Mostrando las entradas con la etiqueta ITALO CALVINO. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta ITALO CALVINO. Mostrar todas las entradas

sábado, octubre 19, 2013

LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2 por ITALO CALVINO


Al hombre que cabalga durante mucho tiempo por
tierras selváticas le dan ganas de ver una ciudad. Finalmente
llega a Isidora, ciudad donde los palacios
tienen escaleras de caracol con incrustaciones de caracoles
marinos; donde fabrican violines y catalejos
artísticos; donde el forastero indeciso entre dos mujeres
encuentra siempre a una tercera; donde las peleas
de gallos degeneran en sangrientas riñas entre
apostadores. Él pensaba en todas estas cosas cuando
deseó ver una ciudad. Isidora es la ciudad de los sueños,
con una salvedad: la ciudad soñada lo albergaba
siendo aún joven, pero llega a Isidora ya viejo.
En la plaza está la tapia de los ancianos que ven
pasar a la juventud; él está sentado junto a ellos. Los
deseos son ya recuerdos.

LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1 por ITALO CALVINO


Partiendo de allá y dirigiéndose durante tres jornadas
hacia levante, el hombre llega a Diomira, una
ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en
bronce de todos los dioses, calles enlosadas de estaño, 
un teatro de cristal y un gallo de oro que canta
cada mañana en la cúspide de una torre.
El viajero conoce todas estas bellezas porque las
ha visto ya en otras ciudades. Pero la propiedad de
Diomira consiste en que quien llega a ésta al anochecer
de un día de septiembre, cuando los días se
acortan y las lámparas multicolores se encienden a
un mismo tiempo en las puertas de las freidurías, y
desde una terraza la voz de una mujer grita“¡Huy!”,
le da por envidiar a los que ahora piensan que ya
han vivido un anochecer igual a éste y que fueron
felices en esa ocasión.

LAS CIUDADES INVISIBLES (FRAGMENTOS) por ITALO CALVINO


1
Nadie ha dicho que Kublai Kan crea en todo lo que dice
Marco Polo cuando le describe las ciudades visitadas en
sus misiones, pero es cierto que el emperador de los tártaros
continúa escuchando al joven veneciano con más
curiosidad y atención que a cualquier otro de sus emisarios
o exploradores. En la vida de los emperadores hay un
momento subsecuente al del orgullo de pensar en la amplitud
ilimitada de los territorios que hemos conquistado,
a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos
a conocerlos y comprenderlos; una sensación
como de vacío que nos acosa en la noche al sentir el olor
de los elefantes después de la lluvia y el de la ceniza del
sándalo que se enfría en los pebeteros; un vértigo que
hace temblar los ríos y las montañas historiados sobre
las ancas fulvas de los planisferios, que enrolla uno tras
otro los despachos que nos anuncian la caída de los últimos
ejércitos enemigos, derrota tras derrota; que cuartea
el lacre de los sellos de reyes cuyos nombres jamás
habíamos oído, quienes imploran la protección de nuestras
armadas triunfantes, a cambio de tributos anuales
en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones de
tortuga: es el momento desesperado en el cual descubrimos
que este imperio, que nos parecía la suma de todas
las maravillas, es un desmoronamiento sin fin ni forma,
que su corrupción está demasiado engangrenada para
que nuestro cetro pueda ponerle algún remedio, que el
triunfo sobre los monarcas adversarios nos ha hecho herederos
de su prolongada ruina. Sólo en las relaciones de
Marco Polo,Kublai Kan lograba discernir, a través de las
murallas y las torres destinadas al derrumbe, la filigrana
de un designio muy sutil para escapar a la mordedura de
la carcoma.

