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sábado, septiembre 07, 2013

Edgar Allan Poe. Love, Death and Women (Louise Lockwood, 2010) V.O.S.E.

METZENGERSTEIN por EDGAR ALLAN POE


Pestis eram vivus
moriens tua mor ero.
MARTÍN LUTERO

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir
una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el
interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsícosis. Nada
diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de
nuestra incredulidad (como lo dísela Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían
en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban
(según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— nedemeure qu'une seule fois dans un
corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme méme, n'est que la ressemblance peu
tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás
hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía
residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída
cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad
de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no
hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran
contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los
vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían
contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La
más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables
sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse
entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el
antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo
hereditario? La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa
más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra
narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada
antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la
caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse
diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de edad. Su
padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En
aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una
soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con
un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven
barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había
visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más
esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no
había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta
millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía
prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el
comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas esperanzas de sus más
entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron
comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y
ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las
garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio
en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de
incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de
Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que cubrían lúgubremente las paredes
representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de
manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano,
oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el
cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían
sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra vez aquí, las figuras
voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al
compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de
Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus ojos se volvían
distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que
aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En
el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su
derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos
habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes
bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba
difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto.
Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que
alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el
tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos
resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el
muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber
cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo
hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los
ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño
resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido,
dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el
momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra
contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él
permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el
contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del
palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban
de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz tan
sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica
exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo
reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas
incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del
conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual
es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—.
Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo
insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer,
del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque,
como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo —agregó, luego
de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de
las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las caballadas del
conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia
de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con
el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una
pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como
completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó
insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones.
Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de
resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente
cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—dijo uno de
sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirándolos botes y las arremetidas
del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban
por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—. ¿Muerto,
dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será una
noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea
se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón
Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en
completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas; al mismo
tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la
aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas
extensiones parecía andar sin un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de
ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como
su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con
su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el barón a cazar con
nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la
caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las
invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se
oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que
quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y
que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo».
Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el
poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la
natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido
su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a aquellas muertes. No faltaban
quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre
los cuales cabe mencionar al médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía
morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza
aún más equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto
que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus Broces y demoníacas
tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos de todos los hombres de buen
sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen
tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal
caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un
carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíase
medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las
más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que
todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y
sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado.
Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo
cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una
cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en
algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de
inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar
una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más
escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que
contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein
palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían
humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario efecto que las
fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que
mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y
cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía
el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan
imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo
de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un
maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a las profundidades
de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus
domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de
ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a
agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su
avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre
se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y
espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación
que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que
pueda proporcionarla materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del
palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la
Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que
se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos
sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios, que se
había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de
los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro
instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la
escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel
caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma.
Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba
un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó
pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.

miércoles, septiembre 04, 2013

EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS por CHARLES BAUDELAIRE




…algún maestro desventurado a quien la inexorable fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: "¡Nunca! ¡Nunca más!"
(Edgar A. Poe: El cuervo.)


En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)


I

En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.

Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Allan Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo— vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.

II

La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Éste, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!
Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura.

III

LA VIDA DE POE, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.

IV

DE LAS OBRAS de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.


