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lunes, septiembre 05, 2016

NICANOR PARRA: LA CUECA SOLA DE "EL HOMBRE IMAGINARIO" por MARIO RODRIGUEZ FERNANDEZ


“El hombre imaginario” es uno de los textos más célebres de Nicanor Parra. En El Mercurio el crítico Ignacio Valente, califica de excepcional el poema, tanto por su calidad como también por su estilo dentro de la obra de Parra, “puesto que no contiene acento alguno de ironía, ni de crítica de la vida, ni idioma coloquial, ni los demás integrantes que han dado en llamarse antipoesía” (El Mercurio, 7 de julio 1991).
El Hombre Imaginario
El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario
De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios
Todas las tardes tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios
Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario
Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario
(Parra 2011: 272 )
Se trata de un poema eminentemente descriptivo compuesto por cinco estrofas de forma irregular (de cuatro versos, de seis y de siete), construido sobre la figura retórica de la reiteración de un solo adjetivo. La reiteración da origen a repetidos paralelismos que producen una estructura espacial del texto. Son, precisamente, las relaciones espaciales las que le confieren su organización. Las relaciones causales no están claramente presentes y las temporales funcionan una sola vez. Espacialmente el texto se organiza como un mirador, un alto lugar desde el cual el sujeto observa y recuerda. Esta última determinación verbal es particularmente importante. Temporalmente todos los verbos del poema están en tiempo presente: vive, son, penden, sube, asoma, etc.; excepto un verbo que está en pretérito definido: “brindó”.
Sugerente forma verbal en cuanto se refiere al complemento directo “su amor”. Más “apropiado” habría sido decir que le dio, le entregó, su amor. Brindar el amor presupone una forma muy especial del sentimiento. Naturalmente, implica el brindis, acto social en que después de beber el vino o el licor se manifiesta el bien que se desea.
El amor de la mujer imaginaria fue, entonces, una entrega sentimental signada por la alegría y el deseo de felicidad que hizo latir ardientemente el corazón del hombre imaginario. Ida la mujer, el corazón se enfrió, atenuó sus latidos. Ya no hubo placer ni dolor en su movimiento. Por ello, en las cuatro primeras estrofas domina una perspectiva impersonal. Se describe el lugar en que habita el sujeto y la vida que lleva impersonalmente, sin aludir jamás a sus sentimientos. El hombre imaginario, recurriendo a una figura amada por Parra, parece un monje taoísta; un sujeto capaz de dominar todos sus deseos. Nada se sabe de lo que piensa y siente en su soledad o cuando se asoma al balcón a mirar y escucha los cantos de las sombras que vienen por el camino. A pesar de que estas situaciones invitan a la efusividad sentimental, no hay ninguna expresión de dolor del personaje. Esa actitud de dominio sobre sí mismo no excluye algunos indicios que califican el deterioro del ambiente que lo rodea. Estrictamente son dos los adjetivos calificativos en esta línea, el referido a los cuadros, “antiguos”, y a grietas, “irreparables”.
Nada se predica de los árboles, del río, del valle, de los cerros, del camino, del sol y la luna, excepto, que según la lógica del poema, son imaginarios.
La antigüedad de los cuadros, que son como irreparables grietas de
los muros o se confunden con ellas, creo que connota la imposibilidad de recuperar el pasado, de reconstruir el amor perdido. Hay pocos sentimientos tan desgarradores como esos, los de constatar que lo que se perdió, se dejó o abandonó ya no es posible volver a tenerlo. Hay dos posibilidades frente a este drama, opuestas ciertamente, entregarse al dolor más desenfrenado hasta hacer estallar el corazón, o aquietar sus latidos al mínimo, como recomienda el taoísmo y dejar pasar por encima la terrible tormenta, lo que Deleuze
llama filosóficamente las “fuerzas del afuera”, que a la luz del poema de Parra, imagino como un muro debilitado para siempre, hasta la muerte, por una irreparable grieta.
No se puede dejar de ver en el poema bajo la maravilla retórica de la reiteración (la retórica puede llegar a ser también maravillosa si se emplea con la maestría de Parra) una experiencia hondísima del dolor ocasionado por la mujer perdida. Experiencia compartida por muchos lectores, que el poeta les invita imaginar.
El dolor se acrecienta en la última estrofa cuando el corazón vuelve a latir ardorosamente. En el sueño vuelve el sujeto a sentir el mismo dolor y placer.
La fuerza ardiente del corazón ha derrotado la frialdad defensiva del monje taoísta: “y vuelve a palpitar el corazón del hombre imaginario”.
Reparemos que el palpitar no solo produce dolor, sino también placer.
Lo último se explica por las connotaciones de “brindis”: el deseo placentero del amor “brindado”. Pareciera que el sustantivo corazón y el verbo brindar fueran los dos ejes semánticos en torno a los cuales se construye el poema. Significativamente, el primero, “corazón”, no lleva el calificativo imaginario, a menos que se demuestre lo contrario y es el único caso del texto que carece de ese adjetivo. Imaginario, en el verso que se refiere al corazón, recae sobre el sustantivo hombre (“y vuelve a palpitar el corazón del hombre imaginario”); en el caso de brindó, la diferencia reside en que es el único verbo en pretérito de la serie verbal (“que le brindó su amor imaginario”), ya que los demás modos siempre están en presente.
Si el sustantivo no es imaginario, por inferencia tendría que ser “real”. “Real” en el sentido que toda la espléndida arquitectura del poema, del poema-mirador, es incapaz de apaciguar el deseo, que como el poder crea la realidad. A pesar de que el deseo del hombre solitario parece estar dominado y muerto, reaparece en el sueño, ese temible lugar donde el deseo adquiere formas fantásticas negándose a morir. Si el deseo crea lo real, como manifiestan Deleuze y Guattari, en Antiedipo el corazón y el verbo brindar son los únicos entes “reales” del poema.
En una suerte de quiasmo, el texto se construye sobre el corazón apagado que proporciona indiferencia imaginaria y el corazón encendido que brinda dolor y placer reales. En las cuatro primeras estrofas domina el corazón que no late ni con el placer ni con dolor, en la última, se produce la torsión a partir del sueño. La mujer reaparece en él desenterrando los sentimientos congelados y abriendo una escena de amor no dicha hasta el momento.
