todos los
demás, un templo al culto del sol, es decir de lo Masculino.
El caso es que Heliogábalo, el rey pederasta y que pretende ser
mujer, es un sacerdote de lo Masculino. Realiza en sí mismo la identidad
de los contrarios, pero no sin esfuerzo, y su pederastia religiosa no tiene
otro origen que una lucha obstinada y abstracta entre lo Masculino y lo
Femenino.
Pero si en todos los países donde uno trata de ponerse directamente
en comunicación con las fuerzas separadas de Dios, hay templos para el
sol, y templos enemigos para la luna, y otros templos para el sol y la luna
mezclados, nunca, en ningún momento de la Historia, y en un espacio de
tierra tan pequeño conmovido por esas luchas, se encuentra como en Siria
semejante reunión de templos, donde el macho y la hembra se devoran, y
a la vez se mezclan y separan sus facultades.
En mi opinión la vida de Heliogábalo es el ejemplo tipo de esta clase
de disociación de principios; y es la imagen en pie –y llevada al más alto
grado de la manía religiosa, de la aberración y de la locura lúcida- la
imagen de todas las contradicciones humanas, y de la contradicción en el
principio, lo que yo he querido describir de él, como se verá en el capítulo
siguiente.

domingo, abril 15, 2012

¡ A LA MESA ! por ANTONIN ARTAUD



Abandonad las cavernas del ser. Venid, el espíritu alienta fuera del espíritu. Ya es hora de dejar vuestras viviendas.
Ceded al omnipensamiento. Lo Maravilloso está en la raíz del espíritu. Nosotros estamos dentro del espíritu, en el interior de la cabeza. Ideas, lógica, orden, Verdad (con V mayúscula), Razón: todo lo ofrecemos a la nada de la muerte. Cuidado con vuestras lógicas, señores, cuidado con vuestras lógicas; no imagináis hasta dónde puede llevarnos nuestro odio a la lógica.

La vida, en su fisonomía llamada real, sólo se puede determinar mediante un alejamiento de la vida, mediante un suspenso impuesto al espíritu; pero la realidad no está allí. No hay, pues, que venir a fastidiarnos en espíritu a nosotros, que apuntamos hacia cierta eternidad suprarreal, a nosotros que desde hace ya tiempo no nos consideramos del presente y somos para nosotros como nuestras sombras reales.

Aquél que nos juzga no ha nacido al espíritu, a ese espíritu a que nos referimos y que está, para nosotros, fuera de lo que vosotros llamáis espíritu. No hay que llamar demasiado nuestra atención hacia las cadenas que nos unen a la imbecilidad petrificante del espíritu. Nosotros hemos atrapado una nueva bestia. Los cielos responden a nuestra actitud de absurdo insensato. El hábito que tenéis todos vosotros de dar la espalda a las preguntas no impedirá que los cielos se abran el día establecido, y que un nuevo lenguaje se instale en medio de vuestras imbéciles transacciones. Queremos decir: de las transacciones imbéciles de vuestros pensamientos.

Hay signos en el Pensamiento. Nuestra actitud de absurdo y de muerte es la de mayor receptividad. A través de las hendiduras de una realidad en adelante no viable, habla un mundo voluntariamente sibilino.

martes, noviembre 29, 2011

NOCHE por ANTONIN ARTAUD




" Los mostradores del cinc pasan por las cloacas,
la lluvia vuelve a ascender hasta la luna;
en la avenida una ventana
nos revela una mujer desnuda.
En los odres de las sábanas hinchadas
en los que respira la noche entera
el poeta siente que sus cabellos
crecen y se multiplican.
El rostro obtuso de los techos
contempla los cuerpos extendidos.
Entre el suelo y los pavimentos
la vida es una pitanza profunda.
Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna;
la lluvia es fresca,
el vientre está bien.
Mira como se llenan los vasos
en los mostradores de la tierra
la vida está vacía,
la cabeza está lejos.
En alguna parte un poeta piensa.
No tenemos necesidad de la luna,
la cabeza es grande,
el mundo está atestado.
En cada aposento
el mundo tiembla,
la vida engendra algo
que asciende hacia los techos.
Un mazo de cartas flota en el aire
alrededor de los vasos;
humo de vinos, humo de vasos
y de las pipas de la tarde.
En el ángulo oblicuo de los techos
de todos los aposentos que tiemblan
se acumulan los humos marinos
de los sueños mal construidos.
Porque aquí se cuestiona la Vida
y el vientre del pensamiento;
las botellas chocan los cráneos
de la asamblea aérea.
El Verbo brota del sueno
como una flor o como un vaso
lleno de formas y de humos.
El vaso y el vientre chocan:
la vida es clara
en los cráneos vitrificados.
El areópago ardiente de los poetas
se congrega alrededor del tapete verde,
el vacío gira.
La vida pasa por el pensamiento
del poeta melenudo.
En la calle sólo una ventana,
las cartas batidas suenan.
En la ventana la mujer sexuada
somete su vientre a discusión. "

