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sábado, octubre 05, 2013

DESAPARICIONES por PAUL AUSTER



1.
A partir de la soledad, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase,
y por lo tanto es ahora
cuando respira por primera vez
más allá del control
de lo singular.
Él está vivo, y por lo tanto no es
sino no lo que se ahoga en el insondable hueco
de su ojo,
y lo que ve
es todo lo que él no es: una ciudad
de lo indescifrable,
y por lo tanto, un lenguaje de piedras,
pues sabe que en el total de la vida
una piedra
dará cabida a otra piedra
para hacer un muro
y que todas esas piedras
formarán la monstruosa suma
de pormenores.


2.

Es un muro. Y el muro es muerte.
Ilegible
garabato del descontento, en la imagen,
y en la imagen posterior, de la vida;
y los muchos están aquí
aunque nunca hayan nacido,
y también aquellos que hablarían
para darse a luz a sí mismos.
Él aprenderá el habla de este lugar.
Y aprenderá a morderse la lengua.
Pues ésta es su nostalgia: un hombre.


3.

Oír el silencio
que sigue a la palabra de uno mismo. Murmullo
de la mínima piedra
tallada a imagen
de la tierra, y que los que hablen
no sean
sino la voz que los habla
al aire.
Y él contará
de cada cosa que vea en este espacio,
y se lo contará al muro mismo
que crece ante él:
y para esto también habrá una voz,
aunque no será la suya.
A pesar de que él hable.
Y porque sea él el que hable.


4.

Están los muchos, y están aquí:
y por cada piedra que él cuenta entre ellos
se excluye a sí mismo,
como si también él empezara a respirar
por primera vez
en el espacio que lo separa
de sí mismo.
Pues el muro es una palabra. Y no hay palabra
que él no cuente
como una piedra en el muro.
Por lo tanto, él empieza de nuevo,
y a cada instante que empieza a respirar
siente que nunca hubo otro
tiempo, como si en el tiempo que ha vivido
se encontrara a sí mismo
en cada cosa que él no es.
Lo que respira, por lo tanto,
es tiempo, y él sabe ahora
que si vive
es sólo en lo que vive
y seguirá viviendo
sin él.


5.

En la faz del muro
él adivina la monstruosa
suma de pormenores.
No es nada.
Y es todo lo que él es.
Y si él no fuese nada, déjenlo entonces empezar
donde se encuentre a sí mismo, y que, como cualquier otro hombre,
aprenda el habla de este lugar.
Pues también él vive en el silencio
que viene antes de la palabra
de sí mismo.


6.

Y de cada cosa que él ha visto
hablará
-la cegadora
enumeración de piedras,
incluso hasta el momento de la muerte-,
aunque sólo sea
porque habla.
Por lo tanto, él dice yo
y se cuenta a sí mismo
en todo lo que excluye,
que es nada,
y porque él es nada
puede hablar, lo cual es decir
que no hay escapatoria
de la palabra nacida
en el ojo. Y fuera él o no
a decirlo,
no hay escapatoria.


7.

Está solo. Y desde el instante en que empieza a
respirar,
no está en ningún sitio. Muerte plural, nacida
en las mandíbulas de lo singular,
y la palabra que construiría un muro
a partir de la piedra más interna
de la vida.
Por cada cosa de la que habla
él no es,
y a pesar de sí mismo,
dice yo, como si también él empezara
a vivir en todos los otros
que no son. Pues la ciudad es monstruosa,
y su boca no experimenta
ninguna cuestión
que no devore la palabra
de uno mismo.
Por lo tanto, están los muchos,
y todas esas numerosas vidas
talladas en las piedras
de un muro,
y quien empiece a respirar
aprenderá que no hay dónde ir
excepto aquí.
Por lo tanto, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase.
Pues no hay más tiempo. Y es el final del tiempo
lo que empieza.

miércoles, julio 31, 2013

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN por PAUL AUSTER


Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó. 
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. 
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Au-ggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare. 
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos. 
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo. 
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla. 
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo? 
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas. 
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad. 
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo? 
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin. 
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. 
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega. 
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad. 
“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca. 
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad. 
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haver mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello. 
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia. 
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté. 
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella. 
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo. 
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo. 
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara. 
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
  
—Supongo que estoy en deuda contigo. 

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
  
—Excepto el almuerzo. 

—Eso es. Excepto el almuerzo.
  
