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martes, junio 14, 2016

DE LOS SUSPIROS ALGO NACE...por DYLAN THOMAS


De los suspiros algo nace
que no es la pena, porque la he abatido
antes de la agonía; el espíritu crece
olvida y llora:
algo nace, se prueba y sabe bueno,
todo no podía ser desilusión:
tiene que haber, Dios sea loado, una certeza,
si no de bien amar, al menos de no amar,
y esto es verdadero luego de la derrota permanente.

Después de esa lucha que los más débiles conocen,
hay algo más que muerte;
olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas,
él sufrirá por mucho tiempo
porque no se arrepiente de abandonar una mujer que espera
por su soldado sucio con saliva de palabras
que derraman una sangre tan ácida.

Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento,
arrepentirse cuando se ha consumido
el gozo que en el sol me hizo feliz,
qué feliz fui mientras duró el gozar,
si bastara la vaguedad y las mentiras dulces fueran suficiente,
las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento
y curarme de males.
Si eso bastase: hueso, sangre y nervio,
la mente retorcida, el lomo claramente formado,
que busca a tientas la sustancia bajo el plato del perro,
el hombre debería curarse de su mal.
Pues todo lo que existe para dar yo lo ofrezco:
unas migas, un granero y un cabestro.

miércoles, junio 20, 2012

LA FUERZA QUE POR EL VERDE TALLO IMPULSA A LA FLOR por DYLAN THOMAS







La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor
impulsa mis verdes años; la que marchita la raíz del árbol
es la que me destruye.
Y yo estoy mudo para decirle a la encorvada rosa
que la misma fiebre invernal dobla mi juventud.

La fuerza que impulsa el agua entre las rocas
impulsa mi roja sangre; la que seca los arroyos parlantes
vuelve cera los míos.
Y yo estoy mudo para contarle a mis venas
cómo la misma boca bebe del manantial de la montaña.

La mano que arremolina el agua del estanque
remueve las arenas; la que amarra las ráfagas del viento
iza mi vela de sudario.
Y yo estoy mudo para decirle al ahorcado
que el barro del verdugo está hecho de mi arcilla.

Los labios del tiempo sorben del manantial;
el amor gotea y se acumula, mas la sangre vertida
calmará sus pesares.
Y yo estoy mudo para decirle al viento en la intemperie
cómo ha trazado el tiempo un cielo entre los astros.

Y yo estoy mudo para decirle a la tumba de la amada
que en mi sábana avanza encorvado el mismo gusano.

miércoles, julio 27, 2011

SOBRE TODO CUANDO EL VIENTO DE OCTUBRE por DYLAN THOMAS



Sobre todo cuando el viento de octubre
el pelo me castiga con sus dedos de escarcha,
preso en el sol exasperante, marcho ardiendo
y tiro hacia la tierra un cangrejo de sombra,
a la orilla del mar, cuando oigo el alboroto de los pájaros
y oigo la tos del cuervo en los bastones del invierno,
mi atareado corazón que mientras habla tiembla
vierte el silabeo de su sangre y agota sus palabras.

Encerrado también en una torre de palabras
trazo en el horizonte que anda como los árboles
las siluetas verbales de mujeres, y las filas de niños
con sus gestos de estrella sobre el parque.
Algunas me permiten crearte de las hayas colmadas de vocales,
otras de las voces del roble, o desde las raíces
de múltiples comarcas espinosas te cuentan sus memorias,
otras me permiten crearte con los sermones de las aguas.

Tras un tiesto de helechos, el reloj oscilante
pronuncia la palabra de la hora, el sentido del nervio,
vuela sobre el disco imantado, declama la mañana
y cuenta al huracán en la veleta.
Algunas me permiten crearte con los signos del prado;
la hierba señalera que me relata todo lo que sé
traspasa el ojo con el invierno lleno de gusanos.
Algunas me permiten contarte los pecados del cuervo.

Sobre todo cuando el viento de octubre
(algunas me permiten crearte de hechizos otoñales
la de lenguas de araña y la colina resonante de Gales)
castiga a la tierra con puños como nabos
algunas me permiten hacerte de las palabras sin corazón.
El corazón quedó agotado, balbuceando en los remolinos
de la química sangre, advertido de la furia que avanza.
A la orilla del mar oye a los pájaros sombreados de vocales.

jueves, julio 21, 2011

YACE TRANQUILO, DUERME EN PAZ por DYLAN THOMAS



Yace tranquilo, duerme en paz, tú que sufres
la herida que arde y se agita en tu garganta.
A flote sobre el mar silencioso la noche entera hemos oído
el rumor de la herida envuelta en una sábana de sal.

