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lunes, julio 01, 2013

CANTO CUARTO DE LOS CANTOS DE MALDOROR por ISIDORE DUCASSE CONDE DE LAUTREAMONT


Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad sobre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror le inspira el hombre a sus propios semejantes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía... ¡no he podido encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira sal-dna de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropiado de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Unicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.
Pero si considero la conducta de aquel a quien la providencia concedió el trono en esta tierra, ¡ las tres aletas de mi dolor hacen oír un murmullo más intenso! Cuando durante la noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes terrestres y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Sin duda no tiene conciencia de ese largo viaje; no sucede lo mismo conmigo: acodado en la cabecera de mi cama, mientras los dentículos de un horizonte árido y lúgubre se elevan con vigor sobre el fondo de mi alma, me abstraigo en sueños de compasión y me avergüenzo por el hombre. Partido en dos por el cierzo, el marinero, después de haber hecho su guardia nocturna, se apresura a regresar a su hamaca: ¿por qué no se me ha ofrecido a mí este consuelo? La idea de que he caído voluntariamente tan bajo como mis semejantes, y de que tengo menos derecho que cualquier otro a lamentarse sobre la suerte que nos mantiene encadenados a la corteza endurecida de un planeta, y sobre la esencia de nuestra alma perversa, me penetra como un clavo de herradura. Se ha visto que explosiones de grisú han aniquilado familias enteras, pero sólo conocieron una corta agonía, porque la muerte es casi súbita, en medio de los escombros y de los gases deletéreos: yo... ¡ existo siempre como el basalto! Tanto al comienzo como a la mitad de la vida los ángeles se parecen a sí mismos; yo, en cambio, hace mucho tiempo que no me parezco! El hombre y yo, emparedados en los límites de nuestra inteligencia, como a menudo un lago en un cinturón de islas de coral, en lugar de unir nuestras fuerzas respectivas para defendernos del azar y del infortunio, nos separamos con el estremecimiento del odio, tomando dos caminos opuestos, como si nos hubiéramos recíprocamente herido con la punta de una daga. Se diría que uno comprende el desprecio que le inspira el otro; empujados por el móvil de una relativa dignidad, nos apresuramos a no inducir a error a nuestro adversario; cada uno permanece en su sitio y no ignora que la paz proclamada será imposible conservar. Bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno reconoce en el otro su propia degradación... ya que los dos somos enemigos mortales. Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el com-bate será hermoso: yo solo contra la humanidad. No me serviré de armas construidas con madera o hierro; rechazaré con el pie las capas de minerales extraídas de la tierra: la sonoridad poderosa y seráfica del arpa se convertirá bajo mis dedos en un talismán terrible. En más de una emboscada, el hombre, ese mono sublime, ha atravesado ya mi pecho con su lanza de pórfido, pero un soldado no muestra sus heridas, por muy gloriosas que sean. Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!
Dos pilares, que no era difícil y aún menos imposible tomar por baobabs, se distinguían en el valle, algo mayores que dos alfileres. En efecto, eran dos torres enormes. Y aunque dos baobabs, al primer golpe de vista, no se parecen a dos alfileres, ni incluso a dos torres, Sin embargo, empleando con
habilidad los hilos de la prudencia, se puede afirmar, sin temor a equivocarse (pues si esta afirmación estuviera acompañada de una mínima parcela de temor, ya no sería una afirmación; aunque un mismo nombre exprese esos dos fenómenos del alma que presentan caracteres bastante nítidos para que se les pueda confundir ligeramente), que un baobab no difiere tanto de un pilar como para que la comparación sea inconcebible entre esas formas arquitecturales... o geométricas... o una y otra... o ni una ni otra... o más bien formas elevadas y masivas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión de decir lo contrario, los epítetos propios para los sustantivos pilar y baobab: entiéndase bien que es con una alegría mezclada de orgullo como hago la observación a aquellos que, después de haber abierto sus párpados, han tomado la muy loable resolución de recorrer estas páginas, mientras la vela arde, si es de noche, o mientras brilla el sol, si es de día. Y aún más, incluso cuando una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos, arrojar a los abismos del caos, la juiciosa comparación que cada uno ciertamente ha podido saborear con impunidad, incluso entonces, y sobre todo entonces, no hay que perder de vista este axioma principal, los hábitos adquiridos por los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno que se desarrolla en una rápida florescencia, impondría al espíritu humano el irreparable estigma de la recidiva en el empleo criminal (criminal, colocándose momentáneamente y espontáneamente en el punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que muchos desprecian pero que otros muchos alaban. Si el lector encuentra esta frase demasiado larga, que acepte mis excusas, pero que no espere bajezas por mi parte. Puedo confesar mis faltas, pero no las agravaré con mi cobardía. Mis razonamientos chocan a veces contra los cascabeles de la locura y la apariencia seria de lo que en resumen sólo es grotesco (aunque, según ciertos filósofos, sea muy difícil distinguir al bufón del melancólico, ya que la vida misma es un drama cómico o una comedia dramática); sin embargo, a todo el mundo le está permitido matar moscas, e incluso rinocerontes, a fin de descansar de vez en cuando de un trabajo demasiado escabroso. Para matar moscas, he aquí la manera más expeditiva, aunque no sea la mejor: se les aplasta entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los escritores que han tratado este asunto a fondo, han calculado, con mucha verosimilitud, que es preferible, en muchos casos, cortarle la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de alfileres como de un asunto radicalmente frívolo, que observe, sin prejuicios, que los más grandes efectos han sido a menudo producidos por las causas más pequeñas. Y para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se ve que el laborioso fragmento de literatura que estoy por componer, desde el comienzo de esta estrofa, sería acaso menos gustado si tomara su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza, y, cuando al principio comparé los pilares a los alfileres con tanta precisión (la verdad, no creí que llegaría un día en que se me reprochara), me basé en las leyes de la óptica, las cuales establecen que mientras más alejado esté el rayo visual de un objeto, más diminuta es la imagen que se refleja en la retina.
De esta manera ocurre que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una agudeza lo que no es la mayor parte de las veces, en el pensamiento del autor, más que una verdad importante proclamada majestuosamente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de risa al ver un asno comiéndose un higo! No invento nada: los libros antiguos han contado, con los más amplios detalles, ese voluntario y vergonzoso despojo de la nobleza humana. Yo no sé reír. Jamás he podido reír, aunque algunas veces he intentado hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O más bien, creo que un sentimiento de repugnancia a esa monstruosidad forma una marca esencial de mi carácter. Pues bien, he sido testigo de algo más fuerte: ¡he visto a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me he reído; francamente, ninguna parte de mi boca se ha movido. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, naturaleza!», exclamaba yo sollozando, «¡el gavilán des-garra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia devora al hombre!» Sin tomar la resolución de ir más lejos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera de cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡ No es menos cierto que no he hablado de la des-trucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendiesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que la alabanza y la adulación son dos grandes obstáculos. Sin embargo, a fin de contentar en lo posible a mi conciencia, no puedo negarme a hacer notar que esta disertación sobre el rinoceronte me arrastraría fuera de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría, y, por otro lado,
desanimaría probablemente (tengamos incluso la audacia de decir ciertamente) a las generaciones presentes. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa mediana, debería haber mencionado rápidamente (¡y no lo he hecho!) esa omisión no premeditada que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el sabio en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comerse un higo o a un higo comerse a un asno (estas dos circunstancias no se presentan a menudo, a no ser en poesía), ¡estad seguros que después de haber reflexionado dos o tres minutos, para saber qué conducta adoptar, abandonará el sendero de la virtud y se pondrá a reír como un gallo! Además, no está completamente probado que los gallos abran expresamente el pico para imitar al hombre y hacer una mueca atormentada. ¡Llamo mueca en las aves a lo que lleva el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, menos por incapacidad que por orgullo. Enseñadles a leer y se sublevarán. ¡No es un loro quien se extasiaría así ante su debilidad, ignorante o imperdonable! ¡ Oh execrable envilecimiento!, ¡cómo se asemeja uno a la cabra cuando ríe! La serenidad de la frente ha desaparecido para hacer espacio a dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable?)... que... que se ponen a brillar como faros. A menudo, cuando se me ocurre anunciar, con solemnidad, las proposiciones más bufonescas... no encuentro que eso se convierta en un motivo perentoriamente suficiente como para ensanchar la boca. No puedo contener la risa, me responderéis, y acepto esa explicación absurda, en tanto sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si es todavía imposible, orinad, pues he advertido que un líquido cualquiera es aquí necesario para atenuar la sequía que lleva en sus flancos la risa, de rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mi, no me dejaré desconcertar por los ridículos cloqueos y los originales mugidos de quienes encuentran siempre algo que rechazar en un carácter que no se asemeja a ellos, porque es una de las innumerables modificaciones intelectuales que Dios, sin apartarse de un tipo primordial, creó para gobernar el armazón óseo. Hasta nuestros tiempos, la poesía hizo una falsa ruta; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ha desconocido los principios de su existencia, y ha sido no sin razón, constantemente encanecida por la gente honesta. No ha sido humilde... ¡la más bella cualidad que debe existir en un ser imperfecto! ¡Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis vicios! La risa, el mal, el orgullo la locura, aparecerán, alternativamente, con la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejemp1o a la estupefacción humana: cada uno se reconocerá, no tal como debería ser, sino tal como es. Y quizás esa sencilla idea, concebida por mi imaginación, sobrepase sin embargo todo lo que la poesía ha encontrado hasta ahora de más grandioso y sagrado. Pues si dejo a mis vicios transpirar en estas páginas, se creerá más en las virtudes que hago resplandecer, y cuya aureola colocaré a tanta altura que los más grandes genios del futuro me testimoniarán un sincero reconocimiento. Así, pues, la hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. El canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a si mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena: ¡mal-dito sea, por sus hijos y por mi mano descarnada, aquel que persiste en no comprender los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura!
Dos torres enormes se percibían en el valle, ya lo dije al principio. Multiplicándolas por dos, el producto era cuatro... pero yo no distinguía bien la necesidad de esa operación aritmética. Continué mi camino, con fiebre en el rostro, y exclamé sin cesar: «¡No... no... no distingo muy bien la necesidad de esa operación aritmética!» Había oído un rechinar de cadenas y unos gemidos dolorosos. ¡Que nadie, cuando pase por estos lugares, encuentre posible multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Algunos sospechan que amo a la humanidad como si yo fuera su propia madre y la hubiese llevado nueve meses en mis perfumadas entrañas; ¡por eso no volveré a pasar más por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando!