domingo, septiembre 01, 2013

MALAVENTURA por EDGAR ALLAN POE


¿Qué es, buena señora, lo que os ha afligido así?
Comus.
Era una tarde tranquila y apacible cuando paseaba por la agradable ciudad de
Edina. La confusión y el bullicio de las calles era terrible. Los hombres hablaban. Las
mujeres chillaban. Los niños tosían. Los cerdos silbaban. Los carros crujían. Los toros
bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros
bailaban. ¡Bailaban! ¿Será posible? ¡Bailaban! ¡Ay!, pensé, ¡mis días de baile ya pasaron! Así
es siempre. ¡Qué cantidad de pálidos recuerdos se despertarán siempre en la mente del
genio y la imaginación contemplativa!, especialmente de un genio condenado a lo
imperecedero, lo eterno, lo continuo y, como se podría decir, la continua, sí, la continua y
continuadam, amarga, acosadora, turbadora y, si se me permite la expresión, la muy
turbadora influencia de lo sereno, lo divino, lo celestial, lo exaltante y elevado y purificante
efecto de lo que puede ser llamado lo más envidiable, lo más verdaderamente envidiable,
¡no!, lo más benignamente bello, lo más deliciosamente etéreo y, como si lo fuera, la más
linda (si se me permite tan enfática expresión) cosa (perdóneme, amable lector) del mundo,
siempre me dejo llevar por mis sentimientos. Con tal estado de ánimo, repito, ¡qué cantidad
de recuerdos se amontonan por una nadería! ¡Los perros bailaban! Yo, yo no podía. Ellos
retozaban, yo lloraba. Ellos brincaban, yo gemía. !Conmovedoras circunstancias! que no
pueden dejar de traer a la memoria del clásico lector ese exquisito pasaje sobre la
perfección de las cosas, que se encuentra al comienzo del tercer volumen de esa admirable
y venerable novela china, el Yo-Voy-Lenta.
En mi solitaria caminata por la ciudad tuve dos humildes pero fieles compañeros.
Diana, mi perra lanuda, ¡la más dulce de las criaturas! Tenía gran cantidad de pelo sobre su
único ojo y una cinta azul elegantemente atada en su cuello. Diana no tenía más de cinco
pulgadas de alto pero su cabeza era algo más grande que su cuerpo, y su cola, cortada muy
al ras, le daba un aire de inocencia lastimada que al interesante animal le hacía ganar la
simpatía de todos.
Y Pompeyo, ¡mi negro!, ¿dulce Pompeyo!, ¿cómo podría olvidarte? Yo me había
tomado del brazo de Pompeyo. El tenía tres pies de alto (quiero ser precisa) y como setenta
años, o quizás ochenta. Tenía las piernas combadas y era corpulento. Su boca no podría
decirse pequeña, ni sus orejas cortas. Sus dientes, sin embargo, eran como perlas y el
blanco de sus grandes ojos era delicioso. La naturaleza lo había privado de cuello y había
puesto sus tobillos (como es usual en esa raza) en el medio de la parte superior de sus pies.
Estaba vestido con impactante simplicidad. Sus únicas vestimentas eran una faja de nueve
pulgadas de alto y un gabán casi nuevo que había pertenecido al alto, esbelto e ilustre
doctor Moneypenny. Era un buen gabán. Estaba bien cortado. Bien hecho. El gabán era casi
nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no se ensuciara.
Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas ya han sido objeto de nota.
Había una tercera y esa persona era yo misma. Yo soy la Signora Psyche Zenobia. No soy
Suky Snobbs. Mi apariencia es imponente. En la memorable ocasión de la que hablo estaba
vestida con un atuendo de satén carmesí y un mantelet árabe azul-cielo. El vestido estaba
guarnecido de agraffas verdes y siete gráciles velos de aurícula naranjas. Así era la
tercera del grupo. Estaba la perra de lana. Estaba Pompeyo. Estaba yo misma. Éramos tres.
Del mismo modo que originalmente las Furias no eran sino tres: Meltia, Nimia y Hetia, la
Meditación, la Memoria y el Violín.
Apoyándome en el brazo del galante Pompeyo y seguida por Diana a respetable
distancia, seguí bajando por una de las populosas y agradables calles de la ahora desierta
Edina. De pronto, apareció ante mis ojos una gran iglesia, una catedral gótica, venerable y