Bajo la luna, tantas millas lejana, hemos temblado al escuchar
el sonido del mar flotando como la sangre de la sonora herida
y cuando la sábana salobre rompió en una tormenta de canciones
las voces de todos los ahogados nadaron sobre el viento.

Abre un sendero a través de la lenta vela triste,
arroja lejos hacia el viento los portales del errabundo bote
para empezar el viaje al final de mi herida,
oímos que cantaba el sonido del mar, vimos como hablaba la sabana salobre.

Yace tranquilo, duerme en paz, oculta la boca en la garganta,
o hemos de obedecer y cabalgar contigo por entre los ahogados.

viernes, junio 17, 2011

LOS ENEMIGOS por DYLAN THOMAS



Era entrada la mañana en los verdes prados del valle de Jarvis, y el señor Owen arrancaba las malas hierbas de las lindes de su huerta. Un viento poderoso le tironeaba de la barba, y a sus pies bramaba el mundo vegetal. Un grajo perdido en el cielo graznaba en busca de compañía, pero su pareja no apareció. Al fin, enfiló solitario hacia el oeste con un lamento prendido en el pico. Irguiendo los hombros para descansar un poco, el señor Owen levantó la vista al cielo y contempló aquel oscuro batir de alas contra un sol rojizo. En su cocina que azotaba el viento, la señora Owen suspiraba ante un puchero de sopa. Tiempo atrás, el valle era tan solo un redil para el ganado. Solo los vaqueros bajaban de la colina para guiar con sus voces a las vacas y ordeñarlas después. Ningún desconocido había pisado jamás el valle. El señor Owen había llegado hasta allí un atardecer de finales de verano, después de vagar a solas por toda la comarca. Aquel día y a aquella hora, las vacas yacían plácidamente tumbadas, y el arroyo saltaba cantarín entre las guijas. Aquí, en medio de este valle, pensó el señor Owen, edificaré una casa pequeña, de una sola planta, rodeada por un jardín. Y volvió sobre sus pasos, por la misma ruta que lo había llevado hasta el valle, por las colinas tortuosas, para regresar a su pueblo y contar a su mujer lo que había visto. Así acabó por levantarse entre los verdes campos una humilde casita. Plantaron en torno a ella un huerto y en torno al huerto se alzó un cercado con su seto, que impedía el acceso de las vacas a las verduras.
Todo eso sucedió a principios de año. Ya habían pasado el otoño y el verano. El huerto había florecido y se había marchitado. La escarcha cubría la hierba. El señor Owen volvió a inclinarse sobre la tierra para arrancar los hierbajos; el viento retorcía las testas de la grama y arrancaba una oración de sus verdes fauces. Pacientemente iba arrancando y estrangulando los hierbajos, provocando en la tierra un combate: entre sus dedos morían los insectos que habían excavado sus galerías donde brotó la mala hierba. Se iba cansando de matarlos, y se cansaba más aún de arrancar las raíces y los tallos verdes y malignos.
La señora Owen, asomada a las profundidades de su bola de cristal, había dejado que la sopa hirviese a su manera. La bola bullía oscura y espesa hasta que vino a iluminarla el reflejo de un arco iris. Relucía, refulgía como el sol, gélida como la estrella polar, y se reflejaba en los pliegues de su vestido, donde la sujetaba con todo su amor. Los posos del té del desayuno le habían anunciado la llegada de un oscuro desconocido. La señora Owen se preguntaba qué le diría la bola de cristal.
Por las raíces descuajadas culebreaba un gusano retorciéndose al tacto de los dedos, inerme y ciego a plena luz del sol. De pronto se había llenado la hondonada entera con el viento, el gemir de las raíces, los alientos del cielo bajo. No solo chilla la mandrágora cuando la arrancan de cuajo: las raíces retorcidas chillan también. Todos los hierbajos que el señor Owen arrancaba del suelo chillaban y daban alaridos como si fueran niños de pecho. En el pueblecito del otro lado del monte, al compás del viento encolerizado, las ropas tendidas a secar en los jardines se mecían en danzas extrañas. Y las mujeres de vientre inflado sentían un golpe nuevo en las entrañas al inclinarse sobre las artesas de agua hirviendo. La vida les corría por las venas, los huesos y la carne que los envolvía, carne que tenía su estación y su clima, mientras el valle envolvía las casas con la carne de la hierba verde.
