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domingo, abril 03, 2016

LO MAS EXTRAÑO por CHARLES BUKOWSKI


estaba sentado en una silla
en la oscuridad
cuando horribles sonidos de tortura
y miedo
empezaron en la maleza
afuera de mi ventana.
obviamente no era un gato
y una gata
sino un gato y otro gato
y por el sonido
aparentemente uno era mucho más grande
y estaba atacando a
matar.
luego paró.

después empezó de nuevo
y peor esta vez;
los sonidos eran tan terribles
que era incapaz de
moverme.
entonces el sonido cesó.
me paré de mi silla
fui a la cama y
dormí.

tuve un sueño. el pequeño gato blanco y gris
llegaba a mí en mi sueño
y se veía muy
triste. me hablaba,
decía:

“mira lo que el otro gato me hizo”.
y se acomodaba en mi regazo
y veía los rasguños y
la carne viva. luego
saltaba abajo.

y eso fue todo.

me levanté a las 8:45 p.m.
me vestí y salí
y miré alrededor.

no había
nada.

caminé de regreso y
puse dos huevos
en una olla con agua
y encendí la
llama.

lunes, diciembre 28, 2015

SANDRA por CHARLES BUKOWSKI


Es la esbelta y alta
damisela
con aretes y
vestido largo

siempre anda drogada
y acelerada
con zapatos de tacón
metiéndose pastillas
borracha

Sandra se inclina
hacia fuera de su silla
hacia Glendale

pienso que se pegará
en la cabeza con la cerradura
del closet
cuando intenta
encender
otro cigarro
con el que aún
tiene encendido

a sus 32 años le gustan
los jóvenes pulcros
sin cicatrices
con cara de nalga
de princesa

me lo ha dicho muchas veces
y me ha mostrado sus trofeos:
carne joven rubia
estúpida y silenciosa
que
a) se sienta
b) se levanta
c) habla
cuando ella lo ordena

A veces me muestra uno
a veces dos
a veces tres

Sandra se ve muy bien
de vestido largo
Sandra es muy capaz de
romperle el corazón a un hombre

espero que encuentre
uno.

martes, agosto 25, 2015

EL FIN DE UN BREVE ROMANCE por CHARLES BUKOWSKI


esta vez
lo intenté de pie.
normalmente no funciona
pero ahora
parecía que sí…
ella no dejaba de decir
«oh, Dios, tienes unas
piernas maravillosas!»
todo estaba bien
hasta que levantó los pies
del suelo
y atenazó mi cintura
con sus piernas.
«oh, Dios, tienes unas
piernas maravillosas!»
pesaba como 70 kilos
y se colgó de mí
mientras yo hacía mi labor.
fue cuando acabé
que sentí un dolor
subiendo por la espalda.
la empujé al sofá
y caminé por la habitación,
el dolor seguía.
«mira», le dije
«mejor vete, tengo
que revelar algunas fotos
en el cuarto oscuro».
se vistió y se fue
yo fui a la cocina
por un vaso de agua,
tomé el vaso lleno
con la mano izquierda,
el dolor se extendió
detrás de mis orejas
y se me cayó el vaso
que se hizo pedazos
en el piso.
me metí a la tina llena
de agua caliente y sales
comenzaba a relajarme
cuando sonó el teléfono,
traté de levantarme
y el dolor invadió
mi cuello y brazos,
me agarré de unos tubos
y salí
con la cabeza llena
de manchas luminosas
verdes, amarillas y
rojas.
el teléfono seguía sonando
descolgué
«¿bueno?»
«TE AMO», dijo ella.
«gracias», le dije.
«¿es todo lo que tienes que decir?»
«sí»
«come mierda», dijo y
colgó.
el amor se acaba, pensé,
mientras regresaba al
baño, más rápido incluso
que el esperma.

lunes, agosto 24, 2015

UNA CIUDAD MALIGNA por CHARLES BUKOWSKI


Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.
Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.
El empleado de recepción le llamó:
—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?
Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.
—Hemos estado observándole, señor Evans.
El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.
—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.
El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.
—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?
—No nos desviemos del asunto, señor Evans.
—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?
—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?
—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.
El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.
—Aquí tiene, señor Evans.
—Gracias.
Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este. Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.
Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO EL LA BESO.
Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.
Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.
Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.
Y AQUEL INDIVIDUO VIOLO A BLANCHE MIENTRAS ESTA ESTABA INDEFENSA.
Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya en el asiento de al lado.
—Oh mierda —decía el tipo—, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!
CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE COMPRENDIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.
Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacia él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.
Frank apretó el botón de la navaja automática.
—¡Cuidado! —le dijo a aquel tipo—. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!
—¡Oh, Dios santo! —dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.
POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.
Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puerta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.
—Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!
En la partición que separaba los waters había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.
—¡Ooooh ooooh, marrano! —dijo el tipo—. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!
Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.
—¿Sí? —preguntó Frank.
—Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.
—¿El qué? —Ya sabe.
—No, no sé.
—Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.
—Sí estoy perdiendo el juicio —dijo Frank—. Y gracias por el queso.
Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:
Querida madre:
Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.
Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos... tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…
Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.
—Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.
—Muy bien, pase.
El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.
—Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.
—No sé de qué me habla usted.
-—Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.
—Le perdono. Ahora váyase.
—Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.
—Está bien. ¿De qué se trata?
—Le quiero, señor Evans.
—¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?
—No, su cuerpo, señor Evans.
—¿Qué?
—Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!
—¿Qué?
—QUE ME DE POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.
—¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!
El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su boca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Apestaba. Frank le dio un empujón.
—¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!
—¡Le amo, señor Evans!
—¡Cerdo asqueroso!
Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.
—Señor Evans... Dios mío...
El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.
—¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!
Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.
—Oh Dios mío Dios mío Dios mío... —dijo el empleado.
Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el water. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.
...se fueron pero yo había visto la Eternidad.
Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad... quizá sea San Francisco o Portland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.
Recibe todo el cariño de tu hijo
Frank.
Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.

jueves, agosto 06, 2015

FELIZ CUMPLEAÑOS por CHARLES BUKOWSKI


Cuando Wagner era un viejo se dio una fiesta de cumpleaños en su honor y se tocaron un par de incidentales composiciones juveniles.
Después preguntó: "¿quién escribió éstas?"
"tú", le dijeron.
"ah", respondió
"es como siempre había sospechado: la muerte entonces tiene algo de virtud".

