El 21 de enero de 1871, reducido por el invierno, por el hambre, por el retroceso de las
expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que,
casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y
ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.
Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la
capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda,
introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al
príncipe de Mecklemburgo-Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha
muerto.»
El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los
puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas
de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la
entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los
escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.
Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento
helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a
encontrarse.
En un determinado momento de la entrevista, Favre, pensativo, sentado ante la mesa, se
había sorprendido a sí mismo contemplando en silencio al conde de Bismarck-
Schönhausen, que se había levantado. La estatura colosal del caballero del Imperio de
Alemania con uniforme de general adjunto, proyectaba su sombra sobre el parqué de la
sala devastada. Al brusco resplandor del fuego brillaba la punta de su casco de acero
pulido, cubierto con la sombra de la dispersa crin blanca, y en su dedo, el pesado sello
de oro, con el escudo de armas siete veces secular de los vidamos del Obispado de
Halberstadt, más tarde barones: el trébol de los Bisthums-marke, sobre su antigua
divisa: «In trinitate robur.»
Sobre una silla se encontraba su levita militar de amplias bocamangas color vino, cuyos
reflejos coloreaban su mostacho con un tinte púrpura. Tras sus talones provistos de
largas espuelas de acero, de cadenillas bruñidas, sonaba por instantes el sable arrastrado.
Su cabeza pelirroja de dogo altivo que guardaba la Casa alemana -cuya llave,
Estrasburgo, acababa lamentablemente de exigir- se erguía. De toda la persona de aquel
hombre, semejante al invierno, brotaba su adagio: «Nunca suficiente». Con un dedo
apoyado en la mesa, miraba a lo lejos por una ventana como si, olvidado de la presencia
del embajador, no viera ya sino su voluntad planear en la lividez del espacio, como el
águila negra de su bandera.
Había hablado. Y la rendición de los ejércitos y de las ciudadelas, el brillo de una
inmensa indemnización de guerra, el abandono de algunas provincias, se habían dejado
entrever en sus palabras... Fue entonces cuando, en nombre de la Humanidad, el
ministro republicano quiso apelar a la generosidad del vencedor, -el cual en aquellos
momentos no debía acordarse de otra cosa que de Luis XIV cruzando el Rin y
avanzando sobre suelo alemán, de victoria en victoria; y luego de Napoleón dispuesto a
borrar Prusia del mapa europeo; y luego de Lützen, de Hanau, de Berlín saqueado, de
Jena...
Y lejanos retumbos de artillería, semejantes a los ecos de una tormenta, cubrieron la voz
del parlamentario que, por un sobresalto del espíritu, recordó en aquel momento que era
el aniversario del día en que, desde lo alto del patíbulo, el rey de Francia había querido
también apelar a la magnanimidad de su pueblo, cuando el redoble de los tambores
cubrió su voz... Sin querer, Favre se estremeció al comprobar la coincidencia fatal en la
que, por la confusión de la derrota, nadie había pensado hasta aquel instante. Era,
efectivamente, del 21 de enero de 1871 del que debía datar en la historia, el inicio de la
capitulación en la que Francia dejaba caer su espada.
Y como si el Destino hubiera querido subrayar, con una especie de ironía, la cifra de la
fecha regicida, cuando el embajador de París preguntó a su interlocutor cuántos días de
armisticio serían concedidos, el canciller dio esta respuesta oficial:
-Veintiuno; ni uno más...
Entonces, con el corazón oprimido por la vieja ternura que uno siente por su tierra natal,
el rudo parlamentario de mejillas hundidas, de apellido de obrero, de máscara severa,
bajó la frente temblando. Dos lágrimas, puras como las que vierten los niños ante su
madre agonizante, brotaron de los ojos a las pestañas y rodaron silenciosamente hasta
las comisuras crispadas de sus labios. Pues, si hay algo que incluso los más escépticos
de Francia sienten palpitar al mismo tiempo que su corazón frente a la altanería del
extranjero, es la patria.
*
Caía la tarde encendiendo la primera estrella. Allá lejos, rojos relámpagos seguidos del
ruido prolongado de los cañones de asedio, y del chasquido lejano de los disparos de los
batallones surcaban a cada instante el crepúsculo. Solo en aquella memorable sala,
después de intercambiar un frío saludo, el ministro de nuestros Asuntos Exteriores
pensó durante algunos momentos... Y sucedió que, desde el fondo de su memoria surgió
de repente un recuerdo que, las concordancias, ya confusamente observadas por él,
convirtieron en algo extraordinario...
Era el recuerdo de una historia confusa, de una especie de leyenda moderna acreditada
por testimonios y circunstancias, y a la que él mismo se encontraba extrañamente
ligado.
En otros tiempos, hacía ya muchos años, un desgraciado de origen desconocido,
expulsado de una pequeña ciudad de la Prusia sajona, había aparecido cierto día en
París, en 1833. Allí, expresándose con dificultad en nuestra lengua, extenuado,
deteriorado, sin asilo ni recursos, se había atrevido a declarar que era el heredero de
Aquel... cuya augusta cabeza había rodado el 21 de enero de 1793 en la Plaza de la
Concordia, bajo el hacha del pueblo francés.