jueves, noviembre 24, 2011

CARTA A LOS MÉDICOS DIRECTORES DE MANICOMIOS por ANTONIN ARTAUD



Señores:
Las leyes, las costumbres, les conceden el derecho de medir el
espíritu. Esta jurisdicción soberana, temible, ustedes la ejercen con el
entendimiento. No nos hagan reír. La credulidad de los pueblos
civilizados, de los sabios, de los gobernantes, adornan a la psiquiatría
de no se sabe que luces sobrenaturales. El proceso hecho a la
profesión que ustedes ejercen está juzgado de antemano. NO
pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia ni la dudosa existencia
de las enfermedades mentales. Pero, por cada cien patogenias
presuntuosas en las que se desencadena la confusión de la materia
del espíritu, por cada cien calificaciones de las cuales las más vagas
son todavía las únicas utilizables, ¿cuántas tentativas nobles se han
hecho por aproximarse al mundo cerebral en el que viven tantos de
los que tienen prisioneros? ¿Cuantos hay entre ustedes, por ejemplo,
para quienes el sueño del demente precoz, las imágenes de las que
es presa, no sean otra cosa que una ensalada de palabras?
No nos asombramos de encontrarlos inferiores a una tarea para
la cual no hay sino pocos predestinados. Pero nos levantamos
contra el derecho atribuido a ciertos hombres, limitados o no,
a sancionar, mediante la encarcelación perpetua, sus
investigaciones en el dominio del espíritu.
¡Y qué encarcelación! Se sabe -no se lo sabe lo suficiente- que los
asilos, lejos de ser asilos, son cárceles terribles, en las que los
detenidos proporcionan mano de obra gratuita y cómoda y donde la
sevicia es la regla, y esto es tolerado por ustedes. El asilo de
alienados, bajo la cobertura de la ciencia y de la justicia, es
comparable a la caserna, a la prisión, a la cárcel.
No nos referiremos aquí a la cuestión de las internaciones
arbitrarias para evitarles el trabajo de las fáciles negaciones.
Afirmamos que un gran número de asilados, perfectamente locos
según la definición oficial, están, también ellos, arbitrariamente
internados. No admitimos que se impida el libre desenvolvimiento de
un delirio tan legítimo, tan lógico como toda otra sucesión de ideas o
de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan
quimérica como inaceptable en su principio. Todos los actos
individuales por excelencia de la dictadura social; en nombre de esa
individualidad que es lo propio del hombre, reclamamos que se libere
a esos forzados de la sensibilidad, puesto que tampoco está en el
poder de las leyes encerrar a todos los hombres que piensan y
actúan.
Sin insistir sobre el carácter perfectamente genial de las
manifestaciones de ciertos locos, en la medida en que somos aptos
para apreciarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción
de la realidad y de todos los actos que derivan de ella.
Esperamos que mañana por la mañana a la hora de la visita
puedan recordar esto, cuando intenten, sin léxico, conversar con esos
hombres sobre los cuales, reconózcanlo, no tienen otra superioridad
que la de la fuerza.


(1925) ARTAUD

sábado, noviembre 19, 2011

EL YUNQUE DE LAS FUERZAS por ANTONIN ARTAUD




Ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí comienza el fuego. El fuego de lenguas. El fuego tejido en flecos de lenguas, en el reflejo de la tierra que se abre como un vientre que está por parir, con entrañas de miel y azúcar. Con todo su obsceno tajo ese vientre fláccido bosteza, pero el fuego bosteza por encima con lenguas retorcidas y ardientes que llevan en la punta rendijas parecidas a la sed. Ese fuego retorcido como nubes en el agua límpida, con la luz al lado que traza una recta y algunas pestañas. Y la tierra entreabierta por todas partes muestra áridos secretos. Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y sus prehistóricas soledades, la tierra de geologías primitivas, donde se descubren secciones del mundo en una sombra
negra como el carbón. La tierra es madre bajo el hielo del fuego. Ved el fuego en los Tres Rayos, coronado por su melena en la que pululan ojos. Miríadas de miriápodos de ojos. El centro ardiente y convulso de ese fuego es como la punta descuartizada del trueno en la cima del firmamento. Centro blanco de las convulsiones. Un resplandor absoluto en el tumulto de la fuerza. La espantosa punta de la fuerza que se quiebra con estruendo azul.
Los Tres Rayos forman un abanico cuyas ramas caen rectas y convergen hacia el mismo centro. Ese centro es un disco lechoso recubierto por una espiral de eclipses.
La sombra del eclipse forma un muro sobre los zig-zags de la alta albañilería celeste.
Pero por encima del cielo está el Doble-Caballo. La evocación del Caballo se empapa en la luz de la fuerza sobre un fondo de muro deteriorado y exprimido hasta la trama. La trama de su doble pecho. El primero de los dos es mucho más extraño que el otro. Él recoge el resplandor del cual el segundo es sólo la pesada sombra.
Más bajo aún que la sombra del muro, la cabeza y el pecho del caballo proyectan una sombra como si toda el agua del mundo hiciera subir el orificio de un pozo.
El abanico desplegado domina una pirámide de cimas, un inmenso concierto de vértices. Una idea de desierto planea sobre esos vértices por encima de los cuales flota un astro desmelenado, horriblemente, inexplicablemente suspendido. Suspendido como el bien en el hombre o el mal en el comercio de hombre
a hombre, o la muerte en la vida. Fuerza giratoria de los astros.
Pero detrás de esa visión de absoluto, ese sistema de plantas, de estrellas, de terrenos partidos hasta los huesos, detrás de esa ardiente floculación de gérmenes, esa geometría de búsquedas, ese sistema giratorio de vértices, detrás de ese arado hundido en el espíritu y ese espíritu que separa sus fibras, y descubre sus sedimentos, detrás de esa mano de hombre, en fin, que deja impreso su duro pulgar y dibuja sus tanteos, detrás de esa mescolanza de manipulaciones y cerebro y esos pozos en todas las direcciones del alma y esas cavernas en la realidad, se alza la Ciudad amurallada, la Ciudad inmensamente alta a la que no basta todo el cielo para hacerle un techo donde las plantas crecen en sentido inverso y con una velocidad de astros despedidos.
Esa ciudad de cavernas y de muros que proyecta sobre el abismo absoluto arcos perfectos y subsuelos como puentes.
Cómo se quisiera en la concavidad de esos arcos, en la arcada de esos puentes insertar la curva de un hombro desmesuradamente grande, de un hombro en el cual se difunde la sangre. Y colocar su cuerpo en reposo y su cabeza en la que hormiguean los sueños sobre el reborde de esas cornisas gigantescas donde se escalona el firmamento.
Pues un cielo de Biblia está allá arriba por donde se deslizan blancas nubes. Pero las suaves amenazas de esas nubes. Pero las tormentas. Y ese Sinaí del que dejan asomar las pavesas. Pero la sombra que hace la tierra y la iluminación apagada y blancuzca. Pero finalmente esa sombra en forma de cabra y ese macho cabrío. Y el aquelarre de las Constelaciones.
Un grito para recoger todo eso y una lengua para ahorcarme.

