Mostrando las entradas con la etiqueta RAY BRADBURY. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta RAY BRADBURY. Mostrar todas las entradas

martes, enero 06, 2015

INVIRTIENDO CENTAVOS: «FAHRENHEIT 451» por RAY BRADBURY


Yo no lo sabía, pero estaba escribiendo una novela literalmente barata. En la primavera de 1950, escribir y terminar el primer borrador de El bombero, que más tarde sería Fahrenheit 451, me costó nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez.
Desde 1941 hasta entonces, la mayor parte de mis relatos los había escrito en los garajes de la casa, bien en Venice, California (donde vivíamos porque éramos pobres, no porque estuviera de moda), o detrás de la casa con terreno donde mi mujer Marguerite y yo criamos nuestra familia. Las que me llevaron al garaje fueron mis amorosas hijas, que insistían en acercarse a la ventana del fondo y cantar y golpetear el vidrio. Papá tenía que elegir entre terminar un cuento o jugar con las niñas. Como yo elegía jugar, por supuesto, los ingresos familiares quedaban en peligro. Había que encontrar un despacho. No nos alcanzaba el dinero.
Por fin localicé el lugar ideal, la sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en Los Ángeles. Allí, en ordenadas hileras, había una docena o más de viejas Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora. Uno insertaba la moneda, el reloj soltaba su tictac loco y uno se ponía a escribir como un salvaje para terminar antes de que se agotara el tiempo. De modo que fui empujado dos veces: por las niñas a abandonar la casa y por un reloj de máquina de escribir a volverme un maníaco de las teclas. Sin duda el tiempo era dinero. Terminé la primera versión en apenas nueve días.
Con 25.000 palabras, era la mitad de la novela en que llegaría a convertirse.
Entre la inversión de centavos y la demencia cuando se atascaba la máquina (¡porque allí se me iba mi precioso tiempo!) y el vértigo de folios en el artefacto, yo andaba por los pasillos, entre los estantes, perdido de amor, tocando libros, sacando volúmenes, volviendo páginas, devolviendo volúmenes a su sitio, ahogado en las buenas materias que son la esencia de la biblioteca. ¡Qué lugar, ¿no creen?, para escribir una novela sobre la quema de libros en el Futuro!
Hasta aquí el pasado. ¿Qué hay de Fahrenheit 451 en este día y esta época? ¿He cambiado de idea sobre mucho de lo que me decía cuando era un escritor más joven? Sólo si cambiar significa que mi amor por las bibliotecas se ha vuelto más amplio y profundo, en cuyo caso la respuesta es un sí que rebota en las pilas de libros y sacude el talco de las mejillas de la bibliotecaria. Desde que escribí ese libro, he tejido más cuentos, novelas, ensayos y poemas sobre escritores que cualquier otro escritor que se me ocurra en la historia de la literatura. He escrito poemas sobre Melville, Melville y Emily Dickinson, Emily Dickinson y Charles Dickens, Hawthorne, Poe, Edgar Rice Burroughs, y por el camino he comparado a Julio Verne y su Capitán Loco con Melville y su marino igualmente obsesionado. He garabateado poemas sobre bibliotecarios, atravesado en trenes nocturnos los páramos continentales con mis autores favoritos, toda la noche en vela parloteando y bebiendo, bebiendo y charlando.
A Melville le previne, en un poema, que se mantuviera lejos de tierra (¡nunca fue material suyo!), y transformé a Bernard Shaw en robot, y lo estibé cómodamente en un cohete y lo desperté en el largo viaje a Alfa Centauro para que su lengua, como una flauta, derramara sus Prefacios en mi deleitado oído. He escrito una historia de Máquina del Tiempo retrocediendo con ella en un zumbido para sentarme junto a los lechos de muerte de Wilde, Melville y Poe y contarles mi amor y entibiarles los huesos en las últimas horas... Pero basta ya. Como podéis ver, tratándose de libros, escritores y los grandes silos donde se almacenan los ingenios, soy la locura enloquecida.
Hace poco, con la sala del Studio Theatre de Los Ángeles a mano, saqué de las sombras a los personajes de F. 451. ¿Qué hay de nuevo, les dije a Montag, Clarisse, Faber, Beatty, desde que nos conocimos en 1953?
Yo pregunté. Ellos contestaron.
Escribieron escenas nuevas, revelaron partes raras de sus almas y sueños aún no descubiertos. El producto fue una obra en dos actos, bien escenificada, y en general bien recibida.
El que de más lejos vino entre bastidores fue Beatty, cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué decidiste hacerte jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente respuesta surgió en una escena en que Beatty lleva al protagonista Guy Montag a su casa, un apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes hay alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve hacia el superior y exclama:
—¡Pero tú eres el incinerador jefe! ¡En tu casa no puede haber libros!
A lo cual el jefe, con una sonrisita seca, replica: —El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí, de acuerdo. Yo tengo libros. ¡Pero no los leo!
Aturdido, Montag aguarda la explicación de Beatty.
—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo nunca. Ni un libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar con la ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle al montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas mujeres y sonreír y no tocar... ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este lugar es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa noche de verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Ni mi mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen más que el polvo.