SIN SUEÑOS por CHARLES BUKOWSKI


Las camareras de pelo gris en los cafés por la noche se rindieron, y mientras camino por las veredas de la luz y miro las ventanas de las casas de las enfermeras puedo ver que ya no es con ellas. Veo gente sentada en los bancos de la plaza y puedo ver por la manera en que se sientan y miran que se acabó. Veo gente manejando autos y veo por la manera en que manejan sus autos que ni aman ni son amados ni consideran el sexo está todo olvidado como una vieja película. Veo gente en las tiendas y supermercados caminando por los pasillos comprando cosas y puedo ver por la manera en que les queda la ropa y por la manera en que caminan y por sus caras y sus ojos que no les importa nada y nada se preocupa por ellos puedo ver cien personas por día que se rindieron del todo si voy al hipódromo o a algún espectáculo deportivo puedo ver miles que no sienten nada por nada o por nadie y no reciben ningún sentimiento.
Por todas partes veo a aquellos que no mendigan nada sino comida, refugio y ropa, ellos se concentran en eso, sin sueños. No entiendo por qué esa gente no desaparece no entiendo por qué esa gente no expira por qué las nubes no los asesinan o por qué los perros no los asesinan o por qué las flores y los niños no los asesinan, no entiendo supongo que ya están asesinados sin embargo, no puedo acomodarme al hecho de que existan porque son demasiados cada día cada noche hay más de ellos en los subtes en los edificios en los parques no sienten terror por no amar o por no ser amados. Tantas tantas tantas de mis criaturas compañeras.

miércoles, agosto 05, 2015

YO por CHARLES BUKOWSKI


las mujeres no saben amar,
me dijo. tú sabes amar
pero las mujeres sólo quieren
chupar sangre,
lo sé porque soy
mujer.
ja ja ja, reí.
así que no te preocupes por haber roto
con Susan
porque ella le chupará la sangre
a otro.
platicamos largo rato
después me despedí
colgué
entré al baño
y expulsé una buena cagada.
pensé, bien,
todavía estoy vivo
tengo habilidad para expulsar deshechos
de mi cuerpo y poemas.
tan pronto como esto pase
tendré capacidad para superar
traiciones
soledad
padrastro
aplausos
y las noticias económicas
de la sección financiera.
entonces
me levanté
me limpié
me enjuagué
y pensé:
es cierto:
sé cómo amar
me subí los pantalones y
me fui al cuarto.

LA SUERTE NO ERA DAMA PARA MÍ por CHARLES BUKOWSKI


Siendo medianamente joven me sentaba en los bares poniéndome hasta las orejas pensando en algo que pudiera sucederme, quiero decir, intentaba con las damas: “oye, muñeca, escucha, los vendedores ambulantes lloran por tu belleza…” o algo así.
Ellas nunca volteaban, miraban hacia el frente, justo hacia el frente, aburridas.
“oye, muñeca, escucha, soy un genio, ja, ja…”
Calladas frente al espejo del bar, estas mágicas criaturas, estas sirenas secretas, de grandes piernas, estallando desde sus vestidos, usando brillantes tacones como dagas, pendientes, bocas de fresa, sentadas ahí, sentadas ahí, sentadas ahí.
Una de ellas me dijo: “me aburres.”
“no, muñeca, estás atrasada…”
“oh, cállate…”
Entonces entraba el galán, algún tipo pulcro con traje, bigote de lápiz, corbata de moño; delgado, ligero, musical, delicado y tan sabihondo y todas las damas comenzaban a llamarlo por su nombre: “oh, Murray, Murray” o algo así.
“qué tal, muchachas!”
Siempre supe que podía derribar a uno de esos jodidos pero eso difícilmente hubiese tenido relevancia entre la suma total de cosas, las damas simplemente se reunían alrededor de Murray (o algo así) y continuaban ordenando bebidas, compartiendo la música de la sinfonola y escuchando la risa de sus bromas privadas que yo difícilmente podía oír.
Yo me preguntaba cuántas cosas maravillosas me estaba perdiendo, el secreto de la magia, algo que ellos conocían, y me sentí otra vez como el idiota en el patio de la escuela, a veces un hombre nunca sale de ahí -queda marcado, uno se da cuenta con un simple vistazo
Y así me excluían, “soy el rostro perdido de Jano,”  pude haber dicho en algún momento de silencio. Para ser, por supuesto ignorado.
Ellos enfilaban hacia sus carros en el estacionamiento trasero fumando riendo para alejarse hacia una consumada victoria eterna
Dejándome para seguir bebiendo yo solo sentado ahí con el rostro del cantinero cerca del mío:
“ÚLTIMA RONDA!”
Su carnoso rostro indiferente de pacotilla bajo la luz barata
Después de mi último trago salía hacia mi carro de diez años de edad junto a la banqueta subía y manejaba siempre cuidadosamente hacia mi cuarto de alquiler
Recordando el patio de la escuela de nuevo, durante el recreo, me escogían al último
Para el juego de beisbol, el mismo sol brillando sobre mí igual que sobre ellos, luego oscurecía, la mayoría de la gente del mundo reunida; mi cigarrillo colgante, y yo escuchaba el sonido del motor.

martes, agosto 04, 2015

LA DIOSA DE 1.80 por CHARLES BUKOWSKI


Soy un hombre grande
supongo que por eso mi mujer
se ve pequeña
es una diosa de 1.80
que vende bienes raíces
y arte
y vuela desde Texas para verme
y yo a Texas
para verla
aunque es pequeña
sobra de dónde agarrarle
y yo no me detengo
y agarro,
y le jalo los pelos
soy un verdadero macho
chupo su labio superior
su sexo
su alma
la penetro y le digo
«voy a dispararte
jugo blanco caliente. No vine hasta
Galveston para jugar
ajedrez».
más tarde estamos trenzados como hiedras
humanas
mi brazo izquierdo bajo la almohada
mi brazo derecho sobre su costado
sujeto sus dos manos
y mi pecho
panza
huevos
y pito
se enredan dentro de ella
y a través de nosotros
en la oscuridad
pasan rayos
de atrás hacia adelante
de atrás hacia adelante
hasta que me desplomo
y nos dormimos.
Es salvaje
pero amable
mi diosa de 1.80
me hace reír
la risa del mutilado
que aún necesita amor
sus benditos ojos
se pierden
en la profundidad de su cabeza
como manantiales de montaña
lejanos
calmos, bondadosos.
ella me ha salvado
de todo lo que
me espera afuera.

lunes, agosto 03, 2015

TU por CHARLES BUKOWSKI


eres una bestia, dijo ella
con tu enorme panza blanca
y esos pies peludos
nunca te cortas las uñas además tienes manos
regordetas
garras de gato
nariz roja brillosa
y los huevos más grandes
que he visto en mi vida disparas esperma como
una ballena arroja agua
del orificio de su espalda
bestia bestia bestia
luego me besó
¿qué quieres de
desayunar?

