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domingo, noviembre 24, 2013

LA LENGUA DE LAS PIEDRAS por ANDRÉ BRETON


"Alejamiento infinito del mundo de las flores", suspira Novalis. ¡Qué decir, entonces, del de las
piedras! ¿Y a qué se debe que, de camino, creamos tener un poco más de acción en éste?
Claro que la cuestión no podría tener sentido más que para quienes piensan que nada de lo que
les rodea está ahí para nada, que no puede dejar de importarles en algún aspecto; que una
percepción que se repite un número inconmensurable de veces, de la mañana a la noche de la
vida, como la del objeto llamado genéricamente "guijarro", no puede permanecer limitada a sí
misma, quedarse en letra muerta. Las sapientes clasificaciones de los mineralogistas los dejan
totalmente insatisfechos. En realidad, estos mineralogistas no representan para aquellos
inquiridores más que una categoría de esos "elocuentes naturalistas" que se quedan en lo visible y
en lo palpable y de los que Claude de Saint-Martin ha podido decir que "defraudan nuestra
expectación no satisfaciendo en nosotros esa necesidad ardiente y apremiante que nos lleva, más
que a lo que vemos en los objetos sensibles, hacia lo que no vemos".
Sin ir a los orígenes en estado bruto, cuya indagación supone el traslado a otras latitudes
y la puesta en marcha de todo un aparato, nada más fácil que llegar a sentir la particular
"dignidad" de ciertas piedras. No hay más que vagabundear por los alrededores de la Orangerie o
de las Tuilleries, a lo largo de las orillas del Sena, mucho mejor después de un aguacero,
ateniéndose a veces a bajar los ojos, para cosquilleo del silex que tapiza como pocos el suelo
parisiense. De aquí a coger uno de esos fragmentos bonitos para sacarle efectos luminosos en
todas sus caras no habría más que un paso si no fuera porque ese paso sólo pueden darlo los que
conservan cierta lozanía de sus pocos años. Por lo demás, en el niño es un gesto instintivo.
El hecho es que las piedras dejan pasar, sin detenerlos lo más mínimo, a la mayoría de
los seres humanos llegados a la edad adulta, pero los que excepcionalmente se prendan de ellas lo
normal es que ya no se desprendan nunca. Allí donde las piedras se congreguen, los atraen y se
recrean en hacer de ellos una especie de astrólogos invertidos. El velo de puro ornamento que por
un instante hizo caer sobre ellas su mirada se ha ido levantando poco a poco, a partir de lo cual
se les ha ido imponiendo oscuramente la necesidad de una indagación más exigente cada día.
Esta creciente exigencia los lleva a poner cada vez más atención, y cada vez más exclusiva, en
esa especie de aportaciones que se caracterizan porque gracias a ellas se puede profundizar más y
más en la imagen casi vacía de sentido que la generalidad de la gente se hace del mundo. Quiere
decirse que, con esto, entramos en el campo de los indicios y de los signos.
Gaffarel, bibliotecario de Richelieu y limosnero de Luis XIII, consagra el apelativo de
gamahés -nombre, cree él, derivado de «camaieau» (camafeo), corrupción de «chemaija», que
significa como el agua de Dios- a las piedras grabadas como jeroglíficos, entre las cuales pone en
primera línea las "ágaras figuradas". Estanislao de Guaita advierte que su teoría apenas difiere de
la de Oswald Croll, que, en su Libro de las firmas, sostiene que esas improntas son «las firmas de
las fuerzas elementales que se manifiestan en los tres reinos inferiores" y que, mucho antes de
ellos, Paracelso había estudiado detenidamente los gamahés, a los que dio el poder de curar. Esta
opinión prevaleció en los medios sapientes del siglo XVll, como lo demuestra esta cita de un
autor prusiano. «Ocurre a veces que los rayos caídos de las estrellas (con tal que sean de la misma
naturaleza) se unen a los metales, a las piedras y a los minerales, que han caído de su posición
más alta, los penetran enteramente y se amalgaman con ellos. En esta conjunción está el origen
de los gamahés: se penetran de esta influencia y reciben la signatura de la naturaleza". Jurgis
Baltrusaitis, en una hermosa obra muy reciente, uno de cuyos capítulos se refiere a las "piedras
con imágenes", recuerda el jesuita alemán Athanase Kircher pensó que podría trazar la
nomenclatura de los diversos tipos de minerales a que nos referimos y explicar las causas de su
anomalía que, naturalmente, sólo la divina «Providencia» ha podido disponer.
En disculpa de los observadores e investigadores de los tiempos pasados hay una buena
alegación: que las formas orgánicas fósiles no se reconocieron como tales hasta Bernard Palissy,
y el hecho de que se las confunda con las figuraciones fortuitas que nos interesan tenía, por
fuerza, que multiplicar las causas de error. Camille Flammarion insiste en el hecho de que, pese a
las comunicaciones de Sténon en 1669, «Fontenelle, Buffon, Voltaire dudan de la naturaleza de
los fósiles y no adivinan el proceso de formación de los terrenos de sedimentos".
Es de extrañar que, sustraído el imperio de los gamahés la prolongada y abusiva
ingerencia de los fósiles, no haya perdido nada de su prestigio a ciertos ojos. Verdad es que nunca
como hoy sintió el arte la necesidad de insertarse en lo fortuito (basta referirse a los "frotages",
"fumages", "coulages", "souflages" y otros modos de asociación con el azar en la pintura). En el
fondo, el gusto no ha cambiado mucho desde que, en 1628, el archiduque de Austria esperaba de
Toscana un mueble "enteramente cubierto de ágatas, de cornalinas, de calcedonias, de jaspes con
cuadritos pintados al óleo".
Cosa muy distinta es, nunca me cansaré de repetirlo, manifestar un interés de curiosidad
por piedras insólitas, todo lo bellas que se quiera, pero a cuyo descubrimiento hemos sido ajenos,
y ser esclavo de su búsqueda, para de tarde en tarde encontrar algunas, y aunque objetivamente
valgan menos que las que ya se tenían. Entonces, es como si se jugara algo de nuestro destino.
Estamos, totalmente entregados al deseo, a la solicitación y sólo en virtud de ellos puede cobrar
valor tan alto el objeto buscado. Entre él y nosotros, como por ósmosis, se van a producir
precipitadamente, por vía analógica una serie de intercambios misteriosos.
El viejo minero llamado el "Buscador de tesoros", que encuentra Henri de Ofterdingen,
evocando las riquezas que le han descubierto las montañas del Norte, declara que a veces ha
creído entrar en un jardín encantado. Se ha dado el caso de experimentar la sensación en una
playa de Gaspesia a donde el mar solía echar y llevárselas sin dar tiempo a cogerlas unas piedras
alargadas, transparentes, de todos los colores, que brillaban de lejos como lamparitas. El año
pasado, al acercarnos, bajo una llovizna, a un cauce de piedras que todavía no habíamos
explorado a lo largo del Lot, el súbito "saltarnos a los ojos" varias ágatas de una belleza
inesperada para la región me hizo creer que iban a surgir a cada paso otras más bellas y me
mantuvo más de un minuto en la perfecta ilusión de estar pisando el paraíso terrenal. No cabe
duda de que la obstinación en la búsqueda de los fulgores y de los signos, de que trata la
"minerología visionaria", actúa sobre el espíritu a la manera de un estupefaciente.
Hasta hay cabezas que parecen poco capaces de resistir a él, ciertos "gamahistas" a
quienes sus trabajos les dan plena libertad para el desvarío. J. A. Lecompte piensa que el pavor o
ciertas impresiones violentas, el fanatismo religioso o el político, pueden provocar la creación
espontánea de un gamahé. J. V. Monbarlet, al cabo de largos años de "estudios", tiene por cierto
que, en todo el valle del Dordogne, no hay una sola piedra, un solo sílex que no haya sido
esculpido, grabado y pintado por el hombre -según él el artista galo- poniendo en él, tanto en el
exterior como en el interior (como ocasionalmente lo revela al partirse), "cuadros misteriosos" e
innumerables combinaciones. Estos dos autores se creen en el deber de corroborar su tesis con
ayuda de numerosos dibujos o fotografías que naturalmente, de lo único de que pueden
convencernos es del disturbio "paranoico" de su mente.
Sólo cuando se levantan construcciones sistemáticas tan ambiciosas se rebasan, a mi parecer,
los derechos de la mineralogía visionaria. Entre las piedras de aluvión de un río como el Lot -
limitándome a lo que yo puedo conocer mejor-, muchas veces he creído comprobar que las que,
en una búsqueda emprendida por un grupo, llaman la atención de cada uno por sus calidades de
sustancia o de estructura son las que presentan más afinidades con su complexión particular. Creo
que, en el mismo recorrido, dos seres, a menos que tengan un raro parecido, no podrían recoger
las piedras: tan cierto es que sólo se encuentra aquello que una profunda necesidad reclama, y
esto aun en el caso de que esa necesidad sólo se pueda satisfacer de manera enteramente
simbólica.
"Todo cuerpo transparente -piensa Novalis- se encuentra en un estado superior y parece tener
una especie de conciencia". Nada más cierto. Se apoya de pasada, en Ritter, que, muy entregado
a escrutar el "alma universal propiamente dicha", sostiene que todos los fenómenos exteriores
deben llegar a ser explicables como símbolos y como resultados últimos de fenómenos interiores"
y que "la imperfección de unos debe llegar a ser el órgano que revela los otros. Todavía algunos
reaccionamos así. Las cintas internas del ágata, con sus contracciones seguidas de bruscas
desviaciones sugieren lazos de trecho en trecho, cuando las vemos por vez primera vez parece
que miran al través, en un espacio selectivo, nuestro propio "influjo nervioso". De esto puede
resultar los más perturbadores "choques", y el mejor ejemplo de los mismos que puedo citar es la
existencia de una piedra en la que se abre el sexo de la mujer, supremamente descrito, entre las
circunvalaciones del cerebro.
La búsqueda de las piedras que tiene este singular poder alusivo, sí es verdaderamente
apasionada, determina el rápido paso de los que a ella se entregan a un estado segundo, cuya
característica esencial es la extraludicez. Esta, partiendo como un cohete de la interpretación de
una piedra excepcional, abarca e ilumina las circunstancias de su hallazgo. En caso tal, tiende a
suscitar una causalidad mágica, que supone la necesidad de intervención de factores naturales sin
relación lógica con lo que está en juego, por lo cual desconcierta y confunde los hábitos de
pensamiento, pero sin que por ello deje de subyugar nuestra mente.
El verano pasado, mi amigo Nanos Valaoritis tuvo la gentileza de consignar para mí las
observaciones que ha suscitado el hallazgo de la bellísima piedra, en forma de figura sentada, que
aquí se reproduce:
"Cuando Marie W. nos llevaba por la noche en automóvil por la meseta calcárea desde las
¨playas¨ del Lot donde se nos había hecho tarde, no dejaba nunca de parar, por miedo a matarle o
herirle, si un pájaro nocturno, deslumbrado por los faros, se quedaba quieto ante nosotros. El 14
de septiembre contamos nueve paradas por causa de otros tantos pájaros, al parecer de la misma
especie. El planeta Marte, que según los periódicos está excepcionalmente cerca de la tierra, nos
cautiva durante buena parte del trayecto.
