domingo, marzo 03, 2013

LA LOTERIA EN BABILONIA por JORGE LUIS BORGES




Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también
he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el
índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es
el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre
los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches
sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he
yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido
declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He
conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el
pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los
deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba
haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes
análogas yo no preciso recurrir a la suerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra
en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que
los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede
saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella
como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de
Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las
conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente -¿cuestión de siglos, de años?- la lotería en
Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoró si con verdad) que los
barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino
adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin
otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental,
como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a
todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública,
los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de
números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados
corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese
leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó,
como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no
adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén
justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados
los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces)
tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas
el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los
condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por
la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder
de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se
limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese
laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera
aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los
jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la
simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y
los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de
monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más
directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal
multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza;
los pobres (con envidia razonable e inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén,
notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual
en la lotería, inspiró una indigna agitación, cuya memoria no han desdibujado los años.
Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un
orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que
en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma
pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el
hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía
aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones
lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la
oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma, del poder público. (Esa unificación era
necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo
término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta
mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre
automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos
del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las
consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio
de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el reencontrar, en la pacífica
tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una
jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el
tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o
cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el
conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar hubiera aminorado su
virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las
sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las
íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían .de astrólogos y de
espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había
unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la
Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un
archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual,
no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un
argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal
observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que
aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos
leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañia (que no
renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos,
acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la
Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré
de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los
juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su
vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas,
ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he
mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de
ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una
periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas
las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de
alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin
una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no
entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo
simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento
se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos
ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos
pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro,
digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de
torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad
el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras.
Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad
basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del
Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos
números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos...
Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elle Lampridio,
en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las
suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y
otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el
Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a
las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se
suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los
innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de
azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una
de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja
casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración,
he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa
monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado
un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en
general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño.
Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un
documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de
un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los
ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.
También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural,
son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren
de las que prodigan los impostores. Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero
impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de
golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado, ano ejecutan, acaso, una
secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos
que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente
hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última
noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es
omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los
matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de
heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil,
razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque
Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.

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