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viernes, julio 12, 2013

FUNDACION MITICA DE BUENOS AIRES por JORGE LUIS BORGES


 
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.

domingo, marzo 03, 2013

EL COMPLICE por JORGE LUIS BORGES


Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
Me engañan y yo debo ser la mentira.
Me incendian y yo debo ser el infierno.
Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo.
Mi alimento es todas las cosas.
El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta

EMMA ZUNZ por JORGE LUIS BORGES



El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. 

LA LOTERIA EN BABILONIA por JORGE LUIS BORGES




Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también
he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el
índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es
el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre
los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches
sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he
yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido
declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He
conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el
pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los
deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba
haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes
análogas yo no preciso recurrir a la suerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra
en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que
los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede
saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella
como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de
Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las
conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente -¿cuestión de siglos, de años?- la lotería en
Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoró si con verdad) que los
barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino
adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin
otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental,
como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a
todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública,
los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de
números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados
corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese
leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó,
como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no
adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén
justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados
los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces)
tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas
el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los
condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por
la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder
de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se
limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese
laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera
aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los
jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la
simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y
los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de
monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más
directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal
multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza;
los pobres (con envidia razonable e inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén,
notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual
en la lotería, inspiró una indigna agitación, cuya memoria no han desdibujado los años.
Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un
orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que
en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma
pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el
hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía
aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones
lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la
oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma, del poder público. (Esa unificación era
necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo
término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta
mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre
automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos
del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las
consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio
de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el reencontrar, en la pacífica
tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una
jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el
tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o
cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el
conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar hubiera aminorado su
virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las
sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las
íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían .de astrólogos y de
espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había
unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la
Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un
archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual,
no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un
argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal
observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que
aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos
leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañia (que no
renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos,
acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la
Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré
de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los
juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su
vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas,
ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he
mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de
ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una
periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas
las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de
alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin
una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no
entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo
simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento
se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos
ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos
pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro,
digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de
torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad
el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras.
Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad
basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del
Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos
números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos...
Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elle Lampridio,
en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las
suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y
otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el
Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a
las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se
suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los
innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de
azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una
de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja
casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración,
he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa
monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado
un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en
general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño.
Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un
documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de
un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los
ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.
También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural,
son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren
de las que prodigan los impostores. Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero
impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de
golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado, ano ejecutan, acaso, una
secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos
que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente
hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última
noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es
omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los
matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de
heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil,
razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque
Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.

miércoles, junio 27, 2012

LA DOCTRINA DE LOS CICLOS por JORGE LUIS BORGES







Esa doctrina (que su más reciente inventor llama del Eterno Retorno) es formulable así:
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursaras todas las horas hasta la de tu muerte increíble. Tal es el orden habitual de aquel argumento, desde el preludio insípido hasta el enorme desenlace amenazador. Es común atribuirlo a Nietzsche.


Antes de refutarlo -empresa de que ignoro si soy capaz- conviene concebir, siquiera de lejos, las sobrehumanas cifras que invoca. Empiezo por el átomo. El diámetro de un átomo de hidrógeno ha sido calculado, salvo error, en un cien millonésimo de centímetro. Esa vertiginosa pequeñez no quiere decir que sea indivisible: al contrario Rutherford lo define según la imagen de un sistema solar, hecho por un núcleo central y por un electrón giratorio, cien mil veces menor que el átomo entero. Dejemos ese núcleo y ese electrón y concibamos un frugal universo, compuesto de diez átomos. (Se trata, claro está, de un modesto universo experimental: invisible, ya que no lo sospechan los microscopios; imponderable ya que ninguna balanza lo apreciaría.) Postulemos también -siempre de acuerdo con la conjetura de Nietzsche- que el número de cambios de ese universo es el de las maneras en que se pueden disponer los diez átomos, variando el orden en que estén colocados. ¿Cuántos estados diferentes puede conocer ese mundo, antes de un eterno retorno? La indagación es fácil: basta multiplicar 1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7 x 8 x 9 x 10, prolija operación que nos da la cifra de 3.628.800. Si un partícula casi infinitesimal de universo es capaz de semejante variedad, poca o ninguna fe debemos prestar a una monotonía del cosmos. He considerado 10 átomos; para obtener dos gramos de hidrógeno, precisaríamos bastante más de un billón de billones. Hacer el cómputo de los cambios posibles en ese par de gramos -vale decir, multiplicar un billón de billones por cada uno de los números enteros que lo anteceden- es ya una operación muy superior a la paciencia humana.