Todos esos reflujos comienzan en mí.
Mostradme la inserción de la tierra, la bisagra de mi espíritu, el atroz nacimiento de mis uñas. Un bloque, un inmenso bloque artificial me separa de mi mentira. Y ese bloque tiene el color que cada uno quiere.
El mundo deja allí su baba como el mar sobre las rocas y como yo con los reflujos del amor.
Perros, habéis terminado de hacer rodar vuestros guijarros sobre mi alma. Yo. Yo. Dad vuelta la página de los escombros. También yo espero el pedregullo celeste y la playa sin márgenes. Es necesario que ese fuego comience en mí. Ese fuego y esas lenguas y las cavernas de mi gestación. Que los bloques de hielo retornen a encallar bajo mis dientes. Tengo el cráneo espeso, pero el alma lisa, un corazón de materia encallada. Carezco de meteoros, carezco de fuelles ardientes. Busco en mi garganta nombres, y algo como la pestaña vibrátil de las cosas. El olor de la nada, un tufo de absurdo, el estiércol de la muerte total. El humor ligero y rarefacto. También yo no espero sino al viento. Que se llame amor o miseria casi no logrará hacerme encallar sino en una playa de osamentas.

miércoles, octubre 12, 2011

NOCHE por ANTONIN ARTAUD



" Los mostradores del cinc pasan por las cloacas,
la lluvia vuelve a ascender hasta la luna;
en la avenida una ventana
nos revela una mujer desnuda.
En los odres de las sábanas hinchadas
en los que respira la noche entera
el poeta siente que sus cabellos
crecen y se multiplican.
El rostro obtuso de los techos
contempla los cuerpos extendidos.
Entre el suelo y los pavimentos
la vida es una pitanza profunda.
Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna;
la lluvia es fresca,
el vientre está bien.
Mira como se llenan los vasos
en los mostradores de la tierra
la vida está vacía,
la cabeza está lejos.
En alguna parte un poeta piensa.
No tenemos necesidad de la luna,
la cabeza es grande,
el mundo está atestado.
En cada aposento
el mundo tiembla,
la vida engendra algo
que asciende hacia los techos.
Un mazo de cartas flota en el aire
alrededor de los vasos;
humo de vinos, humo de vasos
y de las pipas de la tarde.
En el ángulo oblicuo de los techos
de todos los aposentos que tiemblan
se acumulan los humos marinos
de los sueños mal construidos.
Porque aquí se cuestiona la Vida
y el vientre del pensamiento;
las botellas chocan los cráneos
de la asamblea aérea.
El Verbo brota del sueno
como una flor o como un vaso
lleno de formas y de humos.
El vaso y el vientre chocan:
la vida es clara
en los cráneos vitrificados.
El areópago ardiente de los poetas
se congrega alrededor del tapete verde,
el vacío gira.
La vida pasa por el pensamiento
del poeta melenudo.
En la calle sólo una ventana,
las cartas batidas suenan.
En la ventana la mujer sexuada
somete su vientre a discusión. "