Como una tumba profanada, la bola de cristal rendía sus cadáveres a los ojos de la señora Owen. Ella contemplaba los labios de las mujeres y los cabellos de los hombres que iban cobrando forma en la superficie de aquel mundo transparente. Pero de repente desaparecieron las formas como por ensalmo y ya solo se distinguían los perfiles de las colinas de Jarvis. Por el valle invisible que se abría bajo aquella superficie venía caminando un hombre tocado con un negro sombrero. Si prosiguiera su marcha, acabaría por caerle en el regazo. «Por las colinas viene caminando un hombre con un sombrero negro», exclamó, y abocinó la voz al otro lado de la ventana. El señor Owen se sonrió y siguió escarbando entre los hierbajos.
Fue por entonces cuando se extravió el reverendo Davies. Llevaba toda la mañana extraviado, así que se apostó contra un árbol plantado en la divisoria de las colinas de Jarvis. Un ventarrón removía las ramas y la tierra magnífica y verdosa trepidaba inquieta a sus pies. Por doquiera que paseara la vista, las lomas del monte se alzaban erizadas contra el cielo, y dondequiera que buscase refugio de la tormenta hallaba una atemorizada oscuridad. Cuanto más caminaba, más extraño se volvía el paisaje en derredor. Se remontaba hasta altitudes impensables, o bien descendía vertiginoso por un valle no mayor que la palma de su mano. Los árboles se balanceaban como seres humanos. Fue una coincidencia providencial alcanzar la divisoria de los montes cuando el sol llegaba a su cenit. El mundo se deslizaba entre dos horizontes, y él permaneció junto a un árbol y contempló el valle. Había en la campiña una casita rodeada por un huerto. Alrededor de la casa bramaba el valle, el viento la zarandeaba como un boxeador, pero la casa permanecía impasible. Le pareció al reverendo que la casa había sido arrancada del caserío del pueblo por un ave gigantesca que la hubiera depositado en medio de un universo tumultuoso.
Sin embargo, a medida que sorteaba los peñascos del monte, a medida que bajaba por los riscos, iba perdiendo su sitio en la bola de la señora Owen. Una nube le arrebató el sombrero negro, y vagaba bajo la nube la sombra anciana de un fantasma con heladas estrellas en la barba y sonrisa de media luna. Nada sabía de esto el reverendo Davies, que se iba arañando las manos entre las peñas. Era viejo, se había emborrachado con el vino del oficio matutino y aquello que le brotaba de los cortes no era sino sangre humana.
Nada sabía tampoco el buen señor Owen sobre las transformaciones del globo. Con el rostro pegado a la tierra, seguía arrancando los cuellos de los hierbajos que chillaban sin cesar. Había oído la profecía del sombrero negro en boca de la señora Owen, y se había sonreído para sus adentros, pues siempre sonreía ante la fe ciega que tenía su mujer en los poderes de las tinieblas. Había levantado la cabeza al oír sus voces, pero con una sonrisa había preferido la llamada preclara de la tierra. «Multiplicaos, multiplicaos», había dicho a los gusanos sorprendidos en las galerías, y los había partido en mitades parduzcas para que se alimentasen y creciesen por todo el huerto, para que salieran hasta los campos y llegaran a los vientres del ganado.
Nada de aquello sabía el señor Davies. Vio la silueta de un joven barbudo industriosamente inclinado sobre el suelo. Vio que la casa era una hermosa imagen con el pálido rostro de una mujer apretado contra el cristal de una ventana. Y quitándose el sombrero negro, se presentó como párroco de un pueblo que estaba a unas diez millas del lugar.
—Está usted sangrando —dijo el señor Owen.
Las manos del señor Davies estaban en verdad cubiertas de sangre.
Cuando la señora Owen observó las heridas del párroco, le hizo sentar en un sillón que había junto a la ventana y le preparó una taza de té.
—Le he visto a usted por el monte —dijo ella, y él le preguntó entonces que cómo había podido verle, si las colinas estaban a tanta distancia.
—Tengo buena vista —respondió ella.
Él no lo puso en duda. Aquella mujer tenía los ojos más extraños que él hubiera visto jamás.
—Esto es muy apacible —dijo el reverendo.
—No tenemos reloj —dijo la mujer poniendo mesa para tres.
—Es usted muy amable.
—Somos amables con cuantos llegan hasta aquí.