Ignoro si mi lector está convencido; yo no lo estoy. El indoloro y casto despilfarro de númerosenormes obra sin duda ese placer peculiar de todos los excesos, pero la Regresión, sigue más o menos Eterna, aunque a plazo remoto. Nietzsche podría replicar: “Los electrones giratorios de Rutherford son una novedad para mí, así como la idea -tan escandalosa para un filólogo- de que pueda partirse un átomo. Sin embargo, yo jamás desmentí que las vicisitudes de la materia fueran cuantiosas; yo he declarado solamente que no eran infinitas.” Esa verosímil contestación de Friedrich Nietzsche me hace recurrir a Gerg Cantor y a su heroica teoría de conjuntos.
Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro. La operación de contar no es otra cosa para él que la de equiparar series. Por ejemplo, si los primogénitos de todas las casas de Egipto fueron matados por el Ángel, salvo los que habitaban en casas que tenía en la puerta una señal roja, es evidente que tantos se salvaron como señales rojas había, sin que esto importe enumerar cuántos fueron. Aquí es indefinida la cantidad; otras agrupaciones hay en que es infinita. El conjunto de los números naturales es infinito, pero es posible demostrar que son tantos los impares como los pares.


Al 1 corresponde el 2 Al 3 corresponde el 4 Al 5 corresponde el 6, etcétera.
La prueba es tan irrefutable como baladí, pero no difiere de la siguiente de que hay tantos múltiplos de tres mil dieciocho como números hay -sin excluir de éstos al tres mil dieciocho y sus múltiplos. Al 1 corresponde el 3018 Al 2 corresponde el 6036 Al 3 corresponde el 9054 Al 4 corresponde el 12072, etcétera.
Cabe afirmar lo mismo de sus potencias, por más que éstas se vayan ratificando a medida que progresemos. Al 1 corresponde el 3018 Al 2 corresponde el 30182 el 9.108.324 Al 3, etcétera.


Una genial aceptación de estos hechos ha inspirado la fórmula de que una colección infinita -verbigracia, la serie natural de números enteros- es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. (Mejor para eludir toda ambigüedad: conjunto infinito es aquel conjunto que puede equivaler a uno de sus conjuntos parciales.) La parte, en esas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar. La serie de los números naturales está bien ordenada: vale decir, los términos que la forman son consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los puntos del espacio (o de los instantes del tiempo) no es ordenable así; ningún número tiene un sucesor o un predecesor inmediato. Es como la serie de los quebrados según la magnitud. ¿Qué fracción enumeraremos después de 1/2? No 51/100 porque más cerca está 201/400; no 201/400 porque más cerca... Igual sucede con los puntos, según George Cantor. Podemos siempre intercalar otros más, en número infinito. Sin embargo, debemos procurar no concebir tamaños decrecientes. Cada punto “ya” es el final de una infinita subdivisión.


El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zaratustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones -y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero.

II


Escribe Nietzsche, hacia el otoño de 1883: Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente? Así hablaba yo, y siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis pensamientos y mis traspensamientos. Escribe Eudemo parafraseador de Aristóteles, unos tres siglos antes de la Cruz: Si hemos de creer a los pitagóricos, las mismas cosas volverán puntualmente y estaréis conmigo otra vez y yo repetiré esta doctrina y mi mano jugará con este bastón, y así de lo demás. En la cosmogonía de los estoicos, Zeus se alimenta del mundo: el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia. De nuevo se combinan las diversas partículas seminales, de nuevo informan piedras, árboles y hombres -y aún virtudes y días, ya que para los griegos era imposible un nombre sustantivo sin alguna corporeidad. De nuevo cada espada y cada héroe, de nuevo cada minuciosa noche de insomnio.


Como las otras conjeturas de la escuela del Pórtico, esa de la repetición general cundió por el  tiempo, y su nombre técnico, apokatastasis, entró en los Evangelios (Hechos de los Apóstoles, III, 21), si bien con intención indeterminada. El libro doce de la Civitas Dei de San Agustín dedica varios capítulos a rebatir tan abominable doctrina. Esos capítulos (que tengo a la vista) son harto enmarañados para el resumen, pero la furia episcopal de su autor parece preferir dos motivos; uno, la aparente inutilidad de esa rueda; otro, la irrisión de que el Logos muera como un pruebista en la cruz, en funciones interminables. Las despedidas y el suicidio pierden su dignidad si los menudean; San Agustín debió pensar lo mismo de la Crucifixión. De ahí que rechazara con escándalo el parecer de los estoicos y pitagóricos. Éstos argüían que la ciencia de Dios no puede comprender cosas infinitas y que esa eterna rotación del proceso mundial sirve para que Dios lo vaya aprendiendo y se familiarice con él; San Agustín se burla de su vanas revoluciones y afirma que Jesús es la vía recta que nos permite huir del laberinto circular de tales engaños.