viernes, junio 07, 2013

LA AVENTURA DE UN POETA por ITALO CALVINO


Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y
tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban
las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar:
en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma,
como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la
mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
—¿Has oído algo? —preguntó ella.
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo
envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar
circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de
pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul
intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la
escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban
perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos
bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido;
élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y
tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y
quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli,
recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo
debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado —por naturaleza y por educación literaria—de las
emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a
descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e
indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era
para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir
conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en
peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar
a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba
alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante
alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde
de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde
era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado
más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del
horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto
o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de
un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en
na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo
para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la
grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el
contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba,
contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo.
Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la
bóveda la inestabilidad del agua.
—Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las
sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del
agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían
a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez
en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo
abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
—¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
—"¡...grejo! ¡...iii!" —retumbó el eco.
—¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas
bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un
deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más
espesa.
—Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los
abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia
atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de
cobalto.
—¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
—Se verían. Está límpido.
—Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su
cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color
propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él,
estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa
gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en
todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
—Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le
cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —
Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a
Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi
no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de
medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una
expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la
curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con
movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos
hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre
liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella
como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la
rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en
el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una
blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de
la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le
ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos
abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol
había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en
ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la
gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y
debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y
luminosa.
—¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua,
extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó
nadando, volvió a subir al bote. Las barcas que llegaban eran de pescadores.
Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la
estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos.
Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su
dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos
estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera
para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en
la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda
deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro
tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la
boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo
los mújoles que habían pescado.
—¿Buena pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a ellos",
decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía de hombros y
todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz
descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el
remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba
la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de
cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en
una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe
hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y
bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas
envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa
resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban
mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo
contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así
como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se
precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de
la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de
la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres
dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca,
una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de
algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de
guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de
los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas
mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos
calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre
los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena
recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en
terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el
sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al
mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable
costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del
interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el
camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba
los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel
y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las
puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones
blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba
las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras.
Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia
arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera,
empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de
deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad
de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad
de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las
calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor
tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí
porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y
posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la
orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito
punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras
y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin
espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas,
eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales
blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable,
desesperado como un grito.