Escena de pérdida que permite releer los versos anteriores desde una nueva perspectiva: la de la derrota del olvido, de la tentativa de enfriar el amor, lo que en dos palabras significa el triunfo del deseo.
El retorno y victoria del deseo se producen en el inconsciente. Freudianamente podría verse en el poema su escenificación. El fantasma de la carencia se aparece en el sueño y se pasea por él como un personaje se mueve en las tablas teatrales. “El hombre imaginario” sería la representación teatralizada del fantasma. Pero contrariamente, el texto puede también apuntar al inconsciente como una “fábrica” productora del deseo, no como un teatro donde pasea el fantasma de la mujer, porque ya sabemos que el deseo produce lo real, no la ausencia. Las posibilidades son dos, nada más que dos en este caso: “El hombre imaginario” como poema del fantasma, o “El hombre imaginario” como poema de la realidad del deseo.
La repetición del vocablo imaginario, entendido en uno de sus sentidos, inclinaría a pensar que se trata del fantasma, de lo que carece de sustancia, mejor dicho, de aquello cuya única “sustancia” es la carencia. Según el análisis expuesto, el deseo reparte sus roles entre el del fantasma, y el de producir lo real. Me parece mucho más atractiva que esta oposición el diseño poético del “entre”; entre el fantasma y la realidad del deseo. Además, de atractivo, es propio del genio creativo del antipoeta.
A pesar de que es muy fácil conectar fantasma con lo imaginario y
mucho más dificultoso es hacerlo con lo real, se puede decir que “El hombre imaginario”, como título y personaje lírico, representan la realidad del deseo, lo que significa que en el espacio lírico Parra nos propone que el hombre imaginario es el hombre real, lo que implica su anverso: todo hombre real es imaginario. Fulminadas caen las oposiciones. La cara de lo imaginario es parte sustantivo de lo real y viceversa. Así, el mundo se presenta como es: hibridez, mezclas y contagio.
Esta conclusión, en un sujeto siempre está incriptado otro, me induce a otro acercamiento al poema, tal vez más sorprendente que el anterior. Esta apertura a un nuevo sentido del poema se produce puntualmente a partir de una observación hecha por el poeta Leonardo Sanhueza a los autores de las “Notas” de las Obras completas & algo +: “a partir de la segunda estrofa es predominante la forma métrica de la seguidilla, que es la forma básica de la cueca, es decir, heptasílabo + pentasílabo (imaginario). El resultado es muy curioso, porque usa un metro de arte menor pero logra un efecto de arte mayor con endecasílabos o dodecasílabos cuya censura fluye de manera natural” (Parra 2011: 1054). Según la sugerencia habría que disponer métricamente el texto, a partir de la segunda estrofa, de la siguiente manera:
De los muros que son
imaginarios
penden antiguos cuadros
imaginarios
irreparables grietas
imaginarias
que representan hechos
imaginarios
ocurridos en mundos
imaginarios
en lugares y tiempos
imaginarios
Y así sucesivamente, mostrando la combinación propiamente tal de la seguidilla. Para mostrar su existencia añado un elemento más de justificación. En la tercera estrofa el verso inicial presenta la repetición del sustantivo “tardes”: “todas las tardes tardes imaginarias”, sin otra razón aparente que no sea la de la necesidad métrica. Para conseguir que el heptasílabo no le quede cojo, el autor se ve obligado a la repetición, en lo que sigue el molde rítmico de la cueca: “para llegar a las siete sílabas se le añaden normalmente las palabras “si”, “no”, “mi alma” u otro bisílabo a criterio del cantor” (Binss 2011: 930).
Luego, Parra usa la repetición de “tardes” como si fuera un “si”, un “no” o un “ay”, muy frecuente también en la composición métrica de la cueca. A raíz de ello, me permito proponer que disimulada en este bello poema de amor, hay una cueca, una cueca encriptada.
Que la haya no es un hecho inesperado en la producción antipoética. A partir de 1958, con la publicación de La cueca larga, editada por Editorial Universitaria con ilustraciones de Nemesio Antúnez, queda patente la inclinación que siempre ha mostrado el hermano de Violeta por las formas de la música popular. A propósito de ello, escribe Jorge Edwards en Diálogos en un tejado: “Violeta había comenzado como cantante popular en el sentido más bien comercial del término, hasta que decidió buscar en el campo, entre viejos cantores y cantoras las raíces de lo que se llamaba por tierras de Chillán adentro, hacia la cordillera, canciones a lo humano y a lo divino, profanas y religiosas. Así encontró formas musicales originales, que después llegaron a todas partes, en esa búsqueda de un pasado remoto, de una especie de Edad Media que todavía persistía en el Sur de Chile. La llegada de Nicanor al Martín Fierro y a la poesía popular es paralela, producto de la cercanía y el constante cambio de impresiones con sus hermanos Violeta y Roberto. Me acuerdo de largas sesiones en la casa de Nicanor, a comienzos de la década del cincuenta, en las que un anciano cantor popular interpretaba en su guitarrón, con el estímulo de un vaso de vino pipeño, versos a lo hermano sobre el banquete del rey Nabucodonosor. Era los temas medievales de la danza y la abundancia inagotables, el de Jauja, el de la ciudad de los Césares en la imaginación colonial chilena. Poemas como La cueca larga, que rompieron con la línea de vanguardia que llevaba la poesía de Nicanor hasta esa etapa, derivaron, en parte de aquellas sesiones, de aquella atmósfera (Edwards 2003: 63-64).
El propio Nicanor Parra recuerda que su hermana “grabó varias canciones al comienzo con letra de él. Por ejemplo, la primera canción con letra mía que ella grabó …“Cuando salí de Chillán / salí sin ningún motivo, / salí a recorrer el mundo / porque ese era mi destino, / porque ese era mi destino. / Fue mi destino ay sí, / fue mi destino”. La letra es mía, la música es de ella.
Después yo publico La cueca larga. Yo estaba trabajando ya en darle forma al contrapunto, y además, tenía en proyecto en ese tiempo un libro que nunca aterrizó, que se llamaba Tonadas y cuecas” (Morales 1990:169).
Unos pocos años después, Violeta Parra grabó “la cueca de los poetas” (1966), también con letra de Nicanor. Niall Binns, quien asesoró la edición de Obras completas & algo +, comenta “que la inclinación natural de Nicanor Parra por la música y el lenguaje popular, patente ya –aunque de otro modo– desde Cancionero sin nombre, iba todavía a concretarse y renovarse en textos como Coplas de Navidad (antivillancico) de 1983. En relación con esta tendencia perseverante de un modo u otro a lo largo de toda la obra de Parra, lo que se entiende comúnmente por antipoesía constituye una búsqueda paralela de reconciliación entre la palabra poética y el habla común” (Binns 2006: 937).