con un alto campanario erguido hacia el cielo. ¿Qué locura me poseía ahora? ¿Por qué me
apresuraba hacia mi destino? Estaba poseída por el incontrolable deseo de subir el
empinado pináculo y desde ahí vislumbrar la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la
catedral se mantenía invitadoramente abierta. Mi destino prevaleció. Entré por la ominosa
arcada. ¿Dónde estaba entonces mi ángel guardián?, si es que tales ángeles existían. ¡Sí!
¡Perturbador monosílabo!, ¡qué mundo de misterio y significado y duda e incertidumbre
envolvían esas solas dos letras! ¡Entré por la ominosa arcada! Entré y, sin dañar mis
aurículas color naranja, pasé debajo del portal y emergí en el vestíbulo. Así como pasaba el
inmenso río Alfred, ileso y sin mojarse, debajo del mar.
Pensé que la escalera no iba a terminar nunca. ¡Girando! Sí, girando y arriba,
girando y arriba, girando y arriba hasta que no pude evitar sospechar, junto al sagaz
Pompeyo en cuyo brazo descansaba con la confianza de un afecto temprano, no pude evitar
sospechar que el extremo superior de la continua escalera de caracol había sido
accidentalmente, o quizá premeditadamente, quitado. Hice una pausa para recobrar el
aliento y, entre tanto, ocurrió un accidente de una naturaleza tal, tanto desde un punto de
vista moral como metafísico, que no puedo dejar pasar. Me pareció, tenía por cierto
bastante confianza en el hecho, no podía estar equivocada, ¡no!, había, por momentos,
observado cuidadosa y ansiosamente los movimientos de mi Diana, dije que no podía estar
equivocada, ¡Diana olió una rata! De inmediato llamé la atención de Pompeyo sobre el tema y
él... él estuvo de acuerdo conmigo. No podía haber entonces duda razonable por más tiempo.
La rata había sido olida, y por Diana. ¡Cielos! ¿Llegaré a olvidar la intensa excitación del
momento? ¡La rata!, estaba ahí, es decir, estaba en algún lugar. Diana olió a la rata. Yo, yo
no pude. Del mismo modo que el Isis Prusiano tiene, para algunas personas, un perfume
dulce y poderoso, mientras que para otras es perfectamente inodoro.
La escalera había sido conquistada y ahora sólo quedaban tres o cuatro escalones
interponiéndose entre nosotros y la cima. Ascendimos un poco más y ahora sólo quedaba un
escalón. ¡Un escalón! ¡Un pequeño, pequeño escalón! De tan pequeño escalón en la gran
escalera de la vida humana, ¡qué vasta cantidad de humana felicidad depende! Pensé en mí,
luego en Pompeyo y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodea. ¡Pensé en
Pompeyo!, ¡pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos equivocados que había dado y que
aún daría. Resolví ser más precavida, más reservada. Abandoné el brazo de Pompeyo y, sin
su asistencia, monté el escalón que faltaba y llegué a la cámara del campanario. Fui seguida
inmediatamente por mi perra, Pompeyo quedó solo más atrás. Permanecí de pie en el
extremo de la escalera y lo alenté a subir. Alargó su mano hacia mí y, desafortunadamente,
al hacerlo se vio obligado a abandonar el gabán que sostenía con firmeza. ¿Nunca cesarán
los dioses su persecución? El gabán se cayó y, con uno de sus pies, Pompeyo se enreda con el
largo faldón del abrigo. Tropieza y cae, esta consecuencia era inevitable. Cayó hacia
adelante y, con su maldita cabeza, me dio de lleno en... en el pecho, precipitándome hacia
adelante, junto a él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza
fue segura, inmediata y completa. Asiéndolo furiosamente de la lanuda cabellera con ambas
manos, le arranqué una vasta cantidad de material negro, matoso y rizado y lo arrojé lejos
de mí con todo un gesto de desdén. Cayó entre las sogas del campanario y ahí se quedó.
Pompeyo se levantó y no dijo palabra. Pero me miró lastimeramente con sus grandes ojos y...
suspiró. ¿Dioses, qué suspiro! Me penetró el corazón. Y el cabello... ¡la lana! Si pudiera haber
alcanzado la lana la habría bañado con mis lágrimas en señal de arrepentimiento. Pero he ahí