Una horca se levantaba sobre el suelo; a un metro de éste, estaba suspendido por los cabellos un hombre, con los brazos atados a la espalda. Sus piernas habían sido dejadas libres para acrecentar sus torturas y hacerle desear más no importa qué si era contrario a la atadura de los brazos. La piel de la frente estaba de tal forma tirante por el peso de la colgadura, que su rostro, condenado por la circunstancia a la ausencia de expresión natural, se asemejaba a la concreción pétrea de una estalactita. Desde hacía tres días sufría ese suplicio. Gritaba «¿Quién me desatará los brazos? ¿Quién me desatará los cabellos? Me disloco con movimientos que sólo hacen separar más de mi cabeza las raíces de los cabellos; ni la sed ni el hambre son las principales causas que me impiden dormir. Es imposible que mi existencia se prolongue más allá de los límites de una hora. ¡ Que alguien me abra la garganta con un guijarro acerado!» Cada palabra era precedida y seguida de intensos aullidos. Me lancé desde el matorral tras el cual estaba oculto y me dirigí hacia el bufón o trozo de tocino que se hallaba atado al madero. Pero he aquí que desde el lado opuesto llegaron bailando dos mujeres borrachas. Una sostenía un saco y dos látigos con cuerdas de plomo, y la otra, un barril lleno de brea y dos pinceles. Los cabellos grisáceos de la más vieja flotaban al viento, como los jirones de una vela desgarrada, y los tobillos de la otra crujían entre si como los coletazos de un atún en la toldilla de un barco. Sus ojos brillaban con una llama tan negra y tan fuerte, que al principio no creí que esas dos mujeres pertenecieran a mi especie. Se reían con un aplomo tan egoísta y sus rasgos inspiraban tanta repugnancia, que no dudé un solo instante de que me hallaba ante los ojos de los dos especimenes más horribles de la raza humana. Me escondí de nuevo tras el matorral, y me mantuve inmóvil, como el acantophorus serraticornis, que sólo muestra la cabeza fuera de su nido. Ellas se acercaban con la celeridad de la marea, y, aplicando la oreja contra el suelo, el sonido, claramente percibido, me traía la lírica conmoción de su marcha. Cuando las dos hembras de orangután llegaron bajo la horca, resoplaron durante unos segundos, y mostraron, por sus gestos absurdos, la cantidad verdaderamente notable de estupefacción que resultó de su experiencia, al apercibirse de que nada había cambiado en esos lugares: el desenlace de la muerte, conforme a sus deseos, no había sobrevenido. Ellas ni se dignaron en alzar la cabeza para saber si la mortadela estaba aún en el mismo lugar. Una dijo: «¿Es posible que todavía respires? Tienes la vida dura, querido esposo». Lo mismo que cuando dos chantres en una catedral entonan alternativamente los versículos de un salmo, la segunda respondió: «¿No quieres entonces morir, oh hijo amable? ¿Dime qué has hecho (seguramente a causa de algún maleficio) para ahuyentar a los buitres? ¡ En verdad tu osamenta se ha vuelto tan escuálida! El céfiro la balancea como un faról». Cada una de ellas cogió un pincel y untó de alquitrán el cuerpo del colgado... cada una de ellas cogió un látigo y levantó el brazo... Yo admiraba (era absolutamente imposible no hacer como yo) con qué enérgica exactitud las tiras de metal, en vez de resbalar por la superficie, como cuando se lucha con un negro y se hacen inútiles esfuerzos, propios de una pesadilla, para cogerlo por los cabellos, penetraban gracias al alquitrán hasta el interior de su carne, marcada por surcos tan hondos como el impedimento de los huesos podían razonablemente permitir. Evité la tentación de encontrar voluptuosidad en ese espectáculo excesivamente curioso, pero menos profundamente cómico de lo que era posible esperar. Y, sin embargo, a pesar de las buenas decisiones tomadas de antemano, ¿cómo no reconocer la fuerza de esas mujeres, los músculos de sus brazos? Su destreza, que consistía en golpear las partes más sensibles, como el rostro y el bajo vientre, no será mencionada por mi, a no ser que aspire a la ambición de narrar toda la verdad. A menos que, aplicando mis labios uno contra otro, sobre todo en dirección horizontal (nadie ignora que es la manera ordinaria de engendrar esta presión), prefiera guardar un silencio lleno de lágrimas y de misterios, cuya penosa manifestación sería impotente para esconder, no solamente tan bien sino mejor que mis palabras (pues no creo engañarme, aunque no sea en verdad conveniente negar en principio, so pena de faltar a las reglas más elementales de la habilidad, las posibilidades hipotéticas de error), los funestos resultados ocasionados por el furor que determinan los secos metacarpos y las robustas articulaciones: incluso cuando no se colocara en el punto de vista del observador imparcial y del moralista experimentado (es casi tan importante que yo sepa que no admito, al menos totalmente, esa restricción más o menos falaz), la duda, a este respecto, no tendría la fácultad de extender sus raíces, pues, por el momento, no la supongo entre las manos de una potencia sobre-
natural, y perecería seguramente, acaso no de forma repentina, por falta de una savia que colme las condiciones simultáneas de nutrición y de ausencia de materias venenosas. Ya se sabe, si no, no me leáis, que sólo pongo en escena la tímida personalidad de mi opinión: lejos de mí, sin embargo, el pensamiento de renunciar a derechos que son incontestables. En verdad, mi intención no es combatir esa afirmación, en donde brilla el criterio de la certeza, de que existe un medio más sencillo de entenderse; consistiría, lo traduzco con algunas palabras solamente, aunque valen más de mil, en no discutir: es mucho más difícil de poner en práctica de lo que pueda creer generalmente el común de los mortales. Discutir es la palabra gramatical, y muchas personas encontrarán que no habría que contradecir, sin un voluminoso dosier de pruebas, lo que acabo de sentar en el papel; pero la cosa difiere notablemente, si está permitido conceder que el instinto propio emplea una rara sagacidad al servicio de la circunspección, cuando formula juicios que parecerían de otro modo, estad persuadidos, de una osadía que roza las orillas de la fanfarronada. Para cerrar este pequeño incidente, que se ha despojado a si mismo de su ganga por una ligereza tan irremediablemente deplorable como fatalmente llena de interés (lo que cada uno no habrá dejado de verificar, a condición de que haya auscultado los recuerdos más recientes), es bueno, si posee facultades en equilibrio perfecto, o mejor, si la balanza del idiotismo no cede mucho en el platillo donde descansan los nobles y magníficos atributos de la razón, es decir, para ser más claros (pues hasta aquí he sido sólo conciso, lo que muchos no admitirán a causa de mi prolijidad, que es únicamente imaginaria, puesto que cumplen con su finalidad de perseguir, con el escalpelo del análisis, a las fugitivas apariciones de la verdad, hasta en sus últimas trincheras), si la inteligencia predomina suficientemente sobre los defectos bajo el peso de los cuales se han reprimido en parte la costumbre, la naturaleza y la educación, es bueno, repito por segunda y última vez, pues, a fuerza de repetir, se acabaría, lo que a menudo no es falso, por no extenderse más, regresar con la cola baja (si es verdad que tengo una cola) al asunto dramático cimentado en esa estrofa. Es útil beber un vaso de agua antes de emprender la con-tinuación de mi trabajo. Prefiero beber dos, en vez de ninguno. Así, en la caza de un negro cimarrón, a través de la selva, en un momento convenido, cada miembro de la banda cuelga su fusil en las lianas, y se reúnen en común, a la sombra de un macizo, para apagar la sed y calmar el hambre. Pero la parada sólo dura unos segundos, la persecusión se reanuda con encarnizamiento y el toque de caza no tarde en resonar. Y lo mismo que el oxígeno es reconocible por la propiedad que posee, sin orgullo, de avivar una cerilla que presenta algunos puntos de ignición, así se reconocerá el cumplimiento de mi deber en la prisa que muestro por volver a la cuestión. Cuando las mujeres se vieron en la imposibilidad de sostener el látigo, que el cansancio hacía caer de sus manos, pusieron juiciosamente fin al trabajo gimnástico que habían emprendido durante cerca de dos horas, y se retiraron con una alegría que no estaba desprovista de amenazas para el porvenir. Yo me dirigí hacia aquel que me pedía socorro con un ojo glacial (pues la pérdida de su sangre era tan grande que la debilidad le impedía hablar, y mi opinión era, aunque no soy médico, que la hemorragia se había declarado en el rostro y en el bajo vientre) y corté sus cabe-líos con unas tijeras, después de haber librado sus brazos. Me contó que su madre, una noche, le llamó a su habitación y le ordenó que se desnudara para pasar la noche con ella en la cama, y que, sin esperar ninguna respuesta, la maternidad se despojó de todos sus vestidos, combinando ante ellos gestos más impúdicos. Que entonces él se retiró y que, además, por sus negativas constantes, se había atraído la cólera de su mujer, que tenía la esperanza de una recompensa, si hubiera podido conseguir que su marido prestara su cuerpo para las pasiones de la vieja. Ellas resolvieron, conjurándose, colgarlo de una horca, preparada de antemano, en algún paraje no frecuentado, y dejarlo perecer insensiblemente, expuesto a todas las miserias y a todos los peligros. Después de numerosas y maduras reflexiones, llenas de dificultades casi insuperables, llegaron por fin a dirigir su elección hacia el refinado suplicio que sólo encontró su término en el socorro inesperado de mi intervención. Las más vivas señales de agradecimiento subrayaban cada gesto y no daban a sus confidencias el menor valor. Lo lleve a la choza más próxima, pues acababa de desmayarse, y no abandoné a los labradores hasta que les dejé mi bolsa para que cuidaran al herido, haciéndoles prometer que prodigarían al desgraciado, como a su propio hijo, las muestras de una simpatía perseverante. A mi vez, les conté el suceso y me acerqué a la puerta para regresar al camino, pero he aquí que tras haber andado un centenar de metros, volví
maquinalmente mis pasos, entré de nuevo en la choza, y dirigiéndome a sus ingenuos propietarios, exclamé: «¡No, no... no creáis que todo esto me sorprende¡» Luego, esta vez si, me alejé definitivamente; Pero la planta del pie no podía apoyarla de una manera segura: ¡otro ni siquiera lo habría advertido! El lobo ya no pasa bajo la horca que levantaron, un día de primavera, las manos coordinadas de una esposa y de una madre, como cuando él hacia tomar, en su imaginación encantada, el camino de una comida ilusoria. Cuando ve en el horizonte esa cabellera negra, balan-ceaba por el viento, no estimula su fuerza de inercia, y emprende la huida con una velocidad incomparable. ¿Es necesario ver, en ese fenómeno psicológico, una inteligencia superior al instinto ordinario de los mamíferos? Sin certificar nada e incluso sin prever nada, me parece que el animal ha comprendido lo que es el crimen. ¡Cómo no habría de comprenderlo, silos seres humanos mismos han rechazado, hasta un punto indescriptible, el imperio de la razón, para no dejar subsistir, en lugar de esa reina destronada, más que una venganza feroz!
Soy sucio. Los piojos me corroen. Los cerdos cuando me miran vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los nos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un estercolero, crece un enorme hongo, de pedúnculos umbelíferos. Sentado en un mueble deforme, no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo, y componen, hasta la altura de mi vientre, una especie de vegetación vivaz, llena de innobles parásitos, que no deriva aún de la planta, y tampoco es ya carne. Sin embargo mi corazón late. Pero ¿cómo latiría si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y, cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape uno y vaya a arañar con su boca el interior de vuestro oído: sería capaz de penetrar a continuación en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que les da caza perpetuamente para no morirse de hambre: es preciso que cada uno viva. Pero cuando una parte hace que fracase la astucia de la otra, al no encontrar nada mejor con que molestarse, chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora perversa ha devorado mi verga y ha ocupado su lugar: la infame me ha convertido en un eunuco. Oh, si hubiera podido de-fenderme con mis brazos paralíticos; aunque creo más bien que se han transformado en dos leños. Sea lo que sea, lo que importa es constatar que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rubor. Dos pequeños erizos, que no crecen más, arrojaron a un perro, que no lo rechazó, el interior de mis testículos: lavada cuidadosamente la epidermis, ellos se alojaron dentro. El ano ha sido obstruido por un cangrejo; animado por mi inercia, custodia la entrada con sus pinzas y me hace mucho daño. Dos medusas atravesaron los mares, súbitamente atraídas por una esperanza que no les ha defraudado. Examinaron con cuidado las dos partes carnosas que forman el trasero humano, y, asiéndose con fuerza a su contorno convexo, las han aplastado de tal forma por medio de una presión constante, que los dos trozos de carne han desaparecido, quedando dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, iguales en color, forma y ferocidad. ¡ De mi columna vértebral no habléis, pues es una espada! Sí, si... no le prestaba atención... vuestra demanda es justa. ¿Deseáis saber, no es cierto, cómo se encuentra implantada verticalmente entre mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo muy bien; sin embargo, si me decido a tomar por un recuerdo lo que acaso no es más que un sueño, sabed que el hombre, cuando supo que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta haber vencido al Creador, caminó detrás de mi, de puntillas, pero no tan suavemente como para que yo no lo oyese. Después no percibía nada durante un breve instante. El agudo estoque se hundió hasta la empeñadura entre las paletillas del toro de la fiesta, y su osamenta se estremeció lo mismo que un temblor de tierra. La hoja quedó adherida tan fuertemente al cuerpo que nadie, hasta ahora, ha podido extraería. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos han intentado sucesivamente los procedimientos más diversos. ¡ No sabían que el daño que hace el hombre no puede deshacerse! Les perdoné la profundidad de su innata ignorancia y les saludé con mis párpados. Viajero, cuando pases cerca de mí, no me dirijas, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: debilitarías mi audacia. Déjame avivar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete... que no te inspire ninguna piedad. El odio es más altivo de lo que crees; su conducta es inexplicable, como la aparente quebradura de un bastón sumergido en el agua. Tal como me ves, yo puedo hacer todavía excursiones hasta las
murallas del cielo, a la cabeza de una legión de asesinos, y regresar para adquirir esta postura y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de la venganza. Adiós, no te retendré por más tiempo, y, para instruirte y preservarte, reflexiona en la suerte fatal que me ha conducido a la rebeldía, cuando acaso yo había nacido siendo bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y, tomándolo de la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te extrañarás de verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recom-pensarás con una sonrisa. Pero, cuando él crea que no es observado, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado el que es descendiente de la raza humana, pero no te engañará más: tú sabrás en adelante lo que llegará a ser. Oh padre infortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el cadalso indeleble que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que conduce a la tumba.