Montag protesta: —No entiendo cómo no te sientes...
—¿Tentado? —exclama el jefe de bomberos—. Oh, eso fue hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La serpiente ha vuelto al árbol. El jardín es hierbajos y moho.
—En un tiempo... —Montag titubea y luego sigue:— En un tiempo tú debes haber querido mucho los libros.
—¡Touché! —responde el jefe—. Por debajo del cinturón. En la mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas abiertas. Oh, Montag, mírame. El hombre que amaba los libros; no, el muchacho disparatado, demente por ellos, que se trepaba a las pilas como un enloquecido chimpancé.
»Me los comía como si fueran ensalada; los libros eran para mí el sandwich del almuerzo, la merienda, la cena y el bocado de medianoche. ¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal, las ensopaba con deleite, mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la lengua! Docenas, cientos, billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve años jorobado. Filosofía, historia del arte, política, ciencias sociales; nombra el poema, el ensayo, la obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y después... después... —la voz del jefe de bomberos se apaga.
Montag lo apremia: —¿Y después?
—Bueno, me sucedió la vida —El jefe cierra los ojos para recordar—. La vida. Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que no marcha del todo, el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos, las muertes demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno, la locura de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un padre... una estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la enfermedad. Y por ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo para rellenar la grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación, o recibir una metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los treinta años, al borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso roto, cada centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el espejo y perdido bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por todo, por cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas de los magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?
Montag se aventura: —¿Páginas vacías?
—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban las palabras, de acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente, sin ningún significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni amor verdadero, ni cama ni luz.
Montag recuerda: —Hace treinta años... Las quemas finales de bibliotecas...
—Acertado —Beatty asiente—. Y como no tenía trabajo, y era un romántico fracasado, o lo que fuese, me presenté para la primera clase de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar en la biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas siempre en llamas, ¡rocíenme con kerosene, pásenme la antorcha!
»Fin de la conferencia. Por esa puerta, Montag. ¡Largo!
Montag se va, con más curiosidad que nunca por los libros, ya en camino de ser un proscrito, cerca ya de que lo persiga y casi destruya el Sabueso Mecánico, mi clon robótico de la gran bestia de los Baskerville creada por Conan Doyle.
En mi obra, el jefe de bomberos ultima al viejo Faber, ese profesor no del todo residente que le habla a Montag a través de la larga noche (por el radio-caracol). ¿Cómo? Beatty sospecha que mediante ese artefacto están adoctrinando a Montag, se lo arranca del oído y le grita al remoto maestro:
—¡Ya vamos por ti! ¡Estamos a la puerta! ¡Subimos la escalera! ¡Te tenemos!
Lo que aterroriza tanto a Faber que el corazón lo destruye.
Buen material, todo esto. Últimamente me ha tentado.
Ha sido una lucha no meterlo en la novela.
Por último, me han escrito muchos lectores protestando por la desaparición de Clarisse, preguntándose qué le pasó.
La misma curiosidad tenía François Truffaut, y en su versión cinematográfica rescató a Clarisse del olvido y la unió al Pueblo de los Libros, que vagan por el bosque recitando sus memorizadas letanías. Yo también tenía necesidad de salvarla, pues al fin y al cabo esa muchacha, aunque bordeara un parloteo embobado, era responsable en muchos sentidos de que Montag empezara a preguntarse por los libros y lo que había en ellos. Por eso en la obra Clarisse se adelanta a darle la bienvenida, poniendo un final algo más feliz a un asunto en esencia más bien lúgubre.
La novela, sin embargo, conserva su primera identidad. No soy partidario de alterar el material de un escritor joven, sobre todo cuando ese escritor joven fui yo. Montag, Beatty, Faber, Clarisse, todos se muestran, se mueven, entran y salen igual que cuando los escribí hace treinta y dos años, a diez centavos la media hora, en el sótano de la biblioteca de la UCLA. No he cambiado un solo pensamiento, ni una palabra.
Un descubrimiento final. Escribo todas mis novelas y cuentos, como han visto, en un chorro de pasión deliciosa.
Sólo hace poco, echando una mirada a la novela, me di cuenta de que Montag tiene el nombre de una fábrica de papel. ¡Y Faber, claro, es el fabricante de lápices! Qué taimado mi inconsciente, llamarlos así.
¡Y no habérmelo dicho!