En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de la causalidad, John Stuart Mill declara que es concebible -pero no verdadera- una repetición periódica de la historia, y cita la “egloga mesiánica” de Virgilio: Jam redit et virgo, redeunt Saturnia regna...


Nietzsche, helenista, ¿pudo acaso ignorar a esos precursores? Nietzsche el autor de los fragmentos sobre los presocráticos, ¿pudo no conocer una doctrina que los discípulos de Pitágoras aprendieron? [i] Es muy difícil creerlo -e inútil. Es verdad que Nietzsche ha indicado, en memorable página, el preciso lugar en que la idea de un eterno retorno lo visitó: un sendero en los bosques de Silvaplana, cerca de un vasto bloque piramidal, un mediodía del agosto de 1881 - “a seis mil pies del hombre y del tiempo”. Es verdad que ese instante es uno de los honores de Nietzsche. Inmortal el instante, dejará escrito, en que yo engendré el eterno regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso (Unschuld des Werdens, II, 1308). Opino, sin embargo, que no debemos postular una sorprendente ignorancia, ni tampoco una confusión humana harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, ni tampoco un delito de vanidad. Mi clave es de carácter gramatical, casi diré sintáctico. Nietzsche sabía que el Eterno Retorno es de las fábulas o miedos o diversiones que recurren eternamente, pero también sabía que la más eficaz de las personas gramaticales es la primera. Para un profeta, cabe asegurar que la única. Derivar su revelación de un epítome, o de la Historia philosophiae graeco-romanae de los profesores suplentes Ritter y Preller, era imposible a Zaratustra, por razones de voz y de anacronismo -cuando no tipográficas. El estilo profético no permite el empleo de las comillas ni la erudita alegación de libros y autores...


Si la carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente human asimile estados mentales humanos? De mucho repensarlo y de padecerlo, el eterno regreso de las cosas es ya de Nietzsche y no de un muerto que es apenas un nombre griego. No insistiré: ya Miguel de Unamuno tiene su página sobre esa prohijación de los pensamientos.


Nietzsche quería hombres capaces de aguantar la inmortalidad. Lo digo con palabras que están en sus cuadernos personales, en el Nachlass, donde grabó también estas otras: Si te figuras una larga paz antes de renacer, te juro que piensas mal. Entre el último instante de la conciencia y el primer resplandor de una vida nueva hay “ningún tiempo” -el plazo dura lo que un rayo, aunque no basten a medirlo billones de años. Si falta un yo, la infinitud puede equivaler a la sucesión.


Antes de Nietzsche la inmortalidad personal era una mera equivocación de las esperanzas, un proyecto confuso. Nietzsche la propone como un deber y le confiere la lucidez atroz de un insomnio. El no dormir (leo en el antiguo tratado de Robert Burton) harto crucifica a los melancólicos, y nos consta que Nietzsche padeció esa crucifixión y tuvo que buscar salvamento en el amargo hidrato de cloral. Nietzsche quería ser Walt Whitman, quería minuciosamente enamorarse de su destino. Siguió un método heroico: desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición y procuró educir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Busco la idea más horrible del universo y la propuso a la delectación de los hombres. El optimista flojo suele imaginar que es nietzscheano; Nietzsche lo enfrenta con los círculos del eterno regreso y lo escupe así de su boca.


Escribió Nietzsche: No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad. Mauthner objeta que atribuir la menor influencia moral, vale decir practica, a la tesis del eterno retorno, es negar la tesis -pues equivale a imaginar que algo puede acontecer de otro modo. Nietzsche respondería que la formulación del regreso eterno y su dilatada influencia moral (vale decir practica) y las cavilaciones de Mauthner y su refutación de las cavilaciones de Mauthner, son otros tantos necesarios momentos de la historia mundial, obra de las agitaciones atómicas. Con derecho podría repetir lo que ya dejó escrito: Basta que la doctrina de la repetición circular sea probable o posible. La imagen de un mera posibilidad nos puede estremecer y rehacer. ¡Cuánto no ha obrado la posibilidad de penas eternas! Y en otro lugar: En el instante en que se presenta esa idea, varían todos los colores- y hay otra historia.