En la pared de mi cuarto, ¿qué sombra dibuja, con una fuerza incomparable, la fantasmagórica proyección de su silueta encogida? Cuando coloco sobre mi corazón esta pregunta delirante y muda, menos por la majestad de la forma que por el cuadro de la realidad, la sobriedad del estilo se conduce de esa manera. Quienquiera que seas, defiéndete, pues voy a dirigir hacia ti la honda de una terrible acusación: esos ojos no te pertenecen... ¿dónde los has cogido? Un día vi pasar ante mi una mujer rubia; ella los tenía parecidos a los tuyos: tú se los has arrancado. Veo que quieres hacer creer en tu belleza, pero a nadie engañarás, y a mí menos que a nadie. Te lo digo para que no me tomes por ton-to. Toda una serie de aves de rapiña, aficionadas a la carne ajena y defensoras de la utilidad de la persecución, bellas como esqueletos que deshojan panoccos del Akansas, revolotean alrededor de tu frente, como servidores sumisos y aceptados. Pero ¿es una frente? No es difícil tener mucha vacilación en creerlo. Es tan estrecha, que resulta imposible verificar las pruebas, numéricamente exiguas, de su existencia equívoca. Si te digo esto no es para divertirme. Puede ser que no tengas frente, tú, que paseas por la pared, como el símbolo mal reflejado de una danza fantástica, el febril balanceo de tus vértebras lumbares. ¿Quién te ha arrancado el cuero cabelludo? Si fue un ser humano, porque lo encerraste durante veinte años en una prisión, de la que se ha escapado para preparar una venganza digna de sus represalias, hizo lo que debía, y lo aplaudo; solamente, hay un solamente, no fue bastante severo. Ahora te pareces a un piel roja prisionero, al menos (señalémoslo previamente) por la falta expresiva de cabellera. No es que no pueda brotar de nuevo, puesto que los fisiólogos han descubierto que incluso los cerebros extirpados reaparecen a la larga en los animales; pero mi pensamiento, deteniéndose en una sencilla constatación, que no está desprovista, según lo poco que percibo, de una enorme voluptuosidad, no llega, aún en sus consecuencias más osadas, hasta las fronteras de un voto por tu curación, y queda, por el contrario, resuelta por el uso de una neutralidad más que sospechosa, a contemplar (o al menos desear) como presagio de desgracias mayores, lo que no puede ser para ti más que una privación momentánea de la piel que recubre la parte superior de tu cabeza. Espero que me hayas comprendido. E incluso, si el azar te permitiese, por un milagro absurdo, pero que algunas veces es razonable, volver a encontrar esa preciosa piel que ha conservado la religiosa vigilancia de tu enemigo, como recuerdo embriagador de su victoria, es casi extremadamente posible que, aunque no se hubiera estudiado la ley de las probabilidades más que bajo el aspecto de las matemáticas (se sabe que la analogía transporta fácilmente la aplicación de esta ley a los demás dominios de la inteligencia), tu legítimo temor, aunque un poco exagerado, de un resfriado parcial o total, no rechazaría la ocasión importante y hasta única, que se presentaría de manera tan oportuna, si bien de forma brusca, de preservar las diversas partes de tu cerebro del contacto con la atmósfera, sobre todo durante el invierno, por medio de un peinado que, con todo derecho, te pertenece, puesto que es natural, y que te seria permitido además (sería incomprensible que lo negaras) conservar constantemente en la cabeza, sin correr los riesgos, siempre desagradables, de infringir las reglas más simples de una elemental conveniencia. ¿No es verdad que me escuchas con atención? Si me escuchas por más tiempo, no podrá desprenderse tu tristeza del interior de tus rojas narices. Pero como soy muy imparcial, y no te detesto tanto como debería (si me equivoco, dímelo), prestas, a pesar tuyo, oídos a mis discursos, como empujado por una fuerza superior. No soy tan malo como tú: he aquí por qué tu genio se indina ante el mío... En efecto, ¡no soy tan malo
como tú! Acabas de arrojar una mirada sobre la ciudad edificada en la falda de la montaña. Y ahora ¿qué veo?... ¡Tus habitantes están muertos! Tengo tanto orgullo como cualquier otro, y es un vicio más tenerlo acaso demasiado. Pues bien, escucha... escucha, si la confensión de un hombre que recuerda haber vivido medio siglo bajo la forma de un tiburón en las corrientes submarinas que bañan las costas de Africa, te interesa tan vivamente como para que le prestes tu atención, si no con amargura, por lo menos sin el error irreparable demostrar el asco que te inspiro. No arrojaré a tus pies la máscara de la virtud, para aparecer ante tus ojos tal como soy, pues nunca la he llevado (en todo caso esto es una excusa), y, desde los primeros momentos, si examinas mis rasgos atentamente, me reconocerás como un respetuoso discipulo en la perversidad, pero no como un temible rival. Puesto que no te disputo la palma del mal, no creo que ningún otro lo haga: antes tendría que igualarse a mí, lo que no es fácil... Escucha, a menos que no seas la débil condensación de una niebla (ocultas tu cuerpo en alguna parte y no puedo encontrarlo): una mañana vi a una niña que se inclinaba sobre un lago para coger un loto rosa, aseguraba sus pies con una experiencia precoz, se inclinaba sobre las aguas cuando sus ojos encontraron mi mirada (es verdad que por mi parte fue una premeditación). Inmediatamente vaciló, como el remolino que engendra la marea en torno a una roca, sus piernas cedieron, y, cosa maravillosa de ver, fenómeno que se cumplió con la misma veracidad con que hablo contigo, cayó al fondo del lago: extraña consecuencia, no cogió ninguna ninfácea más. ¿Qué hace ella ahí abajo? Nunca me he enterado. ¡Sin duda, su voluntad, enrolada bajo las banderas de la redención, libra encarnizados combates con la podredumbre! Respecto a ti, oh dueño mio, bajo tu mirada, los habitantes de las ciudades son súbitamente destruidos, como un túmulo de hormigas que aplasta el talón de un elefante. ¿No acabo de ser testigo de un ejemplo que lo demuestra? Mira... la montaña ya no éstá alegre... se qúeda sola como un anciano. Es verdad, las casas existen, pero no es una paradoja afirmar, en voz baja, que no podría decir otro tanto de aquellos que ya no existen en ellas. Las emanaciones de los cadáveres llegan hasta mí. ¿No las hueles? Contempla a esas aves de presa, que esperan que nos alejemos para empezar su gigantesco banquete; llegan en interminables nublados desde las cuatro esquinas del horizonte. ¡Ay!, ya habían llegado, puesto que había visto sus alas rapaces trazar, por encima de ti, el monumento de espirales, como incitándote a apresurar el crimen. ¿No recibe tu olfato el menor efluvio? No eres más que un impostor... Tus nervios olfativos al fin están trastornados por la percepción de los átomos aro-máticos: éstos ascienden desde la ciudad aniquilada, aunque no tenga necesidad de decírtelo... Quisiera besar tus pies, pero mis brazos sólo abrazan un vapor transparente. Busquemos ese cuerpo inencontrable, que sin embargo mis ojos perciben: merece, por mi parte, las mayores muestras de una admiración sincera. El fantasma se burla de mí: me ayuda a buscar su propio cuerpo. Si le hago señas para que se quede en su lugar, he aquí que me devuelve las mismas señas... El secreto está descubierto, pero, y lo digo con franqueza, no a mi entera satisfacción. Todo está explicado, lo mismo los grandes que los pequeños detalles, y muestran indiferencia en poner ante el espíritu, por ejemplo, el arrancamiento de los ojos de la mujer rubia: ¡es tan poca cosa!... ¿No recordaba yo que también había sufrido el arrancamiento de la cabellera, aunque sólo fue durante cinco años (el número exacto de años lo había olvidado), que encerré a un ser humano en una prisión, para ser testigo del espectáculo de sus sufrimientos, porque me había rechazado con justo título, una amistad que no se concede a seres como yo? Puesto que simulo ignorar que mi mirada puede causar la muerte, incluso a los planetas que giran en el espacio, no se equivocará aquel que pretenda que no poseo la facultad de recordar. Sólo me queda romper este espejo con ostentación, con la ayuda de una piedra... No es la primera vez que la pesadilla de la pérdida momentánea de la memoria establece su morada en mi imaginación, cuando, por las inflexibles leyes de la óptica, sucede que me encuentro situado frente al desconocimiento de mi propia imagen.