lunes, mayo 13, 2013

LA AVENTURA DE UN MIOPE por ITALO CALVINO



Amilcare Carruga aún era joven, no desprovisto
de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o
espirituales; por ende, nada le impedía gozar de la
vida. Sin embargo, se dio cuenta de que desde hacía
algún tiempo, casi imperceptiblemente, su vida le
resultaba insípida. Lo notó en pequeños detalles
como, por ejemplo, el mirar a las mujeres. Antes,
les echaba la mirada encima, con avidez; ahora las
miraba quizá instintivamente, pero pronto le parecía
que éstas pasaban como el viento, sin suscitar
en él ninguna sensación y entonces bajaba los párpados,
con indiferencia. Antes, las ciudades lo
exaltaban —viajaba a menudo, pues se dedicaba al
comercio—; ahora le provocaban fastidio, confusión,
aturdimiento.Viviendo solo, antes le gustaba ir todas
las noches al cine; se divertía con cualquier programa.
Quien va todas las noches al cine es como si
viera una sola película muy larga, en episodios: conoce
a todos los actores, incluso las caricaturas y los
extras, y el poder reconocerlos se vuelve algo divertido.
Pero ahora todas esas caras le parecían desleídas,
chatas, anónimas. Se aburría.
Al fin comprendió. Era miope. El oculista le recetó
un par de anteojos. Su vida cambió desde ese momento,
se convirtió en algo cien veces más rico e interesante
que antes.
El simple hecho de ponerse los lentes era siempre
emocionante. Cuando se hallaba, digamos, en una
parada del tranvía y lo embargaba la tristeza de que
todo, personas y objetos a su alrededor, fuera tan genérico,
banal y desgastado, y él en medio de un
mundo de formas blandas y de colores desvaídos, se
ponía los lentes para leer el número del tranvía que
llegaba, y entonces todo cambiaba. Las cosas más
anodinas, como los postes de luz, se dibujaban entonces
con todos sus minuciosos detalles, con líneas
muy nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban
de pormenores, puntitos de barba, espinillas,
matices expresivos antes insospechados; sabía de qué
tela estaban hechos los trajes y vestidos, adivinaba el
tejido, descubría el desgaste de los bordes.Ver se convertía
en un espectáculo, una diversión; no ver esto o
aquello, sino sólo el hecho de ver.De ese modo Amilcare
Carruga se olvidaba de ver el número de los tranvías,
perdía un tren tras otro, o bien abordaba un tren
equivocado.Veía tal cantidad de cosas, que era como
si ya no viera nada. Hubo de acostumbrarse a ello
poco a poco, aprender desde un principio lo que era
inútil ver y lo que era necesario.
Las mujeres que encontraba en la calle -quienes
se habían reducido a impalpables sombras desafocadas,
las que ahora veía en su exacto juego de oquedades
y protuberancias que producen sus cuerpos al
moverse bajo los vestidos, pudiendo ahora apreciar
la frescura de la piel y el calor contenido de sus miradas-,
volvían a ser no sólo objetos de contemplación,
sino cuerpos que poseía con la mirada.A veces
caminaba sin los lentes (no se los ponía siempre,
para no cansarse inútilmente, sino sólo cuando quería
ver lejos) y veía perfilarse vagamente un vestido
de color vivo frente a él, sobre la acera. Con un gesto
ya automático Amilcare sacaba de la bolsa los lentes
y se los montaba sobre la nariz. Esta indiscriminada
avidez de sensaciones recibía a menudo un castigo:
se trataba de una vieja. Amilcare Carruga se volvió
más cauto. A veces, por el modo de caminar y por
los colores del vestido, alguna mujer le parecía demasiado
modesta o insignificante y no se tomaba la
molestia de ponerse los lentes; pero cuando llegaban
a rozarse e intuía en ella algo que lo atraía sensiblemente,
quién sabe qué, creyendo captar en ese
instante una mirada de ella, una mirada sostenida
que él creía descubrir cuando ella comenzaba a alejarse,
se ponía lentes. Pero ya era tarde; había dado
vuelta en la esquina, abordado el autobús, o estaba
más allá del semáforo, y no hubiera podido reconocerla.
Así,mediante la necesidad de los lentes, poco
a poco iba aprendiendo a vivir.
Pero el mundo más nuevo que le descubrían los
lentes era el de la noche. La ciudad nocturna, envuelta
ya en informes nubes de oscuridad y multicolores
claridades, le revelaba ahora contornos exactos,
relieves, perspectivas; las luces tenían perfiles precisos,
los anuncios de neón, hundidos antes en un resplandor
confuso, ahora escandían sus letras una por
una. Sin embargo, lo bueno de la noche consistía en
que los lentes conservaban a esa hora el margen de
indeterminación que desaparecía durante el día. A
veces, Amilcare Carruga sentía el deseo de ponerse
los lentes, pero se deba cuenta de que ya los llevaba
puestos; la sensación de plenitud no se equiparaba