Yo mismo (y excusen la autocitación) publiqué un artículo en la Revista Chilena de Literatura, “El bolero y la cueca”; “dos metonimias de Pablo Neruda y Nicanor Parra”, en el que metafóricamente propongo que Parra “escobilla” y “zapatea” la gramática de la poesía chilena moderna, basándome en los dos pasos básicos de la cueca, el escobillado y el zapateo, al que habría
que añadir un tercero: “a la tripa pollo”.
El “escobillado” se refiere a un paso (o pasito) como barriendo el suelo que ejecutan los bailarines en la primera parte de la cueca. El “zapateo” aparece en la tercera y última parte del baile y en ella el hombre zapatea de punta y taco mirando constantemente a su pareja. “A la tripa pollo” es una aceleración frenética del zapateo tanto del hombre como la mujer. En la parte final de La cueca larga, aparece inscrita al margen esa indicación.
Todos estos antecedentes justifican, supongo, la presencia de la cueca encriptada en “El hombre imaginario”.
A la métrica, como el limpio pentasílabo de “imaginario” (solo comparable en este contexto a las precisas cinco sílabas de los nombres de Pablo Neruda y Nicanor Parra en “La cueca de los poetas”) a las repeticiones que completan el metro elegido, puedo añadir un tercer elemento que ya no corresponde al nivel fonológico del poema, sino al semántico, y por lo tanto mucho más difícil de probar en cuanto se refiere al plano de las significaciones.
Aún más, este tercer rasgo solo aparece cuando ponemos el poema en relación con su contexto, tanto privado como público, en una suerte de análisis pragmático del texto, quiero decir, con las condiciones mismas de su enunciación.
Primero recurro a una vinculación entre vida y escritura señalada por el mismo Parra: “Esa es una cosa que ocurrió. Yo tenía sesenta y cuatro años y ella treinta y dos. Y ella era la mujer que yo soñaba, y que yo buscaba y que creía haber encontrado… Ella era casada, tenía dos hijos… ella se suicidó. No por mí, y no en esa fecha sino que años más tarde” (Morales 1990: 142-143).
En esta línea también se puede afirmar que el corazón del hombre solo y abandonado no late imaginariamente en el texto, sino “realmente”. Dolor del corazón. Esta semántica del poema parece alejarlo radicalmente de la cueca, festiva por excelencia: “La cueca posee un carácter eminentemente festivo, y por lo tanto, no suele cantarse sólo para ser oída, sino que exige su baile, a diferencia de la tonada, que a pesar de tener con aquella correspondencias métricas, rítmicas y temáticas no se baila y sólo se canta y escucha”. La cueca es la borrachera de la música, y ningún criollo puede oírla sin sentirse ebrio de lo indefinible, escribe Joaquín Edwards Bello (Binns 2006: 930-931). No hay cueca triste, remata el autor.
La cueca sola Sin embargo, existe una. No solo triste, sino conmovedora: la cueca que bailaban las mujeres de detenidos desaparecidos en la época del ochenta: La cueca sola, que por cierto pertenece a la tradición chilena, pero que en esos años 80 adquiere una forma singular.
La cueca sin pareja, la cueca de la desolación y la ausencia, se empezó a bailar en teatros y plazas de Chile junto con las primeras protestas contra la dictadura, a partir del año 1983. La cueca sola es contemporánea de la escritura de “El hombre imaginario”. Ambas nacen de la pérdida y el dolor. Las que bailaban públicamente eran las mujeres esposas o hijas de víctimas, muchas veces simbólicamente representadas por conjuntos de canto y baile. En “El hombre imaginario”, baila el varón. El hombre que ha perdido su pareja. Nunca el gran arte, la gran poesía, como es el caso de Nicanor Parra, es una expresión puramente individual. Siempre tiene que ver con el pueblo, “con un pueblo que falta”, como afirma Deleuze. Lo que quiere decir, según el mismo autor, que la enunciación (las condiciones temporo-espaciales en que se emite el discurso) es colectiva. Así, “El hombre imaginario”, uno de los poemas más hermosos de Nicanor Parra, no puede reducirse a la metafísica, a la intemporalidad. Es un texto anclado en la historia, que coincide con un desgarro personal y colectivo.
Genialmente Parra, como Cervantes, como Shakespeare, funde en un solo molde espléndido los avatares de su vida con los de su colectividad. Por ello la “Cueca encriptada” en “El hombre imaginario” puede ser la Cueca sola. Nicanor Parra bailó y tal vez siga bailando su cueca sola en el lugar que vive, que simbólicamente se llama Las Cruces. La tentación de desarrollar estas analogías entre vida, colectividad y poesía es fuerte. Lo es, en una medida, porque el sintagrama Cueca sola está construido sobre la contradicción. Primeramente, el baile no es para moverse solo, es en pareja, es un baile “acompañado”, solo excepcionalmente se baila sin acompañamiento. Por ello que hay que proponer un determinativo al baile cueca: sola. Segundo, por la oposición entre el carácter festivo de la cueca y la pena de la soledad. Tercero, porque la contradicción no es puramente negativa: la pena no logra
aplastar, inmovilizar al sujeto; a pesar del dolor y la pena éste(a) baila, y en el baile da señales de vida. Parra nunca deja de efectuar su “bailecito” literal y simbólico. Unos pasitos por aquí, otros por allá, sin dejarse atrapar por críticos, lectores y por “la calva”. Bailar fue una señal de vida contra la cultura de la muerte en la época militar. Si la muerte quiere inmovilizar, petrificar tanto el llanto como la risa, la cueca es todo lo contrario. Ella desata la pena y la alegría, hace circular los flujos de la vida, muestra que el fin de la vida no es otro que el vivirla. Por el contrario, la dictadura es adusta, corta los flujos de la libertad y el deseo. Lo hace porque teme los “contagios” de fraternidad, de caridad de igualdad. Por ello, nada más sombrío, inquisitorial que las dictaduras, encadenadas férreamente a la muerte. En Parra también hay señales de dolor, pero mitigadas por la alucinante óptica imaginaria del poema, que no solo encubre el llanto, sino otro texto dentro del mismo texto.
En la soledad de Las Cruces y al borde de los cien años, Nicanor Parra expresivamente, astutamente, sigue escobillando el suelo con su bailecito, dando señales de vida.