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.



viernes, julio 12, 2013

DESAPARICIONES 7 por PAUL AUSTER


Está solo. Y desde el instante en que empieza a
respirar,
no está en ningún sitio. Muerte plural, nacida
en las mandíbulas de lo singular,
y la palabra que construiría un muro
a partir de la piedra más interna
de la vida.
Por cada cosa de la que habla
él no es,
y a pesar de sí mismo,
dice yo, como si también él empezara
a vivir en todos los otros
que no son. Pues la ciudad es monstruosa,
y su boca no experimenta
ninguna cuestión
que no devore la palabra
de uno mismo.
Por lo tanto, están los muchos,
y todas esas numerosas vidas
talladas en las piedras
de un muro,
y quien empiece a respirar
aprenderá que no hay dónde ir
excepto aquí.
Por lo tanto, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase.
Pues no hay más tiempo. Y es el final del tiempo
lo que empieza.

miércoles, abril 24, 2013

DESAPARICIONES (1) por PAUL AUSTER



1.
A partir de la soledad, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase,
y por lo tanto es ahora
cuando respira por primera vez
más allá del control
de lo singular.
Él está vivo, y por lo tanto no es
sino no lo que se ahoga en el insondable hueco
de su ojo,
y lo que ve
es todo lo que él no es: una ciudad
de lo indescifrable,
y por lo tanto, un lenguaje de piedras,
pues sabe que en el total de la vida
una piedra
dará cabida a otra piedra
para hacer un muro
y que todas esas piedras
formarán la monstruosa suma
de pormenores.

