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El poemario Muerte en Niza (Ediciones Marea Baja, 2010) del escritor antofagastino radicado en Santiago, Víctor Quezada, sorprende por su atrevimiento y valentía. A través de su obra todos somos conminados y no porque el autor como otros poetas del momento y al uso nos represente una realidad plana y sencilla, edifique un mundo utópico o una distopía, pontifique con revoluciones, proclame un malestar ante su ciudad o arguya con una experiencia y sobreexposición agotada de su sexualidad. Actitudes de “creadores” que al final sabemos por lo engañoso y contradictorio del
lenguaje, van a proponer unívocamente un mensaje estéril y burda mímesis que explota lo artificial de lo anecdótico. Quezada en cambio poetiza en torno a la ausencia. Su voz nos habla de lo indecible y se posiciona en las entrañas del vacío que genera nuestra lengua.
El poemario en ese sentido, si bien procura nominar la muerte en Niza a través de un diálogo intertextual con Garcilaso, poeta fallecido en dicha región y al cual Quezada invoca tomando versos de sus sonetos, la atmósfera general del libro participa de muchos otros cuerpos, variadas historias y va denotando que lo otro es parte de mí y yo de aquello. Esta situación remite a la noción de Derrida de presencia/ausencia en que el mundo se desenvuelve intercontaminado como un gran descalabro, indeterminable y que el filósofo grafica parafraseando a Shakespeare en
Hamlet: «The time is out of joint» Time: es el tiempo, pero es también la historia, y es el mundo. Por ende la muerte situada en Niza o en la atmósfera que Víctor Quezada construye, con el germen mismo de la confusión (el lenguaje), niega la posibilidad de morir y afirma la no existencia de la imposibilidad. Al someternos a semejante paradoja demuestra con belleza que las palabras no bastan para la verdad que contienen y así, todo lo escrito, todo lo pensado, dicho y realizado en este mundo de textos y discursos… será un continuo de la impotencia de presentar ad eternum nuestro deseo “inter-contaminado” por alcanzar la flor, cantar a la flor, nominarla una y otra vez o hacerla florecer en el poema, sin ninguna diferencia más allá de lo diferido.
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