1982

miércoles, septiembre 10, 2014

HACER ES SER por RAY BRADBURY



Hacer es ser.
Haber hecho no basta.
Abarrotarse de hacer: ése es el juego.
Nombrarse a cada hora por lo actuado,
medir el tiempo en la hora del crepúsculo
y descubrirse en actos
imposibles de conocer antes que ocurra
lo que has sonsacado a ese yo oculto
que por su parte exige cortejeos,
de modo que hacer es lo que alumbra;
mata la duda por el simple salto,
el arrebato, la carrera
en pos
del yo re-descubierto.
No hacer es morir,
o haraganear entre las cosas
que acaso se hagan algún día.
¡Fuera con eso!
El mañana estará vacío
si nadie lo azuza hacia la vida
con una movediza mirada.
Que el cuerpo guíe a la mente
y la sangre sea lazarillo.
y tú  entrénate y ensaya
para encontrar el universo
del centro de tu alma
sabiendo que ver y estar en movimiento
—¡Hacer es ser!—
da siempre resultado.





domingo, febrero 23, 2014

LA PRADERA por RAY BRADBURY


1
-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
-Pues bien, ¿y entonces?
-Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche
él.
-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno
de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo
es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había
costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que
se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó
un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando
llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron
con un automatismo suave.
-Bien -dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce
metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto
de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso
mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y
Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se
pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto
apareció un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que
reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se
convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada
extraño.
-Espera un momento y verás dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las
dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el
aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a
polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en
la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa
cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
-Unos bichos asquerosos -le oyó decir a su mujer.
-Los buitres.
-¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la
charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé el qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la
luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
-¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo
distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que
queda.
-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.
-No.
-¡Hace un momento!
-Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia
el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que
vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro,
de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te
producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las
ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un
paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí
estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y
sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te
quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo
permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y
el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor
del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos
verde-amarillentos.
-¡Cuidado! -gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo,
después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron
horrorizados ante la reacción del otro.
-¡George!
-¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
-¡Casi nos atrapan!
-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son.
Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero sólo es una película en color
multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental
detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi
pañuelo.
-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin parar-. ¿Has
visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
-Vamos a ver, Lydia...
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
-Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.
-¿Lo prometes?
-Desde luego.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que
se me calmen los nervios.
-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a tener
unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo.
Viven para esa habitación.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado
trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
-No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que
inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que
hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa
durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
-Sí -Lydia asintió con la cabeza.
-¿Y zurzirme los calcetines?
-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
-¿Y barrer la casa?
-¡Sí, sí..., claro que sí!
-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que
hacer ninguna de esas cosas.
-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa
y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que
puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que
restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti.
Últimamente has estado terriblemente nervioso.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa.
Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos
cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.
-¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.
-¡Oh, George! -Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de
los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro
lado.
-Claro que no -dijo.
2
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro
extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que
empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del
comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.
-Nos olvidamos del ketchup -dijo.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño
que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta
nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África.
Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a
sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones
telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos.
Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y
aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La
idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la
muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros
seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas
disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces
de un león... Y repetido una y otra vez.
-¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante
de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de
los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego
otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año
encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino
y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor
Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas
manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo a Pegasos volando
por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de
ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su
calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones,
alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez
años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero
cuando la activa mente de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo
lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que
llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado
atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones
alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta
abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como
cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
-Largo -les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y
aparecía lo que pensabas.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos.
La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-¡Aladino!
Volvió al comedor.
-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.
-O...
-¿O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y
muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
-Podría ser.
-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
-¿Conectado?
-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
-Peter no conoce la maquinaria.
-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es...
-A pesar de eso...
-Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas
como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de
salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.
-Llegáis justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los niños,
cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
-¿El cuarto de jugar?
-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.
-No te entiendo -dijo Peter.
-Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomáswift y su león eléctrico -
explicó George Hadley.
-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?
-No.
-Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la
casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se
dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última