viernes, octubre 07, 2011

EL SUICIDADO POR LA SOCIEDAD por ANTONIN ARTAUD



Me apasionó durante largo tiempo la pintura lineal pura, hasta que descubrí a Van Gogh. Enlugar de líneas y formas, él pintaba cosas de la naturaleza inerte que parecían movidas porconvulsiones. E inerte. Como bajo el espantoso ataque de ese impulso de inercia al que todos hacen alusión con medias palabras, y que jamás ha sido tan turbia como desde que la totalidad de la tierra y de la
vida actual se confabularon para aclararla. Pero son mazazos, verdaderos mazazos los que sin cesardispensa Van Gogh a todas las formas de la naturaleza y a los objetos.
Los paisajes cardados por el punzón de Van Gogh, exponen a la vista su carne hostil, el rencor desus entrañas reventadas, que, por lo demás, no se sabe qué insólita fuerza está metamorfoseando. Unaexposición de pinturas de Van Gogh siempre es un acontecimiento relevante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la historia misma histórica.
Ya que no hay epidemia, terremoto, hambre, irrupción volcánica, guerra, que separen las nómadas de la atmósfera, que tuerzan el pescuezo a la torva cara de fama fatum, el destino neurótico de las cosas,como un cuadro de Van Gogh -expuesto a la luz del día, puesto directamente anta la vista, el oído, el aroma, el tacto, en las paredes de una exposición-, disparada por fin como novedosa en la actualidad cotidiana, puesta en circulación otra vez.
En el palacio de L'Orangerie durante la última exposición no se exhibieron todas las telas de mayor formato del desdichado pintor. Pero entre las que figuraban había suficientes desfiles dando vueltas, salpicados con penachos de plantas de carmín, senderos desiertos coronados por un tejo, soles azulinos
girando sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo", y autorretratos de Van Gogh, para no olvidar de qué sencillez elemental de objetos, elementos, personas, materiales, obtuvo Van Gogh esas calidades de acordes de órgano, esos fuegos de artificio, esos climas de epifanías, esa "Gran Obra", en fin, de una constante e intempestiva transformación.
Los cuervos pintados dos días antes de morir no le abrieron, más que sus otras pinturas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero a la pintura pintada, o más precisamente a la naturaleza no pintada, le abren la puerta secreta de un más allá posible, de una constante realidad posible, a través de la puerta
abierta por Van Gogh hacia un misterioso y temerario más allá.
No es algo que suceda a menudo que un hombre, con la bala del fusil que lo mató en el vientre, pinte cuervos negros y una especie de llanura debajo de ellos, posiblemente lívida, vacía de todos modos, en la que la tonalidad de borra de vino de la tierra se contrasta furiosamente con el amarillo sucio del trigo.
Pero, aparte de Van Gogh, ningún otro pintor hubiera podido encontrar, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "banquete fastuoso" y al mismo tiempo excremencial, de las alas de los cuervos asustados por los fulgores declinantes del crepúsculo. ¿Y la tierra, allí, de qué se queja, bajo las
alas de los dichosos cuervos, dichosos sin duda sólo para Van Gogh, y ostentoso presagio, además, de un mal que ya no ha de incumbirle?
Ya que hasta entonces nadie como él había transformado la tierra en ese trapo mugriento
empapado en sangre y retorcido hasta extraer vino. En la tela hay un cielo muy bajo, aplanado, violáceo como los bordes del rayo. La inusitada franja tétrica del vacío se eleva en relámpago.
A escasos centímetros de la parte alta y como viniendo de la parte baja de la tela. Van Gogh soltó los cuervos como si soltara los microbios negros de su bazo de suicida, siguiendo la grieta negra del trazo donde el aletear de su suntuoso plumaje hace pesar la amenaza de una sofocación desde lo alto sobre los preparativos de la tormenta terrestre.
Sin embargo, toda la pintura es espléndida. Pintura espléndida, suntuosa y serena.
Acompañamiento digno para aquél que, mientras vivió, hizo girar tantos soles embriagados sobre tantas parvas resistentes al exilio y que, con una bala en el vientre, desesperado, no pudo dejar de ahogar con sangre y vino un paisaje, inundando la tierra con una última emulsión resplandeciente y tétrica a la vez, que tiene gusto a vinagre pasado y vino agrio. Por eso la tonalidad de la última pintura de Van Gogh, quien nunca sobrepasó los límites de la pintura, evoca la entonación bárbara y
abrupta del drama isabelino más tenebroso, apasionado y pasional.
Lo que más me asombra en Van Gogh, el pintor de todos los pintores, es que, sin escapar de lo que se llama y, es pintura, sin dejar de lado el tubo, el pincel, el encuadre del motivo y de la tela, sin apelar a la anécdota, a la narración, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza propia del tema y
del objeto, logró infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal grado que cualquier cuento fantástico de Edgar Allan Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim Von Arnim o de Hoffmann, no aventajan en nada, dentro del terreno psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otro lado, casi todas de dimensiones sobrias, como respondiendo a un fin predeterminado.
Una vela sobre una silla, un sillón de paja verde trenzada, un libro sobre el sillón, y el drama se esclarece. ¿Quién está por llegar?
¿Tal vez Gauguin o algún fantasma?
Sobre el sillón de paja verde, la vela encendida pareciera delinear el límite luminoso que separa las dos individualidades antagónicas de Van Gogh y Gauguin.
El motivo estético de su controversia perdería interés si fuera relatado, pero resultaría útil para mostrar una básica escisión humana entre las personalidades de Van Gogh y Gauguin.
En mi opinión, Gauguin creía que le artista debía buscar el origen, el símbolo, elevar las cosas de la vida hasta la dimensión del mito, en tanto que Van Gogh creía que hay que partir del mito y deducir de él las cosas más pedestres de la vida, y en mi opinión, carajo que tenía razón.
Pues la realidad es sobradamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a cualquier divinidad, a cualquier suprarrealidad.