domingo, agosto 02, 2015

FREEDOM por CHARLES BUKOWSKI


he drank wine all night the night of the
28th. and he kept thinking of her:
the way she walked and talked and loved
the way she told him things that seemed true
but were not, and he knew the color of each
of her dresses
and her shoes---he knew the stock and curve of
each heel
as well as the leg shaped by it.
and she was out again when he came home, and
she'd come back with the special stink again,
and she did
she came in at 3 a.m. in the morning
filthy like a dung-eating swine
and
he took out the butcher knife
and she screamed
backing into the roominghouse wall
still pretty somehow
in spite of love's reek
and he finished the glass of wine.
that yellow dress
his favorite
and she screamed again.
and he took up the knife
and unhooked his belt
and tore away the cloth before her
and cut off his balls.
and carried them in his hands
like apricots
and flushed them down the
toilet bowl
and she kept screaming
as the room became red
GOD O GOD!
WHAT HAVE YOU DONE?
and he sat there holding 3 towels
between his legs
not caring now whether she left or
stayed
wore yellow or green or
anything at all.
and one hand holding and one hand
lifting he poured
another wine.

sábado, agosto 01, 2015

UN POEMA ES UNA CIUDAD por CHARLES BUKOWSKI


Un poema es una ciudad llena de calles y cloacas, llena de santos, héroes, pordioseros, locos, llena de banalidad y embriaguez, llena de lluvia y truenos y períodos de ahogo, un poema es una ciudad en guerra, un poema es una ciudad preguntando por qué a un reloj, un poema es una ciudad ardiendo, un poema es una ciudad bajo las armas sus barberías llenas de borrachos cínicos, un poema es una ciudad donde Dios cabalga desnudo por las calles como Lady Godiva, donde los perros ladran en la noche y persiguen la bandera; un poema es una ciudad de poetas, muchos de ellos muy similares y envidiosos y amargados... Un poema es esta ciudad ahora, a 50 millas de ninguna parte a las 9:09 de la mañana, el sabor a licor y cigarrillos, sin policía, sin amantes, caminando en las calles, este poema, esta ciudad, cerrando sus puertas, fortificada, casi vacía, enlutada sin lágrimas, envejecida sin pena, las montañas rocosas, el océano como una llama de lavanda, una luna carente de grandeza, una leve música de ventanas rotas...
Un poema es una ciudad, un poema es una nación, un poema es el mundo... Y ahora pongo esto bajo el cristal para el loco escrutinio del editor y la noche está en cualquier lado y lánguidas damas grises se alinean el perro sigue al perro al estuario las trompetas anuncian los patíbulos mientras los hombrecillos deliran sobre cosas que no pueden hacer.

INFORME METEOROLOGICO por CHARLES BUKOWSKI


supongo que está lloviendo
en alguna ciudad de españa ahora
mientras estoy sintiéndome tan mal.
me gustaría pensar en eso ahora.
vamos a un pueblito mexicano suena
lindo:
mientras estoy sintiéndome
tan mal.
las paredes amarillas por el tiempo
esa lluvia
ahí afuera,
un cerdo moviéndose en su chiquero en la noche
molestado por la lluvia,
pequeños ojos como brasas de cigarrillo,
y su maldita cola:
¿lo ves?
no puedo imaginar a la gente,
es difícil para mi imaginar a la gente,
quizás se sienten tan mal como yo o
casi tan mal.
me pregunto que hacen cuando se sienten mal
probablemente no hablan de eso.
dicen:
"mirá, está lloviendo"
es la mejor manera.-