Con la ayuda -decía- de un acta de defunción cualquiera, de una oscura sustitución, de
un rescate desconocido, el delfín de Francia, gracias a la abnegación de dos nobles,
había escapado ciertamente de los muros del Temple, y el evadido real... era él. Tras mil
reveses y mil miserias, había regresado a justificar su indentidad. Al no encontrar en su
capital sino un catre de la beneficencia, aquel hombre que nadie acusó de demencia sino
de mentira, hablaba del trono de Francia como heredero legítimo. Abrumado bajo la
casi total persuasión de una impostura, aquel personaje no escuchado, rechazado por
todas partes, había ido a morir tristemente, en 1845, en la ciudad de Delft, en Holanda.
Al ver aquel rostro muerto, se habría podido decir que el Destino había exclamado: «Te
golpearé la cara con mis puños hasta que tu madre no pueda reconocerte.»
Y cosa más sorprendente aún, los Estados generales de Holanda, con el consentimiento
de las cancillerías y del rey Guillermo II, le habían otorgado a aquel enigmático
personaje funerales de honor como a un príncipe, y habían aprobado oficialmente que se
escribiera este epitafio sobre la lápida de su tumba: «Aquí yace Carlos Luis de Borbón,
duque de Normandía, hijo del rey Luis XVI y de María Antonieta de Austria, XVIIº de
su nombre, rey de Francia.»
¿Qué significaba aquello?... Aquel sepulcro -desmentido al mundo entero, a la Historia,
a las convicciones más firmes- se levantaba allá lejos, en Holanda, como una cosa de
ensueño en la que no se quería pensar demasiado. Esta inmotivada decisión del
extranjero no podía sino agravar las legítimas desconfianzas y se maldecía la terrible
acusación.
Sea como fuere, un día de otros tiempos, aquel hombre de misterio, de miseria y de
exilio había ido a visitar al abogado ya famoso, que sería después el delegado de la
Francia vencida. Como un aparecido fantasmagórico, había solicitado hablar con el
orador republicano y le había confiado la defensa de su historia. Y, por un nuevo
fenómeno, la indiferencia inicial -por no decir la hostilidad-, del futuro tribuno, se había
disipado al primer examen de los documentos presentados para su apreciación.
Conmovido, impresionado, convencido (con razón o sin ella, ¡eso no importa!) Jules
Favre tomó a pecho aquella causa que iba a estudiar durante treinta años y defender un
día, con toda la energía y el acento de una fe viva. Y, de año en año, su relación con el
inquietante proscrito se había hecho más amistosa hasta el punto de que un día, en
Inglaterra, donde el defensor había ido a visitar a su extraordinario cliente, éste,
sintiéndose próximo a morir, le había regalado (como muestra de alianza y de gratitud
profundas) un viejo anillo flordelisado cuya procedencia original no reveló.
Era una sortija de chatón plano, de oro. En un ancho ópalo central, con brillos de rubí,
había sido grabado primero el escudo de Borbón: tres flores de lis de oro sobre campo
de azur. Pero, por una especie de triste deferencia, -con el fin de que el republicano
pudiera llevar sin problemas aquella prueba de afecto-, el donante había hecho borrar,
en la medida de lo posible, el escudo real. Ahora, la imagen de una Belona tendiendo la
fecha en su fatídico arco, también por derecho divino, velaba con su símbolo
amenazador el escudo primordial.
Según los biógrafos, aquel pretendiente temerario era una especie de inspirado y, a
veces, de iluminado. Según él, Dios lo había favorecido con visiones reveladoras, y su
naturaleza estaba provista de una poderosa agudeza de presentimientos.
Frecuentemente, el misticismo solemne de sus discursos comunicaba a su voz acentos
de profeta. Fue por tanto con una entonación extraña y con los ojos fijos en los de su
amigo, como dijo en aquella velada de despedida al entregarle el anillo estas singulares
palabras:
-Señor Favre, en este ópalo que usted ve está esculpida, como una estatua sobre una
lápida funeraria, una figura de la antigua Belona. Traduce lo que recubre: ¡En nombre
del rey Luis XVI y de toda una dinastía de reyes cuya herencia desesperada ha
defendido, lleve este anillo! ¡Que sus manes ultrajados penetren con su espíritu esta
piedra! ¡Que su talismán lo guíe y sea para usted algún día, en algún momento sagrado,
testigo de su presencia!
Favre ha declarado con frecuencia haber atribuido entonces a la exaltación producida
por una demasiado pesada sucesión de dificultades, esta frase que durante mucho
tiempo le pareció ininteligible, pero a la orden expresa de la cual obedeció, por respeto,
colocándose en el anular de su mano derecha el Anillo prescrito.