Sólo se necesita el genio de saber interpretarla. Lo que ningún pintor había logrado, antes del pobre Van Gogh, lo que ningún pintor después de él volverá a hacer, pues creo que esta vez ahora mismo, hoy, en este mes de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la pura realidad, la realidad mítica misma, la que está en camino de incluirse.
Es así que, después de Van Gogh, nadie ha sabido agitar el gran címbalo, el timbre suprahumano, eternamente suprahumano de acuerdo al orden rechazado que hace vibrar los objetos de la vida real, cuando se ha aprendido a afinar el oído lo necesario como para advertir la hinchazón de su macareo. De esta manera la luz de la vela se hace oír, la luz de la vela encendida sobre el sillón de paja verde se hace
oír como la respiración de un cuerpo apasionado frente al cuerpo de un enfermo dormido.
Resuena como una extraña crítica, un juicio concienzudo y asombroso, del cual es probable que Van Gogh, más adelante, nos permita presumir el fallo, mucho más adelante, el día en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado teñir totalmente la tela. Y no es posible dejar de notar esa rajadura
de la luz lila que ciñe los travesaños del gran sillón torvo, del vetusto sillón esparrancado de paja verde, aunque no se lo advierta a la primera mirada. Ya que el foco está situado en otro ángulo, y su fuente es extrañamente sombría, como si fuese un secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la clave. No necesito acudir a la Gran Plañidera para que me revele de qué supremas obras maestras
se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años, ya que no puedo decidirme a creer que Van Gogh hubiese pintado un cuadro más, después de "Los cuervos".
Pienso que murió a los 37 años porque, ay, había llegado a la culminación de su luctuosa y penosa historia de oprimido por un espíritu maléfico. Pues Van Gogh no abandonó la vida por sí mismo, por efecto de su propia locura. Fue por la coacción, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico conocido como Dr. Gachet, psiquiatra profano, causa eficiente, directa y suficiente de esa muerte.
Después de leer las cartas de Van Gogh a su hermano, he llegado a la franca y segura certeza de que el doctor Gachet, "psiquiatra", aborrecía, en verdad, a Van Gogh, pintor, y que lo aborrecía como pintor, pero sobre todo como genio. Es inútil intentar ser a la vez médico y hombre honrado, pero es humillantemente imposible ser psiquiatra sin estar a la vez marcado a fuego por la más incuestionable insania: la de no poder oponerse a ese antiguo reflejo atávico de la turba que hace que cualquier hombre de ciencia, atrapado en la turba, se convierta en una especie de enemigo nato e innato de todo genio.
El origen de la medicina es el mal, si es que no se ha originado de la enfermedad, y por tanto, ha causado y creado toda la enfermedad para procurarse una razón de ser; pero la psiquiatría ha tenido como origen la turba plebeya de los seres que han querido preservar el mal en la fuente de la enfermedad, y que han extirpado así de su propia nada una especie de guardia suizo para arrancar de raíz el impulso de rebelión reivindicatorio que está en el germen de todo genio. Hay en el alienado un genio incomprendido que resguarda en su mente una idea que causa pavor, y que sólo el
delirio le permite encontrar una salida a las opresiones que la vida le depara. El doctor Gachet no le decía a Van Gogh que estaba allí para modificar su pintura (como le oí decir al doctor Gastón Perdiere, médico jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para modificar mi poesía), pero lo mandaba a pintar del natural, a sumergirse en un paisaje para evitarle el tormento de pensar.
Pero ni bien Van Gogh giraba la cabeza, el doctor Gachet le apagaba el conmutador del
pensamiento. Como quien no quiere la cosa, pero usando uno de esos desdeñosos y fútiles
fruncimientos de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha dejado la huella de la antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido. Al hacer esto, el doctor Gachet no impedía solamente los perjuicios del problema, sino el cultivo azufrado, el martirio del punzón que da vueltas en la garganta del único paso, con el que Van Gogh tetanizado. Van Gogh detenido en el abismo del aliento, pintaba.
Ya que Van Gogh era una sensibilidad pavorosa. Para persuadirse es suficiente con dedicar una mirada a su rostro siempre jadeante, y desde cierto punto, también hechizante, de carnicero. Como el de un viejo carnicero sosegado, retirado ahora del comercio, ese rostro en penumbras me persigue. Van Gogh se mostró a sí mismo en un buen número de telas, y a pesar de estar tan bien iluminadas,
tuve siempre la lamentable impresión de que lo obligaron a mentir acerca de la luz, que arrebataron a Van Gogh una luz imprescindible para cavar y marcar su camino dentro de sí.
Y el doctor Gachet no era, sin lugar a dudas, el más dotado para indicarle ese camino. Y no ignoro que el doctor Gachet, que atendía a Van Gogh, y que terminó por suicidarse en su casa, ha dejado en la historia la impresión de haber sido su último amigo en la tierra, una especie de consolador providencial.
Sin embargo estoy convencido de que es al doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, insisto, el haber abandonado la vida; ya que Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de una lucidez especial, que les permite, en cualquier situación, ver más allá, infinita y peligrosamente más allá de la apariencia real e inmediata de los
hechos.
Es decir, más allá de la conciencia que la conciencia conserva comúnmente de los hechos.
En la profundidad de sus ojos, como rasurados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin pausa a una de esas maniobras de oscura alquimia que toman a la naturaleza como objeto y al cuerpo humano por olla o vasija. Y sé que el doctor Gachet decía que esas cosas fatigaban a Van Gogh. Lo que no significaba el resultado de una llana preocupación médica, sino la manifestación de celos tan conscientes como negados.
Porque Van Gogh había llegado a ese estado de iluminación durante el cual el pensamiento en caos fluye renovado ante las descargas invasoras de la materia, donde pensar ya no es consumirse y ni siquiera es, donde no queda más que juntar cuerpos, mejor dicho, acumular cuerpos.