Me había dormido en el acantilado. Aquel que durante todo el día persiguió al avestruz a través del desierto, sin poderle alcanzar, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar los ojos. Si es él quien me lee, será capaz de adivinar, con exactitud, qué sueño hizo hincapié en mí. Pero cuando la tempestad empuja verticalmente un barco, con la palma de la mano, hasta el fondo del mar, y, sobre la balsa, no queda más que un hombre de toda la tripulación, agotado por la fatiga y las privaciones
de toda clase; si el oleaje lo bambolea, como un despojo, durante horas más prolongadas que la vida humana; y, si una fragata, que surca más tarde esos parajes de desolación con el casco partido, percibe al desgraciado que pasea por el océano su osamenta descarnada, y le presta un socorro que ha faltado poco para ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor aún a qué grado llegó el adormecimiento de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando se toman la pena, saben a veces engendrar semejantes catalepsias letárgicas. No tienen ningún parecido con la muerte: sería una gran mentira decirlo. Pero vayamos en seguida al sueño, a fin de que los impacientes, hambrientos de esta clase de lecturas, no se pongan a rugir, como un banco de cachalotes macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que había penetrado en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mi pelo en los pantanos más fangosos. ¿Era como una recompensa? ¡Objeto de mis deseos, ya no pertencia a la humanidad! En ese sentido hice la interpretación, y sentí una alegría mucho más que profunda. Sin embargo, yo buscaba diligentemente qué acto de virtud había realizado para merecer, por parte de la Providencia, este insigne favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel aplanamiento espantoso contra el vientre de granito, durante el cual la marea, sin que yo lo advirtiera, pasó dos veces sobre aquella mezcla irreductible de materia muerta y de carne viva, no carece tal vez de utilidad proclamar que esa degradación sólo fue, probablemente, un castigo que me impuso la justicia divina. Pero ¿quién conoce sus necesidades intimas o la causa de sus pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció nunca a mis ojos sino como el alto y magnánimo estruendo de una dicha perfecta, que esperaba desde hacia mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día eñ que era un cerdo! Probaba mis dientes en la corteza de los árboles y contemplaba a mi hocico con delicadeza. No quedaba ya en mí la más minima partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excelsa altura de esa inefable voluptuosidad. Escuchadme, pues, y no os avergonzéis, inagotables caricaturas de lo bello, que tomáis en serio el risible rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un extraño momento de excelente bufonería, que por cierto no alcanza a las grandes leyes generales de lo grotesco; se dio un día el mirífico placer de que un planeta sea habitado por seres singulares y microscópicos, a los que se llama humanos, y cuya materia es semejante a la del coral bermejo. En verdad tenéis razón para avergonzáos, hueso y grasa, pero escuchadme. No invoco a vuestra inteligencia, pues le haríais vomitar sangre por el horror que os testimonia: olvidadla, y sed consecuentes con vosotros mismos... Vamos, basta ya de apuros. Cuando quería matar, mataba, lo cual me sucedía a menudo, y nadie me lo impedía. Las leyes hu-manas me perseguían con su venganza, aunque yo atacase a la raza que había abandonado tan tranquilamente; pero mi conciencia no me hacía ningún reproche. Durante la jornada yo me batía con mis nuevos semejantes, y el suelo quedaba sembrado de numerosas capas de sangre coagulada. Yo era el más fuerte y conseguía todas las victorias. Heridas penetrantes cubrían mi cuerpo, aunque aparentaba no darme cuenta. Los animales terrestres se alejaban de mí, y me quedé solo en medio de mi resplandeciente grandeza. ¡Cuál no sería mi asombro, cuando, tras haber atravesado un río a na-do, para alejarme de las comarcas que mi cólera había despoblado, y alcanzar otros campos para implantar en ellos mis costumbres de asesinato y matanza, intenté caminar por esa florida ribera! Mis pies estaban paralizados; ningún movimiento llegaba a traicionar la verdad de esa inmovilidad forzada. En medio de esfuerzos sobrenaturales para continuar mi camino, me desperté, y sentí que volvía a ser hombre. La Providencia me hacia así comprender, de una manera que no es inexplicable, que ella no quería que, ni siquiera en sueños, mis proyectos sublimes se cumplieran. Regresar a mi forma primitiva supuso para mí un dolor tan grande que por las noches lloro todavía. Mis sábanas están constantemente mojadas, como si las hubiera metido en agua, y todos los días necesito cambiarlas. Si no lo creéis, venid a verme, y controlaréis, con vuestra propia experiencia, no la verosimilitud, sino, además, la verdad misma de mi aserción. ¡Cuántas veces, después de aquella noche pasada al raso en un acantilado, me he mezclado con piaras de cerdos para recobrar, como un derecho, mi metamorfosis destruida! Ya es hora de abandonar esos gloriosos recuerdos que sólo dejan tras sí la pálida vía láctea de los eternos lamentos.
No es imposible ser testigo de una desviación anormal en el funcionamiento latente o visible de las
leyes de la naturaleza. Efectivamente, si cada uno se tomara la ingeniosa molestia de interrogar a las diversas fases de su existencia (sin olvidar una sola, pues esa podría ser acaso la que estaba destinada a suministrar la prueba de lo que adelanto), recordaría, sin cierta extrañeza, que en otras circunstancias, sería cómico que, un día concreto, por hablar en primer lugar de cosas objetivas, fue testigo de algún fenómeno que parecía sobrepasar, y sobrepasaba positivamente, las conocidas nociones suministradas por la observación y la experiencia, como por ejemplo la lluvia de sapos, espectáculo mágico que no debió ser al principio comprendido por los sabios. Y que otro día concreto, por hablar en segundo y último lugar de las cosas subjetivas, su alma presentó a la mirada investigadora de la sicología, no voy a decir una aberración de la razón (que, sin embargo, no. sería menos curioso, sino al contrario, lo sería mucho más), pero al menos, por no ser considerado difícil ante ciertas personas frías, que no me perdonarían nunca las lucubraciones flagrantes de mi exageración, un estado inhabitual, bastante a menudo muy grave, que indica que el límite concedido por el buen sentido a la imaginación es a veces, a pesar del pacto efímero convenido entre esas dos potencias, desgraciadamente sobrepasado por la presión enérgica de la voluntad, pero también, la mayor parte del tiempo, por la ausencia de su colaboración efectiva: citemos en su apoyo algunos ejemplos, cuya oportunidad no es difícil apreciar, si en todo caso se toma por compañera una atenta moderación. Presento dos: los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo. Advierto al que me lee que tenga cuidado con no formarse una idea vaga, y, con mayor razón, falsa, de las bellezas literarias que deshoje en el desarrollo excesivamente rápido de mis frases. ¡Ay! quisiera exponer mis razonamientos y mis comparaciones lentamente y con mucha magnificencia (pero ¿quién dispone de tanto tiempo?), para que todos comprendiesen mejor, si no mi espanto, por lo menos mi estupefacción, cuando, una tarde de verano, como el sol parecía descender por el horizonte, vi nadar en el mar, con anchas patas de ánade en vez de extremidades, brazos y piernas, y portador de una aleta dorsal, proporcionalmente tan larga y tan afilada como la de los delfines, a un ser humano, de músculos vigorosos, al que numerosos bancos de peces (vi, en ese cortejo, entre otros habitantes de las aguas, el torpedo, el anarnak groenlandés y la horrible escorpena) seguían con muestras muy ostensibles de la mayor admiración. Algunas veces se sumergía, y su cuerpo viscoso reaparecía casi de inmediato a doscientos metros de distancia. Las marsopas, que no han robado, según mi opinión, su reputación de buenas nadadoras, apenas podían seguir de lejos a ese anfibio de nueva especie. Yo no creo que el lector tenga ocasión de arrepentirse si presta a mi narración, no el nocivo obstáculo de una credulidad estúpida, sino el supremo favor de una confianza profunda, que discuta legalmente, con secreta simpatía, los misterios poéticos, demasiado poco numerosos, según su propia opinión, que me encargo de revelarle, cada vez que se presenta la oportunidad, como la que hoy inopidamente se ha presentado, íntimamente impregnada por los tonificantes olores de las plantas acuáticas, que la brisa refrescante transporta a esta estrofa, que encierra a un monstruo que se ha apropiado de los signos distintivos de la familia de las palmípedas. ¿Quién habla aquí de apropiación? Sépase bien que el hombre, por su naturaleza múltiple y compleja, no desconoce los medios de ensanchar aún más las fronteras: vive en el agua como el hipocampo, en las capas superiores del aire como el quebrantahuesos, y bajo la tierra como el topo, la cochinilla y la humilde lombriz. Tal es en su forma, más o menos concisa (mejor más que menos), el exacto criterio del consuelo extremadamente fortificante que me esforzaba a hacer surgir dé mi espíritu, cuando pensé que el ser humano que percibía a una gran distancia nadar con sus cuatro miembros en la superficie de las olas, como jamás lo hizo el más soberbio cormorán, no había acaso adquirido el nuevo cambio de las extremidades, de sus brazos y de sus piernas, sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido. No era necesario que me atormentase la cabeza para fabricar de antemano las melancólicas pildoras de la piedad, pues no sabia que ese hombre, cuyos brazos golpeaban alternativamente la onda amarga, mientras sus piernas, con una fuerza semejante a la que poseen las retorcidas defensas del narval, engendraban el retroceso de las capas acuáticas, no se había apropiado voluntariamente de esas ex-traordinarias formas, y tampoco le habían sido impuestas como suplicio. Según lo que supe más tarde, he aquí la simple verdad: la prolongación de la existencia, en ese fluido elemento, había insensiblemente aportado al ser humano, exilado él mismo de los continentes pedregrosos, los cambios importantes, aunque no esenciales, que había observado en un objeto, que una mirada
medianamente confusa me había hecho tomar en los momentos primordiales de su aparición (por una incalificable ligereza cuyos desvaríos engendran ese sentimiento tan penoso que fácilmente comprenderán los psicólogos y los amantes de la prudencia) por un pez de forma extraña, aún no descrito en las clasificaciones de los naturalistas, pero acaso descrito en sus obras póstumas, aunque no tenga la excusable pretensión de inclinarme hacia esta última suposición, imaginada en condiciones demasiado hipotéticas. En efecto, ese anfibio (puesto que era anfibio, sin que se pueda afirmar lo contrario) sólo era visible para mí, abstracción hecha de los peces y de los cetáceos, pues percibí que algunos campesinos que se habían detenido a contemplar mi rostro, turbado por ese fenómeno natural, y que inútilmente intentaban explicarse por qué mis ojos estaban constantemente fijos, con una perseverancia que parecía invencible, y que en realidad no lo era, en un lugar del mar donde ellos no distinguían más que una cantidad apreciable y limitada de bancos de peces de todas las especies, distendían la abertura de sus grandes bocas, casi tanto como las de las ballenas. «Eso les hacia sonreír, pero no, como a mi, palidecer», decían ellos en su pintoresco lenguaje, «y no eran tan bestias como para no darse cuenta de que yo precisamente no miraba las evoluciones campestres de los peces, sino que mi vista alcanzaba mucho más lejos». De tal manera que, en lo que a mí concierne, girando maquinalmente los ojos hacia el lado de la notable envergadura de esas potentes bocas, me decía a mi mismo que, a menos que se encontrara en la totalidad del universo un pelicano grande como una montaña o por lo menos como un promotorio (admirad, os lo ruego, la finura de la restricción que no pierde una pulgada de terreno), ningún pico de ave de presa o quijada dé animal salvaje sería nunca capaz de superar, ni siquiera igualar, cada uno de esos cráteres abiertos, pero de-masiado lúgubres. Y, sin embargo, aunque reserve una buena parte al simpático empleo de la atmósfera (esta figura retórica presta muchos más servicios a las aspiraciones humanas hacia el infinito de lo que ordinariamente puedan figurarse aquellos que están imbuidos de prejuicios o de ideas falsas, lo que es una misma cosa), no es menos cierto que la boca risible de esos campesinos resultaba bastante grande como para tragarse tres cachalotes. Achiquemos más nuestro pensamiento, seamos serios, y conformémonos con tres pequeños elefantes que apenas acaban de nacer. De una sola brazada, el anfibio dejaba atrás un kilómetro de estela espumosa. Durante el cortísimo momento en que el brazo extendido hacia adelante quedaba suspendido en el aire, antes de hundirse de nuevo, con sus dedos separados y unidos por un repliegue de la piel en forma de membrana, parecía lanzarse hacia las alturas del espacio y coger las estrellas. De pie en la roca, me serví de mis manos de bocina y grité, mientras los cangrejos de mar y de río huían hacia la oscuridad de las grietas más profundas: «Oh tú, cuya natación aventaja al vuelo de las largas alas de la fragata, si comprendes todavía la significación de los grandes clamores que, como fiel interpretación de su pensamiento íntimo, lanza con fuerza la humanidad, dignate detenerte un instante en tu veloz marcha y cuéntame sumariamente las fases de tu verídica historia. Pero te advierto de que no tienes necesidad de dirigirme la palabra, si tu audaz deseo es hacer que nazca en mí la amistad y la veneración que sentí por ti desde que te vi por primera vez cumpliendo, con la gracia y la fuerza del tiburón, tu peregrinación indómita y rectilínea». Un suspiro, que me heló los huesos e hizo tambalear la roca sobre la cual descansaba la planta de mis pies (a menos que fuese yo mismo quien me tambaleara por la ruda penetración de las ondas sonoras que llevaban a mi oído semejante grito de desesperación), se oyó hasta en las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con el ruido de una avalancha. El anfibio no se atrevió a avanzar demasiado hacia la orilla, pero cuando estuvo seguro de que su voz llegaba bastante clara hasta mis timpanos, redujo el movimiento de sus miembros palmeados, de forma que pudiera sostener su busto, cubierto de algas, por encima de las olas mugientes. Le vi inclinar su frente, como para invocar, por una orden solemne, la jauría errante de los recuerdos. No me atrevía a interrumpirle en esa ocupación santamente arqueológica: sumergido en el pasado, se asemejaba a un escollo. Tomó al fin la palabra en estos términos: «La escolopendra no carece de enemigos, y la fan-tástica belleza de sus innumerables patas, en vez de atraer la simpatía de los animales, no es quizás para ellos más que el poderoso estímulo de una celosa exasperación. Y no me asombraría saber que ese insecto es el blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi nacimiento, que no importa para mi relato, pues la vergüenza que recae sobre mi familia sólo me importa a mí. Mi padre y mi madre (¡qué Dios les perdone!), después de un año de espera, vieron que el cielo atendió sus
súplicas: dos gemelos, mi hermano y yo, vieron la luz. Razón de más para amarse. Pero no fue de la manera que digo. Porque como yo era el más bello y el más inteligente de los dos, mi hermano me tomó odio y no se molestó en ocultar sus sentimientos: por eso, mi padre y mi madre hicieron recaer sobre mi la mayor parte de su amor, mientras que, por mi amistad sincera y constante, me forzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho a rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces, mi hermano no puso límites a su furor, y me mató, en el corazón de nuestros comunes padres, por medio de las calumnias más inverosímiles. Viví durante quince años en un calabozo, con larvas y agua fangosa por todo alimento. No te contaré con detalles los inauditos tormentos que sufrí en ese largo secuestro injusto. Algunas veces, en un momento de la jornada, uno de los tres verdugos, según su turno, entraba bruscamente, cargado de pinzas, de tenazas y de diversos instrumentos de suplicio. Los gritos que me arrancaban las torturas les dejaban inmutables, y la pérdida abundante de mi sangre les hacía sonreír. ¡Oh hermano mio, tú, causa primera de todos mis males, ya te he perdonado! ¡Es posible que una ciega rabia no pueda al fin abrirle sus ojos! Mucho he reflexionado en mi prisión eterna. Adivina en qué se convirtió mi odio contra toda la humanidad. La progresiva caquexia y la soledad del cuerpo y del alma no me llevaron a perder toda la razón, hasta el punto de sentir resentimiento contra aquellos a quienes no había dejado de amar: triple argolla de quien era esclavo. ¡Conseguí, por medio de la astucia, recobrar mi libertad! Asqueado de los habitantes del continente, que, aunque se llamasen mis semejantes, no parecía asemejarse a mí en nada hasta el momento (si ellos me consideraban su semejante, ¿por qué me hacían daño?), dirigí mis pasos hacia los guijarros de la playa, con la firme resolución de darme la muerte, si el mar llegaba a ofrecerme las anteriores reminiscencias de una existencia fatalmente vivida. ¿Creerás a tus propios ojos? Desde el día que huí de la casa paterna, no me lamento tanto como crees de habitar el mar y sus grutas de cristal. La Providencia, como ves, me ha concedido, en parte, un organismo de cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me procuran el alimento que necesito, como si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, en caso de que te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen». Sucedió como él predijo. Reanudó su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y, aunque al cabo de algunos segundos hubo desaparecido completamente de mi vista, con un anteojo pude todavía distinguirlo en los últimos límites del hori-zonte. Nadaba con una mano y con la otra se enjuagaba los ojos, que estaban inyectados de sangre por la violencia de haberse aproximado a la tierra firme. Había obrado así para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra el escarpe cortado a pico; rebotó de roca en roca y sus fragmentos dispersos fueron recibidos por las olas: tales fueron la última demostración y el supremo adiós, con los que me incliné, como en un sueño, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin embargo, fue real todo lo que pasó durante esa tarde de verano.