Bibliografía
Deleuze, Gilles y Félix Guattari. El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. Paidós, 1995.
Ewards, Jorge. Diálogos en un tejado. Barcelona: Tusquets, 2003, pp. 63-64.
Morales, Leonidas. Conversaciones con Nicanor Parra. Santiago: Editorial Universitaria, 1990.
Parra, Nicanor. Obras completas & algo + (1975-2006) vol. II. Edición establecida y anotada por
Niall Binns e Ignacio Echevarría. Barcelona: Círculo de Lectores. Galaxia Gutenberg, 2011.

CUANDO LOS ESPAÑOLES LLEGARON A CHILE por NICANOR PARRA


Cuando los españoles llegaron a Chile 
se encontraron con la sorpresa 
de que aquí no había oro ni plata 
nieve y trumao sí: trumao y nieve 
nada que valiera la pena 
los alimentos eran escasos 
y continúan siéndolo dirán ustedes 
es lo que yo quería subrayar 
el pueblo chileno tiene hambre 
sé que por pronunciar esta frase 
puedo ir a parar a Pisagua 
pero el incorruptible Cristo de Elqui no puede tener 
otra razón de ser que la verdad 
el general Ibañez me perdone 
en Chile no se respetan los derechos humanos 
aquí no existe libertad de prensa 
aquí mandan los multimillonarios 
el gallinero está a cargo del zorro 
claro que yo les voy a pedir que me digan 

en qué país se respetan los derechos humanos.