"De nuevo el 15, con A.B., explorando una pequeña playa cerca de Arcambal, a unos pasos
encuentro en el río la piedra en forma de figura sentada, en la que me llama especialmente la
atención la cabeza de pájaro nocturno. Mientras estamos observando, viene a revolotear en torno
a nosotros el ¨gran Marte cambiante¨, una mariposa relativamente rara, siempre fascinadora. Se
pesa con insistencia sobre el perro que nos acompaña. Otra piedra que encuentro se parece más
claramente aún a los pájaros nocturnos de la víspera.
"El 17 de septiembre estará ¨Marte en la posición más próxima a la tierra.
"A los pocos días, leo un estudio de A. Lemozi sobre una sepultura neolítica descubierta en
Toure Faure (Lot). Parece ser que en la piedra que cubre esta sepultura se destaca una cabeza de
lechuza, de lo que deduce el autor que los pueblos neolíticos de la región adoraban a una diosa
con cabeza de lechuza, divinidad tutelar de los sepulcros. Con razón o sin ella, cuanto más lo
hemos pensado, más hemos creído que la piedra que yo encontré era la representación de la
diosa".
Una piedra como ésta, cuyo aspecto intencional llega tan lejos, plantea en realidad un
problema insoluble. Tal como es, por la misma ambigüedad de origen, esa duda en que nos deja
le da para mí un inmenso prestigio, pues tiende a conferirle una posición clave entre el "capricho
de la naturaleza" y la del arte.
Lotus de Paíni sostiene que la fase de Intuición se inicia históricamente en la especie humana
en el momento "en que el alma penetra hasta el fondo de la piedra y toda de ella definitivamente
las potencias del YO. La piedra.-dice también- confiere a la raza de los hombres el alto privilegio
del dolor y de la dignidad". En todo caso, parece fuera de duda que al renunciar el hombre a
algunas de sus preciosas facultades es cuando llegó a considerar las piedras como despojos. Las
piedras -por excelencia las piedras duras-, continúan hablando a los que quieren oírlas. Hablan a
cada cual un lenguaje a su medida: a través de lo que sabe le enseñan lo que aspira a saber. Las
hay también que parecen hablarse una a otra y que, acercándose a ellas, se las puede sorprender
hablándose. En tal caso, su dialogo tiene el inmenso interés de hacernos traspasar nuestra
condición fundiendo en el molde nuestras propias especulaciones la sustancia misma de lo
inmemorial y de lo indestructible (aquí no valdrá acantonarse). Desde este punto de mira, creo
que, para nuestra mayor o menor edificación-eso depende sólo de nosotros-, merece la pena
observar la gran Tortuga y el Cacique hablando del misterio de los comienzos y de los finales.

jueves, octubre 31, 2013

UNION LIBRE por ANDRE BRETON


Mi mujer con cabellera de llamaradas de leño
con pensamientos de centellas de calor
con talle de reloj de arena
mi mujer con talle de nutria entre los dientes de un tigre
mi mujer con boca de escarapela y de ramillete de estrellas de última magnitud
con dientes de huella de ratón blanco sobre la tierra blanca
con lengua de ámbar y vidrio frotados
mi mujer con lengua de hostia apuñalada
con lengua de muñeca que abre y cierra los ojos
con lengua de piedra increíble
mi mujer con pestañas de palotes escritos por un niño
con cejas de borde de nido de golondrina
mi mujer con sienes de pizarra de techo de invernadero y de cristales empañados
mi mujer con hombros de champaña
y de fuente con cabezas de delfines bajo el hielo
mi mujer con muñecas de cerillas
mi mujer con dedos de azar y de as de corazón
con dedos de heno segado
mi mujer con axilas de marta y de bellotas
de noche de San Juan
de ligustro y de nido de escalarias
con brazos de espuma de mar y de esclusa
y de combinación de trigo y molino
mi mujer con piernas de cohete
con movimientos de relojería y desesperación
mi mujer con pantorrillas de médula de saúco
mi mujer con pies de iniciales
con pies de manojos de llaves con pies de pájaros en el momento de beber
mi mujer con cuello de cebada sin pulir
mi mujer con garganta de Valle de Oro
de cita en el lecho mismo del torrente
con senos nocturnos
mi mujer con senos de montículo marino
mi mujer con senos de crisol de rubíes
con senos de espectro de la rosa bajo el rocío
mi mujer con vientre de apertura de abanico de los días
con vientre de garra gigante
mi mujer con espalda de pájaro que huye en vuelo vertical
con espalda de azogue
con espalda de luz
con nuca de canto rodado y de tiza mojada
y de caída de un vaso en el que acaban de beber
mi mujer con caderas de barquilla
con caderas de lustro y de plumas de flecha
y de canutos de pluma de pavo real blanco
de balanza insensible
mi mujer con nalgas de greda y amianto
mi mujer con nalgas de lomo de cisne
mi mujer con nalgas de primavera
con sexo de gladiolo
mi mujer con sexo de yacimiento aurífero y de ornitorrinco
mi mujer con sexo de alga y de viejos bombones
mi mujer con sexo de espejo
mi mujer con ojos llenos de lágrimas
con ojos de panoplia violeta y de aguja imantada
mi mujer con ojos de pradera
mi mujer con ojos de agua para beber en prisión
mi mujer con ojos de bosque eternamente bajo el hacha
con ojos de nivel de agua de nivel de aire de tierra y de fuego



lunes, julio 08, 2013

PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA por ANDRE BRETON



Manifiesto del surrealismo (1924)

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real,
naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de
día en día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a
utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de su interés, casi siempre al través
de su interés, ya que ha consentido someterse al trabajo o, por lo menos no se ha negado a
aprovechar las oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este momento,
el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo
fueron las risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en
este aspecto el hombre vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la
aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede prescindir de ella sin
grandes dificultades. Si le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista
hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados
de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia la ausencia de toda norma conocida
ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace
suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas
ofrecen. Todas las mañanas los niños inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance
de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro
el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.
Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión
de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se
debía conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede ejercerse
sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación
no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente
la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.
Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a
poco van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser
incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará
su propósito. Y ello es así por cuanto el hombre se ha entregado, en cuerpo y alma al imperio
de unas necesidades prácticas que no toleran el olvido. Todos los actos del hombre carecerán
de altura, todas sus ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a
ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del conocimiento que lo liga a una multitud
de acontecimientos parecidos, acontecimientos en los que no ha tomado parte,
acontecimientos que se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda
ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos acontecimientos últimos, cuyas
consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás. Bajo ningún pretexto sabrá
percibir su salvación.
Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.
Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener
indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración
legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se
nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente.
Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud
de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra
en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me
permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible
condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si
pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa
y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad
de errar no es sino una contingencia del bien?
Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la
otra... Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de
actos reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su
libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los
locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta le induce
quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser
humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los
locos dan muestra con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las
diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona
grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga
validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente
de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas
noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de L’Intelligence,
de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar
las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan
sólo se pude comparar a la mía. Para poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje
en compañía de locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos.
No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación.
Después de haber instruido proceso a la actitud materialista, es imperativo instruir proceso a
la actitud realista. Aquélla, más poética que ésta, desde luego, presupone en el hombre un
orgullo monstruoso, pero no comporta una nueva y más completa frustración. Es conveniente
ver ante todo en dicha escuela bienhechora reacción contra ciertas risibles tendencias del
espiritualismo. Y, por fin, la actitud materialista no es incompatible con cierta elevación
intelectual.
Contrariamente, la actitud realista, inspirada en el positivismo, desde Santo Tomás a Anatole
France, me parece hostil a todo género de elevación intelectual y moral. Le tengo horror por
considerarla resultado de la mediocridad, del odio, y de vacíos sentimientos de suficiencia. Esta
actitud es la que ha engendrado en nuestros días esos libros ridículos y esas obras teatrales
insultantes. Se alimenta incesantemente de las noticias periodísticas, y traiciona a la ciencia y
al arte, al buscar halagar al público en sus gustos más rastreros; su claridad roza la estulticia,
y está a altura perruna. Esta actitud llega a perjudicar la actividad de las mejores inteligencias,
ya que la ley del mínimo esfuerzo termina por imponerse a éstas, al igual que a las demás.
Una consecuencia agradable de dicho estado de cosas estriba, en el terreno de la literatura, en
la abundancia de novelas. Todos ponen a contribución sus pequeñas dotes de «observación».
A fin de proceder a aislar los elementos esenciales, M. Paul Valéry propuso recientemente la
formación de una antología en la que se reuniera el mayor número posible de novelas
primerizas cuya insensatez esperaba alcanzase altas cimas. En esta antología también
figurarían obras de los autores más famosos. Esta es una idea que honra a Paul Valéry, quien
no hace mucho me aseguraba, en ocasión de hablarme del género novelístico que siempre se
negaría a escribir la siguiente frase: la marquesa salió a las cinco. Pero, ¿ha cumplido la
palabra dada?
Si reconocemos que el estilo pura y simplemente informativo, del que la frase antes citada
constituye un ejemplo, es casi exclusivo patrimonio de la novela, será preciso reconocer
también que sus autores no son excesivamente ambiciosos. El carácter circunstanciado,
inútilmente particularista de cada una de sus observaciones me induce a sospechar que tan
sólo pretenden divertirse a mis expensas. No me permiten tener siquiera la menor duda acerca
de los personajes: ¿será este personaje rubio o moreno? ¿Cómo se llamará? ¿Le conoceremos
en verano...? Todas estas interrogantes quedan resueltas de una vez para siempre, a la buena
de Dios; no me queda más libertad que la de cerrar el libro, de lo cual no suelo privarme tan
pronto llego a la primera página de la obra, más o menos. ¡Y las descripciones! En cuanto a
vaciedad, nada hay que se les pueda comparar; no son más que superposiciones de imágenes
de catálogo, de las que el autor se sirve sin limitación alguna, y aprovecha la ocasión para
poner bajo mi vista sus tarjetas postales, buscando que juntamente con él fije mi atención en
los lugares comunes que me ofrece:
La pequeña estancia a la que hicieron pasar al joven tenía las paredes cubiertas de papel
amarillo; en las ventanas había geranios y estaban cubiertas con cortinillas de muselina, el sol
poniente lo iluminaba todo con su luz cruda. En la habitación no había nada digno de ser
destacado. Los muebles de madera blanca eran muy viejos. Un diván de alto respaldo
inclinado, ante el diván una mesa de tablero ovalado, un lavabo y un espejo adosados a un
entrepaño, unas cuantas sillas arrimadas a las paredes, dos o tres grabados sin valor que
representaban a unas señoritas alemanas con pájaros en las manos... A eso se reducía el
mobiliario.[1]
No estoy dispuesto a admitir que la inteligencia se ocupe, siquiera de paso, de semejantes
temas. Habrá quien diga que esta parvularia descripción está en el lugar que le corresponde, y
que en este punto de la obra el autor tenía sus razones para atormentarme. Pero no por eso
dejó de perder el tiempo, porque yo en ningún momento he penetrado en tal estancia. La
pereza, la fatiga de los demás no me atraen. Creo que la continuidad de la vida ofrece altibajos
demasiado contrastados para que mis minutos de depresión y de debilidad tengan el mismo
valor que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir. Y quede
bien claro que no ataco la falta de originalidad por la falta de originalidad. Me he limitado a
decir que no dejo constancia de los momentos nulos de mi vida, y que me parece indigno que
haya hombres que expresen los momentos que a su juicio son nulos. Permitidme que me salte
la descripción arriba reproducida, así como muchas otras.
Y ahora llegamos a la psicología, tema sobre el que no tendré el menor empacho en bromear
un poco.