Todas las noches, sumergiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, evocaba el recuerdo de Falmer... todas las noches. Sus cabellos rubios, su rostro oval, sus rasgos majestuosos estaban aún impresos en mi imaginación... indestructiblemente... sobre todo sus cabellos rubios. Alejad, alejad por tanto esa cabeza sin cabellera, lisa como el caparazón de la tortuga. El tenía catorce años, y yo sólo tenía un año más. Que se calle esa lúgubre voz. ¿Por qué viene a denun-ciarme? Pero soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, compruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo quien habla. Y soy yo mismo quien está relatando una historia de mi propia juventud y sintiendo el remordimiento penetrar en mi corazón... soy yo mismo, a menos que me engañe... soy yo mismo quien habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es ése al que hago alusión? Es un amigo que tenía en los tiempos pasados, creo. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama... No quiero deletrear de nuevo esas seis letras, no, no. Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién lo sabe? Repitámoslo, sin embargo, pero con un penoso murmullo: yo sólo tenía un año más. Aún entonces, la preeminencia de mi fuerza física era más un motivo para sostener, a través del rudo sendero de la vida, a aquel que se había entregado a mi, que para maltratar a un ser visiblemente más débil. Pues, en efecto, creo que era más débil... Incluso entonces. Es un amigo que tuve en los tiempos pasados, creo. La preeminencia de mi fuerza física... cada noche... Sobre todo sus cabellos rubios. Existe más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la enfermedad, el dolor (los tres juntos o separados), explican ese fenómeno nega-
tivo de una manera satisfactoria. Tal es, al menos, la respuesta que me daría un sabio, si le preguntara sobre el asunto. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy un sabio) que un día, porque había detenido mi mano en el momento en que levantaba mi puñal para clavarlo en el seno de una mujer, lo cogí por los cabellos con brazo de hierro y lo hice girar en el aíre con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo, lanzado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de un roble... No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy un sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día realicé un acto infame, mientras su cuerpo era lanzado por la fuerza centrífuga. Tenía catorce años. Cuando, en un acceso de alienación mental, corro a través de los campos, llevando, comprimido contra mi corazón, una cosa sangrante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chiquillos que me persiguen... los chiquillos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: «Esa es la cabellera de Falmer». Alejad, alejad esa cabeza cal-va, lisa como el caparazón de la tortuga... Una cosa sangrante. Pero soy yo quien habla. Su rostro oval, sus rasgos majestuosos. Pues, en efecto, creo que era más débil. Las viejas y los chiquillos. Pues, en efecto, creo... ¿qué quería decir?... pues, en efecto, creo que era más débil. Con brazo de hierro. Ese choque, ese choque, ¿lo mató? ¿Sus huesos se destrozaron contra el árbol... irremediablemente? ¿Lo mató ese choque engendrado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aunque sus huesos se hayan destrozado irremediablemente... irremediablemente? Ese choque, ¿lo mató? Temo saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto... Sobre todos sus cabellos rubios. En efecto, huí lejos con una conciencia desde entonces implacable. Tenía catorce anos. Con una conciencia desde entonces implacable. Todas las noches. Cuando un muchacho, que aspira a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre la mesa de trabajo, a la hora silenciosa de la media noche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todos los lados su cabeza, agobiada por la meditación y los polvorientos manuscritos; pero nada, ningún indicio sorprendido le revela la causa de lo que oye tan débilmente, aun que sin embargo lo oye. Percibe, al final, que el humo de su vela, emprendiendo su vuelo hacia el techo, ocasiona, a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijado en la pared. En un quinto piso. Lo mismo que un muchacho, que aspira a la gloria, oye un murmullo que no sabe a qué atribuir, lo mismo yo oigo una voz melodiosa que pronuncia en mi oído: «¡ Maldoror!» Pero antes de poner fin a su desprecio, creía oír las alas de un mosquito... inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño. ¿Qué importa que esté acostado en mi lecho de satén? Con sangre fría, hago la perspicaz observación de que tengo los ojos abiertos, aunque sea la hora de los dominós rosa y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!... ¡oh! no, ¡jamás!... ¡una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando, con tan dolorosa elegancia, las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito... ¡Qué benevolente es su voz! ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de un roble... «¡ Maldoror!»

viernes, marzo 29, 2013

CANTO TERCERO DE LOS CANTOS DE MALDOROR por EL CONDE DE LAUTREAMONT



Recordemos los nombres de esos seres imaginarios
de angélica naturaleza, que mi pluma, durante el segundo
canto, extrajo de un cerebro, y que brillan con
un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren en su
mismo nacimiento, como esas chispas del papel ardiendo
cuya rápida desaparición apenas puede seguir
el ojo. ¡Léman!... ¡Lohengrin!... ¡Lombano!...
¡Holzer!... aparecisteis, por un instante, cubiertos con
las insignias de la juventud, en mi horizonte hechizado,
pero os he dejado caer de nuevo en el caos, como
campanas de inmersión. No volveréis ya a salir. Me
basta haber conservado vuestro recuerdo; debéis
dejar paso a otras sustancias, menos bellas tal vez,
que darán a luz el tempestuoso rebosar de un amor
que ha decidido no apagar su sed con la raza humana.
Famélico amor que se devoraría a sí mismo, si
no buscara su alimento en las ficciones celestiales:
creando, a la larga, una pirámide de serafines, más
numerosos que los insectos que hormiguean en una
gota de agua, los entrelazará en una elipse que hará
girar, como un torbellino, a su alrededor. Mientras, el
viajero detenido ante la visión de una catarata, si
levanta el rostro, verá en la lejanía a un ser humano
arrastrado hacia la cueva del infierno por una guirnalda
de vivientes camelias. Pero... ¡silencio!, la imagen
flotante del quinto ideal se dibuja lentamente,
como los pliegues indecisos de una aurora boreal, en
el plano vaporoso de mi inteligencia, y toma una consistencia
cada vez más definida... Mario y yo recorríamos
la playa. Nuestros caballos, con el pescuezo
tendido, hendían las membranas del espacio y arrancaban
chispas a los guijarros. La brisa, que nos golpeaba
el rostro, penetraba bajo nuestros mantos y
hacía que los cabellos de nuestras cabezas gemelas
revolotearan hacia atrás. La gaviota, con sus gritos y
los movimientos de sus alas, se esforzaba vanamente
en advertirnos de la posible proximidad de la tormenta
y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope
insensato?» No decíamos nada; sumidos en la ensoñación,
nos dejábamos arrastrar en alas de esa
curiosa carrera; el pescador, viéndonos pasar, veloces
como el albatros, y creyendo percibir, huyendo
ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les había
llamado porque estaban siempre juntos, se apresuraba
a persignarse y se ocultaba, con su paralizado
perro, bajo alguna profunda roca. Los habitantes de
la costa habían oído contar extrañas cosas sobre
ambos personajes que aparecían en la tierra por entre
las nubes, en épocas de calamidad, cuando una
horrenda guerra amenazaba con plantar su arpón
en el pecho de dos países enemigos, o el cólera se disponía
a lanzar, con su honda, la podredumbre y la
muerte sobre ciudades enteras. Los más viejos
saqueadores de pecios fruncían el ceño con aire grave,
afirmando que ambos fantasmas, la envergadura
de cuyas negras alas todos habían observado durante
los huracanes, por encima de los bancos de arena
y los escollos, eran el genio de la tierra y el genio
del mar que paseaban su majestad por los aires durante
las grandes convulsiones de la naturaleza, unidos
por una amistad eterna cuya rareza y gloria han
parido el asombro de la indefinida cadena de las generaciones.
Se afirmaba que, volando uno junto a otro
como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear,
en círculos concéntricos, por las capas de las
atmósferas contiguas al sol; que se nutrían, en esos
parajes, de las más puras esencias de la luz; pero que
sólo con dolor se decidían a desviar la inclinación de
su vuelo vertical hacia la despavorida órbita por la
que gira el globo humano en pleno delirio, habitado
por espíritus crueles que se inmolan mutuamente en
los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan,
pérfidos, secretamente, en el centro de las ciudades,
con el puñal del odio o la ambición), y que se
nutren de seres tan llenos de vida como ellos, aunque
colocados unos peldaños más abajo en la escalera de
las existencias. O, cuando tomaban la firme resolución,
para incitar a los hombres al arrepentimiento
con las estrofas de sus profecías, de nadar, dirigiéndose
a grandes brazadas hacia las regiones siderales
por las que se movía un planeta en medio de las espesas
exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecaciones
y de risa sarcástica que se desprendían,
como vapores pestilentes, de su horrenda superficie,
y parecía pequeño como una bola, siendo casi invisible
por la distancia, no dejaban de encontrar ocasiones
para arrepentirse amargamente de su benevolencia,
desconocida y despreciada, e iban a ocultarse en el
fondo de los volcanes, para conversar con el vívido
fuego que borbotea en las cubas de los subterráneos
centrales, o en el fondo del mar, para descansar
placenteramente su desilusionada vista en los más
feroces monstruos del abismo, que les parecían modelos
de dulzura comparados a los bastardos de la humanidad.