LOS POEMAS Y LOS DIAS ( I ) por PAUL AUSTER




Francés e inglés constituyen una sola lengua.
 Wallace Stevens


I


Este exceso es verdad: de no ser por el arribo de William y sus ejércitos a territorio inglés en 1066, la lengua inglesa como la conocemos ahora nunca habría llegado a madurar. Durante los siguientes trescientos años, el francés fue la lengua que se habló en la corte inglesa, y no fue sino hasta el final de la Guerra de los Cien Años que quedaría claro, de una vez para siempre, que Francia e Inglaterra no llegarían a unificarse en un solo país. Incluso John Gower, uno de los primeros en escribir en inglés vernáculo, realizó una gran parte de su trabajo en francés; y Chaucer, el más grande de los primeros poetas ingleses, dedicó mucha de su energía creativa a la traducción de Le Roman de la rose, y encontró sus primeros modelos en la obra del francés Guillaume de Machaut. No se trata tan sólo de que el francés deba ser considerado como una "influencia" en el desarrollo de la lengua y la literatura inglesas; el francés es una parte del inglés, un elemento irreductible de su maquillaje genético.
 La temprana literatura inglesa está llena de evidencias de esta simbiosis, y no sería difícil compilar un grueso catálogo con los préstamos, los homenajes y los plagios. William Caxton, por ejemplo, que introdujo la imprenta en Inglaterra en 1477, fue un traductor amateur de obras francesas medievales, y muchos de los primeros libros impresos en Bretaña fueron versiones inglesas de romances y cuentos de caballerías franceses. Para los impresores que trabajaron bajo las órdenes de Caxton, la traducción era una parte normal y aceptada de sus labores; más aún, la obra inglesa de mayor popularidad que editó el sello de Caxton, la Morte d'Arthur de Thomas Malory, era ella misma un saqueo de las leyendas arturianas de origen francés: Malory advierte al lector no menos de cincuenta y seis veces en el curso de la narración que el "libro francés" es su guía.
 En el siglo posterior, cuando el inglés maduró enteramente como una lengua y una literatura, tanto Wyatt como Surrey -dos de los pioneros más brillantes del verso inglés- encontraron una fuente de inspiración en la obra de Clément Marot, y Spenser, el poeta más grande de la siguiente generación, no sólo tomó el título de su Shepheardes Calender de Marot, sino que dos secciones de su obra son imitaciones directas de ese mismo poeta. Más importante aún: la tentativa que Spenser concretó a los diecisiete años de edad de traducir a Joachim du Bellay (The Visions of Bellay) [Las visiones de Bellay] constituye la primera serie de sonetos que se produjo en inglés. La revisión posterior de Spenser de ese trabajo y la traducción de otra serie de du Bellay, Ruines of Rome [Las ruinas de Roma], se publicaron en 1591 y se instalarían en el panel de las grandes obras de ese periodo. Spenser, sin embargo, no es el único que ostenta la huella del francés. Casi todos los sonetistas isabelinos se apoyaron en los poetas de la Pléiade y algunos de ellos -Daniel, Lodge, Chapman- fueron tan lejos que hicieron pasar traducciones de poetas franceses como si se tratara de su propia creación. Fuera del reino de la poesía, el impacto de la traducción de Florio de los ensayos de Montaigne sobre Shakespeare ha sido motivo de una buena documentación, y se obtendría otro beneficio si se esclareciera la relación que liga a Rabelais con Thomas Nashe, cuyo poema en prosa de 1594 The Unfortunate Traveler es considerado en general como la primera novela escrita en lengua inglesa.
 En el terreno más familiar de la literatura moderna, el francés ha seguido ejerciendo una poderosa influencia sobre el inglés. A pesar de la observación deliciosamente sarcástica de Southey, que la poesía en francés es tan imposible como en chino, la poesía inglesa y norteamericana de los últimos cien años sería inconcebible sin el francés. Empezando por el artículo de Swinburne sobre Las flores del mal de Baudelaire, publicado en The Spectator en 1862, y las primeras traducciones de la poesía de Baudelaire al inglés, que datan de 1869 y 1870, los poetas modernos de Gran Bretaña y Norteamérica no han cesado de volver los ojos a Francia en busca de ideas nuevas. El artículo de Saintsbury en un número de 1875 de The Fortnightly Review nos brinda un ejemplo. "No era solamente una admiración por Baudelaire lo que tenía que infundirse en los lectores ingleses", escribió, "sino la imitación de Baudelaire lo que, con la misma urgencia, tenía que mostrarse como prioridad ante los escritores ingleses."
 A lo largo de las décadas de 1870 y 1880, en gran medida inspirados en Theodore de Banville, muchos poetas ingleses comenzaron a experimentar con las formas del verso francés (baladas, lais, virelais y rondós); y las ideas del "arte por el arte" de Gautier constituyeron una fuente importante para el movimiento prerrafaelista de Inglaterra. Hacia los noventa, con el advenimiento de The Yellow Book [El libro amarillo] y del decadentismo, la influencia de los simbolistas franceses se expandió a lo largo y a lo ancho. En 1893, por ejemplo, Mallarmé recibió una invitación para dar una conferencia en Oxford: un signo de la estima que suscitaba en los ojos ingleses.
 También es verdad que en inglés se escribió poco de valía como resultado de las influencias francesas en ese periodo, pero el camino estaba listo para los descubrimientos de dos jóvenes poetas norteamericanos, Pound y Eliot, realizados en la primera década del nuevo siglo. Cada uno llegó al francés de manera independiente, y cada uno se inspiró para escribir una clase de poesía que nunca antes había registrado el inglés. Eliot escribiría más tarde que "... la clase de poesía que yo necesitaba para enseñarme el uso de mi propia voz no existía del todo en Inglaterra, y habría de encontrarla en Francia." Por lo que toca a Pound, afirmó sin más que "prácticamente todo el desarrollo del arte del verso inglés se ha logrado gracias a robos en el francés".
 Los poetas ingleses y norteamericanos que conformaron el grupo imagista en los años anteriores a la primera Guerra Mundial fueron los primeros en comprometerse en una lectura crítica de la poesía francesa, con el propósito no tanto de imitar el francés como de rejuvenecer la poesía en inglés. A poetas más o menos ignorados en Francia, como Corbière y Laforgue, se les confirió una importancia de primer orden. El artículo de F. S. Flint publicado en The Poetry Review (Londres) en 1912 y el de Ezra Pound, publicado en Poetry (Chicago) en 1913, hicieron mucho en favor de esa nueva lectura del francés. Independiente de los imagistas, Wilfred Owen vivió varios años en Francia antes de que estallara el conflicto bélico, y cultivó una relación estrecha con Laurent Tailhade, un poeta admirado por Pound y su círculo. Eliot comenzó a leer a los poetas franceses a temprana edad, es decir en 1908, cuando todavía era un estudiante de Harvard. Bastaron sólo dos años para que estuviera en París, leyendo a Claudel y a Gide y asistiendo a las conferencias que impartía Bergson en el Collège de France.