ES OLVIDO por NICANOR PARRA


Juro que no recuerdo ni su nombre 
Más moriré llamándola María 
No por simple capricho de poeta: 
Por su aspecto de plaza de provincia. 
¡Tiempos aquellos!, yo un espantapájaros, 
Ella una joven pálida y sombría. 
Al volver una tarde del Liceo 
Supe de la su muerte inmerecida, 
Nueva que me causó tal desengaño 
Que derramé una lágrima al oírla. 
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera! 
Y eso que soy persona de energía. 
Si he de conceder crédito a lo dicho 
Por la gente que trajo la noticia 
Debo creer, sin vacilar un punto, 
Que murió con mi nombre en las pupilas. 
Hecho que me sorprende, porque nunca 
Fue para mí otra cosa que una amiga. 
Nunca tuve con ella más que simples 
Relaciones de estricta cortesía, 
Nada más que palabras y palabras 
Y una que otra mención de golondrinas. 
La conocí en mi pueblo 
(de mi pueblo Sólo queda un puñado de cenizas), 
Pero jamás vi en ella otro destino 
Que el de una joven triste y pensativa. 
Tanto fue así que hasta llegue a tratarla 
Con el celeste nombre de María, 
Circunstancia que prueba claramente 
La exactitud central de mi doctrina. 
Puede ser que una vez la haya besado,
 ¡Quién es el que no besa a sus amigas! 
Pero tened presente que lo hice 
Sin darme cuenta bien de lo que hacía. 
No negaré, eso sí, que me gustaba 
Su inmaterial y vaga compañía 
Que era como el espíritu sereno 
Que a las flores domésticas anima. 
Yo no puedo ocultar de ningún modo 
La importancia que tuvo su sonrisa 
Ni desvirtuar el favorable influjo 
Que hasta en las mismas piedras ejercía. 
Agreguemos, aún, que de la noche 
Fueron sus ojos fuente fidedigna. 
Más, a pesar de todo, es necesario 
Que comprendan que yo no la quería 
Sino con esa vaga sentimiento 
Con que a un pariente enfermo se designa. 
Sin embargo, sucede, sin embargo, 
Lo que a esta fecha aún me maravilla, 
Ese inaudito y singular ejemplo 
De morir con mi nombre en las pupilas, 
Ella, múltiple rosa inmaculada, 
Ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente 
Que se pasa quejando noche y día 
De que el mundo traidor en que vivimos 
Vale menos que rueda detenida: 
Mucho más honorable es una tumba, 
Vale más una hoja enmohecida. 
Nada es verdad, aquí nada perdura, 
Ni el color del cristal con que se mira. 
Hoy es un día azul de primavera, 
Creo que moriré de poesía, 
De esa famosa joven melancólica 
No recuerdo ni el nombre que tenía. 
Sólo sé que pasó por este mundo 
Como una paloma fugitiva: 
La olvide sin quererlo, lentamente, 
Como todas las cosas de la vida.