El reverendo se preguntaba cuántos caminantes vendrían a parar a una casa tan solitaria en medio del valle, pero decidió no hacer ninguna pregunta por miedo a que la mujer hallara una respuesta. Se dijo que la mujer tenía cierto misterio, que debía amar la oscuridad, pues todo estaba muy oscuro. Era ya demasiado mayor como para inquirir los secretos de la oscuridad, y ahora se sentía aún mayor, con el traje talar hecho jirones y empapado, y con las manos frías y envueltas en las vendas que le había puesto aquella extraña mujer. Los vientos de la mañana podían ya con él, ya podía cegarle el repentino advenimiento de la oscuridad. La lluvia podía pasar a su través como pasa a través de los fantasmas. Viejo, canoso y cansado, se había sentado junto a la ventana y casi se hacía invisible perfilado contra las estanterías y el lienzo blanco del sillón.
Pronto estuvo lista la comida y el señor Owen entró desde el jardín sin lavarse.
—¿Bendecimos la mesa? —preguntó el señor Davies cuando los tres estuvieron sentados a la mesa.
La señora Owen asintió.
—Oh, Dios Todopoderoso, bendice estos alimentos —dijo el señor Davies. Levantó la vista mientras seguía la oración y observó que los Owen habían cerrado los ojos—. Gracias te damos, Señor, por los dones con que Tú nos obsequias. —Y notó que los labios de los Owen se movían imperceptiblemente. No oía lo que decían, pero supo que no pronunciaban la misma oración.
—Amén —dijeron los tres al unísono.
El señor Owen, orgulloso en el comer, se inclinaba sobre el plato igual que se había inclinado sobre la tierra. Fuera se distinguía el pardo corpachón de la tierra, el verde pellejo de la hierba y el pecho de las colinas de Jarvis. Un viento constante zahería la tierra animal, y el sol absorbía el rocío de los campos. En las orillas del mar, los granos de arena se estarían multiplicando mientras el mar rodaba por ellos. Sintió en la garganta la aspereza de los alimentos: le parecía que la corteza de la carne tenía algún sentido y que también lo tenía el llevarse la comida a la boca. Observó con repentina satisfacción que la señora Owen tenía la garganta desnuda.
También ella estaba inclinada sobre su plato, pero jugueteaba por los bordes de este con las púas del tenedor. No comía porque se habían posado sobre ella los viejos poderes, y no se atrevía siquiera a levantar la cabeza y a alumbrar el verdor de su mirada. Sabía predecir por el sonido la dirección del viento en el valle. Sabía, por las formas de las sombras en el mantel, cuál era la situación del sol. Oh, si pudiera volver a tomar el globo y contemplar la extensión de las tinieblas que cubrían aquella luz invernal... Pero le rondaba las mientes una oscuridad que iba arrumbando la luz a su alrededor. Tenía a la izquierda un fantasma. Con todas sus fuerzas convocó a la luz intangible que rodeaba al fantasma y la mezcló con las tinieblas de su propia mente.
El señor Davies, como si un pájaro le estuviera chupando la sangre, sintió una intensa desolación en las venas y, en un dulce delirio, contó sus aventuras por los montes, el frío y el viento que había pasado, y cómo aquellos habían subido y bajado ante sus ojos. Había estado perdido, dijo, y había encontrado un oscuro recoveco en que refugiarse del viento intimidante. Le había dado miedo la oscuridad y había errado por el monte, zarandeado toda la mañana como un barco sin rumbo. Por todas partes se había sentido bamboleado, suspenso en el vacío o aterrado por las tinieblas que le acuciaban. No había lugar al que pudiera ir a parar un viejo, se dijo, compadeciéndose de sí. Por amor a su parroquia amaba también las tierras que la circundaban, pero el monte se había vencido a su paso o lo había levantado por los aires. Y porque amaba a su Dios, amaba también la oscuridad donde los hombres de edad rendían culto a las tinieblas invisibles. Pero ahora las cuevas de los montes se habían poblado de formas y voces que se burlaban de él porque era viejo.
«Tiene miedo de la oscuridad —pensó la señora Owen—, tiene miedo de la maravillosa oscuridad.» Con una tenue sonrisa, el señor Owen pensó: «Tiene miedo del gusano de la tierra, de la copulación del árbol, del sebo viviente de las entrañas del mundo». Contemplaron al viejo y más que nunca les pareció un fantasma. La ventana le dibujaba en torno a la cabeza un halo difuso de luz.
De repente, el señor Davies se arrodilló y se puso a rezar. No comprendía el frío de su corazón ni el miedo que le paralizaba al arrodillarse, pero mientras recitaba la oración que había de salvarlo, contempló los ojos sombríos de la señora Owen y la mirada risueña de su marido. De rodillas en la alfombra, a la cabecera de la mesa, miraba fijamente a la oscura mente y al burdo cuerpo oscuro. Los miraba y rezaba como un viejo dios acosado por sus enemigos.