que ahora estaba fuera de mi alcance. Hamacándose entre el cordaje de la campana,
imaginaba que estaba aún vivo. Imaginaba que se erguía con indignación. Como la felizdandy
Flos Aeris de Java que da una bella flor que seguirá viva aun cuando se la arranca de raíz.
Los nativos la suspenden del techo con un cordel y disfrutan de su fragancia durante años.
Nuestra disputa había acabado y buscamos una abertura que nos permitiese
visualizar la ciudad de Edina. Ventanas no había. La única luz que se filtraba en la sombría
cámara procedía de una abertura cuadrada, de cerca de un pie de diámetro a una altura de
unos siete pies del piso. ¿Qué es lo que no puede hacer la energía del verdadero genio?
Resolví trepar hasta ese agujero. Había, cerca y frente al agujero, una gran cantidad de
ruedas, piñones y otra maquinaria de aspecto cabalístico; y a través de éste pasaba un
bastón de hierro, parte de la maquinaria. Entre las ruedas y la pared donde estaba el
agujero había apenas espacio para mi cuerpo y aunque era desesperante, estaba
determinada a perseverar. Llamé a Pompeyo a mi lado.
- ¿Ves ese agujero, Pompeyo? Quisiera mirar por él. Te quedarás parado acá, justo
debajo del agujero, así. Ahora, sostiene así una de tus manos y déjame poner un pie en ella.
Ahora con la otra mano, Pompeyo, ayúdame a subir encima de tus hombros.
Hizo todo lo que le pedí y me encontré en cuanto estuve arriba con que podía
fácilmente pasar mi cabeza y cuello por la abertura. La perspectiva era sublime. Nada podía
ser más magnífico. Hice sólo una pausa para ordenarle a Diana que se comportase y le
aseguré a Pompeyo que sería considerada y descansaría sobre sus hombros lo más
ligeramente posible. Le dije que sería tierna con sus sentimientos, ossi tender que
beefsteak. Habiéndole hecho justicia a mi fiel amigo me dediqué con viveza y entusiasmo al
goce de la escena que gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Este tema, sin embargo, lo dejaré de lado. No describiré la ciudad de Edimburgo.
Todos han estado en la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en Edimburgo, la clásica
Edina. Me limitaré a los detalles puntuales de mi lamentable aventura. Habiendo de algún
modo satisfecho mi curiosidad respecto de la extensión, situación y apariencia general de la
ciudad, tuve el deseo de ver la iglesia en la que estaba y la delicada arquitectura del
campanario. Noté que la abertura por la que había asomado mi cabeza daba al disco de un
gigantesco reloj y, desde la calle, debía de parecer como un gran ojo de cerradura tal como
se ve en el frente de los relojes franceses. Sin duda debía de estar para permitir que el
brazo de un operador ajuste, cuando es necesario, las agujas del reloj desde adentro.
Observé también, con sorpresa, el inmenso tamaño de estas agujas, de las cuales la más
larga no debería medir menos de diez pies y ocho o nueve pulgadas en su parte más ancha.
Aparentemente estaban hechas de un sólido acero y sus bordes parecían afilados. Habiendo
tomado nota de estas particularidades, y de algunas otras, volví mis ojos hacia la gloriosa
perspectiva de más abajo y me quedé absorta en la contemplación.
De ésta, después de algunos minutos, fui sacada por la voz de Pompeyo que me dijo
que no podía seguir sosteniéndome por más tiempo y me pidió que tuviera la gentileza de
bajar. Esto no era razonable y se lo dije con un discurso algo largo. Me contestó pero con
una evidente falta de comprensión de mis ideas respecto del asunto. Empecé a enojarme en
la misma medida y le dije directamente que era un tonto, que había cometido una ignoramus
electa, que sus nociones eran apenas insomnio de bueyes y sus palabras apenas mejores que
un enema verborum. Con esto pareció quedar satisfecho y continué con mis
contemplaciones.
Debe de haber sido como media hora después de este altercado que, estando
profundamente absorta por el celestial escenario que se extendía debajo de mí, fui