ESTO NO ES UN TESTIMONIO... por THOMAS HARRIS


...sobre Nicanor Parra, debería continuar el enunciado del título, pero tal como está se da un aire más magrittieno, artista al que cada vez que visito, en sus múltiples y heterogéneas facetas, me recuerda o se me aparece Parra. No digo que sea uno de sus “predecesores” en el sentido del célebre ensayo de Borges sobre Kafka, pero algo de eso hay: por la desmesura rupturista, por su modernidad tan feroz como inteligente, por, finalmente, no dejar objeto cultural sacro sin sacarle hasta la última médula de lo sacro, desmantelarlo digamos derridarianamente, pero aún así guardar por él una suerte de admiración y empatía incomprensibles. O sea que si hay un artista del siglo XX que más me recuerda a Parra es Magritte. Lo digo sin temor a equivocarme, y también sin muchos argumentos que esgrimir acá, dado que este no es un texto que tienda a la demostración teórica sino al testimonio que no es, es decir al aprecio (etimológicamente) equívoco y escrito, no por la obligación de su cumpleaños número 100, sino porque sin Parra no seríamos, y creo que sin Magritte, tampoco. No me extenderé por lo tanto en las analogías que son múltiples y tal vez obvias, porque cité a Magritte más que nada por darle un título a este testimonio que no es una pipa. Ni Un desnudo bajando una escalera, ni Un gran vidrio ni tampoco una Fuente que es un urinario en el Louvre, porque siguiendo la lógica borgiana de los predecesores se me aparece también Duchamp, con una cercanía apabullante a Parra. Eso no quita ni suma. Solo relaciona en mi recepción ya tardía, en este su centésimo cumpleaños de Parra. Digo por la lucidez y la ferocidad que implica la modernidad de los dos artistas citados y su alcance más allá de su propia, o supuesta específica práctica del arte. Pero como esto no es un testimonio sobre Parra, trataré de que este escrito se acerque lo más posible a lo que no es. Un testimonio, tal vez, debería comenzar diciendo conocí a Parra...¿Lo conocí? La verdad es que creo que no, aunque estuve tres veces con él, una en su casa de La Reina, en una ocasión de la visita de la escritora sueca Sun Axelsson, que detestan los más irredentos parrianos, porque le atribuyen la culpa de que Parra no haya obtenido el Nobel –cosa falsa de falsedad absoluta como decía Lihn del mundo lárico de Teillier, cosa a la que tampoco adscribo– porque en esa oportunidad me di cuenta de que entre ambos había una empatía que no se había disuelto con los años. Tampoco me extenderé en esto: en cuestión de amores y otras intimidades como esas no va este testimonio: la cosa es que estuve esa vez en la casa de La Reina con Parra: debo decir que fue por el año 91, quizá, confío todo lo que venga en adelante a mi pésima memoria, mala cuestión para un testimonio pero bueno para
“Esto no es un testimonio”. O sea tenía como 34 años, venía llegando de Concepción, había publicado un libro que me dio cierta “figuración” en la chilena poesía, y en un momento estaba ahí, en La Reina, solos, face to face con el anti-poeta. Y hablamos. La verdad es que sabía que estaba conversando, con una desenvoltura terrible –por su parte– con uno de los más grandes e inteligentes poetas no solo de Chile, sino de Hispanoamérica, y del Mundo. Eso es complicado. No por tratar de demostrar que eres capaz de hablar vis a vis con alguien que para mí siempre fue un mito viviente, sino por la fluidez y empatía con que se dio la conversación, que ciertamente trataba de poesía, y donde yo tenía que casi “presentarme”, pero con la compañía de mi mujer Teresa Calderón y la misma Sun Axellson, que relajé y fue una charla bajo los árboles de esa casa centenaria y alejada del mundanal ruido y, creo, sí recordar bien qué hablamos, fue una conversa por decirlo en chileno, de poeta a poeta, y lo más asombroso y estimulante de todo, que nadie –ni Parra por ser quien era ni yo por ser un porque “joven” que tenía que demostrar lo que todo poeta joven se siente obligado a hacer ante un grande, fue una amena, estimulante, dialéctica y grata conversación a eso de las tres de la tarde. Le regalé mi libro recién publicado, Cipango, que diz los que poco me quieren –o los que más– es el único libro que interesa de mi obra; después Nicanor desapareció de mi memoria de ese día. No lo volví a ver hasta una encuentro en su casa de Las Cruces, años más tarde.
Creo que la ocasión fue un encuentro por algún, también, aniversario de algo de Huidobro, tal vez en 1993, porque por motivos que huelgan especificar acá, yo no estaba bebiendo alcohol. Un dato para la memoria. Estábamos con Teresa Calderón, mi mujer, y creo que entre los otros contertulios se hallaban Enrique Lafourcade, Ana María Larraín, Diamela Eltit, una chica joven que no logro recordar quién era y mi amigo Federico Schopf. Ahí hablé más largo y tendido y relajado con Nicanor Parra, y en un momento en que quedamos solos, que es la mejor manera de conversar entre poetas, si se me permite el dislate, me habló de Cipango... en términos muy halagüeños, pero lo que más me sorprendió fue una pregunta, que, bueno, ahora, no me sorprendería para nada: “¿En qué estado escribiste ese libro fenomenal?”; la pregunta es textual de eso sí me acuerdo y no es por egotismo, sino por la pregunta en sí, es decir, en el fondo, con qué substancia, o en qué alterado estado había concebido el libro. Le respondí que con vino y mariguana, pero que no lo había escrito bajo el influyo del alcohol y la droga, sino que lo había “concebido” así.
Que no podía –y no puedo y no se puede– escribir en estados alterados, pero sí observar el Mundo y atesorar esa “visiones” en la memoria y el imaginario, para escribirlas mástarde. Pero dejo hasta aquí mi experiencia vital con Parra, para pasar a la otra, igual devital que es la recepción, la lectura y lo que ella dejó en mí, y también en mi escritura,dos caras de una misma moneda. Como un eco quedó en mi lectura retrospectiva suinterés por la alteración de la conciencia en la escritura. O sea vi en Parra, más aun que el poeta inteligente, lúcido, trasgresor, y el poeta que simplificó el lenguaje, para llevarlo a eso que se ha dado en llamar el discurso de la tribu, supongo el de la tribu de la chilenidad, cosa bastante vaga, dado que no hay poesía más lateral y oblicua que la de Parra y su intento de dar voz a un país, o más bien al ethos de un país que él mismo advierte es más bien un “paisaje”: la ironía, lo sabemos, no es inocencia, ni claridad, sino lo opuesto, una opacidad perversa, incluso un tanto cruel, por mor de la ironía, procedimiento literario que comienza a desplegar sus fueros por allá por el siglo XVIII, con Novalis, la escuela de Jena, y una forma de percibir el mundo, si bien con un yo desmesurado, con la incorporación a la lírica de aspectos casi parrianos como la conciencia
de la muerte, la ironía ante esa conciencia, el absurdo existencialista, el humor negro del que hablaba Breton, ciertas formas de incorporación del amor en tanto erotismo y el habla oral, popular, que los alemanes prerrománticos rescataron de lo “popular” para ingresarlo al estatuto de lo lírico. No hay tanta distancia de los Cantos de la experiencia de Blake, transparentes e irónicos, populares y reivindicativos, del proyecto parriano, por decir algo. Y Shakespeare. Y los mismos simbolistas franceses: el golfo que representaba Rimbaud (el que amaron los beat) y, sobre todo, el coleccionista de restas o restos de la sociedad capitalista que comienza en el Segundo Imperio, el flaneur baudeleriano, tal como lo lee Walter Benjamin, el poeta que hace esa suerte de pesca de arrastre de todos los decires de su época, que no son otros que los decires que deja como el habla moderna de los traperos, los alcohólicos, las putas, los alucinados, los mendigos, toda esa oralidad que desdeña la burguesía naciente y que el flaneur, tal poeta, recoge sin rasero, sin privilegios ni jerarquías: ¿no hay algo o mucho de esa modernidad, citacional sin escalafones en la más radical modernidad de Parra? ¿Desde sus Poemas y antipoemas, pasando por los Artefactos, hasta las Prédicas y sermones del Cristo de Elqui? Parra, no sólo recoge estas restas, sino que además las rearticula con la poesía considerada como “superior” en su tiempo –vanguardias incluidas– y las combina en un mismo estatus, con, por ejemplo sus aluciones a Wittgenstein o Aristófanes en sus textos más programáticos
o metapoéticos. De allí la chilenidad, innegable, e incluso, inaugural, de Parra: un poeta que narra Chile, que se abisma en sus instancias más oscuras, intersticiales e indecorosas: no por nada, creo, Raúl Ruiz le dedicó su película más “chilena”, Tres tristes tigres –para mí su mejor cinta–, tanto como al Colo-Colo –del cual uno de los tantos hablantes de Parra aspira a ser Presidente– y a Joaquín Edwards Bello, al que una lectura atenta y comparada, encontraríamos muchos aspectos en común con Nicanor Parra. Como también los tiene Parra con Neruda. Dos poetas que leí a los 16 años, y no se me contraponían sino complementaban. Como afirma con la lucidez que le es tan característica, el poeta Roberto Merino me aclara este punto en su artículo “Las lechugas de Nicanor Parra”: él afirma en ese artículo que hay una relación evidente entre ambos autores. La ve en la dilación de Parra en la publicación de sus Poemas y antipoemas, demora por la sospecha
de que “no los sentía listos para enfrentar el dominio absoluto que la figura de Neruda ejercía en la poesía local”. Pero, Merino nos recuerda que fue el propio Neruda uno de los primeros lectores y admiradores de Poemas y antipoemas, el año 1954, año también
de la aparición de las Odas elementales. Libros para Merino muy distintos, a pesar de la “equívoca” lealtad o adscripción al “uso del lenguaje común de la poesía”. Lo que ocurre con Parra y Neruda, concluye con una meridiana claridad o iluminación, es que en el caso de Parra no se trata de una simplificación del vocabulario y de las ideas. Porque si escribe sus poemas con el lenguaje de todos los días, el de la tribu o el de la calle, lo que hace en forma predominante es poner en escena sus mecanismos: oblicuidad, sugerencias veladas, la facultad de dar a entender antes de decir. “En Parra –concluye Merino– la chilenidad es estructural; en Neruda, una celebración didáctica”. Lo que significa líricamente, más allá del lenguaje ad usum, una diferencia de modo y actitud, en el ámbito de la modernidad, abismal. Como abismal es la diferencia, en su mismo tiempo y espacio, entre Baudelaire y Rimbaud, entre Withman y T.S. Elliot (El The Wasted Land y consigo mismo, con el de Los cuatro cuartetos): la distancia que mediaría, si pensamos en Octavio Paz, entre la ironía romántica –desmesurada y disfórica– y la metaironía de la postvanguardia –más que una revolución una tentativa de restauración. pero, finalmente, ¿de qué?... ¿De que la poesía no es mensurable, no es pequeña ni grande –es poesía simplemente? ¿Pérdida o ganancia? ¿Artemisa como una chica pin up, o Artemisa una pin up?: la Tirana o la Alessandra Mussollini de Diego Maquieira; las muchachas buenasmozas mostrando sus blancos calzones de Claudio Bertoni; las chicas violadas con una rata en la vagina de Roberto Bolaño; la compañera masacrada por los militares de Raúl Zurita? ¿O esa muchacha rodeada de espigas que si no es la poesía,
mejor que se acabe la película, mejor que se acabe la función?