El autor coge un personaje, y, tras haberlo descrito, hace peregrinar a su héroe a lo largo y
ancho del mundo. Pase lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido
admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo que discrepe, pese a revestir
apariencias de discrepancia, de los cálculos de que ha sido objeto. Aunque el oleaje de la vida
cause la impresión de elevar al personaje, de revolcarlo, de hundirlo, el personaje siempre
será aquel tipo humano previamente formado. Se trata de una simple partida de ajedrez que
no despierta mi interés, porque el hombre, sea quien sea, me resulta un adversario de escaso
valor. Lo que no puedo soportar son esas lamentables disquisiciones referentes a tal o mal
jugada, cuando ello no comporta ganar ni perder. Y si el viaje no merece las alforjas, si la
razón objetiva deja en el más terrible abandono -y esto es lo que ocurre- a quien la llama en
su ayuda, ¿no será mejor prescindir de tales disquisiciones? «La diversidad es tan amplia que
en ella caben todos los tonos de voz, todos los modos de andar, de toser, de sonarse, de
estornudar...»[2] Si un racimo de uvas no contiene dos granos semejantes, ¿a santo de qué
describir un grano en representación de otro, un grano en representación de todos, un grano
que, en virtud de mi arte, resulte comestible? La insoportable manía de equiparar lo
desconocido a lo conocido, a lo clasificable, domina los cerebros. El deseo de análisis impera
sobre los sentimientos[3]. De ahí nacen largas exposiciones cuya fuerza persuasiva radica tan
sólo en su propio absurdo, y que tan sólo logran imponerse al lector, mediante el recurso a un
vocabulario abstracto, bastante vago, ciertamente. Si con ello resultara que las ideas
generales que la filosofía se ha ocupado de estudiar, hasta el presente momento, penetrasen
definitivamente en un ámbito más amplio, yo sería el primero en alegrarme. Pero no es así, y
todo queda reducido a un simple discreteo; por el momento, los rasgos de ingenio y otras
galanas habilidades, en vez de dedicarse a juegos inocuos consigo mismas, ocultan a nuestra
visión, en la mayoría de los casos, el verdadero pensamiento que, a su vez, se busca a sí
mismo. Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta
a quien ha sido capaz de ejecutarlo; creo que todo acto está dotado de un poder de irradiación
de luz al que cualquier glosa, por ligera que sea, siempre debilitará. El solo hecho de que un
acto sea glosado determina que, en cierto modo, este acto deje de producirse. El adorno del
comentario ningún beneficio produce al acto. Los personajes de Stendhal quedan aplastados
por las apreciaciones del autor, apreciaciones más o menos acertadas pero que en nada
contribuyen a la mayor gloria de los personajes, a quienes verdaderamente descubrimos en el
instante en que escapan del poder de Stendhal.
Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo,
en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas
de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía solamente puede
aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contraria-mente, las
finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance. Huelga decir que la propia
experiencia se ha visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una
jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más difícil
hacerla salir. La lógica también, se basa en la utilidad inmediata, y queda protegida por el
sentido común. So pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a
desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón o sin ella, de superstición o
quimera; se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se
conformen con los imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya
descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con mucho, la más
importante y que se pretendía relegar al olvido. A este respecto, debemos reconocer que los
descubrimientos de Freud han sido de decisiva importancia. Con base en dichos
descubrimientos, comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el
explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos territorios, al quedar autorizado
a dejar de limitarse únicamente a las realidades más someras. Quizá haya llegado el momento
en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden. Si las
profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que
se advierten en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés
captar estas fuerzas, captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al dominio de
nuestra razón, si es que resulta procedente. Con ello, incluso los propios analistas no
obtendrán sino ventajas. Pero es conveniente observar que no se ha ideado a priori ningún
método para llevar a cabo la anterior empresa, la cual, mientras no se demuestre lo contrario,
puede ser competencia de los poetas al igual que de los sabios, y que el éxito no depende de
los caminos más o menos caprichosos que se sigan.
Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre los sueños, ya que,
efectivamente, es inadmisible que esta importante parte de la actividad psíquica haya
merecido, por el momento, tan escasa atención. Y ello es así por cuanto el pensamiento
humano, por lo menos desde el instante del nacimiento del hombre hasta el de su muerte, no
ofrece solución de continuidad alguna, y la suma total de los momentos de sueño, desde un
punto de vista temporal, y considerando solamente el sueño puro, el sueño de los períodos en
que el hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o, mejor dicho,
de los momentos de vigilia. La extremada diferencia, en cuanto a importancia y gravedad, que
para el observador ordinario existe entre los acontecimientos en estado de vigilia y aquellos
correspondientes al estado de sueño, siempre ha sido sorprendente. Así es debido a que el
hombre se convierte, principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria que,
en el estado normal, se comp lace en evocar muy débilmente las circunstancias del sueño, a
privar a éste de toda trascendencia actual, y a situar el único punto de referencia del sueño en
el instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas cuantas horas antes, en el
instante de aquella esperanza o de aquella preocupación anterior. El hombre, al despertar,
tiene la falsa idea de emprender algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al
interior de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño, al igual que la noche, se
considera irrelevante. Este singular estado de cosas me induce a algunas reflexiones, a mi
juicio, oportunas:
1. Dentro de los límites en que se produce (o se cree que se produce), el sueño es, según
todas las apariencias, continuo con trazas de tener una organización o estructura. Únicamente
la memoria se irroga el derecho de imponerlas, de no tener en cuenta las transiciones y de
ofrecernos antes una serie de sueños que el sueño propiamente dicho. Del mismo modo,
únicamente tenemos una representación fragmentaria de las realidades, representación cuya
coordinación depende de la voluntad [4]. Aquí es importante señalar que nada puede justificar
el proceder a una mayor dislocación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento tener
que expresarme mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen el sueño. ¿Cuándo
llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes? Quisiera dormir para entregarme
a los durmientes, del mismo modo que me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos,
para dejar de hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi pensamiento. Acaso
mi sueño de la última noche sea continuación del sueño de la precedente, y prosiga, la noche
siguiente, con un rigor harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta de
que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho la «realidad» que me
ocupa subsista en el estado de sueño, que esté oscuramente presente en una zona ajena a la
memoria, ¿por qué razón no he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad,
este valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda sujeto a mi
escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño más lo que espero de mi grado de
conciencia, de día en día más elevado? ¿No cabe acaso emplear también el sueño para
resolver los problemas fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas tanto en
un estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el carácter de tales cuestiones? ¿Conlleva
el sueño menos sanciones que cuanto no sea sueño? Envejezco, y quizá sea sueño, antes que
esta realidad a la que creo ser fiel, y quizá sea la indiferencia con que contemplo el sueño lo
que me hace envejecer.
2. Vuelvo, una vez más, al estado de vigilia. Estoy obligado a considerarlo como un fenómeno
de interferencia. Y no sólo ocurre que el espíritu da muestras, en estas condiciones, de una
extraña tendencia a la desorientación (me refiero a los lapsus y malas interpretaciones de todo
género, cuyas causas secretas comienzan a sernos conocidas) sino que, lo que es todavía más,
parece que el espíritu, en su funcionamiento normal, se limite a obedecer sugerencias
procedentes de aquella noche profunda de la que yo acabo de extraerle. Por muy bien
condicionado que esté, el equilibrio del espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se
atreve a expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que tal idea, tal mujer, le
hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase de efecto se trata, lo cual únicamente sirve
para darnos la medida de su subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu,
le inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante un segundo del disolvente
en que se encuentra sumergido, de depositarle en el cielo, de convertirle en el bello
precipitado que puede llegar a ser, en el bello precipitado que es. Carente de esperanzas de
hallar las causas de lo anterior, el espíritu recurre al azar, divinidad más oscura que cualquiera
otra, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Y quién podrá demostrarme que la luz bajo la que
se presenta esa idea que impresiona al espíritu, bajo la que advierte aquello que más ama en
los ojos de aquella mujer, no sea precisamente el vínculo que le une al sueño, que le encadena
a unos presupuestos básicos que, por su propia culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de qué
sería el espíritu capaz? Quisiera entregarle la llave que le permitiera penetrar en estos
pasadizos.
3. El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La
angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse. Mata, vuela más de prisa, ama
cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no tienes la certeza de despertar entre los muertos?
Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es de
una facilidad preciosa.
Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al sueño este aire de
naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja
anonadado, ahora, en el mo mento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de
mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal habló.
La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la ruptura del encanto, se debe a que se le ha
inducido ha forma rse una débil idea de lo que es la expiación.
4. En el instante en que el sueño sea objeto de un examen metódico o en que, por medios aún
desconocidos, lleguemos a tener conciencia del sueño en toda su integridad (y esto implica una
disciplina de la memoria que tan sólo se puede lograr en el curso de varias generaciones, en la
que se comenzaría por registrar ante todo los hechos más destacados) o en que su curva se
desarrolle con una regularidad y amplitud hasta el momento desconocidas, cabrá esperar que
los misterios que dejen de serlo nos ofrezcan la visión de un gran Misterio. Creo en la futura
armonización de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el sueño e la
realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si así se
puede llamar. Esto es la conquista que pretendo, en la certeza de jamás conseguirla, pero
demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para privarme de anticipar un poco los
goces de tal posesión.
Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, Saint-Pol-Roux hacía
colocar en la puerta de su mansión de Camaret un cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA.
Habría mucho más que añadir sobre este tema, pero tan sólo me he propuesto tocarlo
ligeramente y de pasada, ya que se trata de algo que requiere una exposición muy larga y
mucho más rigurosa; más adelante volveré a ocuparme de él. En la presente ocasión, he
escrito con el propósito de hacer justicia a lo maravilloso, de situar en su justo contexto este
odio hacia lo maravilloso que ciertos hombres padecen, este ridículo que algunos pretenden
atribuir a lo maravilloso. Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo
maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso
es bello.
En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar vida a las obras
pertenecientes a géneros inferiores, tal como el novelístico, y, en general, todos los que se
sirven de la anécdota. El monje, de Lewis, constituye una admirable demostración de lo
anterior. El soplo de lo maravilloso penetra la obra entera. Mucho antes de que el autor haya
liberado a sus personajes de toda servidumbre temporal, se nota que están prestos a actuar
con su orgullo carente de precedentes. Aquella pasión de eternidad que les eleva
incesantemente da acentos inolvidables a su tortura y a la mía. A mi entender, este libro
exalta ante todo, desde el principio al fin, y de la manera más pura que jamás se haya dado,
cuanto en el espíritu aspira a elevarse del suelo; y esta obra, una vez una vez despojada de su
fabulación novelesca, de moda en la época en que fue escrita, constituye un ejemplo de
justeza y de inocente grandeza [5]. A mi juicio pocas son las obras que la superan, y el
personaje de Mathilde, en especial, es la creación más conmovedora que cabe anotar en las
partidas del activo de aquella moda de figuración en literatura. Mathilde no es tanto un
personaje cuanto una constante tentación. Y si un personaje no es una tentación, ¿qué otra
cosa puede ser? Extremada tentación la de Mathilde. El principio «nada es imposible para
quien quiere arriesgarse» tiene en El monje su máxima fuerza de convicción. Las apariciones
ejercen en esta obra una función lógica, por cuanto el espíritu crítico no se preocupa de
desmentirlas. Del mismo modo, el castigo de Ambrosio queda tratado de manera plenamente
legítima, ya que a fin de cuentas es aceptado por el espíritu crítico como un desenlace natural.