ACUMULAR CUERPOS
El mundo que de este modo se recupera, no es el astral sino el de la creación directa, más allá de la conciencia y del cerebro. Y nunca vi que un cuerpo sin cerebro fatigara por lienzos inertes. Esos puentes, esos girasoles, esas cosechas de olivas, esas siegas de heno son lienzos de lo inerte. Ya no se mueven. Están congelados. Pero quién podría soñarlos más férreos bajo la incisión seca que descubre su impenetrable estremecimiento.
No, doctor Gachet, un lienzo nunca ha fatigado a nadie. Son furiosas energías en reposo, que no producen agitación. Yo también, como el pobre Van Gogh, he dejado de pensar, pero organizo, cada día, extraordinarias ebulliciones internas, y sería interesante ver que un médico cualquiera viniera a reprocharme que me fatigara. Alguien adeudaba cierta suma de dinero a Van Gogh, la historia nos
dice que Van Gogh se preocupaba desde hacía varios días.
Las naturalezas superiores-situadas siempre un peldaño por encima de lo real- tienen la tendencia a
interpretar todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada está librado al azar, y que todo lo malo que ocurre se debe a una voluntad maléfica, inteligente, consciente y predeterminada. Cuestión en la que los psiquiatras no creen jamás. Cuestión en la que los genios creen
siempre. Cuando me enfermo, es porque me hechizaron, y no puedo considerarme enfermo, si no admito, por otro lado, que alguien tiene interés en quitarme la salud y obtener de eso algún beneficio. Van Gogh también creía estar hechizado y lo manifestaba.
En mi opinión creo fuertemente que lo estuvo, y un día diré cómo y dónde ocurrió. El doctor Gachet fue el ridículo cancerbero, el sanioso y pustulento cancerbero, de camisa azul y tela almidonada, colocado ante el pobre Van Gogh para robarle sus sanas ideas. Pues si tal punto de vista, que es sano, se propagara universalmente, la sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra lograrían su libertad.
Van Gogh no pudo sacarse a tiempo de encima esa suerte de vampirismo de la familia, que
prefería que el genio de Van Gogh pintor se restringiera a pintar, sin reclamar, al mismo tiempo, la revolución necesaria para el desarrollo corporal y físico de su carácter de iluminado. Y entre el doctor Gachet y Theo, el hermano de Van Gogh, se produjeron muchos de esos malolientes conciliábulos entre la familia y los médicos jefes de los asilos de alienados, referidas al enfermo que tienen entre manos.
"Téngalo vigilado para que no se le ocurran esa clase de ideas". "Te das cuenta, lo ha dicho el doctor, tienes que librarte de esa clase de ideas". "No te hace bien pensar siempre en lo mismo; estarás internado toda la vida". "Pero, señor Van Gogh, sólo se trata de casualidades, tiene que convencerse; además no es algo bueno querer indagar así los secretos de la providencia. Yo conozco al señor fulano de tal, es una persona excelente; su ideas persecutorias los llevan a creer que él practica la magia clandestinamente". "Prometieron devolverle esa suma y se la devolverán. No
puede mantenerse en esa obstinación de atribuir ese retraso a mala voluntad".
Todas ésas son tiernas charlas de psiquiatra bonachón, aparentemente inofensivas, pero que trazan
en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra anodina de una salamandra venenosa. Y algunas veces eso es suficiente para inducir a un genio a suicidarse.
Se suceden días en que el corazón sufre tanto la falta de salida, que lo desconcierta, como un mazazo en la cabeza, la certeza de que ya no podrá seguir adelante.
Justamente fue después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh, como si nada ocurriera, entró en su habitación y se suicidó. Yo mismo permanecí en un asilo de alienados durante nueve años y nunca tuve la idea del suicidio, pero sé que cada entrevista con un psiquiatra por la mañana, me despertaba el deseo de ahorcarme, al darme cuenta de que no podría acogotarlo.
Theo desde el punto de vista material tal vez era muy bueno con su hermano, pero de todos modos lo consideraba un delirante, un alucinado, un iluminado, y en lugar de acompañarlo en su delirio se empecinaba en apaciguarlo. Que después haya muerto de pesar, no cambia en nada los hechos. Lo que más le importaba a Van Gogh en el mundo era su idea de pintor, su idea terrible, fanática, apocalíptica de iluminado.
El mundo debía responder al mandato de su propia matriz; recuperar su ritmo apretado,
antipsíquico de festival clandestino en lugar público, y delante de todos, ser puesto otra vez en la vasija recalentada. Es decir que el apocalipsis, la consumación de un apocalipsis se incuba ahora en las pinturas del viejo Van Gogh sacrificado, y que la tierra lo necesita para dar patadas con pies y
cabeza.
Cualquiera que haya escrito, pintado, esculpido, construido, modelado, inventado, lo ha hecho sólo para escapar del infierno. Y para escapar del infierno elijo las naturalezas de ese convulsionario afable, y no las inquietantes composiciones de Brueghel el Viejo o de Jerónimo Bosch que son sólo artistas frente a Van Gogh, allí donde él no es más que un pobre ignorante empecinado en no engañarse.
Pero cómo hacer para que un sabio comprenda que en el cálculo diferencial hay algo
decididamente desordenado, la teoría de los quanta o las impúdicas y tan torpemente litúrgicas ordalías del cortejo de los equinoccios, frente a ese cobertor de un tono rosado de camarones que Van Gogh hace bullir tan levemente en un sitio elegido de su cama, ante la mínima sublevación de un verde veronés o de un azul que salpica esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-Sur-Oise se eleva después del trabajo, también frente a ese sol amurado detrás del ángulo gris del campanario del
pueblo, en ángulo, allá en el fondo de esa inmensa masa de tierra que, en el primer plano de la melodía, va detrás de la ola donde congelarse.
O VIO PROFE
O VIO PROTO
O VIO LOTO
O THETHE.
¡Para qué describir una pintura de Van Gogh! Ninguna descripción que quienquiera que sea haya intentado se podrá equiparar al sencillo orden de objetos naturales y de tintas en las que se entrega el mismo Van Gogh, tan grandioso escritor como pintor y que en relación a la obra que describe transmite el impacto de la más desconcertante autenticidad.