jueves, mayo 19, 2011

NUESTROS SUEÑOS DE EUNUCO por DYLAN THOMAS




I

Nuestros sueños de eunuco, sin semillas en la luz,
de luz y amor, los vaivenes del corazón,
castigan los miembros de sus hijos,
y amortajados su manto y su sábana,
acicalan a las novias oscuras, las viudas de la noche
presas entre sus brazos.

Las sombras de las niñas, con sudarios fragantes,
cuando se esconde el sol se apartan del gusano,
de los huesos del hombre, quebrados en sus lechos,
por nocturnas roldanas que vacían la tumba.

II

En ésta, nuestra época, el bandido y su hembra
fantasmas de una sola dimensión se aman sobre un carrete,
ajeno a la verdad de nuestros ojos,
y dicen engreídos sus naderías de media noche entre poses banales;
cuando paran las cámaras corren a su agujero
bajo el jardín del día.

Bailan entre nuestra calavera y sus linternas
imponen sus imágenes y echan fuera las noches;
miramos esa función de sombras que se besan o matan,
con fragancia de celuloide la mentira es amor.

III

¿Cuál es el mundo? ¿Cuál de nuestros dos modos de dormir
despertará cuando el bálsamo y su sarna
levanten esta tierra de ojos rojos?
Desatará las formas del día y sus aprestos,
los señores soleados, los ricachos galenses,
o impulsará a quienes se atavían en la noche.

La fotografía hizo sus bodas con el ojo,
y clavó en su pareja cáscaras fragmentarias de verdad;
el sueño ha sorbido desde su fe al durmiente
pues los amortajados se tornan médula en su vuelo.

IV

Este es el mundo: la engañosa semejanza
de nuestras trizas de materia que caen como harapos
desde los ademanes del amor y el rechazo;
el sueño que echa a los enterrados de su bolsa
venera a estos despojos tanto como a los vivos.
Este es el mundo. Tened fe.

Porque seremos como el gallo que grita
dispersando a los muertos; golpearán nuestras balas
la imagen de las planchas;
y dignos compañeros seremos de por vida,
y aquél que permanezca florecerá mientras ellos se aman,
gloria a nuestros errantes corazones.

miércoles, abril 13, 2011

CUANDO, COMO UNA TUMBA VELOZ por DYLAN THOMAS



Cuando el tiempo te alcance, como una tumba veloz,
cuando tu calma y tu ternura sean una guadaña de cabellos
cuando el amor en su atavío se demore por la casa,
al subir por desnudas escaleras, paloma en coche fúnebre,
remolcada hacia el techo.

Cuando llegue el momento, como un sastre de acechantes tijeras,
entregadme que, tímido en mi tribu,
me hallo más desnudo de amor que la trampa del Cadáver
despojado de la lengua del zorro, su metro calibrado
a medida del hueso,

entregadme, maestros míos, cerebro y corazón,
el corazón de la vela del Cadáver se funde
cuando la sangre con manos como pala y el tiempo de la lógica
hacen surgir los niños a golpes de pulgar
de la doncella y el cerebro.

Porque con rostro endomingado y plumeros en el guante,
casto y cazador, hombre con vista de fusil,
yo, a quien la capa del tiempo o el abrigo del hielo
tal vez no logren apresar con un círculo virgen
en la tumba precisa,

ando con fuerza propia por la comarca del Cadáver
mis maestros machacadores del cerebro teclean en la piedra
la desesperación de la sangre, la fe en el barro de la doncella,
la alarma entre castrados y la mancha de ácido
en la horquilla y el rostro.

El tiempo es una tonta fantasía, tiempo y tonto.
No, no, tú calavera amante, el martillo descendente
desciende, oh mis maestros, sobre la honra traspasada.
Tú, calavera héroe, el Cadáver guardado
ordena que el bastón se quiebre.