 Hacia los días en que se realizó la exposición Armory en 1913, las tendencias más radicales del arte y la escritura franceses se habían desplazado a Nueva York, donde encontraron un hogar en la galería de Alfred Stieglitz, ubicada en el número 291 de la Quinta Avenida. Muchos de los nombres asociados con la vanguardia norteamericana y europea participaron en esa conexión París-Nueva York: Joseph Stella, Marsden Hartley, Arthur Dove, Charles Demuth, William Carlos Williams, Man Ray, Alfred Kreymborg, Marius de Zayas, Walter C. Arensberg, Mina Loy, Francis Picabia y Marcel Duchamp. Bajo la influencia del cubismo y Dadá, de Apollinaire y el futurismo de Marinetti, varias revistas llevaron el mensaje de la vanguardia a los lectores norteamericanos: 291, The Blind Man, Rongwrong, Broom, New York Dada y The Little Review, que nació en Chicago en 1914, vivió en Nueva York de 1917 a 1927 y murió en París en 1929. Leer la lista de los colaboradores de The Little Review es entender hasta qué punto la poesía francesa había permeado la escena norteamericana. Además de trabajos de Pound, Eliot, Yeats y Ford Madox Ford, así como su colaboración más célebre, el Ulises de James Joyce, la revista publicó a Breton, Eluard, Tzara, Péret, Reverdy, Crevel, Aragon y Soupault.
 Empezando con Gertrude Stein, que llegó a París mucho antes de la primera Guerra Mundial, la historia de los escritores norteamericanos que residieron en París durante los veinte y los treinta es casi idéntica a la historia de la literatura norteamericana misma. Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Sherwood Anderson, Djuna Barnes, Kay Boyle, e. e. cummings, Hart Crane, Archibald McLeish, Malcolm Cowley, John Dos Passos, Katherine Anne Porter, Laura Riding, Thornton Wilder, Williams, Pound, Eliot, Glenway Wescott, Henry Miller, Harry Crosby, Langston Hughes, James T. Farrell, Anäis Nin, Nathaniel West, George Oppen: todos ellos y otros más visitaron París o vivieron ahí mismo. La experiencia de esos años ha saturado la conciencia norteamericana a tal punto que la imagen del joven escritor muriendo de hambre mientras realiza su aprendizaje en París se ha convertido en uno de nuestros mitos literarios más duraderos.
 Sería absurdo creer que cada uno de esos escritores recibió la influencia del francés de manera directa. Pero sería igualmente absurdo creer que fueron a París sólo porque era un lugar barato para vivir. En la revista más seria y vigorosa de la época, transition, escritores norteamericanos y franceses publicaron lado a lado, y la dinámica de este intercambio condujo a lo que ha sido probablemente uno de los periodos más fecundos de nuestra literatura. Ni siquiera la ausencia de París cancela el interés por las cosas francesas. El más francófilo de todos nuestros poetas, Wallace Stevens, jamás puso un pie en Francia.
 Desde los veinte, poetas norteamericanos y británicos han estado traduciendo constantemente a sus colegas franceses -no sólo como un ejercicio literario sino como un acto de descubrimiento y pasión. Consideren, por ejemplo, estas palabras del prefacio que escribió John Dos Passos en 1930 para sus traducciones de Cendrars: "...A un joven que acaba de empezar a leer versos en el año de 1930 no le sería fácil darse cuenta de que este método de juntar palabras apenas acaba de llegar a un periodo de virilidad, experimentación intensa y significados que atañen la vida cotidiana... Por el bien de este hipotético joven y por la confusión de humanistas, editores pacatos, compiladores de antologías y poetas laureados, sonetistas y lectores de bodrios, creo que no ha sido en vano el intento de traducir al inglés la vitalidad, la informalidad y la cotidianidad de estos poemas de Cendrars..." O T. S. Eliot, que escribió ese mismo año una nota introductoria para su traducción de Anábasis: "Creo que se trata de una obra literaria de la misma importancia del último trabajo de James Joyce, tan valiosa como Anna Livia Plurabelle.Y esto es ciertamente muy meritorio." O Kenneth Rexroth, en el prefacio a sus traducciones de Reverdy de 1969: "Entre todos los poetas modernos de las lenguas europeas occidentales, Reverdy ha sido sin lugar a dudas la influencia que ha iluminado mi trabajo -mucho más que cualquier otro de un inglés o un norteamericano-; y conocí y amé su obra desde que leí por primera vez Les Épaves du ciel siendo un adolescente."
 Como lo hace constar la lista de los traductores incluidos en este libro, muchos de los poetas contemporáneos más importantes de Norteamérica y Gran Bretaña han sometido su pluma a la prueba de la traducción del francés, entre otros: Pound, Williams, Eliot, Stevens, Beckett, MacNeice, Spender, Ashbery, Blackburn, Bly, Kinnell, Levertov, Merwin, Wright, Tomlinson, Wilbur, por mencionar sólo algunos de los nombres más conocidos. Sería difícil imaginar su obra si no hubieran sido conmovidos en cierta medida por el francés. Y sería todavía más difícil imaginar la poesía de nuestra lengua si esos poetas no hubieran formado parte de ella. En cierto sentido, esta antología habla tanto de la poesía norteamericana y británica como de la poesía francesa. Su propósito no sólo estriba en presentar el trabajo de los poetas franceses en su lengua original, sino ofrecer traducciones de ese mismo trabajo tal como nuestros propios poetas lo han re-imaginado y re-presentado. Por lo tanto, esta antología puede ser leída como un capítulo de nuestra propia historia poética.

domingo, enero 15, 2012

DESAPARICIONES 1. por PAUL AUSTER



1.
A partir de la soledad, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase,
y por lo tanto es ahora
cuando respira por primera vez
más allá del control
de lo singular.
Él está vivo, y por lo tanto no es
sino no lo que se ahoga en el insondable hueco
de su ojo,
y lo que ve
es todo lo que él no es: una ciudad
de lo indescifrable,
y por lo tanto, un lenguaje de piedras,
pues sabe que en el total de la vida
una piedra
dará cabida a otra piedra
para hacer un muro
y que todas esas piedras
formarán la monstruosa suma
de pormenores.
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