Quizá parezca injustificado que haya empleado el anterior ejemplo, al referirme a lo
maravilloso, cuando las literaturas nórdicas y las orientales se han servido de él
constantemente, por no hablar ya de las literaturas propiamente religiosas de todos los países.
Sin embargo, si así lo he hecho, ello se debe a que los ejemplos que estas literaturas hubieran
podido proporcionarme están plagados de puerilidades, ya que se dirigen a niños. En un
principio, éstos no pueden percibir lo maravilloso, y, después, no conservan la suficiente
virginidad espiritual para que Piel de Asno les produzca demasiado placer. Por encantadores
que sean los cuentos de hadas, el hombre se sentiría frustrado si tuviera que alimentarse sólo
con ellos, y, por otra parte, reconozco que no todos los cuentos de hadas son adecuados para
los adultos. La trama de adorables inverosimilitudes exige una mayor finura espiritual que la
propia de muchos adultos, y uno ha de ser capaz de esperar todavía mayores locuras... Pero la
sensibilidad jamás cambia radicalmente. El miedo, la atracción sentida hacia lo insólito, el
azar, el amor al lujo, son recursos que nunca se utilizarán estérilmente. Hay muchos cuentos
que escribir con destino a los mayores, cuentos que todavía son casi azules.
Lo maravilloso no siempre es igual en todas las épocas; lo maravilloso participa oscuramente
de cierta clase de revelación general de la que tan sólo percibimos los detalles: éstos son las
ruinas románticas, el maniquí moderno, o cualquier otro símbolo susceptible de conmover la
sensibilidad humana durante cierto tiempo. Sin embargo, en estos cuadros que nos hacen
sonreír se refleja siempre la irremediable inquietud humana, y por esto he fijado mi atención
en ellos, ya que los estimo inseparablemente unidos a ciertas producciones geniales que están
más dolorosamente influenciadas por aquella inquietud que muchas otras obras. Y al decirlo,
pienso en los patíbulos de Villon, en los griegos de Racine, en los divanes de Baudelaire.
Coinciden con un eclipse del buen gusto que soportar muy bien, por cuanto considero que el
buen gusto es una formidable lacra. En el ambiente de mal gusto propio de mi época, me
esfuerzo en llegar lejos que cualquier otro. Si hubiese vivido en 1820 yo hubiera hablado de la
«ensangrentada monja», y no hubiera ahorrado aquel astuto y trivial «disimulemos» de que
habla el Cuisin enamorado de la parodia, y yo hubiese utilizado las gigantescas metáforas en
todas las fases, tal como Cuisin dice, del curso del «disco, plateado». En los presentes días
pienso en un castillo, la mitad del cual no ha de encontrarse forzosamente en ruinas; este
castillo es mío, y le veo situado en un lugar agreste, no muy lejos de París. Las dependencias
de este castillo son infinitas, y su interior ha sido terriblemente restaurado, de modo que no
deja nada que desear en cuanto se refiere a comodidades. Ante la puerta que las sombras de
los árboles ocultan, hay automóviles que esperan. Algunos de mis amigos viven en él: ahí va
Louis Aragón, que abandona el castillo y apenas tiene tiempo para deciros adiós; Philippe
Soupault se levanta con las estrellas, y Paul Eluard, nuestro gran Eluard, todavía no ha
regresado. Ahí están Robert Desnos y Roger Vitrac, que descifran en el parque un viejo edicto
sobre los duelos; y Georges Auric y Jean Paulhan; Max Morise, quien tan bien rema, y
Benjamin Péret, con sus ecuaciones de pájaros; y Joseph Delteil; y Jean Carrive; y Georges
Limbour, y Georges Limbour (hay un bosque de Georges Limbour); y Marcel Noll; he ahí a T.
Fraenkel, quien nos saludó desde un globo cautivo, Georges Malkine, Antonin Artaud, Francis
Gérard, Pierre Naville, J.-A. Boiffard, después Jacques Baron y su hermano, apuestos y
cordiales, y tantos otros, y mujeres de arrebatadora belleza, de verdad. A esa gente joven
nada se le puede negar, y, en cuanto concierne a la riqueza, sus deseos son órdenes. Francis
Picabia nos visita, y, la semana pasada, hemos dado una recepción a un tal Marcel Duchamp, a
quien todavía no conocíamos. Picasso caza por los alrededores. El espíritu de la
desmoralización ha fijado su domicilio en el castillo, y a él recurrimos todas las veces que
tenemos que entrar en relación con nuestros semejantes, pero las puertas están siempre
abiertas, y no comenzamos nuestras relaciones dando las gracias al prójimo, ¿saben ustedes?
Por lo demás, grande es la soledad, y no nos reunimos con frecuencia, porque, ¿acaso lo
esencial no es que seamos dueños de nosotros mismos, y, también, señores de las mujeres y
del amor?
Se me acusará de incurrir en mentiras poéticas; todos dirán que vivo en la calle Fontaine, y
que jamás gozarán de tanta belleza. ¡Maldita sea! ¿Es absolutamente seguro que este castillo
del que acabo de hacer los honores se reduce simplemente a una imagen? Pero, si a pesar de
todo tal castillo existiera... Ahí están más invitados para dar fe; su capricho es el camino
luminoso que a él conduce. En verdad, vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella.
¿Y cómo es posible que cada cual pueda molestar al otro, allí, protegidos dos por el afán
sentimental, al encuentro de las ocasiones?
El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener
en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo
enseña la poesía. La lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos. Y
también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe, bajo los efectos de
una decepción menos íntima, de tomársela a lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la
poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! Habrá
aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno habría pensado en tomar
parte. ¡Adiós absurdas selecciones, sueños de vorágine, rivalidades, largas esperas, fuga de
las estaciones, artificial orden de las ideas, pendiente del peligro, tiempo omnipresente!
Preocupémonos tan sólo de practicar la poesía. ¿Acaso no somos nosotros, los que ya vivimos
de la poesía, quienes debemos hacer prevalecer aquello que consideramos nuestra más vasta
argumentación?
Poco importa que se dé cierta desproporción entre la anterior defensa y la ilustración que viene
a continuación. Antes, hemos intentado remontarnos a las fuentes de la imaginación poética,
y, lo que es más difícil todavía, quedarnos en ellas. Y conste que no pretendo haberlo logrado.
Es preciso aceptar una gran responsabilidad, si uno pretende establecerse en aquellas lejanas
regiones en las que, desde un principio, todo parece desarrollarse de tan mala manera, y más
todavía si uno pretende llevar al prójimo a ellas. De todos modos, el caso es que uno nunca
está seguro de hallarse verdaderamente en ellas. Uno siempre está tan propicio a aburrirse
como a irse a otro lugar y quedarse en él. Siempre hay una flecha que indica la dirección en
que hay que avanzar para llegar a estos países, y alcanzar la verdadera meta no depende más
que del buen ánimo del viajero.
Ya sabemos, poco más o menos, el camino seguido. Tiempo atrás me tomé el trabajo de
contar, en el curso de un estudio sobre el caso de Robert Desnos, titulado «Entrada de los
médiums» [6], que me había sentido inducido a «fijar mi atención en frases más o menos
parciales que, en plena soledad, cuando el sueño se acerca, devienen perceptibles al espíritu,
sin que sea posible descubrir su previo factor determinante». Entonces, intenté correr la
aventura de la poesía, reduciendo los riesgos al mínimo, con lo cual quiero decir que mis
aspiraciones eran las mismas que tengo hoy, pero entonces confiaba en la lentitud de la
elaboración, a fin de hurtarme a inútiles contactos, a contactos a los que yo era muy hostil.
Esto se debía a cierto pudor intelectual, del que todavía me queda un poco. Al término de mi
vida, difícil será, sin duda, que hable como se suele hablar, que excuse el tono de mi voz y el
reducido número de mis gestos. La perfección en la palabra hablada (y en la palabra escrita
mucho más) me parecía estar en función de la capacidad de condensar de manera
emocionante la exposición (y exposición había) de un corto número de hechos, poéticos o no,
que constituían la materia en que centraba mi atención. Había llegado a la convicción de que
éste, y no otro, era el procedimiento empleado por Rimbaud. Con una preocupación por la
variedad, digna de mejor causa, compuse los últimos poemas de Monte de Piedad, con lo que
quiero decir que de las líneas en blanco de este libro llegué a sacar un partido increíble.
Estas líneas equivalían a mantener los ojos cerrados ante unas operaciones del pensamiento
que me consideraba obligado a ocultar al lector. Eso no significaba que yo hiciera trampa, sino
solamente que obraba impulsado por el deseo de superar obstáculos bruscamente. Conseguía
hacerme la ilusión de gozar de una posible complicidad, de la que de día en día me era más
difícil prescindir. Me entregué a prestar una inmo derada atención a las palabras, en cuanto se
refería al espacio que admitían a su alrededor, a sus tangenciales contactos con otras palabras
prohibidas que no escribía. El poema «Bosque negro», deriva precisamente de este estado de
espíritu. Emplee seis meses en escribirlo, y les aseguro que no descansé ni un día. Pero de
este poema dependía la propia estimación en que me tenía, en aquel entonces, y creo que
todos comprenderéis mi actitud, aun cuando no la consideréis suficientemente motivada. Me
gusta hacer estas confesiones estúpidas. En aquellos tiempos, se intentaba implantar la
seudopoesía cubista, pero había nacido inerme del cerebro de Picasso, y en cuanto a mí hace
referencia debo decir que era considerado como un ser más pesado que una lápida (y todavía
se me considera así). Por otra parte, no estaba seguro de seguir el buen camino, en lo
referente a poesía, pero procuraba protegerme como mejor podía, enfrentándome con el
lirismo, contra el que esgrimía todo género de definiciones y fórmulas (no tardarían mucho en
producirse los fenómenos Dada), y pretendiendo hallar una aplicación de la poesía a la
publicidad (aseguraba que todo terminaría, no con la culminación de un hermoso libro, sino
con la de una bella frase de reclamo en pro del infierno o del cielo).
En esta época, un hombre que, por lo menos era tan pesado como yo, es decir, Pierre
Reverdy, escribió:
La imagen es una creación pura del espíritu.
La imagen no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o
menos lejanas.
Cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos realidades objeto de
aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poética tendrá...
[7]
Estas palabras, un tanto sibilinas para los profanos, tenían gran fuerza reveladora, y yo las
medité durante mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La estética de Reverdy,
estética totalmente a posteriori me inducía a confundir las causas con los efectos. En el curso
de mis meditaciones, renuncié definitivamente a mi anterior punto de vista.
El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí, netamente articulada hasta el punto
de que resultaba imposible cambiar ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de
cualquier voz, una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí el menor rastro de
aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones de la conciencia, en aquel entonces
me ocupaba, y la frase me pareció muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir
estaba pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia y, cuando me disponía a
pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la frase retuvo mi atención. Verdaderamente, la
frase me había dejado atónito; desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era algo
así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad», pero no había manera
de interpretarla erróneamente, ya que iba acompañada de una débil representación visual [8]
de un hombre que caminaba, partido, por la mitad del cuerpo aproximadamente, por una
ventana perpendicular al eje de aquél. Sin duda se trataba de la consecuencia del simple acto
de enderezar en el espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana. Pero debido a que
la ventana había acompañado al desplazamiento del hombre, comprendí que me hallaba ante
una imagen de un tipo muy raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo de mi
material de construcciones poéticas. No hubiera concedido tal importancia a esta frase si no
hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases que me dejaron poco menos
sorprendido que la primera, y que me produjeron un sentimiento de gratitud (gratuidad) tan
grande que el dominio que, hasta aquel instante, había conseguido sobre mí mismo me pareció
ilusorio, y comencé a preocuparme únicamente de poner fin a la interminable lucha que se
desarrollaba en mi interior [9].