sobresaltada por algo muy frío que apretaba con gentil presión la parte trasera de mi
cuello. No hace falta decir que me sentí inexpresablemente alarmada. Sabía que Pompeyo
estaba a mis pies y que Diana, de acuerdo con mis expresas directivas, estaba sentada
sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado de la habitación. ¿Qué podía ser? ¡Ay!,
demasiado pronto lo descubrí. Haciendo suavemente mi cabeza a un lado, percibí, con el
horror más extremo, que el gigantesco y centelleante minutero con aspecto de cimitarra
había, en el curso de su giro horario, descendido sobre mi cuello. Supe que no había un
segundo que perder. Me corrí hacia atrás... pero era demasiado tarde. No tuve ocasión de
sacar la cabeza de la boca de esa terrible trampa en la que caí tan limpiamente y que se
estrechaba cada vez más con una rapidez demasiado horrible como para ser concebida. La
agonía de ese momento es algo que no puede ser imaginado. Extendí mis manos y apliqué
toda mi fuerza en empujar hacia arriba la pesada barra de hierro. Podría mejor haber
tratado de levantar en vilo a la catedral misma. Bajaba, bajaba y bajaba, cada vez y cada
vez más cerca. Le pedí ayuda a Pompeyo a gritos pero me respondió que había herido sus
sentimientos al llamarlo "ignorante electa". Le grité a Diana pero ella sólo respondió con un
"guauguauguauguau" y que yo le había dicho que "por ningún motivo se alejara del rincón".
Así no podía esperar ayuda alguna de parte de mis asociados.
Mientras tanto, la pesada y terrible Guadaña del Tiempo (pues ahora descubría la
importancia literal de la clásica frase) no se había detenido ni se iba a detener. Bajaba y
seguía bajando. Ya había enterrado su filoso borde una pulgada en mi carne y mis
sensaciones se tornaban indistintas y confusas. En un momento me veía a mí misma en
Filadelfia con el mundano doctor Moneypenny y al otro de vuelta en la oficina del señor
Blackwood recibiendo sus invalorables instrucciones. Y luego de nuevo los dulces recuerdos
de mejores y remotos tiempos y pensé en ese período feliz en que el mundo no era todo un
desierto y Pompeyo no era tan cruel.
El tictac de la maquinaria me divertía. Me divertía, digo, pues ahora mis
sensaciones rozaban la perfecta felicidad y las circunstancias más triviales me aportaban
placer. El eterno tictac, tictac, tictac del reloj era para mis oídos la música más melodiosa
y, ocasionalmente, me recordaba los elegantes sermones del doctor Ollapod. Estaban
también los grandes números de la esfera del reloj, iqué inteligentes, qué intelectuales
parecían todos! Al momento empezaron a bailar una mazurka y me pareció que era el
número V el que mayor satisfacción daba. Era, evidentemente, una dama bien educada.
Nada de fanfarronería ni falta de delicadeza en sus movimientos. Hacía la pirueta
admirablemente, girando alrededor de su eje. Hice el gesto de alcanzarle una silla pues vi
que parecía fatigada de sus ejercicios y no fue hasta entonces que percibí mi lamentable
situación. !Lamentable, por cierto! La hoja había penetrado dos pulgadas en mi cuello. Fui
elevada a un grado de intenso dolor. Rogué por la muerte y, en la agonía del momento, no
pude dejar de citar los exquisitos versos del poeta Miguel de Cervantes:
¡Vanny Buren, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure, delly morry
Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ahora se presentaba un nuevo horror y uno que por cierto bastaba para
soliviantar los nervios más templados. Mis ojos, por la cruel presión de la máquina, estaban
saliéndose completamente de sus órbitas. Mientras pensaba en cómo podría arreglármelas
sin ellos, uno saltó de mi cabeza y, rodando por la cornisa del campanario, cayó en la
canaleta de desagüe que corría por los bordes del edificio principal. La pérdida de un ojo no
era tanto como el insolente aire de independencia y contento con que me miraba después
que estuvo fuera. Ahí estaba, en la canaleta, justo bajo mi nariz y los aires que se daba