Llegada la noche, de oscuridad propicia,
salían impetuosamente de los cráteres, con crestas
de pórfido, de las corrientes submarinas y dejaban,
muy atrás, el rocoso orinal donde se agita el estreñido
ano de las cacatúas humanas, hasta que no podían
distinguir ya la suspendida silueta del planeta
inmundo. Entonces, apesadumbrados por su infructuosa
tentativa, en medio de las estrellas que se apiadaban
de su dolor y bajo la mirada de Dios, el ángel
de la tierra y el ángel del mar se besaban llorando...
Mario y el que galopaba a su lado no ignoraban los
vagos y supersticiosos rumores que contaban en las
veladas los pescadores de la costa, cuchicheando en
torno al hogar, con las puertas y ventanas cerradas,
mientras el viento nocturno, que desea calentarse,
deja escuchar su silbido alrededor de la cabaña de
paja y sacude, con su vigor, esas frágiles paredes, rodeadas
en su base por fragmentos de concha traídos
por las moribundas ondulaciones de las olas. No hablábamos.
¿Qué pueden decirse dos corazones que se
aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo.
Le aconsejo que se ciña más el manto y él me hace
observar que mi caballo se aleja demasiado del suyo:
ambos nos interesamos tanto por la vida del otro
como por nuestra propia vida; no nos reímos. Se esfuerza
en sonreírme, pero percibo que su rostro lleva
el peso de las terribles impresiones que en él ha grabado
la reflexión, constantemente inclinada sobre las
esfinges que desconciertan, con sesgada mirada, las
grandes angustias de la inteligencia de los mortales.
Viendo la inutilidad de sus manejos, aparta los ojos,
tasca su freno terrestre con la baba de la rabia, y mira
el horizonte que huye cuando nos acercamos. A mi
vez, me esfuerzo por recordarle su dorada juventud,
que sólo pide entrar, como una reina, en los palacios
de los placeres, pero advierte que mis palabras brotan
con dificultad de mi demacrada boca y que los
años de mi propia primavera pasaron, tristes y glaciales,
como un sueño implacable que pasea, por las
mesas de los banquetes y los lechos de raso, donde
dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con
la reverberación del oro, las amargas voluptuosidades
del desencanto, las pestilentes arrugas de la
vejez, los terrores de la soledad y las antorchas del
dolor. Viendo la inutilidad de mis manejos, no me
asombra no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se
me aparece revestido con sus instrumentos de tortura,
en toda la resplandeciente aureola de su horror.
Aparto los ojos y miro al horizonte que huye cuando
nos acercamos... Nuestros caballos galopaban a lo
largo de la orilla, como si rehuyeran las miradas humanas...
Mario es más joven que yo; la humedad del
tiempo y la espuma salobre que nos salpica llevan el
contacto del frío a sus labios. Le digo: «¡Ten cuidado!...
¡ten cuidado!... Cierra tus labios, únelos el uno
al otro; ¿no adviertes las zarpas agudas de la quemazón
que produce el frío lacerando tu piel con urentes
heridas?» Mira mi frente y me replica con los movimientos
de su lengua: «Sí, veo esas verdes zarpas,
pero no alteraré la situación natural de mi boca para
ahuyentarlas. Mira si miento. Puesto que, al parecer,
es voluntad de la Providencia, quiero someterme a
ella. Su voluntad podría haber sido mejor.» Y yo exclamé:
«Admiro esta noble venganza.» Quise arrancarme
los cabellos, pero me lo impidió con una mirada
severa y le obedecí con respeto. Se hacía tarde y el
águila regresaba a su nido, excavado en las
fragosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi
manto para protegerte del frío: yo no lo necesito. » Le
repliqué: «¡Ay de ti si haces lo que dices! No quiero
que nadie sufra en mi lugar, y tú menos que nadie.»
No respondió porque yo tenía razón, pero comencé a
consolarle por el acento de mis palabras... Nuestros
caballos galopaban a lo largo de la orilla, como si
rehuyeran las miradas humanas... Erguí la cabeza
como la proa de un navío levantada por una enorme
ola y le dije: «¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de
las nieves y las nieblas, no veo lágrimas en tu rostro,
bello como la flor del cactus, y tus párpados están
secos como el lecho del torrente; pero advierto, en el
fondo de tus ojos, una cuba llena de sangre, donde
hierve tu inocencia mordida en el cuello por un escorpión
de gran especie. Un viento violento se abate
sobre el fuego que calienta la caldera y dispersa las
oscuras llamas hasta hacerlas salir de tu órbita sagrada.
He acercado mis cabellos a tu rosada frente y
he notado cierto olor a chamuscado porque comenzaban
a arder. Cierra tus ojos, pues, de lo contrario,
tu rostro, calcinado como la lava del volcán, caerá
hecho cenizas en el hueco de mi mano.» Y él se volvió
hacia mí, sin ocuparse de las riendas que empuñaba,
y me contempló enternecido, mientras, lentamente,
abría y cerraba sus párpados de lirio, como el flujo y
reflujo del mar. Quiso responder a mi audaz pregunta
y lo hizo así: «No te ocupes de mí. Al igual que los
vapores de los ríos reptan por las laderas de la colina
y, una vez llegados a la cumbre, se lanzan a la atmósfera
formando nubes, así tus inquietudes por mí se
han incrementado insensiblemente, sin motivo razonable,
y forman por encima de tu imaginación, el
engañoso cuerpo de un espejismo desolado. Te aseguro
que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la
impresión de que mi cráneo está metido en un casco
de carbones ardientes. ¿Cómo quieres que las carnes
de mi inocencia hiervan en la cuba, si sólo escucho
gritos muy débiles y confusos que, para mí, son sólo
los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras
cabezas? Es imposible que un escorpión haya
fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo
de mi destrozada órbita, creo, más bien, que son unas
vigorosas tenazas las que machacan los nervios ópticos.
Sin embargo, pienso, como tú, que la sangre
que llena la cuba ha sido extraída de mis venas por
un verdugo invisible, durante el sueño de la última
noche. Te he estado esperando mucho tiempo, hijo
amado del océano, y mis adormecidos brazos entablaron
un vano combate con Aquel que se había introducido
en el vestíbulo de mi casa... Sí, siento que
mi alma está aherrojada en el cerrojo de mi cuerpo y
que no puede desprenderse de él para huir lejos de
las orillas que golpea el mar humano y no seguir siendo
testigo del espectáculo de la lívida jauría de las
desgracias persiguiendo, sin descanso, a través de
las hondonadas y los abismos del inmenso desaliento,
a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. Recibí
la vida como una herida y no he permitido que el
suicidio curara la cicatriz. Quiero que el Creador contemple,
a cualquier hora de su eternidad, su abierta
grieta. Este es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles
reducen la velocidad de sus cascos de bronce; sus
cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por
una manada de pecaríes. No deben ponerse a escuchar
lo que decimos. A fuerza de atención, su inteligencia
se desarrollaría y tal vez pudieran comprendernos.
¡Ay, de ellos, pues sufrirían más! En efecto,
piensa tan sólo en los jabatos de la humanidad: el
grado de inteligencia que los separa de los demás
seres de la creación parece haberles sido concedido,
sólo, al precio irremediable de incalculables sufrimientos.
Imita mi ejemplo y que tu espuela de plata
se hunda en los ijares de tu corcel...» Nuestros caballos
galopaban a lo largo la orilla, como si rehuyeran
las miradas humanas.
[…]
Era un día de primavera. Los pájaros derramaban
sus cánticos en alegres trinos y los humanos, que
habían acudido a sus distintas obligaciones, se bañaban
en la santidad de la fatiga. Todo trabajaba en
su destino: los árboles, los planetas, los escualos.
¡Todo, excepto el Creador! Estaba tendido en el camino,
con las ropas desgarradas. Su labio inferior pendía
como un cable somnífero; sus dientes no habían
sido lavados y el polvo se mezclaba con las rubias
ondas de sus cabellos. Amodorrado por un pesado
sopor, molido por los guijarros, su cuerpo hacía inútiles
esfuerzos para levantarse. Sus fuerzas le habían
abandonado y yacía allí, débil como la lombriz,
impasible como la corteza. Chorros de vino llenaban
los agujeros excavados por la nerviosa agitación de
sus hombros. El embrutecimiento, de porcino hocico,
le cubría con sus alas protectoras y le lanzaba amorosas
miradas. Sus piernas, de relajados músculos, barrían
el suelo como dos mástiles ciegos. La sangre
manaba de su nariz: en su caída se había golpeado la
cara contra un poste... ¡Estaba borracho! ¡Horriblemente
borracho! ¡Borracho como una chinche que se
hubiera atracado durante la noche con tres toneles de
sangre! Llenaba el eco de incoherentes palabras que
me guardaré mucho de repetir aquí, si el supremo beodo
no se respeta, yo debo respetar a los hombres.
¿Sabíais que el Creador... se emborrachaba? ¡Piedad
para ese labio mancillado en las copas de la orgía! El
erizo, al pasar, le hundió sus púas en la espalda y
dijo: «Ahí tienes eso. El sol está en la mitad de su
carrera: trabaja, holgazán, y no te comas el pan de
los otros. Espera y verás si llamo a las cacatúas de
ganchudo pico.» El picoverde y la lechuza, al pasar,
le hundieron todo el pico en el vientre y dijeron: «Ahí
tienes eso. ¿Qué pretendes hacer en esta tierra? ¿Has
venido a ofrecer tan lúgubre comedia a los animales?
Pero ni el topo, ni el casoar, ni el flamenco te imitarán,
te lo juro.» El asno, al pasar, le dio una coz en la
sien y dijo: «Ahí tienes eso. ¿Qué te había hecho yo
para que me dieras orejas tan largas? Ni siquiera el
grillo deja de despreciarme.» El sapo, al pasar, le lanzó
un chorro de baba a la frente y dijo: «Ahí tienes
eso. Si no me hubieras hecho tan grande el ojo y te
hubiere visto en el estado en que te veo, habría ocultado
castamente la belleza de tus miembros bajo una
lluvia de ranúnculos, miosotis y camelias, para que
nadie te viese.» El león, al pasar, inclinó su regia faz y
dijo: «Por mi parte, le respeto aunque su esplendor
nos parezca, de momento, eclipsado. Vosotros, que
os hacéis los orgullosos, sois sólo unos cobardes porque
le habéis atacado cuando dormía, ¿os gustaría
que, en su lugar, tuvierais que soportar, de parte de
los que pasaran, las injurias que no le habéis ahorrado?
» El hombre, al pasar, se detuvo ante el desconocido
Creador, y, entre los aplausos de la ladilla y la
víbora, defecó durante tres días sobre su augusto
rostro. ¡Ay del hombre culpable de esta injuria!, pues
no respetó al enemigo, tendido en la mezcla de barro,
sangre y vino, indefenso y casi inanimado... Entonces,
el Dios soberano, despertado al fin por tan
mezquinos insultos, se levantó como pudo, tambaleándose
fue a sentarse en una piedra, con los brazos
colgando, como los dos testículos del tísico, y lanzó
una mirada vidriosa, sin fuego, a toda la naturaleza
que le pertenecía. ¡Oh!, humanos, sois niños terribles;
pero, os lo suplico, respetemos esa gran existencia
que no ha terminado todavía de digerir el licor
inmundo y, no habiendo conservado fuerzas bastantes
para mantenerse en pie, ha vuelto a caer, pesadamente,
sobre esa roca en la que se sienta como un
viajero. Prestad atención a este mendigo que pasa;
ha visto que el derviche le tendía un brazo famélico
y, sin saber a quién daba limosna, ha depositado un
mendrugo de pan en esa mano que implora misericordia.