nunca al de la insatisfacción. La oscuridad era un terreno
sin fondo en el cual jamás se cansaba de escarbar.
Andando por las calles, recorriendo con la
mirada las casas manchadas de ventanas finalmente
cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado:
descubría que las estrellas no estaban aplastadas en
el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran
punzaduras agudísimas de luz que abrían a su alrededor
infinitas lejanías.
Estas nuevas preocupaciones acerca de la realidad
del mundo externo estaban aparejadas a las de lo
que él mismo era, originadas por el uso de los lentes.
Amilcare Carruga no se daba mucha importancia a
sí mismo, pero -como le ocurre con frecuencia a las
personas más modestas- estaba muy encariñado
con su manera de ser. Sin embargo, el pasaje de la
categoría de los hombres sin lentes a la de los hombres
con lentes, parece cualquier cosa, pero se trata
de un salto muy grande. No hay que olvidar que
cuando se trata de definir a alguien que uno no conoce
bien lo primero que se dice: es“el de los lentes”.
Y así ese detalle accesorio, que quince días
antes era una cosa completamente extraña, se convierte
en nuestro primer atributo, se identifica con
nuestra propia esencia. A Amilcare le molestaba un
poco el hecho de haberse vuelto, de primas a primeras,“
el de los lentes”. Pero lomás grave de todo esto
está en que comience a insinuársenos la duda de
que todo lo que tiene que ver con nosotros es puramente
accidental, posible de transformación, que
uno podría ser completamente distinto y nada importaría;
y he aquí que por esta vía puede uno llegar
a pensar que da lo mismo existir o no existir, y que
la desesperación se halla a un solo paso. Por eso
Amilcare, al escoger la montadura para sus lentes,
optó instintivamente por la más sutil y minimizadora,
nada más que un par de gráciles gafas plateadas
que sujetaran los lentes por la parte superior y
un puentecillo para unirlos sobre el tabique nasal.
Así anduvo contento durante algún tiempo; luego
se dio cuenta de que no era feliz. Si de pronto se veía
en el espejo con los lentes puestos, experimentaba
una viva antipatía por su cara, como si fuera la cara
típica de una categoría de personas que le eran totalmente
extrañas. Eran precisamente esos anteojos
tan discretos y ligeros, casi femeninos, lo que lo
hacía parecer más que nunca“el de los lentes”, uno
que no hubiera hecho otra cosa en su vida que usar
lentes, uno que ni siquiera se da cuenta de que los
usa. Esos lentes entraban a formar parte de su vida,
se amalgamaban con sus facciones, atenuando cualquier
contraste natural entre lo que era su cara —
una cara común, pero de cualquier modo una caray
aquel objeto extraño, un producto de la industria.
No le gustaban; por eso no tardaron en caer al
suelo y romperse. Compró otro par. Esta vez
orientó su elección en sentido opuesto: escogió un
par con montadura de plástico negro, un marco de
dos dedos de ancho, dos placas laterales que partían
de los pómulos como tapojos de caballo y dos pesadas
palancas que le doblaban los lóbulos de las orejas.
Era una especie de antifaz que le tapaba media
cara, pero bajo ese artefacto podía sentirse a sí
mismo: no cabía duda de que él era una cosa y los
anteojos otra muy distinta, completamente separada.
Es claro que sólo ocasionalmente los usaba, y
que, sin anteojos, era un hombre totalmente
distinto.Volvió a sentirse feliz, en la medida que su
naturaleza se lo consentía.
En ese tiempo tuvo que ir aV., a causa de ciertos
negocios.V. era la ciudad natal deAmilcare Carruga,
en la cual había transcurrido toda su juventud.Hacía
diez años que la había dejado, y regresaba a ellamuy
de vez en cuando, en visitas pasajeras y esporádicas.
Todo mundo sabe lo que le sucede a cualquiera que
se aleje de un ambiente en que haya vivido mucho
tiempo; cómo al regresar a éste, después de largos
intervalos de ausencia, se siente desarraigado y le
parece que las aceras, los amigos, las charlas de café
o lo son todo o pierden toda significación; se les frecuenta
día tras día o no es posible ya entrar de nuevo
en ese ambiente, y la idea de revisitarlo después de
mucho tiempo provoca un cierto remordimiento.Así
fue que Amilcare había desechado las ocasiones de
volver a V., puesto que ocasiones no le habían faltado.
En los últimos años, además de la actitud negativa
hacia su ciudad natal y del estado de ánimo
que lo aquejaba últimamente, era víctima de un sentimiento
de desamor y desapego de todas las cosas,
mismo que identificaba con la progresión de sumiopía.
Ahora los lentes le proporcionaban un nuevo
estado de ánimo y no desaprovecharía la oportunidad
de regresar aV.