inspección.
-Wendy mirará y vendrá a contárnoslo -dijo Peter.
-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
-No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
-No es África -dijo sin aliento.
-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y
abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces
agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual
que ramos de flores animados, en trono a su largo pelo. La sabana africana había
desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una
canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
-Id a la cama -les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
-Ya me habéis oído -dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus
dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca
de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.
-¿Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían
mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba
también.
-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a
oscuras.
-Naturalmente.
-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los
leones?
-Sí.
-¿Por qué?
-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos
comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como
ésa...
-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el techo.
-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa...
¡Secretos, desobediencia!
-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de
vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitámoslo. Van y
vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados
a perder y nosotros estamos echados a perder también.
-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a
Nueva York en cohete.
-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con
nosotros.
-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un
ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.
-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.
-Esos gritos... suenan a conocidos.
-¿De verdad?
-Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse
en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.
3
-¿Padre? -dijo Peter.
-¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
-Eso depende.
-¿De qué? -soltó Peter.
-De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o
Dinamarca o China...
-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
-La tenéis, con unos límites razonables.
-¿Qué pasa de malo con África, padre?
-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es
así?
-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-. Nunca.
-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie
de existencia despreocupada.
-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar
de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?
-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.
-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
-Muy bien, vete a jugar a África.
-¿Cerrarás la casa pronto?
-Lo estamos pensando.
-Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
-Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.
4
-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.
-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
-David, tú eres psicólogo.
-Eso espero.
-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste
hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa
habitación?
-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera
paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por
sus padres; pero, bueno, de hecho nada.
Cruzaron el vestíbulo.
-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la
noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los
pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
-Salid afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambiéis la
combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones
agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver.
¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...?
David McClean se rió.
-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa
esto?
-Algo más de un mes.
-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
-Yo quiero hechos, no impresiones.
-Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta
atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo
repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es
muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me
vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
-¿Es tan mala?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos
estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo
estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación
se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de
ellas.
-¿Ya has notado esto con anterioridad?
-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y
ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-¿Y qué más?
-He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con cerrar
el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos
días para que aprendieran.
-Vaya, vaya.
-¿Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren
a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de
vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en
sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que
aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que
cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las
comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal.
Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo.
Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos
dentro de un año, espera y verás.
-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente,
para siempre?
-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí. Nunca me
gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá
ningún modo de...
-¿De qué?
-... ¡De que se vuelvan reales!
-No, que yo sepa.
-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
-No.
Se dirigieron a la puerta.
-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.
-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como
pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y
sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser
tan brusco.
-No.
-No seas tan cruel.
-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá
dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone.
Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado
tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la
calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los
masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un
cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos
zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
-¡No les dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto
de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. ¡Te odio!
-Los insultos no te van a servir de nada.
-¡Quisiera que estuvieses muerto!
-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En
lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar -
gritaban.
-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.
-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego
desconectada para siempre.
-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.
-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para
ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la
habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al
piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.
-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.
-¿Los has dejado en el cuarto?
-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?
-Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se
nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
-El orgullo, el dinero, la estupidez.
-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con
esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
-Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños
no estaban a la vista.
-¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones,
que los miraban.
-¿Peter, Wendy?
La puerta se cerro dando un portazo.
-¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
-¡Abrid esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. ¡Han
cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
-No les dejéis desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
-No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento
y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana,
olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las
fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les
habían sonado tan conocidos.
5
-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola -
miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más
allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador.
Empezó a sudar-. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
-Oh, estarán aquí enseguida.
-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones
peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la
sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon
muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.
* * *
El hombre ilustrado se movía en sueños. Se volvía a un lado y a otro, y con cada
movimiento una escena nueva comenzaba a animarse, y le coloreaba la espalda, el
brazo, la muñeca. El hombre ilustrado alzó una mano sobre la oscura hierba de la noche.
Los dedos se abrieron y allí, en su palma, otra ilustración nació a la vida. El hombre
ilustrado se volvió hacia mí y allí en su pecho había un espacio vacío, negro y estrellado,
profundo, y algo se movía entre esas mismas estrellas, algo que caía en la oscuridad, que
caía, mientras yo lo miraba...