El Creador se lo ha agradecido con una inclinación
de cabeza. ¡Oh!, ¡nunca sabréis qué difícil es
empuñar constantemente las riendas del universo!
A veces, la sangre sube a la cabeza cuando se está
empeñado en sacar de la nada un postrer cometa,
con una nueva raza de espíritus. La inteligencia, demasiado
conmovida de los pies a la cabeza, se retira
como un vencido y puede caer, una vez en la vida, en
los extravíos de que habéis sido testigos.
Un fanal rojo, bandera del vicio, colgado del extremo
de un soporte, balanceaba su armazón azotado por
los cuatro vientos, sobre una puerta maciza y carcomida.
Un sucio corredor, que olía a muslo humano,
daba a un corral donde buscaban su comida algunos
gallos y gallinas más flacos que sus propias alas. En
el muro que rodeaba el corral, y orientadas al oeste,
se habían practicado con parsimonia distintas aberturas,
cerradas por enrejados postigos. El musgo cubría
ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido
un convento y servía, en la actualidad, como el resto
de la construcción, de vivienda a todas esas mujeres
que mostraban cada día, a quienes entraban, el interior
de sus vaginas a cambio de un poco de oro. Me
encontraba en un puente cuyos pilones se hundían
en el agua lodosa de un foso circundante. Desde su
elevada superficie, contemplaba en el campo, aquella
construcción inclinada sobre su propia vejez, y
los menores detalles de su arquitectura interior. A
veces, la reja de un postigo se levantaba rechinando,
como impulsada hacia arriba por una mano que violentara
la naturaleza del hierro: un hombre asomaba
la cabeza por la abertura a medias despejada, sacaba
sus hombros, sobre los que caía el desconchado
yeso y hacía seguir, en tan laboriosa extracción, su
cuerpo cubierto de telarañas. Apoyando sus manos,
como una corona, sobre las inmundicias de toda suerte
que oprimían el suelo con su peso, mientras tenía
todavía la pierna atrapada en la retorcida reja, recobraba
así su postura natural, iba a mojar sus manos
en una coja artesa cuya agua jabonosa había visto
elevarse y caer a generaciones enteras, y se alejaba
luego a toda prisa de aquellas callejas arrabaleras,
para ir a respirar aire puro en el centro de la ciudad.
Cuando el cliente había salido, una mujer por completo
desnuda aparecía en el exterior, del mismo
modo, y se dirigía a la misma artesa. Entonces, los
gallos y las gallinas acudían en tropel desde los distintos
puntos del corral, atraídos por el olor seminal,
la derribaban pese a sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban
la superficie de su cuerpo como si fuera un
estercolero y desgarraban a picotazos, hasta hacer
brotar la sangre, los fláccidos labios de su hinchada
vagina. Las gallinas y los gallos, saciado su buche,
volvían a escarbar la hierba del corral; la mujer, limpia
ya, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas
como si despertara tras una pesadilla. Dejaba caer el
trapo que traía para enjuagar sus piernas y, no necesitando
ya la artesa común, regresaba a su madriguera,
igual como había salido, para esperar otra actuación.
Al ver este espectáculo, también yo quise penetrar en
aquella casa. Me disponía a bajar del puente cuando
vi, en el entablamento de un pilar, esta inscripción en
caracteres hebraicos: «Vosotros, que pasáis por este
puente, no prosigáis. El crimen y el vicio habitan aquí;
un día, sus amigos aguardaron en vano a un joven
que había cruzado la puerta fatal.» La curiosidad
venció al temor. Pocos instantes más tarde llegué
ante un postigo cuya reja tenía sólidos barrotes que
se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior
a través del espeso tamiz. Primero no pude ver
nada, pero no tardé en distinguir los objetos que se
hallaban en la oscura habitación, gracias a los rayos
del sol, cuya luz iba disminuyendo y pronto desaparecería
por el horizonte. La primera y única cosa que
llamó mi atención fue un bastón rubio, compuesto
por pequeños conos que se introducían unos en otros.
¡Aquel bastón se movía! ¡Se desplazaba por la habitación!
Tan fuerte eran sus sacudidas que el suelo
temblaba; con sus dos extremos abría enormes brechas
en el muro y parecía un ariete con el que se
golpea la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos
eran inútiles; los muros estaban construidos con
piedras de sillería y, cuando golpeaba la pared, lo
veía curvarse como una hoja de acero y rebotar como
una pelota elástica. ¡Aquel bastón no estaba, pues,
hecho de madera! Advertí, luego, que se enroscaba
y se desenroscaba con facilidad, como una anguila.
Aunque alto como un hombre, no se aguantaba derecho.
A veces, lo intentaba y mostraba uno de sus
extremos ante la reja del postigo. Daba impetuosos
saltos, caía de nuevo en tierra sin poder derribar el
obstáculo. Comencé a mirarlo cada vez con mayor
atención y vi que era un cabello. Después de una
gran lucha con la materia que lo rodeaba como una
prisión, fue a apoyarse en la cama que amueblaba
aquella habitación, con la raíz descansando en una
alfombra y la punta adosada a la cabecera. Tras unos
instantes de silencio, durante los que escuché
entrecortados sollozos, levantó la voz y habló de este
modo: «Mi dueño me ha olvidado en esta habitación;
no viene a buscarme. Se ha levantado de esta cama
en la que estoy apoyado, ha peinado su perfumada
cabellera y no ha reparado en que, antes, yo había
caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido,
este acto de simple justicia no me habría parecido
sorprendente. Me abandona en esta emparedada
habitación, tras haberse envuelto en los brazos de
una mujer. Y qué mujer! Las sábanas están todavía
húmedas de su tibio contacto y muestran, en su desorden,
la huella de una noche pasada en el amor...» ¡Y
me pregunté quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se
adherían a la reja con más energía!... «Mientras toda
la naturaleza dormitaba en su castidad, él ha
copulado con una mujer degradada, en lascivos e
impuros abrazos. Se ha rebajado hasta dejar que se
aproximaran, a su faz augusta, unas mejillas despreciables
por su habitual impudicia, ajada su lozanía.
No se ruborizaba, pero yo me ruborizaba por
él. No cabe duda de que se sentía feliz durmiendo
con semejante esposa de una sola noche. La mujer,
asombrada por el majestuoso aspecto del huésped,
parecía gozar incomparables voluptuosidades y le
besaba el cuello con frenesí.» ¡Y me pregunté quién
podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja
con más energía!... «Yo, mientras, sentía cómo pústulas
envenenadas, cada vez más numerosas por su
desacostumbrado ardor debido a los goces de la carne,
rodeaban mi raíz con su hiel mortal, absorbiendo,
con sus ventosas, la sustancia generadora de mi
vida. Cuanto más se abandonaban a sus insensatos
movimientos, más sentía yo que disminuían mis fuerzas.
Cuando los deseos corporales alcanzaron el paroxismo
de su furor, advertí que mi raíz se inclinaba
sobre sí misma, como un soldado herido por una bala.
La antorcha de la vida se había extinguido en mí y
me desprendí de su ilustre cabeza, como una rama
muerta; caí al suelo, sin valor, sin fuerza, sin vitalidad,
pero sintiendo profunda compasión por aquel a
quien pertenecía: pero sintiendo un dolor eterno por
su voluntario extravío...» ¡Y me pregunté quién podía
ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con
más energía!... «Si, al menos, hubiera rodeado con su
alma el inocente seno de una virgen. Ella habría sido
digna de él y la degradación hubiera sido menor. Besa,
con sus labios, esa frente cubierta de barro que los
hombres han pisoteado con su polvoriento talón...
Aspira, con su desvergonzada nariz, las emanaciones
de aquellas dos húmedas axilas... Vi la membrana de
estas últimas contraerse de vergüenza, mientras, por
su lado, la nariz se negaba a aquella aspiración infame.
Pero ni él ni ella prestaban atención alguna a las
solemnes advertencias de las axilas, a la apagada y
lívida repulsión de las fosas nasales. Ella levantaba
más sus brazos y él, con más fuerte impulso, hundía
el rostro en sus huecos. Me veía obligado a ser
cómplice de tal profanación. Me veía obligado a ser el
espectador de tan inaudito desenfreno, a asistir a la
forzada aleación de aquellos dos seres, cuyas distintas
naturalezas estaban separadas por un abismo
inconmensurable...» ¡Y me pregunté quién podía ser
su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más
energía!... «Cuando se hubo saciado de respirar a aquella
mujer, quiso arrancarle uno por uno los músculos,
pero, como era mujer, la perdonó y prefirió hacer sufrir
a un ser de su propio sexo. Llamó, de la celda vecina,
a un joven que había acudido a la casa para pasar
unos instantes de solaz con una de aquellas mujeres
y le conminó a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía
tiempo ya que yo yacía en el suelo. Careciendo de
fuerzas para erguirme sobre mi ardiente raíz, no pude
ver lo que hicieron. Sé, sin embargo, que apenas el
joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne
cayeron a los pies de la cama y se colocaron junto a
mí. Ellos me contaron, en voz baja, que las zarpas de
mi dueño los habían arrancado de los hombros del
adolescente. Este, al cabo de unas horas, durante las
que había luchado contra una fuerza mayor que la
suya, se levantó de la cama y se retiró
majestuosamente. Se hallaba literalmente desollado
de los pies a la cabeza; arrastraba, por las losas de la
habitación, su piel arrancada. Se decía que su carácter
estaba lleno de bondad, que deseaba creer que sus
semejantes eran también buenos, que por ello había
accedido al deseo del distinguido extranjero que le
había llamado a su lado, pero que jamás de los jamases
esperó ser torturado por un verdugo. Por
semejante verdugo, añadió tras una pausa. Por fin,
se dirigió hacia el postigo, que se hendió compasivamente
hasta el nivel del suelo en presencia de aquel
cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su
piel, que podía servirle todavía, aunque fuera sólo de
manto, intentó desaparecer de aquella emboscada;
una vez se hubo alejado de la habitación, no pude
ver si había tenido fuerzas para llegar a la puerta de
salida. ¡Oh!, ¡con qué respeto, pese a su hambre, se
alejaban los gallos y gallinas de aquel largo rastro de
sangre en la empapada tierra!» ¡Y me pregunté quién
podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja
con más energía!... «Entonces, aquel que hubiera debido
tener más en cuenta su dignidad y su justicia, se
incorporó, penosamente, sobre su fatigado codo. Solo,
sombrío, asqueado y horrendo... Se vistió con lentitud.
Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las
catacumbas del convento, tras despertar sobresaltadas
por los ruidos de aquella noche horrible, que
chocaban entre sí en una celda situada sobre la cripta,
se cogieron de las manos y formaron un fúnebre
corro a su alrededor. Mientras él buscaba los escombros
de su antiguo esplendor, lavaba sus manos escupiendo
y las secaba, luego, en sus cabellos (mejor
era lavarlas con esputos que no lavarlas en absoluto,
tras haber pasado toda una noche en el vicio y el
crimen), ellas entonaron las quejumbrosas plegarias
por los muertos que se cantan cuando alguien es depositado
en su tumba. En efecto, el joven no debía
sobrevivir a aquel suplicio que una mano divina le
había infligido, y sus agonías concluyeron, mientras
las monjas cantaban...» Recordé la inscripción del
pilar, comprendí lo que había sido del púber soñador
a quien sus amigos esperaban, aún, día tras día, desde
el instante de su desaparición... ¡y me pregunté
quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la
reja con más energía!... «Los muros se abrieron para
dejarle pasar; las monjas, viéndole emprender el vuelo
por los aires, con alas que hasta entonces había
ocultado en su vestidura de esmeralda, volvieron a
colocarse, en silencio, bajo las losas de sus sepulturas.