V. apareció entre sus ojos totalmente distinta a la
de sus viajes anteriores. Pero no por los cambios sufridos:
claro, la ciudad estaba muy cambiada, con
nuevas construcciones por todas partes, tiendas, cafeterías
y cines muy distintos a los de antes, una
nueva juventud totalmente desconocida y el tráfico
mucho mayor. No obstante, todas estas novedades
no hacían más que acentuar y destacar lo viejo, permitiendo
queAmilcare Carruga volviera a ver la ciudad
con los mismos ojos de cuando era un
muchacho, como si la hubiera dejado el día anterior.
Con los lentes veía una infinidad de detalles insignificantes;
por ejemplo, una cierta ventana, un barandal.
Es decir, tenía conciencia de verlos, de
escogerlos entre todos los demás, mientras que
antes solamente los veía. Lo mismo ocurría con las
caras: un voceador, un abogado, fulano, zutano y perengano,
algunos de ellos avejentados.Amilcare Carruga
ya no tenía parientes verdaderos en V.; el
círculo de amigos íntimos se había dispersado. Sin
embargo, contaba con una gran cantidad de conocidos,
lo cual era muy natural en una ciudad tan pequeña
—como lo había sido en los tiempos en que
allí vivía—, en la cual todos se conocían, por lo
menos de vista. La población había aumentado
mucho, pues había llegado hasta allí —como en
todos los centros privilegiados del Septentrión—
una cierta inmigración de meridionales. La mayoría
de las caras que veía Amilcare eran de desconocidos;
pero precisamente por esto sentía la satisfacción de
reconocer a la primera ojeada a los viejos habitantes,
y recordaba anécdotas, relaciones, apodos.
V. era una de esas ciudades provincianas en la
que no había desaparecido la costumbre de pasear
por la noche en la calle principal, cosa que no había
cambiado desde los tiempos juveniles de Amilcare.
Como sucede siempre en estos casos, una de las
aceras estaba invadida por un flujo ininterrumpido
de personas; la otra,menor. En sus tiempos, por una
especie de anticonformismo,Amilcare y sus amigos
paseaban siempre por la acera menos frecuentada, y
desde allí dirigían miradas, saludos y piropos a las
muchachas que caminaban por la acera opuesta.
Ahora se sentía como entonces, incluso con una excitación
mayor, así es que comenzó a pasear por su
vieja acera, viendo a toda la gente que pasaba.Ahora
no le disgustaba hallar personas conocidas, sino que
esto lo divertía sobremanera, y se apresuraba a saludarlas.
Le hubiera gustado detenerse a saludarlas. le
hubiera gustado detenerse para cruzar algunas palabras
con alguien, pero la calle principal deV. estaba
hecha de tal modo —con aquellas aceras tan estrechas,
el apretujamiento de la gente que empujaba
hacia delante y, para colmo, el considerable aumento
del tráfico de vehículos—, que ya no era posible caminar
un poco por el arroyo de la calle y atravesar
por donde se quería. En fin, el paseo se llevaba a cabo
con demasiada prisa o con demasiada lentitud, sin
libertad de movimientos. Amilcare debía seguir la
corriente o remontarla con trabajo y cuando divisaba
una cara conocida apenas si tenía tiempo de dirigir un
rápido saludo antes de que ésta desapareciera, y se
quedaba con la duda de haber sido visto o no.
Vio venir a su encuentro a Corrado Strazza, su
condiscípulo y compañero de billar durantemuchos
años. Amilcare le sonrió y fue a su encuentro agitando
la mano. Corrado Strazza seguía caminando,
viéndolo, pero con una mirada que parecía traspasarlo,
como si Amilcare fuera transparente, y pasó a
su lado sin detenerse. ¿Quizá no lo había reconocido?
Había pasado algún tiempo, es cierto, pero
Amilcare Carruga estaba seguro de no haber cambiado
mucho; se había librado de la pinguosidad y
de la calvicie hasta entonces, y su fisonomía no presentaba
grandes alteraciones. Vio al profesor Cavanna.
Amilcare le dirigió un saludo deferente,
haciendo una ligera inclinación. En un principio, el
profesor bosquejó una especie de saludo, instintivamente,
luego se detuvo y miró a su alrededor, como
si buscara a otra persona. ¡El mismo profesor Cavanna,
famoso fisonomista que era capaz de recordar
nombres, caras y calificaciones trimestrales de
todos los alumnos que había tenido durante su larga
carrera! Finalmente, saludó a Ciccio Corba, el entrenador
del equipo de balompié, quien respondió al
saludo; sin embargo, éste miró inmediatamente
hacia otro lado y se puso a silbar con nerviosismo,
como dándose cuenta de haber interceptado el saludo
de un desconocido, dirigido a sabe Dios quién.
Amilcare comprendió que nadie lo reconocería.
Aquellos lentes, que le hacían visible el resto del
mundo, aquellos lentes con la enorme montadura
negra, lo convertían en algo invisible. ¿Quién habría
pensado que tras esa especie demáscara estabaAmilcare