domingo, septiembre 04, 2016

¿QUE MAS PODEMOS AGREGAR SOBRE NICANOR PARRA A SUS 100 AÑOS? por THOMAS HARRIS


Dar un “testimonio” personal sobre Nicanor Parra a sus cien años de vida es complejo o más bien complicado, por lo inesperado y anómalo en la lírica chilena de su aparición, en aquel ya lejano campo donde campeaba y muy a sus anchas Pablo Neruda, donde todos, como ya sabemos, hasta la Mistral, caían bajo su pantagruélica y muchas veces indecorosa sombra. Ha tenido que pasar mucho tiempo, y barro, y lágrimas, y sudor mezclado con tinta para poner esa sombra en su lugar, su enorme lugar. Y la enormidad a veces, lamentablemente, es monstruosa: no se vaya a contagiar Parra –no sólo por mor de sus epígonos y el vampirismo académico e incluso editorial, sino por propia autocomplacencia– de enormidad.
No puedo afirmar, tampoco lamentar, que Parra sea el poeta que más me ha conmovido en mi vida tanto como lector y como poeta, y sobre todo como hombre. Su primera lectura por allá por los primeros años 70 fue como un cortocircuito mental, como un golpe de corriente a mis convicciones y convenciones poéticas; pero se fue pasando. Yo leí a Parra antes que a Huidobro y a De Rokha, y al leer al pequeño Dios y al toro furioso, ya en la Universidad, por el año ’76, sentí que tenían bastantes cuestiones que decirme en las que Parra ni se había asomado, preocupado de derrumbarlos de sus pedestales.
Cosa que si vemos desde este tiempo en el que estamos, igual algo de tarea sucia tenía, bueno, como toda pasión rupturista, que es lo que salva a toda la electrizante dinámica de la ruptura moderna, la pasión, cosa que acerca a todo poeta a un ideal romántico –Parra incluido– por más oculta –o disimulada– que esta pasión se encuentre bajo la ironía. Algo así como la pasión crítica de la que habla Octavio Paz. Al leer a César Vallejo supe sí que estaba ante un gran poeta, o mejor un profundo, un permanentemente insondable poeta. Y lo sigo leyendo así y así lo sigo creyendo. Entonces mi problema es que hoy, 25 de junio de 2014, el año en que Nicanor cumple 100, lo sigo más que afirmando, sintiendo, y la poesía es una cuestión que se siente, que te define, que te interpela y por la que te descubres a través de la Palabra. Lo demás viene después. El problema de Vallejo es que no se puede tocar, digo, desde una poética propia, sus poemas son oraciones para los que carecen de divinidad. Pero acá hablamos de Parra. El juicio intelectual, frío, académico o, incluso, como poeta, las preguntas (y sus respuestas) más cercanas a la objetividad, al distanciamiento: es difícil no redundar en la principal aportación de Parra no sólo en la poesía chilena sino también latinoamericana: la expulsión de la concepción romántica del poeta como vate, como un sujeto que se ofrece como una suerte de potencia casi sobrehumana que nos ilumina con mensajes que vienen siempre desde un más allá, otra parte, un locus ubicuo que en gran medida tiene poco que ver con la experiencia cotidiana del hombre. Por otra parte, también Parra está en otra situación que la de los surrealistas, que, como dice Octavio Paz de Breton y sus seguidores, situaron la inspiración en el inconsciente y dieron un paso más hacia otra modernidad, ya que finalmente la “inspiración” poética tenía un espacio definido, y este espacio se situaba en algún lugar del sujeto, del hombre: el inconsciente. Ahora, lo que Parra aporta, y es enorme dentro de las implicancias poéticas del siglo pasado y éste, es una voz que proviene de lo más inmediato y cotidiano, del hombre que deambula por la urbe, pero no en esa actitud de dandy del poeta baudeleriano, incluso de flâneur, aún situado en la modernidad del siglo XIX, sino el hombre con sus afanes aparentemente más nimios, más insignificantes, pero que, finalmente, son sus trabajos y sus días. Además, Parra hace, hasta el momento, irreversiblemente “posmoderna” la poesía en tanto que su habla surge de desplazamientos, desgarrones, quebraduras, intertextos populares y otros no tanto. Inolvidable su cita a Wittgenstein en medio de un antipoema, cuando Wittgenstein era cosa de pocos, poquísimos o casi nadie fuera de los herméticos círculos filosóficos, enmascaramientos, disolución del sujeto lírico, discursos de otros ámbitos textuales, recortados y reensamblados, como el caso del famoso “Quebrantahuesos”, perpetrado con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky. Ahora bien, toda esta deconstrucción del poeta moderno, del poeta vate, del poeta como portador de misterios insondables, como “ladrón de fuego”, al decir de Rimbaud, no tendría el valor que tiene si no fuera por una recuperación para la poesía, de la palabra hablada, de la oralidad, con una modulación además de inteligentísima, muy sensible y original (etimológicamente considerado el término) y, también, y esto es fundamental para la poesía, muy transgresora y rupturista, como a la vez sensible y “bella” en el sentido estético de la idea, con todos, incluso sus momento más irreverentes y feroces, incluso hasta macabros y coprolálicos.
Pero esto no quedaría completo si no se agrega que Parra recupera la oralidad para devolverla a la escritura, es decir, igualmente, la fluidez del signo oral es recobrado por la fijeza del signo escrito, irremediablemente. Pero lo más significativo es su actitud lírica desacralizadora, su “comportamiento” poético en permanente búsqueda del desarraigo, de estar fuera de las rayas de cancha. Bueno, es que es como debe comportarse un poeta ya sin Olimpo, su anti-pathos y también su fatalidad, como siguió comportándose después Lihn y Bertoni, Lira y Maquieira, incluso Zurita, que por otra parte ha declarado su admiración y deudas –las que todo poeta contrae para hacerse y Ser– con el anti-poeta. Sin duda la publicación de Poemas y antipoemas, en 1954 –donde surge la partícula distanciadora “anti”, el más, para la época, que afortunado prefijo (los hay, y son la mayoría “desafortunados”)– fue un libro inesperado en medio de la pleitesía nerudiana y de los asomos surrealizantes a destiempo de la Mandrágora. Otro hito memorable en su obra y en la poesía chilena fue Obra gruesa, publicada además en un fin de década memorable, 1969. También el gesto muy incomprendido en su tiempo, cuando editó esa especie de granada de mano, que habría podido explotarle en su propia cara –de alguna manera pasó así– que fueron los Artefactos, esas tarjetas con enunciados mínimos, como graffitis, que dispararon sin piedad a las ya malolientes instituciones siempre tan veneradas en este país: asunto que no le cayó bien ni a derechas ni a izquierdas, ni a ateos ni a cristianos. A mí me gusta mucho el giro que dio por los años de la dictadura cuando adoptó el enmascaramiento con el personaje de el Cristo de Elqui, en sus Prédicas y sermones…, pienso que ahí hay un punto de inflexión notable en su discurso, un giro, un agiornamiento, otro paso más a la originalidad de lo oral que, como dije más atrás, es irrevocablemente devuelto a lo escrito: Parra, creo, a pesar de ser un poeta que necesita adelantarse permanentemente, no podrá salir de un ámbito logocéntrico. Parra afirmaría sigue siendo un poeta logocentrista. Su Shakespeare es otra vuelta de tuerca más y sus discursos de sobremesa, como tales, están más cerca de aquel Parra “ingenioso” que poético –Parra es un poeta intenso cuando se lo propone–, pero de un ingenio de hidalgo, de ese ingenio de don Quijote. Ahora bien, espero con ansias su discurso poético sobre Cervantes, que imagino vendrá, así como los a Juan Rulfo y a Luis Oyarzún.
Más ha reescrito y se ha referido a Shakespeare, pero creo que todos esos sujetos que Parra ha diseminado en su “anti-escritura” son más deudores de la locura manchega del Quijote. Ojalá nos regale un texto Parriano-Cervantino en este centenario de uno de los poetas más notables, irregular, inteligente, rupturista, desacralizador, lírico, que nos ha dado el siglo XX.
Ahora, la única certeza desde esta mirada “testimonial” que podría asegurar sin lugar a equivocarme, es que sin Parra la poesía chilena no sería lo que es hoy, no habría evolucionado, en un comienzo, como lo hizo, e involucionado, posteriormente, como lo está haciendo, tal como la conocemos a estas alturas del siglo XXI. Parra es lo que para Dios a la humanidad, para la poesía chilena (no sé qué tanto más allá de nuestros lindes): si no hubiese existido, habría que haberlo inventado.