habrían sido ridículos si no fueran desagradables. Tales guiños y parpadeos nunca antes
habían sido vistos. Ese comportamiento de parte de mi ojo en la canaleta no era sólo
irritante teniendo en cuenta su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino también
excesivamente inconveniente en vistas de la simpatía que siempre existe entre los dos ojos
de la misma cabeza, no importa cuán alejados estén. Fui forzada, en cierto modo, a guiñar y
parpadear, quiera o no, en coordinación exacta con esa cosa depravada que yacía bajo mi
nariz. Fui en el acto liberada, sin embargo, por la caída del otro ojo. Al caer tomó la misma
dirección que su compañero (quizá se complotaron previamente). Ambos rodaron juntos por
la canaleta y la verdad es que me sentí muy contenta de librarme de ellos.
La barra estaba ahora cuatro pulgadas y media incrustada en mi cuello y sólo
quedaba un pequeño trozo de piel por cortar. Mis sensaciones eran de completa felicidad
porque sentí que, como mucho, en unos pocos minutos, quedaría liberada de mi desagradable
situación. A la espera de eso no me hallaba del todo decepcionada. A las cinco y veinticinco
minutos de la tarde, precisamente, el enorme minutero había avanzado lo suficiente en su
terrible revolución como para cortar lo poco que quedaba de mi cuello. No me lamenté de
ver la cabeza que me ocasionó tantas molestias separada definitivamente de mi cuerpo.
Primero rodó por la cornisa, luego por la canaleta durante unos pocos segundos
precipitándose entonces en medio de la calle.
Debo confesar con candidez que mis sentimientos eran ahora del más singular...
no, del más misterioso, perplejo e incomprensible carácter. Mis sentidos estaban acá y allá
al mismo tiempo. Con mi cabeza imaginaba, al mismo tiempo, que yo, la cabeza, era la
verdadera Signora Psyche Zenobia, al instante siguiente estaba convencida de que yo, el
cuerpo, era la propia identidad. Para esclarecer mis ideas sobre este tema saqué de mi
bolsillo la caja de rapé pero, al querer aplicar un puñado de su gratificante contenido de la
forma normal, me percaté inmediatamente de mi peculiar deficiencia y, al momento, arrojé
la caja hacia abajo, a mi cabeza. Tomó el puñado con gran satisfacción y me devolvió una
sonrisa de reconocimiento. Momentos después empezó a hablarme pero como no tenía oídos
la oí muy mal. Alcancé, sin embargo, a entender lo suficiente como para darme cuenta de
que la cabeza estaba muy extrañada de que yo quisiera seguir viviendo bajo estas
circunstancias. En su frase final mencionó los nobles versos de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty
comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya
estaba muerto y seguía combatiendo con interminable valor. Ya no había nada que me
impidiese bajar del sitio al que había subido y así lo hice. Nunca pude saber qué vio Pompeyo
de particular en mi aspecto. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiese
romper nueces con los párpados. Al fin, tirando su gabán, saltó hacia la escalera y
desapareció. Grité al villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O'Phlegethon,
qué pálido estás
y torné hacia la amada de mi corazón, la del único ojo, la lanuda Diana. ¡Ay!, qué horrible
espectáculo me esperaba. ¿Había visto en verdad una rata que volvía a su cueva? Y esos
huesos, ¿eran los del desdichado angelito que había sido cruelmente devorado por el
monstruo? ¡Dioses!, ¡qué estoy mirando! ¿Ésa es el alma, la sombra, el fantasma de mi amada
perrita, lo que veo allí sentado en el rincón con pesarosa gracia? ¡Escuchad al que habla y,
cielos... en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun Duk she! Duk she!
¡Ah, cuán ciertas resultaron sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto Por ti... por ti
¡Dulce pequeña! ¡Ella también se sacrificó por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza,
¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.
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