III


Alguna vez nos deja pensativos la sensación “de haber vivido ya ese momento”. Los partidarios del eterno retorno nos juran que así es e indagan una corroboración de su fe en esos perplejos estados. Olvidan que el recuerdo importaría una novedad que es la negación de la tesis y que el tiempo lo iría perfeccionando -hasta el ciclo distante en que el individuo ya prevé su destino y prefiere obrar de otro modo... Nietzsche, por lo demás, no habló nunca de una confirmación mnemónica de Regreso [ii].
Tampoco habló -y eso merece destacarse también- de la finitud de los átomos. Nietzsche niega los átomos; la atomística no le parecía otra cosa que un modelo del mundo, hecho exclusivamente para los ojos y el entendimiento aritmético... Para fundar su tesis, habló de una fuerza limitada, desenvolviéndose en el tiempo infinito, pero incapaz de un número ilimitado de variaciones. Obró no sin perfidia: primero nos precave contra la idea de una fuerza infinita -“¡cuidemos de tales orgías del pensamiento”- y luego generosamente concede que el tiempo es infinito. Asimismo le agrada recurrir a la Eternidad Anterior. Por ejemplo: un equilibrio de la fuerza cósmica es imposible, pues de no serlo, ya se habría operado en la Eternidad Anterior. O si no: la historia universal ha sucedido un número infinito de veces -en la Eternidad Anterior. 

La invocación parece valida, pero conviene repetir que es Eternidad Anterior (o aeternitas a parte ante, según le dijeron los teólogos) no es otra cosa que nuestra incapacidad natural de concebirle principio al tiempo. Adolecemos de la misma incapacidad en lo referente al espacio, de suerte que invocar una Eternidad anterior es tan decisivo como invocar un Infinitud A Mano Derecha. Lo diré con otras palabras: si el tiempo es infinito para la intuición, también lo es para el espacio. Nada tiene que ver esa Eternidad Anterior con el tiempo real discurrido; retrocedamos al primer segundo y notaremos que éste requiere un predecesor, y ese predecesor otro más, y así infinitamente. Para restañar ese regressus in infinitum, San Agustín resuelve que el primer segundo del tiempo coincide con el primer segundo de la Creación -non in tempore sed cum tempore incepit creatio.


Nietzsche recurre a la energía; la segunda ley de la termodinámica declara que hay procesos energéticos que son irreversibles. El calor y la luz no son más que formas de la energía. Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de la luz. Esa comprobación de aspecto inofensivo o insípido, anula el “laberinto circular” del Eterno Retorno.


La primera ley de la termodinámica declara que la energía del universo es constante; la segunda, que esa energía propende a la incomunicación, al desorden, aunque la cantidad total no decrece. Esa gradual desintegración de las fuerza que componen el universo, es la entropía. Una vez alcanzado el máximo de entropía, una vez igualas las diversas temperaturas, una vez excluida (o compensada) toda acción de un cuerpo sobre otro, el mundo será un fortuito concurso, de átomos. En el centro profundo de las estrellas, ese difícil y mortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de intercambios el universo entero lo alcanzará, y estará tibio y muerto.
La luz se va perdiendo en calor; el universo, minuto por minuto, se hace invisible. Se hace más liviano también. Alguna vez, ya no será más que calor: calor equilibrado, inmóvil, igual. Entonces habrá muerto.
Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarthustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica -lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia -lo cual ya es grave.



Jorge Luis Borges
1934, Salto Oriental





Entre los libros consultados para la noticia anterior, debo mencionar los siguientes: Die Unschuld des Weindes, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1931.
Also sprach Zaarathustra, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1892.
Introduction to mathematical philosophy, by Bertrand Russel. London, 1919.
The A B C of atoms, by Bertrand Russel. London, 1928.
The nature of the physical world, by A. S. Eddington. London, 1928.
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919.
Also sprach Zaarathustra, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1892. Introduction to mathematical philosophy, by Bertrand Russel. London, 1919. The A B C of atoms, by Bertrand Russel. London, 1928. The nature of the physical world, by A. S. Eddington. London, 1928. Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919.Wörterbuch der Philosopie, von Frist Mauthner. Leipzig, 1923.
La ciudad de Dios, por San Agustín. Versión de Díaz de Beyral.
La ciudad de Dios, por San Agustín. Versión de Díaz de Beyral. Madrid, 1922.