martes, diciembre 24, 2013

TENEMOS EL ARTE PARA QUE LA VERDAD NO NOS MATE por RAY BRADBURY


¿Sólo conoces lo Real? Cae muerto.
Eso dijo Nietzsche.
Tenemos el arte para que la verdad no nos mate.
Para nosotros el mundo es demasiado.
Después de cuarenta días el Diluvio sigue.
Las ovejas que pastan allá lejos son chacales.
Ese tictac en tu cabeza es de verdad el Tiempo 
y vendrá por la noche a sepultarte.
El tibio niño que ahora duerme partirá en el alba, 
y con tu corazón irá hacia mundos que ignoras.
Y por eso
necesitamos que el Arte enseñe a respirar 
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía 
del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella, 
y al payaso con máscara de Muerte 
o la calavera que con corona de Bufón 
a medianoche agita cascabeles 
de óxido sangriento y matracas gruñonas 
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto... ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas. 
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
para justificar los modos del Hombre con el Hombre.
Y el divagante Melville se toma en serio la tarea 
de encontrar la máscara bajo la máscara.
Y la homilía de Emily D. señala el basurero 
de nuestras anomalías.
Y  Shakespeare envenena el dardo de la Muerte 
y la herramienta de un arte de enterrador.
Y Poe construye un Arca de huesos porque ha presentido un diluvio de sangre.
La muerte es una dolorosa muela del juicio; 
extrae esa Verdad con las tenazas del Arte

y emploma el abismo en donde estaba 
oculta en las sombras con el Tiempo y las Causas. 
Aunque el Gusano Rey nos devore el corazón 
con la boca de Yorick demos gracias al Arte.

domingo, octubre 20, 2013

REMEDIO PARA MELANCÓLICOS por RAY BRADBURY



-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -di­jo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor, ¿qué mal aqueja a nuestra Ca­millia?
-Camillia no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor frunció el ceño.
-Camillia está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camillia es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando us­ted llegó.
-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camillia está harta de remedios so­beranos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al Demonio!
El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudan­do, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camillia, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camillia sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuán­tos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¡Ol­vídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bolsillo. Qué quieres, ¿que corra a la calle y traiga al barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de Jamie, el herma­no menor de Camillia. Asomado a una ventana dis­tante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llo­vizna y el bullicio de la ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo Jamie. con calma ­se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camillia, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por  qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil personas por la puer­ta. -Los ojos le brincaban a Jamie mientras conta­ba.- En un día, pasan veinte mil personas a la ca­rrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre --dijo Jamie sin aliento-. ¿Conociste algu­na vez a un hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ar­dor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sa­biduría que se nos pierde!
-Jamie, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle. . .
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camillia se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jamie, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camillia?
-Me da lo mismo morir a la intemperie -dijo Ca­millia- donde la brisa fresca me acariciará los. bucles cuando yo. ..
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Ja­mie, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mu­jer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camillia-. Estoy volan­do, volando...
De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, de­seosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabrio­laban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jamie y el señor Wilkes traspor­taban a Camillia, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pa­saba por allí pudiese ver a Camillia, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el  padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los re­medios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero ya un hombre entre la multitud contempla­ba a Camillia con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya em­pieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien. -El hombre frunció el ceño. -Está decaída...
-No se siente bien... Está decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jamie, to­ma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemen­te exasperado.
-No se siente bien, y está decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer, alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camillia Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, ra­diante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¿Hay en esta casa. tierra de momias. para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perej­il, incienso macho...
-Flodden Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana póntica...
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se va­ya, Jamie!
Pero la mujer se escabulló, nombrando medica­mentos.
Una muchacha de no más de diecisiete años, se acer­có y observó a Camillia Wilkes.
-Está. . .
-¡Un momento! -El señor Wilkes escribía febril­mente.- Trastornos magnéticos, valeriana póntica. ¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está... -La extraña joven escudriñó profunda­mente los ojos de Camillia y balbuceó:- Sufre de... de...
-¡Dílo de una vez!
-Sufre de... de... ¡oh!
Y la joven, con una última mirada de honda sim­patía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camillia, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jamie, corre a buscarla, ¡díle que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mi­ra su lista!
-Ya sé, papá.
Camillia, más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero,. de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...
-¡Mi hija no es una vaca, señor! -El señor Wilkes dejó caer la pluma.- ¡Tampoco es carnicero, y esta­mos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pó­cima favorita, o recomendar un sitio campestre don­de llovía menos y había más sol que en toda Ingla­terra o el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wil­kes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jamie tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Ca­millia.
-¡Padre! -exclamó Jamie-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jamie, ¡tú sí que eres mi hijo!  Pronto, mucha­cho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, se­ñor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar encrespado. Camillia abrió un ojo y volvió a desmayarse.  

Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpa­dos de Camillia temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos pe­niques!
El señor Wilkes echó en la alforja la última mo­neda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hi­jos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocían la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo Jamie-. De las doscien­tas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camillia, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estóma­go. Quisiera ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jamie, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres, que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un barrendero de apa­riencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendedura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa, y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario -dijo Camillia.
-Espera... -protestó el señor Wilkes.
Pero Camillia lo miró dulcemente y el señor Wil­kes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero res­plandeció como un rayo de sol en el crepúsculo. -Tengo un solo consejo.
Miraba a Camillia. Camillia lo miraba.
-¿No es hoy la noche de. San Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de San Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosi­guió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna cre­ciente.
-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -excla­mó la señora Wilkes.
-¿No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jamie.
-Perdón, señor. -El barrendero hizo una reveren­cia.- Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del cam­po. El plenilunio es un color sereno, una caricia re­posada, y modela delicadamente el espíritu, y tam­bién el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada pali­dez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jamie, Camillia.         
 -¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camillia, mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada contemplaba a Ca­millia, y su sonrisa era como una cimitarra en la os­curidad.
-Madre -dijo Camillia-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Este no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie la moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mej­or. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jamie besaron la frente de Ca­millia.
-Padre, Jamie -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camillia quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titi­laba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camillia aguardó a que saliera la luna.

La noche en Londres, voces soñolientas en las ta­bernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camillia vio una gata que se deslizaba co­mo una mujer envuelta en pieles; vio a una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silen­ciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camillia?
-Madre, Jamie, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía.
La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía, los ojos de Camillia se agrandaban y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna ilu­minó a Camillia, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad. Camillia aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del aire.
Un hombre esperaba en la calle sombría.
Camillia contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañen­do suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta Camillia.
El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del laúd, que cantu­rrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuel­to en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camillia-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, don­cella?
-Si lo sabe...
-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de có­lera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te to­can así, nada más...
El hombre rozó la muñeca de Camillia, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta! -exclamó Camillia, fascinada-. Me cono­ce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré. -El hombre apoyó los labios en la pal­ma de la mano de Camillia, y la joven se estremeció violentamente.- Tu mal se llama Camillia Wilkes.
-Qué extraño. -Camillia tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas.- ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, al viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted un doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y co­mún, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal. La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con que cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor...
-Para sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y .cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto --dijo.
-¿No es ése el nombre de un santo?
-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda.
Acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camillia, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este...
En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna…

-Chist...
El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en .puntillas las escaleras y espiaron la calle.             -Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive¡ Tiene rosas en las me­jillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camillia, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró la joven-, el remedio so­berano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blan­ca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camillia abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No. -Camillia les tomó las manos, tiernamente.-­¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...