23 de julio de 1890
"Tal vez veas ese boceto del jardinero de Daubigny -es una de las telas en las que trabajé con más empeño-, y agrego un boceto de viejas chozas, y los bocetos de dos telas de 30 que representan grandes extensiones de trigo después de la lluvia... "El jardín de Daubigny con hierbas verde y rosa en primer plano. Un matorral verde y lila y una cepa de planta con follaje blanquecino a la izquierda. Un macizo de rosas en el centro, un vallado a la derecha, un muro y por sobre e1 muro un nogal de follaje violeta. Después una mata de lilas, una hilera de redondeados tilos amarillos, la casa
rosada en el fondo, con tejados azulinos. Tres sillas y un banco, una silueta negra con sombrero amarillo, y un gato negro en el primer plano. Cielo verde pálido.
8 de septiembre de 1888
"En mi pintura "Café por la noche", intenté mostrar que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, cometer crímenes, enloquecer. Busqué, en síntesis, por medio de contrastes de rosa suave y rojo sangre y excreciones de vino, de verde tenue Luis XV y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blancuzcos duros, todo reunido en un clima de horno infernal de azufre lavado, mostrar algo así como la energía tenebrosa de una taberna. Y no obstante todo eso, adoptando una apariencia de jolgorio japonés unido a la inocencia de un Tartarín... ¿Qué significa dibujar? ¿Cómo
se llega a hacer? Es el movimiento de abrirse camino a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que se siente y lo que es posible hacer. De qué manera atravesar ese muro, ya que de nada sirve golpear con fuerza contra él; para conseguirlo hay que corroerlo despacio y pacientemente con una lima, eso es lo que pienso”.
Qué fácil parece escribir de ese modo. ¡Y bien! Prueben, entonces, y díganme si no siendo el autor de una pintura de Van Gogh, podrían describirla de forma tan simple, tan sucintamente, durablemente, objetivamente, sólidamente, válidamente, masivamente, opacamente, auténticamente y milagrosamente, como en esa mínima carta
suya. (Pues la pauta del punzón disociador no depende de la vastedad ni del crispamiento sino del mero ímpetu personal del puño.)
Por tanto, no voy a describir un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero afirmaré que Van Gogh es pintor porque cosechó la naturaleza, porque la sudó y la hizo transpirar, porque desparramó en sus telas, en haces, en impresionantes brazadas de color, la secular pulverización de elementos; la espantosa presión básica de los apostrofes, estrías, vírgulas, barras que nadie, después de él, podrá
discutir que formen parte de la apariencia normal de las cosas. Y el muro de cuántos codeos retenidos, impactos oculares tomados del natural, parpadeos surgidos del tema, torrentes luminosos de las fuerzas que trabajan la realidad, han tenido que hacer caer antes de ser por fin contenidos y como elevados hasta el lienzo y aceptados.
En los cuadros de Van Gogh no hay fantasmas, ni alucinaciones ni visiones. Solo la sofocante verdad de un sol de las dos de la tarde. La despaciosa pesadilla genésica pausadamente elucidada. Sin pesadilla y sin efectos. Pero allí se encuentra el sufrimiento fetal. Es el brillo húmedo de una brizna de hierba, del tallo en un recorte de trigo que está allí listo para la extradición. Y del que un día la naturaleza rendirá cuentas. Y también la sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura.
Un recorte de trigo doblado bajo el viento, sobre el trigo las alas de un sólo pájaro dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera rigurosamente pintor, podría haber tenido la osadía de Van Gogh de aplicarse a un motivo de tan desbaratante sencillez. No, en las pinturas de Van Gogh no hay fantasmas, no hay sujeto ni hay drama y yo diría que ni siquiera hay objeto, ya que el motivo mismo, ¿qué es? Salvo que sea algo así como la sombra de hierro del motete de una indiscernible música antigua, algo como el disparador de un tema que desespera en sí mismo. Es naturaleza pura y
descarnada, tal como se revela al ser vista cuando uno sabe situarse en su máxima cercanía.
Prueba de ello es ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde un enorme sol descansa sobre los techos tan sofocados por la luz que parecen en estado de descomposición. No he visto ninguna pintura jeroglífica, fantasmagórica, patética o apocalíptica que me produzca esa sensación de oculta extrañeza, de cadáver de inútil hermetismo, que entrega su
secreto con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución. No pienso, al decir esto, en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño por donde pasa, en último término, un anciano encorvado con un paraguas colgado del brazo como el gancho de un trapero. Pienso otra vez en los cuervos de alas negras de trufas brillantes. Pienso otra vez en el campo de trigo: espigas y más espigas,
y nada más hay para decir, con algunas pequeñas yemas de amapolas sembradas discretamente adelante, acre y agitadamente sembradas allí, furiosa y deliberadamente punteadas y rasgadas.
Sólo la vida puede brindar denudaciones epidérmicas semejantes que hablan bajo una camisa desabotonada; y no se sabe la razón de que la mirada se incline más a la izquierda que a la derecha, hacia el montón de carne rizada. Pero el hecho es que es así. El hecho es que está hecho así. Su dormitorio también escondido, tan encantadoramente campesino y saturado de un aroma capaz de encurtir los trigos que se estremecen en el paisaje, a la distancia, detrás de la ventana que los oculta.
El color del gastado cobertor, también campesino, de un rojo de langostinos, de erizo de mar, de mújol del Mediterráneo, de un rojo de pimiento asado.
Ciertamente es culpa de van Gogh que el color del cobertor de su cama lograra ese grado de realidad, y no conozco al tejedor capaz de reproducir el irrepetible tinte de la manera como Van Gogh supo reproducir, desde lo profundo de su mente hasta el lienzo, el rojo de ese inimitable revestimiento. No sé cuántos curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu
Santo, en el oro ocre, el azul eterno de unos vitrales a su joven "María", han sabido apartar en el aire, obtener de los nichos sarcásticos del aire esos colores sorpresivos que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada de Van Gogh sobre el lienzo es peor que un acontecimiento.