NACIMIENTO, VIDA Y MUERTE DE UN PERIÓDICO UNDERGROUND por CHARLES BUKOWSKI


Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de Open Pussy, el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.
Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».
Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste un botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».
—¿Lo hice?
—No.
—Bueno, espera a la próxima vez.
Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».
—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos. ¿A quién le importan los periódicos?
—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.
Alcé mi copa.
—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!
—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.
—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!
—En fin, queremos que hagas una columna.
—Soy un poeta.
—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?
—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.
—Queremos una columna para Open Pussy.
—Sírveme un trago y de acuerdo.
Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué alucinante, papi, qué alucinante! Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la yerba. La mandanga. ¡Alucinante, niño!
Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir...
El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas parecían y actuaban igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.
—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!
—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!
—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente... repugnante!
Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro...
El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?
—¡Deprisa, querida!
Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de...».
—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.
La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.
—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque...
Cherry: «Oye, viejo lascivo...».
—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!
Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.
—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!
Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfono interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.
—Sostén bien la linterna —decía...
Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.
—¿Hank?
—¿Sí?
—Cherry se fue anoche.
—¿Sí?
—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.
—¿Te la tiraste?
—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.
—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.
—Pero tenía gancho.
—¿Sí?
—Sí.
Colgué...
Durante los cuatro o cinco números siguientes, Open Pussy salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.
Uno noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba...
Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados...
En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por medía hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones.
Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con un cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.
Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.
Y entré.
—Coja una silla.
Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.
—¿Mr. Bukowski?
—Sí.
Me dijo su nombre. No me interesaba.
Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.
Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero... Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. El era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—Bueno, hemos recibido un informe...
—Sí. Adelante.
—...en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.
Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.
—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.
—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—No tengo por qué decírselo.
Se echó hacia atrás de nuevo.
—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.
Como en realidad no me sentía culpable de nada, no contesté.
Esperé.
Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo...
Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de Open Pussy.
Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.
—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas: Notas de un viejo asqueroso.
—Sí.
—¿Qué tiene que decir de estas columnas?
—Nada.
—¿Llama usted a esto escribir?
—Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO...
Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:
—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!
—No lo harán —le prometí.
—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.
—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.
La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó: «¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».
Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.
—¿Es usted Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.
—Sí, amigo.
—Sígame, por favor.
Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.
—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.
Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.
Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?
—¿Bukowski?
—Sí.
Los dos me estrecharon la mano.
—Siéntese.
Alucinante, amigo:
—Este es el señor... de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.
Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?
El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.
—Bien, Mr. Bukowski...
—¿Sí?
—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.
—Sí.
—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.
—No hay fecha. No me casé.
—¿Tienen ustedes una hija?
—Sí.
—¿De qué edad?
—Cuatro años.
—¿Y no están casados?
—No.
—¿Paga usted la manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Lo normal.
Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos.
Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground Open Pussy.
—¿Escribe usted estas columnas, Notas de un viejo asqueroso? —preguntó Mr. Washington.
—Sí.
Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.
—¿Ha visto usted éste?
—No, no, no lo he visto.
Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.
—¿Llama a esto escribir? —preguntó el señor Washington.
—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció muy divertida. ¿A usted no le hizo gracia?
—Pero esta... esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?
—¿La polla que anda?
—Sí.
—No la dibujé yo.
—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?
—El periódico se compone los martes por la noche.
— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?
—Tendría que estar, sí.
Esperaron un rato, ojeando Open Pussy, leyendo mis columnas.
—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los Open Pussies—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo poesía, pero cuando empezó usted a escribir estas cosas...
Volvió a palmear los Open Pussies.
Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:
—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?
—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir eso.
Seguí allí sentado, esperando.
—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.
—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.
(American Civil Liberties Union (Sindicato de libertades civiles norteamericano).
—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.
—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.
Su silencio.
Espera.
Espera.
Barajeo de los Open Pussies.
Luego Mr. Washington:
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?
Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante... pero en fin, quizá mi mente no funcionase como era debido.
Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:
—No, si no me obligan a hacerlo.
Entonces esperaron ellos. Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski...)
Mr. Washington se levantó.
Mr. Los Angeles se levantó.
Mr. Charles Bukowski se levantó.
Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».
Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.
Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente...».
(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)
—...llevábamos diez años sin tener un caso así.
(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)
—¿Sí? —pregunté.
—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.
Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:
—¿Dónde has estado, muchacho?
—¿Qué querían, viejo?
—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?
Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.
Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.
—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.
—¿Y qué pasó, viejo?
—Les mandé a la mierda.
El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías...