Carruga, ausente de V. desde hacía muchos
años, al que nadie pensaba encontrar de un momento
a otro? Acababa de formular mentalmente
estas conclusiones cuando apareció IsaMaría Bietti.
Era una amiga, con la cual solía pasear y ver escaparates.
Amilcare se paró frente a ella, con la intención
de decirle:“¡Isa María”, pero las palabras se le
anudaron en la garganta.
Isa María lo apartó, levantando un codo, diciéndole
a la amiga:
—¡Mira cómo se comportan ahora!
Y siguió caminando.
Ni siquiera Isa María lo había reconocido. Comprendió
de improviso que sólo por Isa María Bietti
había regresado, que por causa de ella había alejádose
deV., que por la misma razón había vivido varios
años lejos; que todo, todo lo significaba ella en
su vida, y que ahora, finalmente, la había visto de
nuevo, pero ella no lo reconoció. Tanta era su emoción,
que no reparó en si estaba muy cambiada,
gorda, avejentada; si era tan atractiva como antes.
Sólo pudo ver que se trataba de Isa María Bietti y
que ésta no lo reconoció.
Había llegado al término de la calle del paseo. En
la nevería de la esquina la gente daba vuelta y volvía
sobre sus pasos por la misma acera. Amilcare Carruga
hizo lo mismo. Se quitó los lentes. El mundo
volvió a ser una nube insípida, y él caminaba entre
toda aquella gente parpadeando de continuo, como
extraviado. No es que fuera incapaz de reconocer a
alguien, pues en los puntosmejor iluminados siempre
estaba a punto de reconocer alguna cara, pero
seguía existiendo unmargen de duda en la supuesta
identificación, lo cual, al fin de cuentas, le importaba
muy poco.Alguien saludó; posiblemente lo saludaban
a él, pero no vio bien quién era. Luego lo saludaron
dos tipos, pasando; quiso contestar al saludo,
pero no tenía idea de quiénes eran. Un hombre le
gritó desde la otra acera:
—¡Chao, Carrú!
Por la voz, podía ser un tal Stelvi.Con satisfacción,
Amilcare vio que lo reconocían, que se acordaban de
él. Una satisfacción relativa, porque ni siquiera los
veía o no lograba reconocerlos; eran personas que
se le confundían en la memoria, personas que, en el
fondo, le eran más bien indiferentes:“¡Buenas noches!”,
decía, cuando descubría que alguien lo saludaba
con unmovimiento demano o una inclinación
de cabeza. El que acababa de saludarlo debía ser Bellintusi,
Carreti o tal vez Strazza. De ser Strazza, le
hubiera gustado detenerse a hablar un poco con él.
Pero ya había respondido a su saludo con prisa y,
pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran
solamente así, consistentes en convencionales y
presurosos saludos.
Susmiradas ahora no teníanmás que un solo objetivo:
reencontrar a IsaMaría Bietti. Podía localizarla
a lo lejos, pues llevaba un abrigo rojo. Durante un
trecho Amilcare siguió un abrigo rojo; al pasar a un
lado, vio que no era ella.Mientras tanto, había visto
pasar dos mujeres con abrigo rojo, en sentido contrario.
Ese año estaban de moda los abrigos rojos en
media estación. Poco antes, por ejemplo, había visto
a Gigina la tabaquera con un abrigo semejante. Lo
saludaba ahora unamujer de abrigo rojo, peroAmilcare
respondió con frialdad, porque seguramente se
trataba de la tabaquera. Luego lo asaltó la duda de
que no se tratara de Gigina, ¡sino de IsaMaría Bietti!
¿Cómo era posible confundir a Isa María con Gigina?
Amilcare volvió sobre sus pasos para verificarlo.
Encontró a Gigina, era ella, sin duda. Pero ésta
venía en dirección contraria a la de él, imposible que
hubiera dado la vuelta tan pronto, ¿o por algúnmotivo
no había caminado todo el trecho y había vuelto
sobre sus pasos? Si Isa María lo había saludado y él
había respondido al saludo con tanta frialdad, todo
ese viaje, toda esa espera, todos los años transcurridos
eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas
aceras, quitándose y poniéndose los lentes, saludando
a todos y recibiendo saludos de nebulosos y
anónimos fantasmas.
En uno de los extremos del paseo la calle de prolongaba
aún y se llegaba pronto a las afueras de la
ciudad.Había una hilera de árboles, una zanja paralela
a ésos y el campo. En sus tiempos, solían allí pasear
del brazo de la novia al caer la noche; quien no
la tenía, llegaba y se sentaba en una banca para oír
el canto de los grillos. Amilcare Carruga prosiguió
por esa calle; la ciudad se extendía ahora un pocomás
allá, pero no tanto. Seguían allí las bancas, la zanja y
los grillos, como antes. Se sentó. De todo aquel paisaje
la noche dejaba solamente en pie unas grandes
franjas de sombra.Allí daba lomismo ponerse o quitarse
los lentes.Amilcare Carruga sabía que la exaltación
originada por los lentes nuevos era tal vez la
última de su vida, una exaltación acabada.