En aquel entonces, todavía estaba muy interesado en Freud, y conocía sus métodos de
examen que había tenido ocasión de practicar con enfermo s durante la guerra, por lo que
decidí obtener de mí mismo lo que se procura obtener de aquéllos, es decir, un monólogo lo
más rápido posible, sobre el que el espíritu crítico del paciente no formule juicio alguno, que,
en consecuencia, quede libre de toda reticencia, y que sea, en lo posible, equivalente a pensar
en voz alta. Me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -la manera en que me llegó la
frase del hombre cortado en dos lo demuestra-, que la velocidad del pensamiento no es
superior a la de la palabra, y que no siempre gana a la de la palabra, ni siquiera a la de la
pluma en movimiento. Basándonos en esta premisa, Philippe Soupault, a quien había
comunicado las primeras conclusiones a que había llegado, y yo nos dedicamos a emborronar
papel, con loable desprecio hacia los resultados literarios que de tal actividad pudieran surgir.
La facilidad en la realización material de la tarea hizo todo lo demás. Al término del primer día
de trabajo, pudimos leernos recíprocamente unas cincuenta páginas escritas del modo antes
dicho, y comenzamos a comparar los resultados. En conjunto, lo escrito por Soupault y por mí
tenía grandes analogías, se advertían los mismos vicios de construcción y erro?res de la misma
naturaleza, pero, por otra parte, también había en aquellas páginas la ilusión de una
fecundidad extraordinaria, mucha emoción, un considerable conjunto de imágenes de una
calidad que no hubiésemos sido capaces de conseguir, ni siquiera una sola, escribiendo
lentamente, unos rasgos de pintoresquismo especialísimo y, aquí y allá, alguna frase de gran
comicidad. Las únicas diferencias que se advertían en nuestros textos me parecieron derivar
esencialmente de nuestros respectivos temperamentos, el de Soupault: menos estático que el
mío, y, si se me permite una ligera crítica, también derivaban de que Soupault cometió el error
de colocar en lo alto de algunas páginas, sin duda con ánimo de inducir a error, ciertas
palabras, a modo de título. Por otra parte, y a fin de hacer plena justicia a Soupault, debo
decir que se negó siempre, con todas sus fuerzas, a efectuar la menor modificación, la menor
corrección, en los párrafos que me parecieron mal pergeñados. Y en este punto llevaba razón
(10). Ello es así por cuanto resulta muy difícil apreciar en su justo valor los diversos elementos
presentes, e incluso podemos decir que es imposible apreciarlos en la primera lectura. En
apariencia, estos elementos son, para el sujeto que escribe, tan extraños como para cualquier
otra persona, y el que los escribe recela de ellos, como es natural. Poéticamente hablando,
tales elementos destacan ante todo por su alto grado de absurdo inmediato, y este absurdo,
una vez examinado con mayor detención, tiene la característica de conducir a cuanto hay de
admisible y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación de cierto número de propiedades y de
hechos que, en resumen, no son menos objetivos que otros muchos.
En homenaje a Guillermo Apollinaire, quien había muerto hacía poco, y quien en muchos casos
nos parecía haber obedecido a impulsos del género antes dicho, sin abandonar por ello ciertos
mediocres recursos literarios, Soupault y yo dimos el nombre de SURREALISMO al nuevo modo
de expresión que teníamos a nuestro alcance y que deseábamos comunicar lo antes posible,
para su propio beneficio, a todos nuestros amigos. Creo que en nuestros días no es preciso
someter a nuevo examen esta denominación, y que la acepción en que la empleamos ha
prevalecido, por lo general, sobre la acepción de Apollinaire. Con mayor justicia todavía,
hubiéramos podido apropiarnos del término SUPERNATURALISMO, empleado por Gérard de
Nerval en la dedicatoria de Muchachas de fuego (11). Efectivamente, parece que Nerval
conoció a maravilla el espíritu de nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la
letra, todavía imperfecta, del surrealismo, y fue incapaz de dar de él una explicación teórica
duradera. He aquí unas frases de Nerval que me parecen muy significativas a este respecto:
Voy a explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno del que usted ha hablado con mayor altura.
Como muy bien sabe, hay ciertos narradores que no pueden inventar sin identificarse con los
personajes por ellos creados. Sabe muy bien con cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier
contaba cómo había padecido la desdicha de ser guillotinado durante la Revolución; uno
quedaba tan convencido que incluso se preguntaba cómo se las había arreglado Nodier para
volver a pegarse la cabeza al cuerpo.
Y como sea que tuvo usted la imprudencia de citar uno de esos sonetos compuestos en aquel
estado de ensueño SUPERNATURALISTA, cual dirían los alemanes, es preciso que los conozca
todos. Los encontrará al final del volumen. No son mucho más oscuros que la metafísica de
Hegel o los «Mémorables» de Swedenborg, y perderían su encanto si fuesen explicados, caso
de que ello fuera posible, por lo que te ruego me conceda al menos el mérito de la expresión...
(12).

Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear la palabra SURREALISMO, en el sentido
particular que nosotros le damos, ya que nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna,
antes de que nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para siempre:
SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta
expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del
pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno
a toda preocupación estética o moral.
ENCICLOPEDIA, Filosofía: el surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de
ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio
del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos,
y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida. Han hecho profesión de
fe de SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes señores: Aragon, Baron, Boiffard, Breton,
Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret,
Picon, Soupault, Vitrac.
Por el momento parece que los antes nombrados forman la lista completa de los surrealistas, y
pocas dudas caben al respecto, salvo en el caso de Isidore Ducasse, de quien carezco de
datos. Cierto es que si únicamente nos fijamos en los resultados, buen número de poetas
podrían pasar por surrealistas, comenzando por el Dante y, también en sus mejores
momentos, el propio Shakespeare. En el curso de las diferentes tentativas de definición, por mí
efectuadas, de aquello que se denomina, con abuso de confianza, el genio, nada he encontrado
que pueda atribuirse a un proceso, que no sea el anteriormente definido.
Las Noches de Young son surrealistas de cabo a rabo; desgraciadamente no se trata más que
de un sacerdote que habla, de un mal sacerdote, sin duda, pero sacerdote al fin.
Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo.
Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en la absenta.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saínt-Pol-Roux es surrealista en los símbolos.
Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en sí.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.
Insisto en que no todos son siempre surrealistas, por cuanto advierto en cada uno de ellos
cierto número de ideas preconcebidas a las que, muy ingenuamente, permanecen fieles.
Mantenían esta fidelidad debido a que no habían escuchado la voz surrealista, esa voz que
sigue predicando en vísperas de la muerte, por encima de las tormentas, y no la escucharon
porque no querían servir únicamente para orquestar la maravillosa partitura. Fueron
instrumentos demasiado orgullosos, y por eso jamás produjeron ni un sonido armonioso (13).
Pero nosotros, que no nos hemos entregado jamás a la tarea de mediatización, nosotros que
en nuestras nosotros que en nuestras obras nos hemos convertido en los sordos receptáculos
de tantos ecos, en los modestos aparatos registradores que no quedan hipnotizados por
aquello que registran, nosotros quizá estemos al servido de una causa todavía más noble.
Nosotros devolvemos con honradez el «talento» que nos ha sido prestado. Si os atrevéis,
habladme del talento de aquel metro de platino, de aquel espejo, de aquella puerta, o del
cielo. Nosotros no tenemos talento. Preguntádselo a Philippe Soupault:
Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las más altas ciudades.
A Roger Vitrac:
Apenas hube invocado al mármol-almirante, éste dio media vuelta sobre sí mismo como un
caballo que se encabrita ante la Estrella Polar, y me indicó en el plano de su bicornio una
región en la que debía pasar el resto de mis días.
A Paul Eluard:
Es una historia muy conocida esa que cuento, es poema muy célebre ese que releo: estoy
apoyado en un muro, verdeantes las orejas, y calcinados los labios.
A Max Morise:
El oso de las cavernas y su compañero el alcaraván, la veleta y su valet el viento, el gran
Canciller con sus cancelas, el espantapájaros y su cerco de pájaros, la balanza y su hija el fiel,
ese carnicero y su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el Mississipi y su perrito,
el coral y su cántara de leche, el milagro y su buen Dios, ya no tienen más remedio que
desaparecer de la faz del mar.
A Joseph Delteil:
¡Sí! Creo en la virtud de los pájaros. Y basta una pluma para hacerme morir de risa.
A Louis Aragon:
Durante una interrupción del partido, mientras los jugadores se reunían alrededor de una jarra
de llameante ponche, pregunté al árbol si aún conservaba su cinta roja.
Y yo mismo, que no he podido evitar el escribir las líneas locas y serpenteantes de este
prefacio.
Preguntad a Robert Desnos, quien quizá sea el que, en nuestro grupo, está más cerca de la
verdad surrealista, quien, en sus obras todavía inéditas (14) y en el curso de las múltiples
experiencias a que se ha sometido, ha justificado plenamente las esperanzas que puse en el
surrealismo, y me ha inducido a esperar aún más de él. En la actualidad, Desnos habla en
surrealista cuando le da la gana. La prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su
pensamiento nos admira tanto cuanto nos complacen sus espléndidos discursos, discursos que
se pierden porque Desnos, en vez de fijarlos, prefiere hacer otras cosas más importantes.
Desnos lee en sí mismo como en un libro abierto, y no se preocupa de retener las hojas que el
viento de su vida se lleva.
SECRETOS DEL ARTE MÁGICO DEL SURREALISMO
Composición surrealista escrita, o primer y último chorro.
Ordenad que os traigan recado de escribir, después de haberos situado en un lugar que sea lo
más propicio posible a la concentración de vuestro espíritu, al repliegue de vuestro espíritu
sobre sí mismo. Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindid
de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y el talento de los demás. Decíos hasta
empaparos de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas
partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no
poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se os ocurrirá
por sí misma, ya que en cada segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento
consciente, que desea exteriorizarse. Resulta muy difícil pronunciarse con respecto a la frase
inmediata siguiente; esta frase participa, sin duda, de nuestra actividad consciente y de la
otra, al mismo tiempo, si es que reconocemos que el hecho de haber escrito la primera
produce un mínimo de percepción. Pero eso, poco ha de importaros; ahí es donde radica, en su
mayor parte, el interés del juego surrealista. No cabe la menor duda de que la puntuación
siempre se opone a la continuidad absoluta del fluir de que estamos hablando, pese a que
parece tan necesaria como la distribución de los nudos en una cuerda vibrante. Seguid
escribiendo cuanto queráis. Confiad en la naturaleza inagotable del murmullo. Si el silencio
amenaza, debido a que habéis cometido una falta, falta que podemos llamar «falta de
inatención», interrumpid sin la menor vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la
palabra que os parezca de origen sospechoso poned una letra cualquiera, la letra l, por
ejemplo, siempre la 1, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de
nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad.
Para no aburrirse en sociedad
Eso es muy difícil. Haced decir siempre que no estáis en casa para nadie, y alguna que otra
vez, cuando nadie haya hecho caso omiso de la comunicación antedicha, y os interrumpa en
plena actividad surrealista, cruzad los brazos, y decid: «Igual da, sin duda es mucho mejor
hacer o no hacer. El interés por la vida carece de base. Simplicidad, lo que ocurre en mi
interior sigue siéndome inoportuno.» 0 cualquier otra trivialidad igualmente indignante.