El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes... no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma... sí, no hay duda.
Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos freaks de universidad, me largué, para no volver.
Ahora. Open Pussy. Veintiocho años después.
En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.
Open Pussy siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño4 muerto...
El equipo se reunía algún que otro viernes por la noche. Fui algunas veces. Y después de ver los resultados, no volví a ir. Si el periódico quería vivir, que viviese. Me mantuve al margen y me limité a echar mi material por debajo de la puerta en un sobre.
Entonces Hyans me llamó por teléfono:
—Se me ha ocurrido una idea. Quiero que me reúnas a los mejores poetas y prosistas que conozcas para sacar un suplemento literario.
Lo preparé todo. El lo editó. Y la bofia le metió en chirona por «obscenidad».
Pero era un buen tío. Le llamé por teléfono.
—¿Hyans?
—¿Sí?
—Ya que te metieron en la cárcel por ese asunto, te haré la columna gratis. Los diez dólares que me pagabas, que vayan al fondo de defensa de Open Pussy.
—Muchísimas gracias —dijo él.
Y así consiguió gratis al mejor escritor de Norteamérica...
Luego Cherry me telefoneó una noche.
—¿Por qué no vienes ya a nuestras reuniones de redacción? Todos te echamos muchísimo de menos.
—¿Qué? ¿Qué demonios dices, Cherry? ¿Me echas de menos?
—No, Hank, no sólo yo. Todos te queremos. De veras. Ven a nuestra próxima reunión.
—Lo pensaré.
—Estará muerta sin ti.
—Y muerta conmigo.
—Te queremos, viejo.
—Lo pensaré, Cherry.
Así pues, aparecí. El propio Hyans me había dado la idea de que como era el primer aniversario de Open Pussy, habría vino, jodienda, vida y amor a raudales.
Pero lleno de grandes esperanzas y con la idea de ver a la gente jodiendo por el suelo amando desatadamente, sólo vi a todas aquellas criaturitas del amor trabajando afanosamente. Me recordaban muchísimo, tan encorvados y desvaídos, a las ancianitas que trabajaban a destajo y a las que yo solía entregar ropa, abriéndome camino hasta allí en ascensores manuales todos llenos de ratas y hedores, de cien años, destajistas orgullosas y muertas y neuróticas como todos los infiernos, trabajando, trabajando, para hacer millonario a alguien... En Nueva York, en Filadelfia, en San Luis.
Y aquéllos, trabajaban sin salario por Open Pussy. Y allí estaba Joe Hyans, con su aspecto algo brutal y tosco paseando detrás de ellos, las manos a la espalda, controlando que cada voluntario cumpliese perfectamente su deber.
—¡Hyans! ¡Hyans, eres un asqueroso gilipollas! —grité al entrar—. Estás dirigiendo un mercado de esclavos, eres un miserable esclavista. ¡Pides a la policía y a Washington justicia y eres un cerdo mucho mayor que todos ellos! ¡Eres Hitler multiplicado por cien, bastardo esclavista! ¡Hablas de atrocidades y luego las repites tú mismo! ¿A quién coño crees que estás engañando, gilipollas? ¿Quién coño te crees que eres?
Afortunadamente para Hyans, el resto del equipo estaba muy acostumbrado a mí y pensaban que lo que yo dijese serían tonterías y que Hyans defendía la Verdad.
Hyans se acercó y me puso una grapadora en la mano.
—Siéntate —dijo—. Intentamos aumentar la circulación. Siéntate y grapa uno de estos anuncios verdes en cada periódico. Enviamos los ejemplares que sobran a posibles suscriptores...
El condenado Hyans, el Niño-Amor-Libertad, utilizando los métodos de las multinacionales para comer el coco al prójimo. Con el cerebro absolutamente lavado.
Por fin se acercó y me cogió la grapadora de la mano.
—Vas muy despacio.
—Vete a tomar por el culo, gilipollas. Iba a haber champán aquí. Y me das grapas…
—¡Eh, Eddie!
Llamó a otro miembro del equipo de esclavos: cara chupada, brazos de alambre, patético. El pobre Eddie andaba muriéndose de hambre. Todos andaban muriéndose de hambre por la causa. Salvo Hyans y su mujer, que vivían en una casa de dos plantas y mandaban a uno de sus hijos a un colegio privado, y luego estaba el viejo papá allá en Cleveland, uno de los cabezas tiesas del Plain Dealer, con más dinero que ninguna otra cosa.
Así, Hyans me echó y también a un tipo con una pequeña hélice en el pico de una gorra tipo casquete, Adorable Doctor Stanley, creo que se llamaba, y también a la mujer del Adorable Doctor, y cuando los tres salíamos por la puerta de atrás muy tranquilamente, compartiendo una botella de vino barato, llegó la voz de Joe Hyans.
—¡Y largaos de aquí, y no volváis ninguno nunca, pero no me refiero a ti, Bukowski!
Pobre gilipollas, qué bien sabía lo que mantenía en pie el periódico.
Luego intervino otra vez la policía. Esta vez por publicar la foto del coño de una mujer. También esta vez, como siempre, estaba comprometido Hyans. Quería aumentar la circulación, por cualquier medio, o liquidar el periódico y largarse. Al parecer era un tornillo que no podía manipular adecuadamente y se apretaba cada vez más. Sólo los que trabajaban gratis o por treinta y cinco dólares a la semana, parecían tener algún interés por el periódico. Pero Hyans consiguió tirarse a un par de las voluntarias más jóvenes, así que por lo menos no perdió el tiempo.
—¿Por qué no dejas tu cochino trabajo y vienes a trabajar con nosotros? —me preguntó Hyans.
—¿Por cuánto?
—Cuarenta y cinco dólares a la semana. Eso incluye tu columna. Distribuirías además por los buzones el miércoles por la noche, en tu coche, yo pagaría la gasolina, y escribirías también encargos especiales. De once de la mañana a siete y media de la tarde, viernes y sábados libres.
—Lo pensaré.
Vino de Cleveland el papá de Hyans. Nos emborrachamos juntos en casa de Hyans. Hyans y Cherry parecían muy desgraciados con papá. Y papá le daba al whisky. A él no le iba la yerba. Yo también le di al whisky. Bebimos toda la noche.
—Bueno, el modo de librarse de la Free Press es liquidar sus puntos de apoyo, echar de las calles a los vendedores, detener a unos cuantos cabecillas. Eso era lo que hacíamos en los viejos tiempos. Tengo dinero, puedo contratar a unos cuantos hampones, que sean unos buenos hijos de puta. Puedo contratar a Bukowski.
—¡Maldita sea! —chilló el joven Hyans—. ¡No quiero que me sueltes toda tu mierda, comprendes!
—¿Qué piensas tú de mi idea, Bukowski? —me preguntó papá.
—Creo que es una buena idea. Pasa la botella.
—¡Bukowski está loco! —chilló Joe Hyans.
—Tú publicas su columna —dijo papá.
—Es el mejor escritor de California —dijo el joven Hyans.
—El mejor escritor loco de California —corregí yo.
—Hijo —continuó papá—, tengo mucho dinero. Quiero que salga adelante tu periódico. Lo único que tenemos que hacer es detener a unos cuantos...
—No. No. ¡No! —chilló Joe Hyans—. ¡No lo soportaré!
Y salió corriendo de la casa. Qué hombre maravilloso era Joe Hyans. Salió corriendo de la casa. Me serví otro trago y le dije a Cherry que iba a joderla allí mismo contra la librería. Papá dijo que después le tocaba a él. Cherry nos insultó mientras Joe Hyans escapaba en la calle con su sensibilidad...
El periódico siguió, saliendo más o menos una vez por semana. Luego llegó el juicio de la foto del coño.
El fiscal preguntó a Hyans:
—¿Se opondría usted a la copulación oral en las escaleras del ayuntamiento?
—No —dijo Joe—, pero probablemente habría un atasco de tráfico.
Oh Joe, pensé, qué mal lo hiciste. Deberías haber dicho: «Para copulación oral preferiría el interior del ayuntamiento, donde suele hacerse normalmente».
Cuando el juez preguntó al abogado de Hyans qué sentido tenía la foto del órgano sexual femenino, el abogado de Hyans contestó:
—Bueno, es sencillamente lo que es. Es lo que es, amigo.
Perdieron el juicio, claro, y apelaron.
—Una provocación —dijo Joe Hyans a los pocos medios de información que se preocuparon—. No es más que una provocación policial.
Qué hombre inteligente era Joe Hyans...
La siguiente noticia que me llegó de Joe Hyans fue por teléfono:
—Bukowski, acabo de comprarme un revólver. Ciento doce dólares. Una bonita arma. Voy a matar a un hombre.
—¿Dónde estás ahora?
—En el bar, junto al periódico.
—Voy para allá.
Cuando llegué estaba paseando delante del bar.
—Vamos —dijo—. Te invito a una cerveza.
—Nos sentamos. Aquello estaba lleno. Hyans hablaba muy alto. Podían oírle en Santa Mónica.
—¡Voy a aplastarle los sesos contra la pared...! ¡Voy a matar a ese hijo de puta!
—¿Pero quién es, muchacho? ¿Por qué quieres matarle?
Miraba fijo al frente.
—Vamos, amigo, ¿Por qué quieres matar a ese hijo de puta, dime?
—¡Está jodiéndose a mi mujer, por eso!
—Oooh.
Siguió mirando al frente fijamente un poco más. Era como una película. Ni siquiera tan bueno como una película.
—Es una bonita arma —dijo Joe—. Se coloca en esta pequeña abrazadera. Dispara diez tiros. Fuego rápido. ¡Acabaré con ese cabrón!
Joe Hyans.