[i] Esta perplejidad es inútil. Nietzsche, en 1874, se burla de la tesis pitagórica de que la historia se repite cíclicamente. (Vom Nutzen und Nachteil der Historie) (Nota de 1953)



[ii] De esta aparente confirmación, Néstor Ibarra escribe: “Il arrive aussi que quelque perception nouvelle nous frappe comme un souvenir, que nous croyons reconnaître des objets ou des accidents que nos sommes pourtant sûrs de rencontrer pour la première fois. J’imagine qu’il s’agit ici d’un curieux comportement de notre mémoire. Une perception quelconque s’effectue de abord, mais sous le seuil du concient. Un instant après, les excitations agissent, mais cette fois nous les recevons dans le conscient. Notre mémoire est déclanchée et nous offre bien le sentiment du ‘deja vu’; mais elle localise mal ce rappel. Pour en justifier la faiblesse et le trouble, nous lui supposons un considérable recul dans le temps; peut-être le renvoyons-nous plus loin de nous encore, dans le rédoublement de quelque vie antérieure. Il s’agit en réalité d’un passé inmédiat; et l’abîme qui nous en sépare est celui de notre distracción.”
   

martes, noviembre 29, 2011

HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON por JORGE LUIS BORGES



El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:
"Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y
misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas,
pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se
vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una
noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se
sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: 'Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla'. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones
atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron
con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: '¿Quién eres y cuál es tu patria?' El otro declaró: 'Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí'. El capitán le preguntó: '¿Qué te trajo a Persia?' El otro optó por la verdad y le dijo: 'Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.'
»Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y
acabó por decirle: 'Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en
la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y
después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un
tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una
mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño.
Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.'
»El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era ladel sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y
exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto."
(Del Libro de las 1001 Noches, noche 351)

jueves, noviembre 10, 2011

EL DRAGÓN por JORGE LUIS BORGES




El dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero estas son inescrutables. En
general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y
cuatro garras cada una provista de cuatro uñas. Se habla asimismo de sus nueve
semblanzas; sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su cabeza a la del camello, sus
ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente, su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila, las plantas de sus pies a las del tigre y sus orejas a las del buey. Hay ejemplares a quienes les faltan orejas y que oyen por los cuernos. Es habitual representarlo con una perla, que pende de su cuello y es emblema del sol. En esa perla está su poder. Es inofensivo si se la quitan.
La historia le atribuye la paternidad de los primeros emperadores. Sus huesos, dientes y saliva gozan de virtudes medicinales. Puede, según su voluntad, ser visible a los hombres o invisible. En la primavera sube a los cielos; en el otoño se sumerge en la profundidad de las aguas. Algunos carecen de alas y vuelan con ímpetu propio. La ciencia distingue
diversos géneros. El dragón celestial lleva en el lomo los palacios de las divinidades e impide que éstos caigan sobre la tierra; el dragón divino produce los vientos y las lluvias, para bien de la humanidad; el dragón terrestre determina el curso de los arroyos y de los ríos; el dragón subterráneo cuida los tesoros vedados a los hombres. Los budistas afirman que los dragones no abundan menos que los peces de sus muchos mares concéntricos; en alguna parte del universo existe una cifra sagrada para expresar su número exacto. El pueblo chino cree en los dragones más que en otras deidades, porque los ve con tanta frecuencia en las cambiantes nubes. Paralelamente Shakespeare había observado que hay nubes con forma de dragón («some times we see a cloud that’s dragonish»).
El dragón rige las montañas, se vincula a la geomancia, mora cerca de los sepulcros,
está asociado al culto de Confucio, es el Neptuno de los mares y aparece en tierra firme.
Los reyes de los dragones del mar habitan resplandecientes palacios bajo las aguas y se
alimentan de ópalos y de perlas. Hay cinco de esos reyes; el principal está en el centro, los otros cuatro corresponden a los puntos cardinales. Tienen una legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba; las piernas y la cola son velludas. La frente se proyecta sobre los ojos llameantes, las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asa. Cuando sube a la superficie de los océanos produce remolinos y tifones; cuando vuela por los aires causa tormentas que destechan las casas de las ciudades y que inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las distancias que los separan y sin necesidad de palabras. En el tercer mes hacen su informe anual a los cielos superiores.

miércoles, octubre 12, 2011

LA BIBLIOTECA DE BABEL por JORGE LUIS BORGES



El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio,
la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que
esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

domingo, agosto 21, 2011

LA BIBLIOTECA TOTAL por JORGE L. BORGES





El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi venticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.
El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el prier libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita cojunción de los átomos. El escitor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición." En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye:"No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, tambien podra creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podra hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?' "Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reduciso y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. Afuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el encesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.
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