Para hacer discursos
Inscribirse, en vísperas de elecciones, en el primer país en el que se juzgue saludable celebrar
consultas de este tipo. Todos tenemos madera de orador: colgaduras multicolores y bisutería
de palabras. Mediante el surrealismo, el orador pondrá al desnudo la pobreza de la
desesperanza. Un atardecer, sobre una tarima, el orador, solito, descuartizará el cielo eterno,
esa Piel de Oso. Y tanto prometerá que cumplir una mínima parte de lo prometido consternará.
Dará a las reivindicaciones de un pueblo entero un matiz parcial y lamentable. Obligará a los
más irreductibles enemigos a comulgar en un deseo secreto que hará saltar en pedazos a las
patrias. Y lo conseguirá con sólo dejarse elevar por la palabra inmensa que se funde en la
piedad y rueda en el odio. Incapaz de desfallecer, jugará el terciopelo de todos los
desfallecimientos. Será verdaderamente elegido, y las más tiernas mujeres le amarán con
violencia.
Para escribir falsas novelas
Seáis quien seáis, si el corazón así os lo aconseja, quemad unas cuantas hojas de laurel y, sin
empeñaros en mantener vivo este débil fuego, comenzad una novela. El surrealismo os lo
permitirá; os bastará con clavar la aguja de la «Belleza fija» sobre la «Acción»; en eso consiste
el truco. Habrá personajes de perfiles lo bastante distintos; en vuestra escritura, sus nombres
son solamente una cuestión de mayúscula, y se comportarán con la misma seguridad con
respecto a los verbos activos con que se comporta el pronombre «il», en francés, con respecto
a las palabras «pleut», «y a», «faut», etc. Los personajes mandarán a los verbos, valga la
expresión; y en aquellos casos en que la observación, la reflexión y las facultades de
generalización no os sirvan para nada, podéis tener la seguridad de que los personajes
actuarán como si vosotros hubierais tenido mil intenciones que, en realidad, no habéis tenido.
De esta manera, provistos de un reducido número de características físicas y morales, estos
seres que, en realidad, tan poco os deben, no se apartarán de cierta línea de conducta de la
que vosotros ya no os tendréis que ocupar. De ahí surgirá una anécdota más o menos sabia,
en apariencia, que justificará punto por punto ese desenlace emocionante o confortante que a
vosotros os ha dejado ya de importar. Vuestra falsa novela será una maravillosa simulación de
una novela verdadera; os haréis ricos, y todos se mostrarán de acuerdo en que «lleváis algo
dentro», ya que es exactamente dentro del cuerpo humano donde esa cosa suele encontrarse.
Como es natural, siguiendo un procedimiento análogo, y a condición de ignorar todo aquello de
lo que debierais daros cuenta, podéis dedicaros con gran éxito a la falsa crítica.
Para tener éxito con una mujer que pasa por la calle
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
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Contra la muerte
El surrealismo os introducirá en la muerte, que es una sociedad secreta. Os enguantará la
mano, sepultando allí la profunda M con que comienza la palabra Memoria. No olvidéis tomar
felices disposiciones testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me lleven al
cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan hasta el último ejemplar de
la edición de Discurso sobre la Escasez de Realidad.
El idioma ha sido dado al hombre para que lo use de manera surrealista. En la medida en que
al hombre es indispensable hacerse comprender, consigue expresarse mejor o peor, y con ello
asegurar el ejercicio de ciertas funciones consideradas como las más primarias. Hablar o
escribir una carta no presenta verdaderas dificultades siempre que el hombre no se proponga
una finalidad superior a las que se encuentran en un término medio, es decir, siempre que se
limite a conversar (por el placer de conversar) con cualquier otra persona. En estos casos, el
hombre no sufre ansiedad alguna en lo que respecta a las palabras que ha de pronunciar, ni a
la frase que seguirá a la que acaba de pronunciar. A una pregunta muy sencilla será capaz de
contestar sin la menor vacilación. Si no está afecto de tics, adquiridos en el trato con los
demás, el hombre puede pronunciarse espontáneamente sobre cierto reducido número de
temas; y para hacer esto no tiene ninguna necesidad de devanarse los sesos, ni de plantearse
problemas previos de ningún género. ¿Y quién habrá podido hacerle creer que esta facultad de
primera intención tan sólo le perjudica cuando se propone entablar relaciones verbales de
naturaleza más compleja? No hay ningún tema cuyo tratamiento le impida hablar y escribir
generosamente. Los actos de escucharse y leerse a uno mismo sólo tienen el efecto de
obstaculizar lo oculto, el admirable recurso. No, no, no tengo ninguna necesidad urgente de
comprenderme (¡Basta! ¡Siempre me comprenderé!). Si tal o cual frase mía me produce de
momento una ligera decepción, confío en que la frase siguiente enmendará los yerros, y me
cuido muy mucho de no volverla a escribir, ni corregirla. Unicamente la menor falta de aliento
puede serme fatal. Las palabras, los grupos de palabras que se suceden practican entre sí la
más intensa solidaridad. No es función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La
solución debe correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta compensación siempre
se produce.
Este lenguaje sin reserva al que siempre procuro dar validez, este lenguaje que me parece
adaptarse a todas las circunstancias de la vida, este lenguaje no sólo no me priva ni siquiera
de uno de mis medios, sino que me da una extraordinaria lucidez, y lo hace en el terreno en
que menos podía esperarlo. Llegaré incluso a afirmar que este lenguaje me instruye, ya que,
en efecto, me ha ocurrido emplear surrealistamente palabras cuyo sentido había olvidado. E
inmediatamente después he podido verificar que el uso dado a estas palabras respondía
exactamente a su definición. Esto nos induce a creer que no se «aprende», sino que uno no
hace más que «re-aprender». De esta manera he llegado a familiarizarme con giros muy
hermosos. Y no hablo únicamente de la conciencia poética de las cosas, que tan sólo he
conseguido adquirir mediante el contacto espiritual con ellas, mil veces repetido.
Las formas del lenguaje surrealista se adaptan todavía mejor al diálogo. En el diálogo, hay dos
pensamientos frente a frente; mientras uno se manifiesta, el otro se ocupa del que se
manifiesta, pero ¿de qué modo se ocupa de él? Suponer que se lo incorpora sería admitir que,
en determinado momento, le sería factible vivir enteramente merced a aquel otro
pensamiento, lo cual resulta bastante improbable. En realidad, la atención que presta el
pensamiento segundo es de carácter totalmente externo, ya que únicamente se concede el lujo
de aprobar o desaprobar, generalmente desaprobar, con todos los respetos de que el hombre
es capaz. Este mo do de hablar no permite abordar el fondo de la cuestión. Mi atención, fija en
una invitación que no puede rechazar sin incurrir en grosería, trata el pensamiento ajeno como
si fuese un enemigo: en las conversaciones corrientes, el pensamiento fija y «conquista» casi
siempre las palabras y las oraciones ajenas, de las que luego se servirá; el pensamiento me
pone en situación de sacar partido de estas palabras y oraciones en la réplica, gracias a
desvirtuarlas. Esto es especialmente cierto en ciertos estados mentales patológicos en los que
las alteraciones sensoriales absorben toda la atención del enfermo, quien, al responder a las
preguntas que se le formulan, se limita a apoderarse de la última palabra que ha oído, o de la
última porción de una frase surrealista que ha dejado cierto rastro en su espíritu:
¿Qué edad tiene usted?» - «Usted» (Ecoísmo). «¿Cómo se llama usted?» - «Cuarenta y cinco
casas»
(Síntoma de Ganser o de las respuestas marginales)
No hay ninguna conversación en la que no se dé cierto desorden. El esfuerzo en pro de la
sociabilidad que las preside y la costumbre que de sostenerlas tenemos son los únicos factores
que consiguen ocultarnos temporalmente aquel hecho. Asimismo, la mayor debilidad de todo
libro estriba en entrar constantemente en conflicto con el espíritu de sus mejores lectores, y al
decir mejores quiero significar los más exigentes. En el brevísimo diálogo que anteriormente
he improvisado entre el médico y el enajenado, es, desde luego, este último quien lleva la
mejor parte, ya que mediante sus respuestas domina la atención del médico -y, además, no es
él quien formula las preguntas-. ¿Cabe afirmar que su pensamiento es el más fuerte de los dos
en aquel instante? Quizá. Al fin y al cabo, el paciente goza de la libertad de no tener en cuenta
su nombre ni su edad.
El surrealismo poético, al que consagro el presente estudio, se ha ocupado, hasta el actual
momento, de restablecer en su verdad absoluta el diálogo, al liberar a los dos interlocutores de
las obligaciones impuestas por la buena crianza. Cada uno de ellos se dedica sencillamente a
proseguir su soliloquio, sin intentar derivar de ello un placer dialéctico determinado, ni
imponerse en modo alguno a su prójimo. Las frases intercambiadas no tienen la finalidad,
contrariamente a lo usual, del desarrollo de una tesis por muy insustancial que sea, y carecen
de todo compromiso, en la medida de lo posible. En cuanto a la respuesta que solicitan
debemos decir que, en principio, es totalmente indiferente en cuanto respecta al amor propio
del que habla. Las palabras y las imágenes se ofrecen únicamente a modo de trampolín al
servido del espíritu del que escucha. Este es el modo en que se ofrecen las palabras y las
imágenes en Los campos magnéticos, primera obra puramente surrealista, y especialmente en
las páginas bajo el común título de «Barreras», en donde Soupault y yo nos comportamos
como interlocutores imparciales.
El surrealismo no permite a aquellos que se entregan a él abandonarlo cuando mejor les
plazca. Todo induce a creer que el surrealismo actúa sobre los espíritus tal como actúan los
estupefacientes; al igual que éstos crea un cierto estado de necesidad y puede inducir al
hombre a tremendas rebeliones. También podemos decir que el surrealismo es un paraíso
harto artificial, y la afición a este paraíso deriva del estudio de Baudelaire, al igual que la
afición a los restantes paraísos artificiales. El análisis de los misteriosos efectos y, de los
especiales goces que el surrealismo puede engendrar no puede faltar en el presente estudio, y
es de advertir que, en muchos aspectos, el surrealismo parece un vicio nuevo que no es
privilegio exclusivo de unos cuantos individuos, sino que, como el haxis, puede satisfacer a
todos los que tienen gustos refinados.
1. Hay imágenes surrealistas que son como aquellas imágenes producidas por el opio que el
hombre no evoca, sino que «se le ofrecen espontáneamente despóticamente, sin que las
pueda apartar de sí, por cuanto la voluntad ha perdido su fuerza, y ha dejado de gobernar las
facultades» (15). Naturalmente, faltaría saber si las imágenes, en general, han sido alguna vez
«evocadas». Si nos atenemos, tal como yo hago, a la definición de Reverdy, no parece que sea
posible aproximar voluntariamente aquello que él denomina «dos realidades distantes». La
aproximación ocurre o no ocurre, y esto es todo. Niego con toda solemnidad que, en el caso de
Reverdy, imágenes como:
Por el cauce del arroyo fluye una canción
o
El día se desplegó como un blanco mantel
o
El mundo regresa al interior de un saco
comporten el menor grado de premeditación. A mi juicio, es erróneo pretender que «el espíritu
ha aprehendido las relaciones» entre dos realidades en él presentes. Para empezar, digamos
que el espíritu no ha percibido nada conscientemente. Contrariamente, de la aproximación
fortuita de dos términos ha surgido una luz especial, la luz de la imagen, ante la que nos
mostramos infinitamente sensibles. El valor de la imagen está en función de la belleza de la
chispa que produce; y, en consecuencia, está en función de la diferencia de potencia entre los
dos elementos conductores. Cuando esta diferencia apenas existe, como en el caso de las
comparaciones (16), la chispa no nace. A mi juicio, no está en la mano del hombre el poder de
conseguir la aproximación de dos realidades tan distantes como aquellas a que antes nos
hemos referido, por cuanto a ello se opone el principio de la asociación de ideas, tal como lo
entendemos. De lo contrario, sólo nos quedaría el recurso de volver a adoptar un arte de
carácter elíptico, que Reverdy condena, tal como yo lo condeno. Fuerza es reconocer que los
dos términos de la imagen no son el resultado de una labor de deducción recíproca, llevada a
cabo por el espíritu con el fin de producir la chispa, sino que son productos simultáneos de la
actividad que yo denomino surrealista, en la que la razón se limita a constatar y a apreciar el
fenómeno luminoso.