Aquel hombre maravilloso de la gran barba pelirroja.
Alucinante, sí.
En fin, de todos modos, le pregunté:
—¿Y qué me dices de todos esos artículos antibélicos que has publicado? ¿Y qué me dices del amor? ¿Qué fue de todo eso?
—Vamos, vamos, Bukowski, tú nunca te has creído toda esa mierda pacifista...
—Bueno, no sé, en fin... creo que no exactamente.
—Le dije a ese tipo que iba matarle si no se largaba, y entro y allí está sentado en el sofá en mi propia casa. ¿Qué harías tú, dime?
—Estás convirtiendo esto en cuestión de propiedad privada. ¿No comprendes? Mándalo al carajo. Olvídalo. Lárgate. Déjales allí juntos.
—¿Eso es lo que has hecho tú?
—A partir de los treinta años, siempre. Y después de los cuarenta, resulta aún más fácil. Pero entre los veinte y los treinta me sacaba de quicio. Las primeras quemaduras son las peores.
—¡Pues yo voy a matar a ese hijo de puta! ¡Voy a volarle la tapa de los sesos!
Todo el bar escuchaba. Amor, nene, amor.
—Salgamos de aquí —le dije.
Después de cruzar la puerta del bar, Hyans cayó de rodillas y se puso a gritar, un largo grito leche cuajada de cuatro minutos. Debían oírle en Detroit. Le levanté y le llevé a mi coche. Cuando llegó a la puerta agarró el manillar, cayó de rodillas y lanzó otro aullido hasta Detroit. Cherry le tenía enganchado, pobre imbécil. Le levanté, le metí en su asiento, entré por el otro lado, enfilé hacia el norte camino de Sunset y luego al este a lo largo de Sunset y en la señal, roja, entre Sunset y Vermont, lanzó otro. Yo encendí un puro. Los otros conductores miraban espantados cómo lloraba aquel pelirrojo barbudo.
Pensé, no va a parar. Tendré que atizarle.
Pero luego al ponerse verde el disco, lo dio por terminado y salimos de allí. Seguía gimiendo. Yo no sabía qué decir. No había nada que decir. Pensé, le llevaré a ver a Mongo el Gigante de la Nube Eterna. Mongo está lleno de mierda. Quizá pueda volcar alguna mierda en Hyans. Yo llevaba cuatro años sin vivir con una mujer. Estaba ya demasiado alejado del asunto para verlo con claridad.
La próxima vez que chille, pensé, le atizaré. No puedo soportar otro chillido de ésos.
—¡Eh! ¿Adonde vamos?
—A ver a Mongo.
—¡Oh, no! ¡Mongo no! ¡Odio a ese tío! ¡No hará más que reírse de mí! ¡Es un hijoputa de lo más cruel!
Era verdad. Mongo era inteligente pero cruel. No serviría de nada ir allí. Y yo tampoco podía hacer nada. Seguimos.
—Escucha —dijo Hyans—, por aquí vive una amiga mía. Un par de manzanas al norte. Déjame allí. Ella me comprende.
Giré hacia el norte.
—Oye —dije—, no te cargues al tío.
—¿Por qué?
—Porque eres el único capaz de publicar mi columna.
Le llevé hasta allí, le dejé, esperé hasta que abrieron la puerta y luego me fui.
Unas buenas cachas le suavizarían, sin duda. Yo también las necesitaba...
La siguiente noticia que tuve de Hyans fue que se había mudado de casa.
—No podía soportarlo más. En fin, la otra noche me di una ducha, me disponía a echar un polvo con ella, quería meter un poco de vida en sus huesos y, ¿sabes lo que hizo?
—¿Qué?
—Cuando yo entré escapó corriendo y se largó de casa. La muy zorra.
—Escucha, Hyans, conozco el juego. No puedo hablar contra Cherry porque en seguida estaréis juntos otra vez y entonces recordarás todas las porquerías que dijera de ella.
—Nunca volveré.
—Bah, bah.
—He decidido no matar a ese cabrón.
—Bien.
—Voy a desafiarle a un combate de boxeo. Con todas las reglas del ring. Arbitro, ring, guantes y todo.
—Me parece muy bien —dije.
Dos toros luchando por la vaca. Por aquella vaca huesuda, además. Pero en Norteamérica los perdedores se llevan a menudo la vaca. ¿Instinto maternal? ¿Mejor cartera? ¿Polla mayor? Dios sabe qué...
Hyans, mientras se volvía loco, alquiló a un tipo de pipa y pajarita para llevar el periódico. Pero era evidente que Open Pussy andaba por su último polvo. Y nadie se preocupaba por la gente de los veinticinco o treinta dólares por semana y de la ayuda gratuita. Ellos disfrutaban con el periódico. No era muy bueno, pero tampoco era muy malo. En fin, estaba mi columna: Notas de un viejo asqueroso.
Y pipa y pajarita dirigió el periódico. No había diferencia. Y entretanto, yo no hacía más que oír: «Joe y Cherry andan juntos de nuevo. Joe y Cherry se separan otra vez. Joe y Cherry están otra vez juntos. Joe y Cherry...».
Luego, una cruda y triste noche de miércoles salí a un quiosco a comprar un ejemplar de Open Pussy. Había escrito una de mis mejores columnas y quería ver si tenían el valor de publicarla. En el quiosco había el número de la semana anterior. Lo olí en el aire azul muerte. El juego había terminado. Compré bebida en abundancia y volví a casa y bebí por el difunto. Siempre preparado para el final, no lo estaba cuando llegó. Quité el cartel de la pared y lo tiré a la basura. «OPEN PUSSY. REVISTA SEMANAL DEL RENACIMIENTO DE LOS ANGELES.»
El gobierno ya no tendría que preocuparse. Yo volvía a ser un ciudadano magnífico. Veinte mil de tirada. Si hubiéramos podido llegar a los sesenta (sin problemas familiares, sin provocaciones policiales) podríamos haber triunfado. No lo conseguimos.
Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.
—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.
Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.
—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.
—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba... casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar Los Angeles Times en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.
Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)
Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.
—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.
—¿Y qué pasó?
—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.
—Podía haberlo intentado otra vez.
—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.
—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.
—¿Quieres saber lo que pasó?
—Claro. También es mi suerte.
—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.
—Uf.
—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?
—Se despertó Hyans.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy así.
—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo...
—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.
—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.
—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar...
—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.
—A los pequeños siempre les dan por el culo. Palmer. Así es la historia.
—Pareces Mongo.
—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.
Hablamos un poco más. Luego se acabó todo.
Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.
—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.
—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?
—Está en Los Angeles Times, primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.
—Supongo que sí.
—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.
—Gracias, hermano.
A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el Los Angeles Times. Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:
OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.
Open Pussy, el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.
Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Este situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.
Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que Open Pussy podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.
Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:
«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.
»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa... aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).»
Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno...
Unos días después encontré un nota en el buzón:
Lunes, 10,45 de la noche
Hank:
Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas... No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.
Barney.
Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.
—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.
—También estamos tú y yo —dije.
—Joe ha vuelto con Cherry.
—¿Sí?
—Van a trasladarse a San Francisco.
—Deben hacerlo.
—Lo del periódico hippie fracasó.
—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.
—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.
—¿Para qué?
—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.
—¿Cincuenta de los grandes?
—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.
—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?
—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.
—Sí.
—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.
—Sí. Tenme informado, Barney.
—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.
—Claro.
Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.