TRADICION Y ANTITRADICION EN NICANOR PARRA por HUGO MONTES BRUNET


Las cifras son claras. Nicanor Parra cumplirá en septiembre de 2014 cien años. Lo que no cuadra es que un hombre centenario sea creador y no repetidor; que no parezca fatigado, sino cada día más entusiasta, jovial y entretenido. No le viene la palabra viejo, ni menos la palabra anciano. La suya es vida de permanente renovación.
Empezó a escribir desde su adolescencia. En 1954 hay una especie de bisagra en su obra. Antes y después del libro de ese año, puede hablarse de prehistoria y de historia, término acuñado por Niall Binns en la Introducción al primer tomo de las Obras completas de Parra (2006). La prehistoria tiene textos de búsqueda. Cancionero sin nombre, de 1937, es un poemario menor de sabor lorqueano que sin embargo mereció el Premio Municipal de Poesía. En 1952 publica Quebrantahuesos, donde se deja atrás la influencia de García Lorca y la presencia inevitable de Neruda y Huidobro. Es obra personal a la vez que semicolectiva, con el apoyo de Enrique Lihn y Jodorowsky,
entre otros. Afanes de cuentista y de autor de ensayos también quedan atrás.
Reparemos en el título Poemas y antipoemas, el libro de 1954. No sólo antipoemas, también poemas. El “anti”, únicamente para determinados textos. La diferencia es tajante. Los poemas, al menos los del libro recién indicado, obedecen a una métrica regular y a rimas asonantes. Se está ante una suerte de romancero tradicional. Así “Hay un día feliz”, “Es olvido” y “Se canta al mar”, de los que transcribimos los versos iniciales:
A recorrer me dediqué esta tarde
Las solitarias calles de mi aldea
Acompañado por el buen crepúsculo
Que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
Y su difusa lámpara de niebla,
sólo que el tiempo lo ha invadido todo
con su pálido manto de tristeza. (2006: 12)
-------------
Juro que no recuerdo ni su nombre,
Mas moriré llamándola María,
No por simple capricho de poeta:
Por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos aquellos! Yo un espantapájaros,
Ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
Supe de su muerte inmerecida... (2006: 15)
-------------
Nada podrá apartar de mi memoria
La luz de aquella misteriosa lámpara,
Ni el resultado que en mis ojos tuvo
Ni la impresión que me dejó en el alma.
Todo lo puede el tiempo, sin embargo
Creo que ni la muerte ha de borrarla.
Voy a explicarme aquí, si me permiten,
Con el eco mejor de mi garganta. (2006: 17)
“Sinfonía de cuna”, “Catalina Parra”, “Discursos en el cielo” y “San Antonio”, del mismo libro, mantienen las asonancias en los versos pares. Añaden, no obstante, manifestaciones propias de la antipoesía, como el humor, la ironía y una fuerte crítica al cura lujurioso y simoníaco.
Años más adelante, en 1967, Nicanor publicó el libro Canciones rusas.
Estamos en el apogeo de la antipoesía, apenas dos años antes de la aparición de Obra gruesa. Sin embargo, en medio de “Manifiesto” y “Cordero pascual” leemos “Aromos”, sin visos de antipoesía. “Aromos” es un texto neorromántico y delicado, en el marco de árboles en flor y con el tema eterno del amor no correspondido. La impronta parriana, no obstante, es evidente, por ejemplo en frases hechas (imagínate tú, me dispararon a boca de jarro, nada que ver). Vale la pena transcribirlo.
Paseando hace años
Por una calle de aromos en flor
Supe por un amigo bien informado
Que acabas de contraer matrimonio.
Contesté que por cierto
Que yo nada tenía que ver en el asunto.
Pero a pesar de que nunca te amé
–Eso lo sabes tú mejor que yo–
Cada vez que florecen los aromos
–Imagínate tú–
Siento la misma cosa que sentí
Cuando me dispararon a boca de jarro
La noticia bastante desoladora
De que te habías casado con otro. (2006: 162)
Es una especie de vuelta atrás en el camino hacia la antipoesía. La bisagra del libro de 1954 parece no ser tan clara como dijimos. El antes y después no se respetan, ya que es posible encontrar un texto puramente poético en medio de plena antipoesía. Valga esto como una llamada de atención a cánones más aparentes que reales en el complejo y desconcertante quehacer literario de nuestro autor.
La llamada vale de modo particular a propósito del título del presente artículo: “Tradición y antitradición”. ¿Qué es tradicional y qué antitradicional en Parra? Es fácil decir que la ruptura con la tradición ocurre sólo en los antipoemas. A la inversa, tradicionales serían los poemas, no importa si anteriores o posteriores a 1954. Pero cabe dudar de las respuestas muy fáciles. La duda se justifica a la luz de lecturas universales bien conocidas desde el Romanticismo hasta hoy.
Empezamos este excurso con Víctor Hugo y su Manifiesto romántico (1971), de 1827, fecha del estreno de Cromwell. Recuerda Víctor Hugo que el cristianismo lleva la poesía a la verdad. Y añade que en la creación no todo es hermoso, que “lo feo existe al lado de lo bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz”. Invita a descansar de lo hermoso. De hecho al parecer de Víctor Hugo, actualmente hay un predominio de lo grotesco sobre lo sublime.
Esta apertura romántica abrió las puertas a los poetas franceses de la segunda mitad del siglo XIX hacia el “feísmo”. Ya el título del principal poemario de Baudelaire es claro: Las flores del mal. De él basta recordar el comienzo del poema “Una carroña”:
Alma mía, recógete y recuerda el objeto
que hemos visto esta mañana
al volver de una senda, un infame esqueleto
sobre la tierra lozana.
Levantando las piernas como una mujer lúbrica,
ardiente y sudando veneno,
impudoroso abría, de una manera única,
su vientre de emanaciones lleno. (1961: 34)
El eslabón más importante de esta cadena posromántica lo constituye Rimbaud. Leamos su soneto “Venus Anadyomène”, traducido al español:
Como en un ataúd verde de hojalata, una cabeza
de mujer con cabellos oscuros fuertemente empomados
emerge de una vieja tina de baño, lenta y torpemente,
con carencias muy mal remendadas;
después el cuello graso y gris, los largos omóplatos
que sobresalen; la espalda corta que entra y sale,
luego las redondeces de los riñones que parecen tomar el vuelo;
la grasa bajo la piel semeja hojas lisas.
La espina dorsal es casi roja, y el conjunto tiene un sabor
extrañamente horrible, se notan sobre todo
singularidades que había que ver con lupa…
Los riñones tienen grabadas dos palabras: Clara Venus
–todo este cuerpo remueve y remata amplia grupa
repugnantemente bella en una úlcera en el ano. (1980: 222)
Reparemos en el título “Venus Anadyomène”, evocador de la belleza más sublime de la antigüedad greco-romana. Tanta belleza, inmortalizada en el cuadro de Boticelli “El nacimiento de Venus”, se destruye desde la primera estrofa. En vez de nacer de la belleza del mar Mediterráneo, la diosa sale de una tina de baño, su cabeza de mujer tiene una cabellera tremendamente untuosa. Siguen el cuello grasoso, los omóplatos que sobresalen, la espalda que entra y sale, las redondeces de los riñones, la columna vertebral es rojiza y, al fin, la Clara Venus tiene una tremenda úlcera en el ano.
Es la destrucción de la belleza, la corrupción de lo hermoso, lo grotesco en vez de la gracia y la delicadeza. Sólo faltó el nombre reservado a Nicanor Parra: la antipoesía.
Parra prolonga esta antipoesía. Más preciso, prolonga una tradición antipoética encabezada por Víctor Hugo, Baudelaire y Rimbaud. No hay ninguna ruptura con la tradición. La antipoesía parriana es tradicional. La preceden casi dos siglos. Paradójicamente, la antitradición está en los poemas y no en los antipoemas. Aquellos se alzan contra lo novedoso del feísmo, y al destacar la belleza resultan antitradicionales. Ya decíamos que conviene revisar las afirmaciones fáciles, frecuentemente erróneas.
Conviene señalar que el feísmo, afianzado por Víctor Hugo, tiene antecedentes clarísimos en la literatura clásica española. Los nombres de Francisco Quevedo y de Juan Ruiz (Arcipreste de Hita) vienen de inmediato a la memoria. Terminamos esta evocación con un soneto de Quevedo:
A Apolo siguiendo a Dafne
Bermejazo platero de las cumbres,
a cuya luz se espulga la canalla,
la ninfa Dafne, que se afufa y calla,
si la quieres gozar, paga y no alumbres.
Si quieres ahorrar de pesadumbres,
ojo del cielo, trata de compralla:
en confites gastó Marte la malla,
y la espada en pasteles y en azumbres.
Volvióse en bolsa Júpiter severo;
levantóse las faldas la doncella
por recogerle en lluvia de dinero:
astucia fue de alguna dueña estrella;
que de estrellas sin dueñas no lo infiero;
Febo, pues eres Sol, sírvete de ella. (1999: 18)
Es del caso recordar que en el excelente libro de Umberto Eco Historia de la belleza (2010: 300 y siguientes), el autor habla de belleza y melancolía, de lo grotesco y la ironía, de la vaguedad y la revuelta. Así lo bello en el Romanticismo se une y hasta se identifica con categorías claramente negativas.
Y aunque pueda parecer increíble, tales categorías negativas se dan
en los libros primeros de Rubén Darío, como Abrojos y Otoñales, textos que Parra leyó con especial interés hacia los años 50.
¿Por qué no dar el nombre de antipoemas a los textos de Baudelaire,
Rimbaud y Quevedo antes transcritos? Ironía, destrucción de mitos, groserías, burlas están a la vista. La historia esperaba la aparición a mediados del siglo XX de Nicanor Parra. Su poesía y su antipoesía, que tan bien empalma con los Quevedo y Rimbaud, vinieron simplemente a bautizar unas creaturas centenarias varias veces. Y más tradicionales resultan paradójicamente los antipoemas que muchos de los poemas, porque éstos en calidad y cantidad son quizás menos representativos de la lírica contemporánea.


REFERENCIAS
Baudelaire, Ch. (1961). Las flores del mal. Paris: Garnier Frères.
Darío, R. (1971). Abrojos, Otoñales, Epístola a la señora de Lugones. En: Obras
completas. Madrid: Aguilar (2 vols.).
Eco, U. (2010). Historia de la belleza. Florencia: Debolsillo.
Hugo, V. (1971). Manifiesto romántico. Barcelona: Ediciones Península.
Parra, N. (1937). Cancionero sin nombre. Santiago: Nascimento.
_____ (1954). Poemas y antipoemas. Santiago: Nascimento.
_____ (2006). Obras completas, 2 tomos. Barcelona: Círculo de Lectores, Galaxia
Gutenberg.
Quevedo, F. de (1999). Obra poética, tomo II. Madrid: Castalia.
Rimbaud, A. (1980). Rimbaud Obra completa. Barcelona: Libros Río Nuevo.
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