Y del mismo modo que la duración de la chispa se prolonga cuando se produce en un ambiente
de rarificación, la atmósfera surrealista creada mediante la escritura mecánica, que me he
esforzado en poner a la disposición de todos, se presta de manera muy especial a la
producción de las más bellas imágenes.
Incluso cabe decir que, en el curso vertiginoso de esta escritura, las imágenes que aparecen
constituyen la única guía del espíritu. Poco a poco, el espíritu queda convencido del valor de
realidad suprema de estas imágenes. Limitándose al principio a sentirlas, el espíritu pronto se
da cuenta de que estas imágenes son acordes con la razón, y aumentan sus conocimientos. El
espíritu adquiere plena conciencia de las ilimitadas extensiones en que se manifiestan sus
deseos, en las que el pro y el contra se armonizan sin cesar, y en las que su ceguera deja de
ser peligrosa. El espíritu avanza, atraído por estas imágenes que le arrebatan, que apenas le
dejan el tiempo preciso para soplarse el fuego que arde en sus dedos. Vive en la más bella de
todas las noches, en la noche cruzada por la luz del relampagueo, la noche de los relámpagos.
Tras esta noche, el día es la noche.
Los innumerables tipos de imágenes surrealistas exigen una clasificación que, por el momento,
no voy a pretender efectuar. Agrupar estas imágenes según sus afinidades particulares me
llevaría demasiado lejos; esencialmente, quiero tan sólo tener en consideración sus
excelencias comunes. No voy a ocultar que para mí la imagen más fuerte es aquella que
contiene el más alto grado de arbitrariedad, aquella que más tiempo tardamos en traducir a
lenguaje práctico, sea debido a que lleva en sí una enorme dosis de contradicción, sea a causa
de que uno de sus términos esté curiosamente oculto, sea porque tras haber presentado la
apariencia de ser sensacional, se desarrolla después débilmente (que la imagen cierre
bruscamente el ángulo de su compás), sea porque de ella se derive una justificación formal
irrisoria, sea porque pertenezca a la clase de las imágenes alucinantes, sea porque preste de
un modo muy natural la máscara de lo abstracto a lo que es concreto, sea por todo lo
contrario, sea porque implique la negación de alguna propiedad física elemental, sea porque dé
risa. He aquí unos cuantos ejemplos de imágenes correctas:
Los rubís del champaña. Lautréamont.
Bello como la ley de paralización del desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al
crecimiento no guarda la debida relación con la cantidad de moléculas que su organismo
produce. Lautréamont.
Una iglesia se alzaba sonora como una campana. Philippc Soupault.
En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo, que come pan por la noche.
Robert Desnos.
Sobre el puente se balanceaba el rocío con cabeza de gata. André Breton.
Un poco a la izquierda, en mi divino firmamento, percibo -aunque sin duda es tan sólo un
vapor de sangre y asesinatos- el brillante despintado de las perturbaciones de la libertad. Louis
Aragon.
En el interior del bosque incendiado frescos los leones se han quedado. Roger Vitrac.
El color de las medias de una mujer no es obligatoriamente la imagen de sus ojos, lo cual ha
inducido a decir a un filósofo, cuyo nombre es inútil hacer constar: «los cetalópodos tienen
más razones que los cuadrúpedos para odiar el progreso» . Max Morise.
1. Tanto si se quiere como si no, ahí hay materia para satisfacer muchas necesidades del
espíritu. Todas estas imágenes parecen atestiguar que el espíritu ha alcanzado la madurez
suficiente para gozar de más satisfacciones que aquellas que por lo general se le conceden.
Este es el único medio de que dispone para sacar partido de la cantidad ideal de
acontecimientos de que está preñado (17). Estas imágenes le dan la medida de su normal
disipación y de los inconvenientes que ésta le comporta. No es malo que estas imágenes
acaben por desconcertar al espíritu, ya que desconcertarle equivale a situarle ante un camino
errado. Las frases que he citado contribuyen grandemente a ello. Pero el espíritu que sabe
saborearlas obtiene de ellas la certidumbre de hallarse en el buen camino; el espíritu, por sí
mismo, jamás se declarará culpable de emplear sutilezas idiomáticas; nada tiene que temer
por cuanto, además, se fortifica con la búsqueda total.
2. El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive exaltadamente la mejor parte de su
infancia. Al espíritu le ocurre un poco lo mismo que a aquel que, próximo a morir ahogado,
repasa, en menos de un minuto, su vida entera, en todos sus agobiantes detalles. Habrá quien
diga que esto no es demasiado incitante. Pero no me interesa en absoluto incitar a quien tal
digan. De los recuerdos de la infancia y de algunos otros se desprende cierto sentimiento de
no estar uno absorbido, y, en consecuencia, de despiste, que considero el más fecundo entre
cuantos existen. Quizá sea vuestra infancia lo que más cerca se encuentra de la «verdadera
vida»; esa infancia, tras la cual, el hombre tan sólo dispone, además de su pasaporte, de
ciertas entradas de favor; esa infancia en la que todo favorece la eficaz, y sin azares, posesión
de uno mismo. Gracias al surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en
nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación, o de su perdición. Se revive,
en las sombras, un terror precioso. Gracias a Dios, tan sólo se trata del Purgatorio. Se
atraviesan, sintiendo un estremecimiento, aquellas zonas que los ocultistas denominan
paisajes peligrosos. Mis pasos suscitan la aparición de monstruos que me acechan, monstruos
que todavía no me tienen demasiada malquerencia, debido a que les temo, por lo que todavía
no estoy perdido. Ahí están «los elefantes con cabeza de mujer y los leones voladores» cuyo
encuentro nos hacía temblar de miedo, a Soupault y a mí; ahí está el «pez soluble» que
todavía me da un poco de miedo. ¡PEZ SOLUBLE, no, no soy yo el pez soluble, yo nací bajo el
signo de Acuario, y el hombre es soluble en su pensamiento! La fauna y la flora del
surrealismo son inconfesables.
3. No creo en la posibilidad de la próxima aparición de un pontífice surrealista. Las
características comunes a todos los textos del género, entre ellos los que acabo de citar, así
como muchos otros que por sí solos nos podrían proporcionar un riguroso desglose analítico
lógico y gramatical, no impiden una cierta evolución de la prosa surrealista, al paso del tiempo.
Prueba irrefragable de ello lo son las historietas que vienen a continuación, en este mismo
volumen, historietas escritas después de gran cantidad de ensayos a cuya elaboración me
entregué con la finalidad antes dicha durante cinco años, y que tengo la debilidad de juzgar,
en su mayoría, extremadamente desordenadas. No estimo que esas historietas sean, en virtud
de lo que de ellas he expresado, ni más ni menos capaces de poner de relieve ante el lector los
beneficios que la aportación surrealista puede proporcionar a su conciencia.
Por otra parte, es preciso dar mayor envergadura a los medios surrealistas. Todo medio es
bueno para dar la deseable espontaneidad a ciertas asociaciones. Los papeles pegados de
Picasso y de Braque tienen el mismo valor que la inserción de un lugar común en el desarrollo
literario del estilo más laboriosamente depurado. Incluso está permitido dar el título de POEMA
a aquello que se obtiene mediante la reunión, lo más gratuita posible (si no les molesta,
fíjense en la sintaxis) de títulos y fragmentos de títulos recortados de los periódicos diarios:
POEMA
Una carcajada
de zafiro en la isla de Ceilán
Las más hermosas escamas
TIENEN MATIZ AGOSTADO
BAJO LOS CERROJOS
en una granja aislado
DE DIA EN DIA
se agrava
lo agradable
Un camino de carro
os conduce a los límites con lo ignoto
el café
predica las loas de su santo
EL COTIDIANO ARTIFICE DE VUESTRA
BELLEZA
SEÑORA
un par
de medias de seda
no es
Un salto en el Vacío
UN CIERVO
El amor ante todo
Todo podría solucionarse
PARIS ES UNA GRAN CIUDAD
Vigilad
Los rescoldos
LA ORACION
Del buen tiempo
Sabed que
Los rayos ultravioletas
han culminado su tarea
Breve y beneficiosa
El PRIMER DIARIO BLANCO
DEL AZAR
Rojo será
El cantor vagabundo
¿DÓNDE ESTÁ?
en la memoria
en su casa
EN EL BAILE DE LOS ARDIENTES
Hago
bailando
Lo que se hace, lo que se hará
Y se podrían dar muchos más ejemplos. También el teatro, la filosofía, la ciencia, la crítica,
conseguirían volver a encontrarse a sí mismos. Debo apresurarme a añadir que las futuras
técnicas surrealistas no me interesan.
Ya he dado a entender con suficiente claridad que las aplicaciones del surrealismo a la acción
me parecen poseer una importancia muy diferente (18). Ciertamente, no creo en el valor
profético de la palabra surrealista. «Mis palabras son palabras de oráculo» (19). Sí en la
medida que yo quiera, porque ¿acaso no se es oráculo ante uno mismo? (20) La piedad de los
hombres no me engaña. La voz surrealista que estremeció a Cumas, Dodona y Delfos es la
misma que dicta mis discursos menos iracundos. Mi tiempo no puede ser el suyo, ¿y por qué
ha de ayudarme esta voz a resolver el infantil problema de mi destino? Por desgracia, parezco
actuar en un mundo en el que, para llegar a tener en cuenta sus sugerencias, estoy obligado a
servirme de dos clases de intérpretes, unos me traducirán sus frases, y los otros, que es
imposible hallar, comunicarán a mis semejantes la comprensión que yo haya alcanzado de
estas frases. Este mundo en el que yo sufro lo que sufro (me jor será que no lo sepáis), este
mundo moderno, este mundo, en fin... ¡diabólico! Bueno, pues ¿qué queréis que yo haga en
él? La voz surrealista quizá se extinga, no puedo yo contar mis desapariciones. Yo no podré
estar presente, ni siquiera un poco, en el maravilloso descuento de mis años y mis días. Seré
como Nijinski, a quien el año pasado llevaron a los ballets rusos y no pudo comprender qué
clase de espectáculo era aquel al que asistía. Quedaré solo, muy solo en mí, indiferente a
todos los ballets del mundo. Os doy todo lo que he hecho y todo lo que no he hecho.