lunes, enero 05, 2015

POESIA por CHARLES BUKOWSKI


se requiere
de mucha
desesperación
insatisfacción
y desilusión
para escribir
unos pocos
buenos poemas.
no es
para todo mundo
ya sea para
escribirlos o
siquiera para leerlos

lunes, mayo 12, 2014

ABRAZA LA OSCURIDAD por CHARLES BUKOWSKI


la confusión es el dios
la locura es el dios
la paz permanente de la vida
es la paz permanente de la muerte.
la agonía puede matar
o puede sustentar la vida
pero la paz es siempre horrible
la paz es la peor cosa
caminando
hablando
sonriendo
pareciendo ser.
no olvides las aceras,
las putas,
la traición,
el gusano en la manzana,
los bares, las cárceles
los suicidios de los amantes.
aquí en estados unidos
hemos asesinado a un presidente y a su hermano,
otro presidente ha tenido que dejar el cargo.
la gente que cree en la política
es como la gente que cree en dios:
sorben aire con pajitas
torcidas
no hay dios
no hay política
no hay paz
no hay amor
no hay control
no hay planes
mantente alejado de dios
permanece angustiado
deslízate.

domingo, diciembre 22, 2013

BOP BOP BOP CONTRA LA CORTINA por CHARLES BUKOWSKI


Hablábamos de mujeres, les mirábamos las piernas cuando salían de los coches;
y espiábamos por las ventanas cuando se hacía de noche, esperando ver a alguien
follando, pero nunca vimos a nadie. Una vez vimos a una pareja en la cama y el tío la
estaba magreando y besando, y pensamos: ahora vamos a verlo, pero ella dijo:
—¡No, esta noche no tengo ganas! —Y le dio la espalda. El encendió un cigarrillo y
nosotros nos fuimos a buscar otra ventana.
—¡Hijo de perra! ¡A mí mi mujer no me daría morcillas así como así!
—A mí tampoco. ¿Qué clase de hombre es ése?
Éramos tres, Baldy, Jimmy y yo. Nuestro gran día era el domingo. Los domingos
nos citábamos en casa de Baldy y cogíamos el tranvía hasta Main Street. Nos costaba
siete centavos.
Había dos casas de burlesque por esos días: Las Follies y el Burbank. Estábamos
enamorados de las bailarinas del Burbank, y los números eran allí algo mejores, así que
íbamos al Burbank. Habíamos probado de ir al sitio de las películas verdes, pero las
películas no eran verdes de verdad y los argumentos siempre eran los mismos. Dos tíos
se camelaban a una pobre e inocente chica, la emborrachaban, y antes de que se le
pasase la resaca se encontraba en una casa de putas con una cola de marineros y viejos
borrachos golpeando en la puerta. En estos cines, los vagabundos dormían día y noche,
se meaban en el suelo, bebían vino y se echaban unos encima de otros. El hedor a orina,
a vino y asesinato era insoportable. Nos íbamos al Burbank.
—¿Qué, chicos, os vais hoy al burlesque? —nos preguntaba el abuelo de Baldy.
—Diablos, no. Tenemos cosas más importantes que hacer.
Íbamos. Íbamos todos los domingos. Íbamos temprano, bastante antes del
espectáculo y paseábamos por Main Street, asomándonos a los bares vacíos, donde las
chicas de barra se sentaban al lado de la puerta con las faldas levantadas, dejando que
se reflejase en sus piernas el escaso sol que se filtraba al interior del oscuro bar. Las
chicas estaban muy bien. Pero ya sabíamos. Lo habíamos oído. Un tío entraba a tomarse
una copa y le cargaban la cuenta hasta sacarle el culo, por su bebida y la de la chica,
aunque la de ella estaba aguada. Conseguías una sensación o dos, y eso era todo. Si
enseñabas algo de dinero, el encargado lo veía y al final salías del bar y todo había
volado. Ya sabíamos.
Después de nuestro paseo por Main Street nos íbamos al sitio de los perros
calientes y nos tomábamos nuestro perro caliente de ocho centavos y nuestra gran jarra
de cerveza de a níquel. Levantábamos pesos y nuestros músculos iban creciendo y
fortaleciéndose, y llevábamos las camisas remangadas muy alto para mostrarlos.
Habíamos probado también el curso de Charles Atlas, la Tensión Dinámica, pero nos
parecía que levantar pesos era la manera más obvia y ruda de hacer músculo.
Mientras nos comíamos el perro caliente y nos bebíamos la gran jarra de cerveza,
jugábamos a la máquina, a un penique el juego. Si hacías un determinado tanteo,
conseguías una partida gratis. Teníamos que hacer siempre partida, porque no teníamos
mucho dinero para gastar.
Franky Roosevelt había llegado, las cosas estaban empezando a ir mejor, pero
todavía sufríamos la depresión y ninguno de nuestros padres trabajaba. De dónde
sacábamos el dinero, era un misterio, aunque se puede decir que teníamos el ojo siempre
avizor a cualquier cosa que no estuviese pegada al suelo con cemento. No robábamos,
cogíamos nuestra parte. Y también inventábamos. Teniendo poco o nada de dinero, nos
inventábamos juegos para pasar el tiempo —uno de ellos era pasear hasta la playa y
volver—.
Esto lo solíamos hacer los días de verano, y a nuestros padres no les preocupaba
en absoluto si llegábamos a casa demasiado tarde para cenar. Tampoco les importaban
gran cosa las heridas y ampollas de nuestros pies. Era cuando se enteraban de que
habíamos perdido los cordones y las suelas de nuestros zapatos cuando empezábamos a
oír sus gritos. Éramos enviados de inmediato al almacén de la esquina, donde cordones,
suelas y cola para zapatos estaban siempre listos a un precio razonable.
Era la misma situación cuando jugábamos al fútbol en las calles. No había fondos
públicos para construir campos. Eramos tan bestias que jugábamos al fútbol americano
en medio de la calle a lo largo de toda la temporada de fútbol, a lo largo de las
temporadas de baloncesto y béisbol y a lo largo de la siguiente temporada de fútbol. Y
cuando te placaban y caías sobre el asfalto, entonces ocurría. La piel desgarrada, los
huesos doloridos, la sangre, pero te levantabas como si no hubiese pasado nada.
A nuestros padres les importaban tres carajos los moretones, la sangre y las
torceduras; lo terrible, lo imperdonable, era hacerse un agujero en las rodilleras de los
pantalones. Porque sólo había dos pares de pantalones para cada chico: los de diario y
los pantalones de domingo, y nunca podías hacerte un agujero en uno de los dos pares
porque eso mostraba que eras pobre y un culo rastrero, y eso quería decir que tus padres
eran pobres y culos rastreros también. Así que aprendías a placar a un tío sin caerte
sobre ninguna de tus rodillas. Y el tío aprendía a ser placado sin caerse sobre ninguna de
sus rodillas.
Y cuando teníamos una pelea, peleábamos durante horas, y nuestros padres
nunca se preocupaban de venir a separarnos. Supongo que era porque nosotros
pretendíamos ser tan fuertes y tan duros como para no pedir nunca clemencia, y ellos
esperaban a que nos acobardásemos para entrar a separarnos. Pero odiábamos a
nuestros padres y no podíamos humillarnos delante de ellos, y tanto como nosotros les
odiábamos nos odiaban ellos, y así cuando salían al porche y por casualidad se
encontraban con nosotros enzarzados en una terrible pelea sin fin, simplemente
bostezaban y soltaban entre dientes un «Largo de aquí» y se volvían a meter dentro de
casa.
Yo me peleé con un tipo que luego llegó a ser un gran personaje en la marina
U.S.A. Me peleé con él un día desde las ocho y media de la mañana hasta la puesta del
sol. Nadie se preocupó de separarnos, a pesar de que estábamos en mitad de su césped
frontal, bajo dos grandes árboles llenos de gorriones que se cagaron sobre nosotros a lo
largo de todo el día.
Fue una pelea infernal. Pero tenía que acabarse alguna vez. El era mayor que yo,