A partir de aquella noche, Jules Favre había llevado la sortija de aquel «Luis XVII» en
el dedo de su mano derecha. Una especie de oculta influencia lo había preservado
siempre de perderla o de quitársela. Era para él como esos aros de hierro que los
caballeros de antaño conservaban en su brazo hasta la muerte, como testimonio del
juramento que los consagraba por entero a la defensa de una causa. ¿Con qué incierto
fin le había impuesto la Suerte la costumbre de esta reliquia a la vez sospechosa y
real?... ¿Había sido necesario, pues, que a cualquier precio esto fuera posible: que aquel
republicano predestinado llevara aquel Signo en la mano, a lo largo de su vida, sin saber
dónde lo conducía aquel Signo?
No se inquietaba por ello, pero cuando alguien en su presencia intentaba burlarse del
apellido germánico de su delfín de ultratumba, murmuraba pensativo: « ¡Naundorf,
Frohsdorf!»
Y he aquí que, por un encadenamiento irresistible, lo imprevisto de los acontecimientos
había elevado, poco a poco, a aquel abogado-ciudadano hasta constituirlo de repente en
representante de Francia. Para llegar ahí había sido necesario que Alemania hiciera
prisioneros a más de ciento cincuenta mil hombres, con sus cañones, sus banderas al
viento, sus mariscales y su Emperador, -¡y ahora, con su capital!- Y eso no era un
sueño.
Fue por eso por lo que el recuerdo del otro sueño, menos increíble después de todo que
éste, vino a asediar al señor Jules Favre durante un instante, aquella tarde en la sala
desierta en la que acababan de debatirse las condiciones de salvación de sus
conciudadanos.
En aquel momento, aterrorizado y en contra de su voluntad, lanzaba sobre aquel Anillo
colocado en su dedo, miradas de visionario. Y bajo las transparencias del ópalo
impregnadas de resplandores celestiales, le parecía ver brillar, en torno a la heráldica
Belona vengadora, los vestigios del antiguo escudo que irradiaba en otros tiempos, al
fondo de los siglos, sobre el escudo de san Luis.
*
Ocho días después, cuando las estipulaciones del armisticio fueron aceptadas por sus
colegas de la Defensa nacional, el señor Favre, provisto de su poder colectivo, se había
dirigido a Versalles para la firma oficial de la tregua que traía consigo la horrible
capitulación.
Los debates habían terminado. Los señores Bismarck y Favre habían releído el Tratado
y, para concluir, añadieron el artículo 15 que rezaba lo siguiente: «Art. 15. Para dar fe
de ello, los susodichos han revestido con sus firmas y sellado con sus sellos las
presentes capitulaciones. Hecho en Versalles, el 28 de enero de 1871. Firmado: Jules
Favre – Bismarck.»
Tras haber puesto su sello, el señor de Bismarck rogó al señor Favre que cumpliera con
la misma formalidad para regularizar aquel protocolo depositado hoy en Berlín, en los
Archivos del imperio de Alemania. El señor Jules Favre declaró que, en medio de las
preocupaciones de aquella jornada, había olvidado traer el sello de la República
Francesa, y quiso enviar a alguien a buscarlo a París.
-Eso produciría un retraso inútil -respondió el señor de Bismarck-, su sello bastará.
Y, como si hubiera sabido lo que hacía, el Canciller de Hierro indicaba, lentamente, el
Anillo regalado por el Desconocido, colocado en el dedo del embajador.
Al oír aquellas palabras inesperadas, ante aquel súbito y helador requerimiento del
Destino, Jules Favre, sorprendido y recordando el deseo profético del que aquella sortija
soberana estaba impregnada, miró fijamente, como con el sobrecogimiento de un
vértigo, a su impenetrable interlocutor.
En aquel instante, el silencio se hizo tan profundo que se oyeron en las salas vecinas, los
golpes secos del telégrafo que comunicaba ya la gran noticia hasta el último punto de
Alemania y del mundo; y se oyeron también los silbidos de las locomotoras que
transportaban las tropas a las fronteras.
Favre miró de nuevo el Anillo... Y tuvo la sensación de que las presencias evocadas se
erguían confusamente a su alrededor en la vieja sala real, y esperaban en lo invisible el
instante de Dios. Entonces, como si se sintiera el procurador de algún decreto expiatorio
de allá arriba, no se atrevió desde el fondo de su conciencia a negarse a la solicitud
enemiga. No se resistió más al Anillo que le llevaba la mano hacia el sombrío Tratado.
Gravemente se inclinó y dijo: ES JUSTO.
Y al pie de aquella página que costaría a la patria tantos ríos de sangre francesa, dos
amplias provincias ¡entre las más bellas de las hermanas!, el incedio de la sublime
capital y una indemnización de guerra mayor que el numerario metálico del mundo,
sobre la cera púrpura donde la llama palpitaba aún iluminando, en contra de su
voluntad, las flores de lis de oro en su mano republicana, Jules Favre, pálido, imprimió
el sello misterioso en el que bajo la figura de una Exterminadora olvidada y divina, se
afirmaba, pese a todo, el alma, repentinamente aparecida en su hora terrible, de la Casa
de Francia.
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