Y, desde entonces, siento unos grandes deseos de contemplar con indulgencia los sueños
científicos que, a fin de cuentas, tan indecorosos son desde todos los puntos de vista. ¿Los sin
hijos? Bien. ¿La sífilis? Igual me da. ¿La fotografía? Nada tengo que oponer. ¿El cine? ¡Vivan
las salas oscuras! ¿La guerra? ¡Que risa! ¿El teléfono? ¡Diga! ¿La juventud? ¡Encantadores
cabellos blancos! Intentad hacerme decir «gracias»: «Gracias». Gracias... Si el vulgo tiene en
gran estima eso que, propiamente hablando, se denomina investigaciones de laboratorio, se
debe a que gracias a ellas se ha conseguido construir una máquina o descubrir un suero en los
que el vulgo se cree directamente interesado. No duda ni por un instante que con ello se ha
querido mejorar su suerte. No sé con exactitud cuál es el ideal de los sabios con tendencias
humanitarias, pero me parece que de él no forma parte una gran cantidad de bondad.
Entendámonos, hablo de los verdaderos sabios, no de los vulgarizadores de cualquier tipo, en
posesión de un título. En este terreno, como en cualquier otro, creo en la pura alegría
surrealista del hombre que, consciente del fracaso de todos los demás, no se da por vencido,
parte de donde quiere y, a lo largo de cualquier camino que no sea razonable, llega a donde
puede. Puedo confesar tranquilamente que me es absolutamente indiferente la imagen que el
hombre en cuestión juzgue oportuno utilizar para seguir su camino, imagen que quizá le
procure la pública estimación. Tampoco me importa el material del que necesariamente tendrá
que proveerse: sus tubos de vidrio o mis plumas metálicas... En cuanto al método de tal
hombre lo considero tan bueno como el mío. He visto en plena actuación al descubridor del
reflejo cutáneo plantar; no hacía más que experimentar sin tregua en los sujetos objeto de su
estudio, no era un «examen», ni mucho menos, lo que hacía; resultaba evidente que había
dejado de fiarse de todo género de planes. De vez en cuando formulaba una observación, con
aire de lejanía, sin abandonar por ello su aguja, mientras que su martillo actuaba
constantemente. Encargó a otros la trivial tarea de tratar a los enfermos. Se entregó por
entero a su sagrada fiebre.
El surrealismo, tal como yo lo entiendo, declara nuestro inconformismo absoluto con la claridad
suficiente para que no se le pueda atribuir, en el proceso el mundo real, el papel de testigo de
descargo. Contrariamente, el surrealismo únicamente podrá explicar el estado de completo
aislamiento al que esperamos llegar, aquí, en esta vida. El aislamiento de la mujer en Kant, el
aislamiento de los «racimos» en Pasteur, el aislamiento de los vehículos en Curie, son a este
respecto, profundamente sintomáticos. Este mundo está tan sólo muy relativamente
proporcionado a la inteligencia, y los incidentes de este género no son más que los episodios
más descollantes, por el momento, de una guerra de independencia en la que considero un
glorioso honor participar. El surrealismo es el «rayo invisible» que algún día nos permitirá
superar a nuestros adversarios. «Deja ya de temblar, cuerpo». Este verano, las rosas son
azules; el bosque de cristal. La tierra envuelta en verdor me causa tan poca impresión como
un fantasma. Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte.

(1) Dostoiewsky: Crimen y castigo.
(2) Pascal.
(3) Barrès, Proust.
(4) Es preciso tener en cuenta el espesor del sueño. En general, tan sólo recuerdo lo que hasta mí llega desde las más
superficiales capas del sueño. Lo que más me gusta considerar de los sueños es aquello que quede vagamente
presente al despertar, aquello que no es el resultado del empleo que haya dado a la jornada precedente, es decir, los
sombríos follajes, las ramificaciones sin sentido. Igualmente, en la «realidad» prefiero abandonarme.
(5) Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico ha dejado de existir. Ahora sólo existe realidad.
(6) Véase Pasos perdidos, editado por la N. R. F.
(7) “Nord-Surd”, marzo de 1918.
(8) Si hubiera sido pintor, esta representación visual hu?biera sin duda predominado sobre la otra. Probablemente mis
facultades innatas decidieron las características de la revelación. Desde aquel día, he concentrado voluntariamente la atención en parecidas apariciones, y me consta que, en cuanto a precisión, no son inferiores a los fenómenos auditivos. Provisto de papel y lápiz, me sería fácil trazar sus contornos. Y ello es así por cuanto no se trataría de dibujar, sino de calcar. De este manera, podría representar un árbol, una ola, un instrumento musical, infinidad de cosas que, en este momento sería incapaz de representar gráficamente, ni siquiera mediante el más somero esquema. Si lo intentara, me perdería, con la certidumbre de volver a topar conmigo mismo, en un laberinto de líneas que, a primera vista, no parecerían representar nada. Y, al abrir los ojos, tendría la fuerte impresión de hallarme ante algo «nunca visto». La prueba de lo que digo ha sido efectuada muchas veces por Robert Desnos; para comprobarlo basta con hojear el número 36 de Hojas libres, que contiene abundantes dibujos suyos («Romeo y Julieta», «Un hombre ha muerto esta mañana», etc.) que la revista creyó eran dibujos realizados por locos, y que como publicó con la mayor buena fe.
(9) Knut Hamsun considera que el hambre es el determinante de este tipo de revelación que me obsesionó, y quizá esté en lo cierto. (Debo hacer constar que en aquella poca no todos los días comía.) Y no cabe duda de que los siguientes síntomas que Hamsun relata coinciden con los míos:
El día siguiente desperté temprano. Todavía era de noche. Hacía largo rato que tenía los ojos abiertos, cuando oí las campanadas de las cinco, dadas por el reloj de pared del piso superior al mío. Intenté volver a dormir, pero no lo logré, estaba totalmente despierto, y mil ideas me bullían en la cabeza.
De repente se me ocurrieron algunas frases buenas, muy adecuadas para utilizarlas en un apunte, en un folletón; súbitamente, y como por azar, descubrí frases muy hermosas, frases más bellas que todas las por mí escritas anteriormente. Me las repetí lentamente, palabra por palabra, y eran excelentes. Las frases no dejaban de acudir, una tras otra. Me levanté y cogí papel y lápiz, en la mesa que tenía detrás de la cama. Me parecía que se hubiera roto una vena en mi interior, las palabras se sucedían, se situaban en su justo lugar, se adaptaban a la situación, las escenas se acumulaban, la acción se desarrollaba, las réplicas surgían en mi cerebro, y yo gozaba de manera prodigiosa. Los pensamientos acudían tan velozmente, y seguían fluyendo con tal abandono, que desdeñé una multitud de detalles delicados, debido a que el lápiz no podía ir con la debida velocidad, pese a que procuraba escribir de la mano siempre en movimiento, sin perder ni un segundo. Las frases brotaban en mi interior y estaba en plena posesión del tema. Apollinaire aseguraba que De Chirico había pintado sus primeros cuadros bajo la influencia de alteraciones cenestésicas (dolores de cabeza, cólicos...)
(10) Cada día creo más en la infalibilidad de mi pensamiento en relación conmigo mismo, lo cual es naturalísimo. De todos modos, en esta escritura del pensamiento, en la que uno queda a merced de cualquier distracción exterior, se producen fácilmente «lagunas». No hay razón alguna que justifique el intento de disimularlas. El pensamiento es, por definición, fuerte e incapaz de acusarse a sí mismo. Aquellas evidentes deficiencias deben atribuirse a las sugerencias procedentes del exterior.
(11) También por Thomas Carlyle, en Sartor Resartus (capítulo VIII: «Supernaturalismo natural»), 1833-34.
(12) Véase asimismo, el Ideorrealismo de Saint-Pol-Roux.
(13) Lo mismo podría decir de algunos filósofos y de algunos pintores; de estos últimos tan sólo citaré a Uccello, entre los de la época antigua, y, entre los de la época moderna, a Seurat, Gustave Moreau, Matisse (en «La música», por ejemplo), Derain, Picasso (el más puro, con mucho), Braque, Duchamp, Picabia, Chirico (admirable durante tanto tiempo), Klee, Man Ray, Max Ernst y, tan próximo a nosotros, André Masson.
(14) «Nuevas Hébridas», «Desorden formab, «Duelo por duelo».
(15) Baudelaire.
(16) Imagen de Jules Renard.
(17) No olvidemos que, según la fórmula de Novalis, «hay ciertas series de acontecimientos que se producen paralelamente con los acontecimientos reales. Por lo general, los hombres y las circunstancias modifican el curso ideal de los acontecimientos de tal manera que éste toma apariencias de imperfección y sus consecuencias son también imperfectas. Así ocurrió con la Reforma: en vez del Protestantismo produjo el Luteranismo».
(18) Séame permitido formular algunas reservas acerca de la responsabilidad, en general, y de las consideraciones médico-jurídicas pertinentes en orden a determinar el grado de responsabilidad de un individuo, a saber, responsabilidad plena, irresponsabilidad y responsabilidad limitada (sic). Pese a lo muy difícil que me resulta admitir el principio de cualquier tipo de responsabilidad, me gustaría saber de qué manera serán juzgados los primeros actos delictuosos de naturaleza indudablemente surrealista. ¿El acusado será absuelto o solamente se apreciará la concurrencia de circunstancias atenuantes? Es una verdadera lástima que los delitos de prensa hayan dejado casi de ser perseguidos, pues de lo contrario no tardaría en llegar el momento en que podríamos asistir a un proceso del siguiente tipo: el acusado ha publicado un libro atentatorio a la moral pública; a querella de algunos de sus «más honorables» conciudadanos es también acusado de difamación; contra él se formulan acusaciones de todo género, igualmente aplastantes, cual insultos al ejército, inducción al asesinato, apología de la violación, etc. Por su parte, el acusado se muestra enteramente de acuerdo con los acusadores, a fin de poder desvirtuar las ideas por él expresadas.
En su defensa, se limita a proclamar que él no se considera autor del libro en cuestión, ya que éste tan sólo puede considerarse como una producción surrealista que excluye todo género de consideraciones acerca del mérito o demérito de quien lo firma, ya que el firmante no ha hecho más que copiar un documento, sin expresar sus opiniones, y que es tan ajeno a la obra nefasta cual pueda serlo el mismísimo presidente del tribunal que le juzga.
Y lo que cabe decir de la publicación de un libro podrá decirse también de una infinidad de actos de diferente naturaleza el día en que los métodos surrealistas comiencen a gozar del favor del público. Entonces será preciso que una nueva moral sustituya a la moral usual, causa de todos nuestros males.
(19) Rimbaud.
(20) De todos modos, DE TODOS MODOS... Mejor será descargar la conciencia. Hoy, día 8 de junio de 1924, hacia la una, la voz me ha susurrado: «Béthune, Béthune...» ¿Qué quería decir? No conozco Béthune, ni tengo la menor idea de la situación en que se encuentra en el mapa de Francia, Béthune nada me evoca, ni siquiera una escena de Los tres mosqueteros. Hubiera debido emprender viaje hacia Béthune, en donde quizá me esperaba algo; aunque en realidad hubiera sido ésta una solución demasiado simplista. Me han contado que en un libro de Chesterton se refiere el caso de un detective que para encontrar a alguien a quien busca en una ciudad sigue el método de inspeccionar, desde el sótano al tejado, todas las casas en cuyo exterior advierte un detalle ligeramente anormal. Este sistema es tan bueno como cualquier otro.
De parecido modo, Soupault, en 1919, entró en gran número de inmuebles improbables para preguntar a la portera siallí vivía Phillippe Soupault. Creo que no se hubiera sorprendido si le hubieran dado una respuesta afirmativa. Ello se hubiera debido a que Soupault habría entrado en su propia casa.
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