Por momentos impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un dejo balsámico o un perfume que ningún benedictino podría descubrir nuevamente para alcanzar el punto óptimo de sus licores salutíferos. (Esta habitación lleva a evocar la "Gran Obra" con su pared blanca de perlas cristalinas, de la que cuelga una toalla rugosa cómo un antiguo amuleto campesino intocable pero consolador).
En otros momentos produce la impresión de una simple parva abochornada por un enorme sol. Hay unos suaves blancos de tiza peores que esos ancestrales suplicios, y en ninguna tela como en ésta se presenta la clásica escrupulosidad operativa del pobre y grande Van Gogh. Pues todo eso es incuestionablemente Van Gogh; la minuciosidad única del toque, patética y sórdidamente aplicado. El color vasallo de las cosas, pero tan justo, tan amorosamente justo que no hay gema que pueda igualar su excentricidad. Pues Van Gogh fue el pintor más auténtico de todos los pintores, el único que no
quiso exceder la pintura como recurso estricto de su obra, y como referente estricto de sus medios.
Por otro lado el único, absolutamente el único, que haya excedido absolutamente la pintura, el acto inerte de representar la naturaleza para hacer salir, de esa representación única de la naturaleza, una energía giratoria, un elemento extraído directamente del corazón. Ha hecho surgir, bajo la representación, un aspecto y encerrar en ella un nervio que no se encuentra en la naturaleza, que
son de una naturaleza y un aspecto más auténtico que el aspecto y el nervio de la naturaleza auténtica.
En el instante en que escribo estas líneas veo el rojo rostro ensangrentado del pintor acercarse a mí, en un muro de girasoles aplastados, en una fantástica combustión de rescoldos de jacinto apagado y de hierbas lapislázuli. En medio de todo esto un bombardeo meteórico de átomos en el que sobresale cada grano, testimonio de que Van Gogh concibió sus telas como pintor, y sólo como pintor, pero que sería por la misma razón un músico formidable. Organista de un temporal detenido que ríe en la diáfana naturaleza, apaciguada entre dos tempestades, aunque, semejante a Van Gogh, esa naturaleza manifiesta claramente que está lista para partir.
Después de mirarla, se puede dar la espalda a cualquier clase de lienzo pintado, pues ninguno tiene ya nada qué decirnos. La turbulenta luz de la pintura de Van Gogh comienza sus sombríos dictados en el mismo instante en que se la deja de mirar. Sólo pintor, Van Gogh, y sólo eso; nada de mística, de filosofía, de rito, de fiscurgia, ni de liturgia, nada de historia, ni poesía ni literatura; esos girasoles de
oro bronce están pintados; están pintados como girasoles y sólo eso; pero para entender un girasol en la realidad, será imposible, en adelante, prescindir de Van Gogh, igual que para entender una tormenta real, un cielo encrespado, una pradera real; no se podrá prescindir de Van Gogh.
El mismo clima tormentoso había en Egipto o sobre las honduras de la Judea semita, tal vez las mismas sombras cubrían Caldea, Mongolia o los montes del Tíbet, y nadie me ha dicho que se hayan mudado. Sin embargo, al mirar esa extensión de trigo o de piedras blancas como un osario en la tierra, sobre la que se apoya un viejo cielo violáceo, ya no se puede creer en los montes del Tíbet.
Pintor, ninguna otra cosa que pintor, Van Gogh incorporó los medios de la pura pintura y no los excedió. Quiero decir que para pintar, no hizo más que valerse de los medios que la pintura le ofrecía.
Un cielo encrespado, una pradera blanca de tiza, las telas, los pinceles, su cabello rojo, los tubos, su mano amarilla, su caballete, pero todos los lamas juntos del Tíbet pueden sacudirse el apocalipsis que hayan planeado bajo sus ropas, Van Gogh se habrá adelantado a hacernos presentir el peróxido de ázoe en
una pintura que contiene un grado suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos ubiquemos.
Un día cualquiera se le ocurrió no exceder el motivo, pero después de haber visto un Van Gogh, ya no se puede creer que haya menos excedible que el motivo. El sencillo motivo de una vela encendida en un sillón de paja con armazón violáceo, expresa más, gracias a la mano de Van Gogh, que todo el conjunto de tragedias griegas, o de dramas de Cyril Turner, de Webster o de Ford, que por otro lado, hasta el momento, han permanecido sin inrepresentados. Sin caer en la literatura, he visto el rostro de
Van Gogh, ensangrentado en las irrupciones de sus paisajes, acercarse a mí.
KHOAN
TAVER
TINSUR
Sin embargo, es un bombardeo, es un incendio, es un estallido, justiciero de esa piedra de moler que el pobre Van Gogh, el loco cargó al cuello toda su vida. La piedra de pintar sin saber para dónde ni por qué. Ya que para este mundo, no es, no es nunca para esta tierra que todos hemos trabajado, peleado, rugido por el horror de hambre, de pobreza, de odio, de escándalo y de nausea, que todos fuimos envenenados, aunque todo eso nos haya hechizado, hasta que por fin nos hemos suicidado, ¡como el
mísero Van Gogh, no somos todos, acaso, suicidados por la sociedad!
Van Gogh renunció, al pintar, a narrar historias; pero lo extraordinario es que, este pintor que no es nada más que pintor, y que es más pintor que cualquier otro pintor, por ser en quien el material, la pintura misma, tiene un lugar de privilegio, con el color usado tal como sale del tubo, con la marca de cada pelo del pincel en el color, con el relieve de la pintura pintada, como exaltada en la luz de su propio sol, con la i, la coma el punto de la punta del pincel arrastrado directamente en el color, que se agita y salpica en pavesas, las que domina y amasa el pintor por todas partes, lo
extraordinario es que ese pintor que no es nada más que pintor, también es, de todos los pintores de la historia, el que más nos hace olvidar que estamos ante una pintura, una pintura que representa el tema elegido por él, y que hasta nosotros hace avanzar, delante de la tela quieta, el enigma puro, el puro enigma de la flor martirizada, del paisaje apuñalado, arado, retorcido por todos lados por su pincel ebrio.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...