El gozo no es una nación que llama, señor y señora,
ni la fusión del cáncer, ni la pluma del verano
encendida en el árbol abrazado, ni la cruz de la fiebre,
ni el alquitrán de la ciudad, ni el túnel horadado para nutrir al hombre
a través del asfalto.

Apago las velas en tu torre del techo
el goce es el llamado del polvo, la bala del Cadáver
del retoño de Adán tras su envoltura,
el amor es una patria con luces de crepúsculo y el cráneo del estado
señor, es tu propia condena.

Todo termina, se termina la torre
(abandona la casa de los vientos) y la oscilante escena,
la pelota de pie que depende del sol
(tu verano se esfuma) con la piel de cemento
y el final de la acción.

Todos, hombres, mis hombres dementes, el viento insalubre
contagia la tos del silbador, el tiempo en acecho
prepara una muerte de ceniza; el amor con sus tretas,
es el hambre gozoso del Cadáver, mientras vosotros alcanzáis
el mundo a prueba de besos.

lunes, febrero 21, 2011

SI ME HICIERA COSQUILLAS EL ROCE DEL AMOR por DYLAN THOMAS



Si me hiciera cosquillas el roce del amor
si una niña tramposa me robara a su lado
y horadase sus pajas rompiendo mi vendado corazón,
si ese rojo escozor pudiera dar a luz
la risa en mis pulmones como pare el ganado,
no temería yo a la manzana ni al diluvio
ni a la sangre maligna de la primavera.

¿Qué será, macho o hembra? se preguntan las células
y como un fuego arrojan desde la carne la ciruela.
Si me hiciera cosquillas la cabellera incubadora,
el hueso alado que crece en los talones,
la comezón del hombre sobre el muslo del niño,
no temería al hacha ni a las horcas
ni a la varas cruzadas de la guerra.

¿Qué será, macho o hembra? se preguntan los dedos
que llenan las paredes de niñas inmaduras
con sus hombres dibujados a tiza.
Si me hiciera cosquillas la avidez del granuja
que insufla su calor al nervio en carne viva
no temería al diablo sobre el lomo
ni a la tumba veraz.

Si me hiciera cosquillas el roce de los amantes
que no borra ni las patas de gallo ni la risa sin dientes
sobre magras quijadas en la vejez enferma,
el tiempo y las ladillas y el burdel de amoríos
me dejaría frío como manteca para moscas,
las espumas del mar bien podrían ahogarme
cuando rompen y mueren al pie de los amantes.

La mitad de este mundo es del demonio, la otra mitad es mía,
bobo por esa droga fumada en una niña
y enredado en el brote que bifurca su ojo.
La tibia del anciano y mi hueso tienen la misma médula
y todos los arenques huelen dentro del mar,
yo me siento y contemplo bajo mi uña al gusano
que corroe lo vivo.

Y éste es el roce, único roce que hormiguea.
El mono contrahecho que se hamaca a lo largo de su sexo
desde las húmedas tinieblas del amor y el tirón de la nodriza
no puede hacer surgir la medianoche de una risa entredientes,
ni del momento en que encuentra una belleza entre los pechos
de la amante, la madre, los amantes o toda su estatura
en la punzante oscuridad.

¿Y qué es el roce? ¿La pluma de la muerte sobre el nervio?
¿es tu boca, amor mío? ¿El abrojo en el beso?
¿Mi payaso de Cristo nacido sobre el árbol entre espinas?
Las palabras de la muerte son más secas aún que su mismo cadáver
y mis heridas llenas de palabras tienen las huellas de tu pelo.
Me haría cosquillas el roce del amor, pues bien:
hombre, sé mi metáfora.

jueves, febrero 03, 2011

IN MY CRAFT OR SULLEN ART por DYLAN THOMAS




En mi arte hábil o torpe
ejercitado en la callada noche
cuando sólo la luna hace furor
y yacen los amantes sobre el lecho
con todo su dolor entre sus brazos,
junto a la luz que canta yo trabajo,
y no por la ambición o por el pan
ni por el pavoneo y el comercio de encantos
en escenarios de marfil,
sino por el común salario
de su más escondido corazón.