Partió hacia su mansión celestial, dejándome
aquí; no es justo. Los demás cabellos permanecieron
en su cabeza, y yo yazgo en esta lúgubre habitación,
en el entablado cubierto de sangre coagulada, de jirones
de carne seca; esta habitación se ha vuelto
maldita desde que se introdujo en ella, nadie más
entra; y, mientras, sigo encerrado. ¡Así están, pues,
las cosas! No veré ya a las legiones de ángeles marchando
en prietas falanges, ni los astros paseando
por los jardines de la armonía. Pues bien, sea... sabré
soportar con resignación mi desgracia. Pero no dejaré
de contar a los hombres lo que ha ocurrido en esta
celda. Les autorizaré a deshacerse de su dignidad,
como de un vestido inútil, puesto que ese es el ejemplo
de mi dueño; les aconsejaré que chupen la verga
del crimen, puesto que otro lo hizo ya...» El cabello
enmudeció... ¡Y me pregunté quién podía ser su dueño!
¡Y mis ojos se adherían a la reja con más energía!...
Acto seguido retumbó el trueno; un fulgor fosforescente
penetró en la habitación. Retrocedí, a
mi pesar, por no sé qué instinto admonitorio. A pesar
de haberme alejado del postigo, escuché otra voz, pero
ésta reptante y suave, por miedo a dejarse oír: «¡No
des esos saltos! Cállate..., cállate..., ¡si alguien te oyese!,
te colocaré de nuevo entre los demás cabellos;
pero deja, antes, que el sol se ponga por el horizonte
para que la oscuridad cubra tus pasos..., no te he olvidado,
pero te hubieran visto salir y me habrías
comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde
entonces! De regreso al cielo, mis arcángeles me
rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme
el motivo de mi ausencia. Ellos, que nunca se habían
atrevido a levantar sus ojos hasta mí, lanzaban, esforzándose
por adivinar el enigma, estupefactas miradas
a mi abatida faz, aunque no advirtieran la profundidad
de ese misterio, y se comunicaban en voz
baja pensamientos que temían, en mí, algún cambio
desacostumbrado. Lloraban con silenciosas lágrimas,
vagamente sentían que ya no era el mismo, habiéndome
vuelto inferior a mi identidad. Habrían
querido conocer la funesta resolución que me había
hecho cruzar las fronteras del cielo para abatirme
sobre la tierra y gozar las efímeras voluptuosidades
que ellos mismos desprecian profundamente. Descubrieron
en mi frente una gota de esperma, una gota
de sangre. ¡La primera había brotado de los muslos
de la cortesana! ¡La segunda había saltado de las venas
del mártir! ¡Odiosos estigmas! ¡Inquebrantables
rosetones! Mis arcángeles encontraron, colgando de
los breñales del espacio, los restos llameantes de mi
túnica de ópalo, que flotaban por encima de las atónitas
poblaciones. No pudieron reconstruirla y mi
cuerpo permanece desnudo ante su inocencia; memorable
castigo de la virtud abandonada. Mira los
surcos que se han abierto un lecho en mis descoloridas
mejillas: son la gota de esperma y la gota de sangre
que corren, lentamente, por mis secas arrugas. Llegadas
al labio superior, hacen un esfuerzo inmenso y
penetran en el santuario de mi boca, atraídas, como
por un imán, hacia el irresistible gaznate. Esas dos
gotas implacables me están ahogando. Yo, hasta hoy,
me había creído el Todopodero, pero no; debo inclinar
la cerviz ante el remordimiento que me grita: «¡Eres
sólo un miserable!» ¡No des esos saltos! Cállate...,
cállate..., ¡si alguien te oyese!, te colocaré de nuevo
entre los demás cabellos, pero deja, antes, que el sol
se ponga por el horizonte para que la oscuridad cubra
tus pasos... He visto a Satán, el gran enemigo,
levantar las óseas marañas del armazón, sobre su
sopor de larva y, de pie, triunfante, sublime, arengar
a sus reunidas tropas y, tal como merezco, mofarse
de mí. Ha dicho que le asombraba mucho que su orgulloso
rival, cogido en flagrante delito por el éxito,
por fin obtenido, de un perpetuo espionaje, pudiera
rebajarse así hasta besar el vestido del desenfreno
humano, tras un largo viaje a través de los arrecifes
del éter, y hacer que pereciera, entre sufrimientos, un
miembro de la humanidad. Ha dicho que aquel joven,
destrozado por el engranaje de mis refinados
suplicios, habría podido convertirse en una genial
inteligencia, consolar a los hombres, en esta tierra,
con admirables cantos de poesía, de aliento, frente a
los golpes del infortunio. Ha dicho que las monjas del
convento-lupanar no podían ya recuperar su sueño;
merodean por el patio, gesticulando como autómatas,
pisoteando los ranúnculos y las lilas, enloquecidas
de indignación, aunque no lo bastante como para
no recordar la causa que engendró semejante enfermedad
en su cerebro... (Helas aquí acercándose, vestidas
con su blanco sudario; no se hablan; se cogen de
la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus
hombros desnudos; un ramillete de flores negras se
inclina en su seno. Monjas, regresad a vuestra sepultura,
la noche no ha caído todavía por completo, es
sólo el crepúsculo vespertino... ¡Oh, cabello, tú mismo
lo ves, por todas partes me asalta el desenfrenado
sentimiento de mi depravación!) Ha dicho que el
Creador, que presume de ser la Providencia de todo
lo que existe, se ha portado con mucha ligereza, por
no decir algo peor, ofreciendo semejante espectáculo
a los mundos estrellados; pues ha afirmado, con claridad,
su designio de contar por los planetas orbiculares
cómo sostengo, con mi propio ejemplo, la virtud
y la bondad en la inmensidad de mis reinos. Ha
dicho que el gran respeto que sentía por tan noble
enemigo, había desaparecido de su imaginación, y
que prefería llevar su mano al seno de una muchacha,
aunque sea un acto de execrable maldad, que
escupir en mi rostro, cubierto por tres capas entremezcladas
de sangre y esperma, para que su baboso
esputo no se ensuciara. Ha dicho que se creía, con
razón, superior a mí, no en el vicio, sino en la virtud
y el pudor; no en el crimen, sino en la justicia. Ha
dicho que, por mis innumerables faltas, debía ser atado
a una picota, ser quemado a fuego lento en un
ardiente brasero, para ser arrojado luego al mar, siempre
que el mar quisiera recibirme. Que, presumiendo
de ser justo, yo, que le había condenado a las penas
eternas por una ligera rebelión sin graves consecuencias,
tenía que aplicarme, pues, a mí mismo, una justicia
severa y juzgar con imparcialidad mi conciencia,
cargada de iniquidades... ¡No des esos saltos! Cállate...,
cállate..., ¡si alguien te oyese!, te colocaré de nuevo
entre los demás cabellos, pero deja, antes, que el sol se
ponga por el horizonte, para que la oscuridad cubra
tus pasos.» Se detuvo unos instantes; aunque ya no le
viese, comprendí, por esa detención necesaria, que una
oleada de emoción levantaba su pecho, como un ciclón
giratorio levanta una familia de ballenas. ¡Divino
pecho, mancillado un día por el amargo contacto
de los pezones de una mujer sin pudor! ¡Alma regia,
entregada, en un momento de abandono, al cangrejo
de la orgía, al pulpo de la debilidad de carácter, al
tiburón de la abyección individual, a la boa de la
moral ausente y al monstruoso caracol de la idiotez!
El cabello y su dueño se abrazaron estrechamente,
como dos amigos que se encuentran tras una larga
ausencia. El Creador prosiguió, acusado, compareciendo
ante su propio tribunal: «¡Y qué pensarán
de mí los hombres, que en tan alta estima me
tenían, cuando conozcan los extravíos de mi conducta,
la titubeante marcha de mi sandalia por los cenagosos
laberintos de la materia y la dirección de mi
tenebrosa ruta por entre las aguas estancadas y los
húmedos juncos de la ciénaga donde, cubierto de brumas,
azulea y muge el crimen de obscura pata!... Me
doy cuenta de que me será necesario trabajar mucho,
en el futuro, para rehabilitarme y reconquistar
su estima. Soy el Gran-Todo y, sin embargo, por un
lado, sigo siendo inferior a los hombres a quienes creé
con un poco de arena. Cuéntales una audaz mentira
y diles que nunca salí del cielo, constantemente encerrado,
con las preocupaciones del trono, los mármoles,
las estatuas y los mosaicos de mis palacios. Me he
presentado ante los celestiales hijos de la humanidad;
les he dicho: «Expulsad el mal de vuestras chozas
y permitid que el manto del bien entre en vuestro
hogar. Quien levante la mano contra alguno de sus
semejantes, produciéndole en el seno una herida
mortal con el hierro homicida, que no espere los efectos
de mi misericordia y tema las balanzas de la justicia.
Irá a ocultar su tristeza en los bosques, pero el
rumor de las hojas, a través de los claros, cantará a
sus oídos la balada del remordimiento, y huirá de
aquellos parajes, pinchado en la cadera por el zarzal,
el acebo y el cardo azul, trabados sus rápidos pasos
por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de
los escorpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la
playa, pero la marea ascendente, con sus brumazones
y su peligrosa cercanía, le dirán que no ignoran su
pasado, y precipitará su ciega carrera hacia a cima
de los acantilados, mientras los estridentes vientos
del equinoccio, hundiéndose en las grutas naturales
del golfo y las oquedades practicadas bajo la muralla
de las resonantes rocas, bramarán como los inmensos
rebaños de búfalos de las pampas. Los faros de la
costa le perseguirán, hasta los límites del septentrión,
con sus sarcásticos destellos, y los fuegos fatuos de
las marismas, simples vapores en combustión, con
sus danzas fantásticas, harán estremecer los pelos
de sus poros y verdear el iris de sus ojos. Que el pudor
se complazca en vuestras cabañas y encuentre
seguridad a la sombra de vuestros campos. Así, vuestros
hijos serán hermosos y se inclinarán, con agradecimiento,
ante sus padres; si no, enflaquecidos y
desmedrados como el pergamino de las bibliotecas,
avanzarán a grandes pasos, llevados por la revuelta,
contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre
impura.» ¿Cómo querrán obedecer los hombres
tan severas leyes, si el propio legislador es el primero
que se niega a acatarlas?... ¡Y mi vergüenza es inmensa
como la eternidad!» Oí que el cabello le perdonaba,
con humildad, su secuestro, porque su dueño había
actuado por prudencia y no por ligereza, y el pálido y
postrer rayo del sol que iluminaba mis párpados se
retiró de las quebradas de la montaña. Vuelto hacia
él, lo vi plegarse como un sudario... ¡No des esos saltos!
Cállate..., cállate.... ¡si alguien te oyese! Te colocaré
de nuevo entre los demás cabellos. Y, ahora que el
sol se ha puesto por el horizonte, cínico viejo y dulce
cabello, reptad, ambos, hacia la lejanía del lupanar,
mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el
convento, cubre el recorrido de vuestros pasos
furtivos por la llanura... Entonces, el piojo, surgiendo
de pronto por detrás de un promontorio, me dijo,
erizando sus garras: «¿Qué te parece?» Pero no quise
replicarle. Me retiré y llegué al puente. Borré la inscripción
primordial y la cambié por esta: «Es doloroso
guardar, como un puñal, semejante secreto en el
corazón, pero juro no revelar jamás aquello de lo que
fui testigo cuando penetré, por vez primera, en ese
terrible torreón.» Arrojé, por encima del parapeto, el
cortaplumas que me había servido para grabar las
letras, y, haciendo algunas reflexiones rápidas sobre
el carácter del infantil Creador, que debía aún, ¡ay!,
durante mucho tiempo, hacer sufrir a la humanidad
(la eternidad es larga), bien con las crueldades ejercidas
o bien con el innoble espectáculo de los chancros
que produce un gran vicio, cerré los ojos, como un
hombre ebrio, al pensar que tenía tal ser por enemigo,
y reemprendí, con tristeza, mi camino por el dédalo
de calles.
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