Anita Montrosis es una poeta que
de la vida al oficio ha creado una voz única, auténtica, vital y vigorosa.
Ha reunido en su crisol poético,
poemario tras poemario, los diversos componentes de un universo que en sus
palabras palpita. Ahora nos entrega “La
Muerte de Fausto”, poemario compuesto de dos partes que se complementan
hilvanando una línea temporal única que se bifurca en planos distintos, reales
y oníricos.
Que la ciudad sagrada preceda a
la Muerte de Fausto parte segunda de
esta obra y que la denomina no nos debería sorprender, la poeta fija un paisaje un crisol de elementos que le son
propios, de todos aquellos terruños que recorrió. Esta poesía vivencial de
ritmos variados de claros oscuros y matices embravecidos en la pasión y un
diálogo continuo de un interlocutor que posee nombre pero al parecer una
identidad variada, etérea a veces, ígnea, soberbia o terrenal.
Fausto muere, pero no es el
Fausto de Goethe de Valery de Marlowe, es un hombre de carne y hueso enlazado
con el yo poético o si queremos, todo lo contrario, un descarnado que convive
en el alma de esta voz poética… una máscara una sombra, una idea un hombre
“polisémico”. La maestría en el verso de nuestra poeta nos entrega una realidad
de poema en poema que se viste de la cotidianidad que cala en el lector, lo
suficiente, como para ir recreando el andamiaje de símbolos o de elementos que
no portan más significado que el que tienen. Por ejemplo la mermelada de
ciruelas un trazo de ese pincel lírico que nos trae al calor del hogar, a la
mesa y centro de la vida familiar a recuerdos, en algunos, enraizados a la
infancia, o eventualmente a una vida de pareja tal y como se ilustra en el
poema “CIRUELAS”, fruto que para la cristiandad simboliza la fidelidad y la
independencia, si el lector toma la hermosa tarea de desentrañas los símbolos
descubrirá mil cosas más que alimentan el espíritu mismo de la fuente inmensa
que es la Poesía como manifestación y la
Poesía como oficio. Montrosis nos toma de la mano y nos lleva a paisajes
boscosos a cerros llenos de memoria, a la urbe que se emparenta con lo bélico
con la muerte misma, diríamos, deteniéndonos en el tempo de las imágenes que
muere Fausto en la voz lírica
y también es la poeta que muere con él y
con ellos esa ciudad que es sagrada como como lo es la sepultura para los
cristianos.
Nos toma de la mano y nos arrastra sutilmente en las acuarelas oníricas
de sus voces interiores en las estaciones demarcadas con lo febril de la
existencia, con lo determinante y con lo vital. La ciudad como un espacio
alienado que es en síntesis una especie de celda donde la identidad de lo
natural pugna con todo lo que se le impone y Fausto es el causante de esta
estadía.
La voz
que interroga, que maldice que odia y ama a Fausto no es en definitiva
ninguna de las Margarita ni otras féminas de las obras teatrales existentes, es
única, es nueva y frescamente independiente, es mágica como los muros de las
ciudades que alguna vez fueron sagradas. La riqueza cosmogónica es amplia, generosa, envolvente.
¿Cómo saber qué ciudad es? Se habla del
cerro Chena y podemos colegir de qué lugar geográfico pero esa ciudad sagrada
pertenece al lector donde quiera que esté, es ubicua donde la poeta se encarga
de vestir con sus creaturas con los frutos con los árboles y las vivencias.
Los “tempos” del alma se van vistiendo
de negación, de afirmaciones a medias y de certezas absolutas, un vaivén
exquisito en la relación de los personajes puestos en el suelo de La Ciudad
Sagrada y es ahora una cartografía de los sentimientos. Se extiende un
planisferio de inconstancias rencores y alguna maldición permanente.
¿Mefistófeles? Solo el que parece
convivir dentro de Fausto, con engaño,
con inconstancia, con muerte y con eternidad en el extravío por el provocado. A
pesar de lo complejo que toda esta
exposición podría dar a la poética espacial y espiritual de esta obra, es la
forma la que vence entregando a través de sencillez, claridad su mensaje
pletórico de belleza amor, esperanza y desilusión.
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