lunes, septiembre 09, 2013
4. LIBRO DEL DESASOSIEGO DE BERNARDO SOARES por FERNANDO PESSOA
Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana
y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres
tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas
de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo
de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros
que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas
religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.
Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos
huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa:
pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.
Nosotros perdimos ésta, y también las otras.
Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de
sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es
navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea
del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa,
la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.
Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede
tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre
completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin
esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco
tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un
prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque
nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.
Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano,
ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo
sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.
Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y
nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir
simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un
origen divino en la conciencia.
Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y
del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra
las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos
vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la
muerte.
Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el
valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en
el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos,
encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes
del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.
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