No es para el orgulloso que se aparta
de la luna en furor para quien escribo
en estas páginas vertiginosas,
y no es para los muertos dominantes
con sus salmos y ruiseñores;
es para los amantes, con sus brazos
abrazando el dolor de las edades
y que no dan en pago salario ni alabanzas,
ni prestan atención a mi oficio o mi arte.

SHOULD LANTERNS SHINE por DYLAN THOMAS




Si brillaran las lámparas, la faz sagrada,
cogida en un octágono de luz inusitada,
quedaría marchita, y algún mozo de amor
miraría dos veces
antes de caer de la gracia.
Los rasgos en su oscuridad privada
están hechos de carne; pero que venga el día falso
y de sus labios cae desvaído el pigmento,
la ropa de la momia expone un pecho antiguo.

Me ha llamado a razón el corazón.
Pero, igual que el cerebro, el corazón
guía sin esperanza.
Me ha llamado a razón el pulso,
y cuando él se acelera,
altera el ritmo de la acción,
hasta que techo y campo se encuentran a nivel
y son lo mismo,
tan rápido me muevo desafiando al tiempo,
ese tranquilo caballero
cuya barba se agita en el viento de Egipto.

He escuchado llamadas durante muchos años
y algún cambio ha de haber en muchos años.
Esa pelota que jugando en el parque arrojé
aún no ha alcanzado el suelo.

martes, enero 11, 2011

UN CAMBIO EN LOS CLIMAS DEL CORAZÓN por DYLAN THOMAS



Un cambio en los climas del corazón
vuelve seco lo húmedo, la bala de oro estalla
sobre la tumba helada.
Un clima en la comarca de las venas
cambia la noche en día; la sangre entre sus soles
ilumina al viviente gusano.

Un cambio en el ojo advierte a tiempo
la ceguera hasta el hueso; y el útero incorpora
una muerte mientras surge la vida.

Una sombra en el clima del ojo
es a medias su luz; el mar sondeado irrumpe
sobre una tierra sin arpones.
La semilla que del lomo hace una selva
divide en dos su fruto; y la mitad se escurre
lenta en un viento dormido.

Un clima en la carne y el hueso
es seca y húmeda; el viviente y el muerto
se mueven como espectros ante el ojo.

Un cambio en el clima del mundo
vuelve espectro al espectro; y cada niño dentro su madre
se repliega en su doble de sombra.
Un cambio echa la luna dentro del sol,
tira de las ajadas cortinas de la piel;
y el corazón entrega a sus muertos.

martes, enero 04, 2011

CUANDO DE PRONTO LOS CERROJOS DEL CREPÚSCULO por Dylan Thomas




Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo
ya no encerraron el largo gusano de mi dedo
ni maldijeron al mar enroscado en mi puño,
la boca del tiempo sorbió como una esponja
el ácido lechoso en cada gozne
y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo.

Cuando el mar de galaxia fue sorbido
y liberado todo el lecho seco del mar,
envié a mi criatura para explorar el globo,
el mismo globo de pelos y osamenta
que cosido a mí mismo por mi mente y mis nervios,
mi frasco de materia ligara a su costilla.

Mis fusibles calcularon el tiempo para impulsar su corazón,
él estalló, hecho polvo, hacia la luz
y celebró con el sol un pequeño sabático,
pero cuando los astros asumiendo su forma
dibujaron las briznas del sueño en sus ojos,
ahogó dentro de un sueño las magias de su padre.

Todo surgió armado de la tumba
el cáncer pelirrojo, vivo aún,
los ojos velados de cataratas con sus turbios tejidos;
algunos muertos deshicieron sus quijadas tupidas,
y hubo bolsas de sangre que soltaron sus moscas;
él supo de memoria el sendero de cruces funerarias.

El sueño navega las mareas del tiempo;
el áspero sargazo de la tumba
entrega a sus muertos en este mar tan laborioso;
y el sueño mudo rueda por los lechos
donde las sombras comen el alimento de los peces
y a través de las flores, emergen hacia el cielo.

Cuando de pronto giraron las tuercas del crepúsculo,
y la leche materna fue dura como arena,
envié a mi propio embajador hacia la luz;
por truco o por azar él se durmió
y por arte de magia se armó de una osamenta
para robarme los fluidos en su corazón.

Despierta, mi durmiente, hacia el sol,
trabajador en la mañana pueblerina
y deja a este soñoliento en el sitio en que yace;
han caído los cercos de la luz,
sólo quedan en pie los jinetes más diestros,
y hay mundos que cuelgan de los árboles.
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