domingo, octubre 21, 2012

LAS ODISEAS EN LA ODISEA por ITALO CALVINO




¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la
búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de
Itaca, el cantor Femio ya conoce los nostoi de los otros héroes; sólo le falta uno, el de
su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese
relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal,
Itaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde
hace muchos años.
Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero
no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica
aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de
las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro.
Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar
las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el
héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede
sustituirlo y seguir el relato.
Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como
Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide
a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y
Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que
cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo,
quizá-muy diferente. Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado:
preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones
«pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los
atridas (111, 160); Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso» (IV, 379)
y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo (390), con lo cual el Atrida
puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante
en peces» (470).
El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido
antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por
Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el
dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario
de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas
pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera
olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna
experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.
Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces
en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las
pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe
abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El
sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La
expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».
Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una
palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o
el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si
quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito,
«olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere
decir olvidar los poemas llamados nostoi, caballo de batalla de sus repertorios.
Sobre el tema «olvidar el futuro» escribí hace años algunas consideraciones que
concluían: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las
sirenas no es sólo el pasado o el futuro. La memoria sólo cuenta verdaderamente -para
los individuos, las colectividades, las civilizaciones- si reúne la impronta del pasado y el
proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin
dejar de ser, ser sin dejar de devenir».
A mi artículo siguieron uno de Edoardo Sanguineti y una cola de respuestas, mía y
suya. Sanguineti objetaba: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un
viaje de ¡da, sino un viaje de vuelta. Y entonces cabe preguntarse un instante,
justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es
entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él
tiende hacia una Restauración.
»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya
llegado a ser el del Ultimo Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado,
sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el
Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría
es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para
siempre».
En respuesta a Sanguineti, recordaba yo que «en el lenguaje de los mitos, como en el
de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara
errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como
la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de
conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido».
Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de
transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y
después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un
príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de
cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en
el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre
también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con
la princesa y llega a ser rey.
Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en
el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una
madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se
encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la
cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o
joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a
celebrar bodas principescas.
Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más
directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos
individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más
atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente. Pero pensándolo
bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan sólo una
ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la
novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o
de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un derecho
pisoteado, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la
fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un
punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época
moderna, desde la Revolución francesa en adelante.
En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo
pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su
reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles
caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una
sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.
¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Itaca como un
viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el
Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su
nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del
perro Argos, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de
señales perceptibles para un ojo animal.
Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí,
para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para
el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que
equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A
estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los
enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence
también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.
A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Itaca no reconoce su patria. Tendrá que
intervenir Atenea para garantizarle que Itaca es realmente Itaca. En la segunda mitad
de la Odisea, la crisis de identidad es general. Sólo el relato garantiza que los
personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero
también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo,
después al rival Antinoo y a la misma Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente:
las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él
dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosimil que el relato que él
mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la
«verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes
el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja
por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.
Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la
gran superchería del caballo? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones
de su personaje son dos flash-back de la guerra de Troya contados sucesivamente por
Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo
engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está
encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena,
incitándolos a hablar, los desenmascare.
(En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una
aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces
de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El Papel de Elena resulta
contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera,
también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la
tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par
un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades
de Ulises son también las de Penélope.)
Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso.
De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la
Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los
cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte
encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos),
contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión
psicológica, el crescendo dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino
y de la esposa asediados por los proceos. Aquí también se encuentran motivos
comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro
al arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo
y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las
apariciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.
Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo)
son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Romero las
confirma, y no sólo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y
que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del
cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino
atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto
origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica,
que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.
¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo
absolutamente opuesto. Antes de la Odisea (incluida la Iliada) Ulises siempre había
sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la Iliada, no tienen
aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y
encantamientos. Pero el autor de la Odisea tiene que mantener a Ulises alejado de la
casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex
compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra
geografía, aun mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan
en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el
autor de la Odisea recurre a tradiciones (estas sí, más arcaicas) como las empresas de
Jasón y los Argonautas.
Por tanto la novedad de la Odisea es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises
«con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, en
situaciones de un tipo de saga más arcaica, cuyas raíces han de buscarse «en el
mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y
xamánicas».
Aquí es donde el autor de la Odisea muestra, según Heubeck, su verdadera
modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico
era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero
además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor
y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de
sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en
que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre
está inmerso sin posibilidad de escape.»
Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una
hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una
Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien
haya sido el autor de la Odisea), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y
poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando
las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que
debería presentarse como la síntesis de toda la Odisea: «De muchos hombres vi las
ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta
hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...
Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado Ulises vuelve a
narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la Odisea el mito de todo
viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la
misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como
para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...