más grande y más pesado, pero yo era más rabioso. Paramos de común acuerdo. No sé
cómo funcionan estas cosas, tienes que vivirlo para comprenderlo, pero cuando dos
personas llevan dándose de hostias alrededor de ocho o nueve horas, aparece una
extraña especie de hermandad entre ellas. Nuestra comunicación fue muy intensa.
Al día siguiente mi cuerpo estaba completamente azul. No podía abrir los labios
para hablar ni mover cualquier otra parte de mi ser sin que me doliera. Estaba allí,
hundido en la cama, haciéndome a la idea de morir, y entonces entró mi madre con la
camisa que yo había llevado durante la pelea. La extendió furiosa delante de mi cara y
dijo:
—¡Mira, tienes manchas de sangre en la camisa! ¡Manchas de sangre!
—¡Lo siento!
—¡Nunca las podré sacar! ¡NUNCA!
—Son manchas de su sangre.
—¡No importa! ¡Es sangre! ¡Y no se quita!
Los domingos eran nuestro día, nuestro día tranquilo y sin complicaciones. Íbamos
al Burbank. Primero ponían siempre una película mala. Una película muy vieja, y tú
mirabas y esperabas. Pensabas en las chicas. Los tres o cuatro tíos de la orquesta se
desgañitaban, tocaban muy alto, quizás no tocasen muy bien, pero tocaban con todas sus
fuerzas, y entonces salían por fin las stripers, salían y se agarraban a la cortina, al borde
de la cortina, lo abrazaban como si fuera un hombre y entonces movían el culo y se
agitaban y empezaban bop bop bop contra la cortina. Entonces se apartaban y
comenzaban a hacer el striptease. Si tenías dinero suficiente podías conseguirte incluso
una bolsa de palomitas; y si no lo tenías, ¡que se fueran al carajo las palomitas!
Antes de la siguiente actuación había un intermedio. Un hombrecillo se levantaba y
decía:
—Señoras, señoritas, caballeros, si quieren prestarme un momento su atención...
Vendía gruesas sortijas. En el cristal de cada sortija, si la sostenías contra la luz,
podía admirarse una maravillosa fotografía. ¡Garantizada! Una magnífica inversión para
toda la vida por sólo 50 centavos. Concedida su venta en exclusiva a los patrones del
Burbank, no eran vendidas en ningún otro lugar del mundo.
—¡Sólo póngala contra la luz y ya verá! Y muchas gracias señoras y señores por
su amable atención. Ahora pasarán al lado suyo los encargados que con mucho gusto les
venderán cuantas ustedes deseen.
Dos pobres diablos iban pasando entre las filas, hediendo a moscatel, llevando
cada uno una bolsa llena de sortijas. Nunca vi a nadie comprar una de esas sortijas. Me
imagino, de todos modos, que si sostenías una de ellas contra la luz la fotografía que se
vería en el cristal debía de ser de una mujer desnuda.
La banda empezaba a tocar de nuevo y entonces se abrían las cortinas y
aparecían las coristas, la mayoría de ellas antiguas stripers, envejecidas, gordas,
cubiertas de máscara y colorete y rojo de labios, pestañas postizas. Trataban de bailar al
36
compás de la música, pero siempre se quedaban atrás. De todos modos lo afrontaban
con valentía; creo que demostraban bastante coraje.
Entonces salía el cantante. Era muy difícil que te gustara el cantante. Cantaba
demasiado alto, gritando lo más que podía canciones sobre amores fallidos. No sabía
cantar, y cuando finalizaba, extendía los brazos inclinando la cabeza a la menor muestra
de aplauso.
Luego aparecía el cómico. ¡Hostia, era bueno! Salía embutido en un viejo abrigo
marrón, con un sombrero deforme hundido hasta los ojos, arrastrándose bamboleante,
andaba como un pobre diablo, un pobre diablo vacilón sin nada que hacer y ningún sitio
donde ir. Una chica cruzaba el escenario y sus ojos la seguían desorbitados. Entonces se
volvía al público y decía con su boca desdentada:
—¡Bueno, seguro que Dios me castiga!
Salía otra chica al escenario y él se acercaba, ponía su cara pegada a la de ella y
decía:
—Soy un viejo, ya he pasado los 44, pero cuando se hunde la cama, acabo en el
suelo.
¡Cómo nos reíamos! Los tíos viejos y los más jóvenes, cómo nos reíamos. Y luego
venía la rutina de la maleta. Trataba de ayudar a una chica a cerrar su maleta. La ropa se
salía continuamente.
—No puedo meterla.
—Venga, déjeme que le ayude.
—¡Ya se ha salido otra vez!
—¡Espere! Me pondré encima de ella.
—¿Qué? ¡Oh, no, no se va a poner encima de ella!
Y seguían una y otra vez con la rutina de la maleta. ¡Hostia, era divertido!
Finalmente, las tres o cuatro stripers del principio salían otra vez. Cada uno de
nosotros tenía una favorita y cada uno estaba enamorado de su favorita. Baldy había
elegido a la francesita; una chica muy delgada, asmática y con ojeras oscuras. A Jimmy le
gustaba la Mujer Tigre (propiamente la Tigresa). Yo le había hecho notar a Jimmy que la
Mujer Tigre tenía definitivamente una teta mayor que la otra. Mi chica era Rosalie.
Rosalie tenía un gran culo, y lo movía y agitaba y cantaba divertidas cancioncillas;
y mientras paseaba haciendo el striptease se hablaba a sí misma y soltaba risitas. Era la
única que disfrutaba realmente con su trabajo. Yo estaba enamorado de Rosalie. Muchas
veces pensé en escribirle y decirle lo grande que era, pero por alguna causa desconocida,
nunca llegué a hacerlo.
Una tarde estábamos esperando el tranvía después del espectáculo, y allí estaba
la Mujer Tigre esperándolo también. Iba vestida con un traje verde estrechamente
ajustado a su cuerpo de tigresa. Nosotros estábamos allí mirándola atontados.
—Es tu chica, Jimmy, es la Mujer Tigre.
—¡Cómo está la tía! ¡Miradla!
—Le voy a hablar —dijo Baldy.
—Pero es la chica de Jimmy.
—No quiero hablar con ella —dijo Jimmy.
—Yo voy a hablar con ella —dijo Baldy. Se puso un pitillo en la boca, lo encendió,
y se fue hacia ella.
—¡Hola, nena! —dijo, sonriendo burlón.
La Mujer Tigre no contestó. Siguió mirando fijamente hacia la calle, esperando al
tranvía.
—Sé quién eres. Te he visto esta tarde haciendo el striptís. Tú sí que te lo sabes
hacer, nena. ¡Tú realmente te lo sabes hacer!
La Mujer Tigre no contestó.
—¡Cómo lo mueves, dios! Me la sabes poner dura. ¡Cómo lo mueves!
La Mujer Tigre siguió mirando fijamente a la calle. Baldy estaba allí, sonriéndole
como un idiota.
—Me gustaría metértela. ¡Me gustaría echarte un polvazo, nena!
Nos acercamos y lo apartamos de ella. Nos lo llevamos calle abajo.
—¡Tú, gilipollas, no tienes derecho a hablarla de ese modo!
—¡Pero, bueno, ella se pone ahí y lo mueve, se abre de piernas delante de la
gente y lo mueve!
—Sólo trata de ganarse la vida.
—¡Está salida, está calentorra, lo está pidiendo!
—Estás loco.
Nos lo llevamos calle abajo.
No mucho más tarde de aquello empecé a perder interés en esos domingos en
Main Street. Supongo que Las Follies y el Burbank siguen allí todavía. Por supuesto, la
Mujer Tigre y la chica con asma y Rosalie, mi Rosalie, ya se habrán ido. Probablemente
estén muertas. El gran culo de Rosalie estará probablemente muerto. Y cuando paso
ahora por mi viejo barrio, me acerco a la casa donde yo vivía y ahora hay gente extraña
viviendo allí. Esos domingos estaban bien, pienso, la mayoría de esos domingos estaban
muy bien, una lucecita en los oscuros días de la depresión, cuando nuestros padres
paseaban por el porche, sin trabajo e impotentes, mirándonos con odio y lanzándose la
mierda unos a otros, y luego entraban en la casa y se quedaban mirando las paredes, sin
atreverse a poner la radio por miedo a la cuenta de la electricidad.
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