domingo, marzo 31, 2013

CAIN por LORD BYRON



UN MISTERIO



ACTO I
ESCENA I
(La tierra fuera del Paraíso. Tiempo: salida del sol.
Adán, Eva, Caín, Abel, Adah y Zillah, ofreciendo un sacrificio.)
Adán
¡Oh, Dios Eterno, Infinito, Omnisciente!,
tú que de las tinieblas del abismo creaste la luz
sobre las aguas con una sola palabra, ¡alabado seas!;
Jehováh, en este nuevo retorno de la luz, ¡alabado seas!
Eva
¡Dios!, tú que diste nombre al día, y que separaste
la mañana de la noche, hasta entonces nunca divididas;
tú que apartaste las aguas de las aguas, y que llamaste
a la mitad de tu creación el firmamento, ¡alabado seas!
Abel
¡Dios!, tú que ordenaste los elementos
en tierra, océano, aire y fuego, y que con el día
y la noche, y los mundos que ambos iluminan
o ensombrecen, creaste seres para que los disfrutasen
y para que los amaran tanto como a ti, ¡alabado seas!
Adah
¡Dios Eterno!, ¡Padre de todas las cosas!,
tú que creaste a estos seres sublimes y hermosos
para que fuesen amados por sobre todo salvo tú:
déjame amarlos a ti y a ellos. ¡Alabado seas!
Zillah
¡Oh, Dios!, tú que, amando, creando y bendiciendo todo,
aún permitiste a la serpiente penetrar sigilosa
y echar a mi padre fuera del Paraíso terrenal:
líbranos de todo nuevo y mayor mal. ¡Alabado seas!

Adán
Hijo Caín, mi primogénito, ¿por qué permaneces en silencio?
Caín
¿Para qué habría de hablar?
Adán
Para rezar.
Caín
¿No habéis rezado
ya vosotros?
Adán
En efecto, muy fervientemente.
Caín
Además de muy fuerte: os he escuchado.
Adán
Y también Dios, espero.
Abel
¡Amén!
Adán
Pero tú, mi hijo mayor, sigues en silencio aún.
Caín
Creo conveniente permanecer así.
Adán
¿Por qué dices eso?
Caín
No tengo nada que pedir.
Adán
¿Ni nada que agradecer?
Caín
No.
Adán
¿Acaso no estás vivo?

Caín
¿Acaso no debo morir?
Eva
¡Ay, el fruto del árbol prohibido comienza a caer!
Adán
Y nosotros debemos recogerlo nuevamente.
¡Oh, Dios!, ¿para qué plantaste el árbol del Conocimiento?
Caín
¿Y por qué no comisteis del árbol de la Vida?
Entonces podríais haberlo desafiado.
Adán
¡Oh, hijo mío,
no blasfemes!: ésas son palabras de serpiente.
Caín
¿Por qué no?
La serpiente dijo la verdad: estaba el árbol del Conocimiento,
y estaba el árbol de la Vida; el conocimiento es bueno,
y también buena es la vida: ¿cómo podían, entonces, ser malos?
Eva
Hijo mío, hablas tal como yo lo hice en el pecado,
antes de que tú nacieras: no me hagas ver renovada
en la tuya mi miseria. Yo ya me he arrepentido.
No me condenes a ver a mi descendencia caer
en engaños al otro lado de los muros del Paraíso,
engaños que incluso dentro de él destruyeron a tus padres.
Conténtate con las cosas como son. Hubiéramos así obrado
nosotros, más que contento estarías tú ahora. ¡Oh, hijo mío!
Adán
Bien, hemos terminado nuestras oraciones; partamos,
cada uno a sus tareas de labor, que no son pesadas,
aunque necesarias: la tierra es joven, y nos cede gentilmente
sus frutos con muy poco trabajo.
Eva
Caín, mi hijo,
contempla a tu padre, alegre y resignado,
y haz como hace él.
(Salen Adán y Eva.)

Caín
¡Es una luz espantosa!
No hay sol, ni luna, ni estrellas innumerables.
El mismo azul de la purpúrea noche asume
un tenebroso matiz crepuscular; y sin embargo, veo
enormes sombras oscuras, muy distintas a los mundos
que antes veíamos, los cuales, rodeados de luz,
parecían llenos de vida, pese a que, cuando sus atmósferas
lumínicas dejaban apreciarlo, algunos tomaban formas
desiguales, de profundos valles y altas montañas,
y otros emitían destellos, y otros mostraban
enormes llanuras líquidas, y otros parecían ceñidos
por cinturones luminosos y lunas flotantes
que ostentaban, como ellos, los rasgos de la bella Tierra;
mas estos de aquí se ven horrendos y tenebrosos.
Lucifer
Pero nítidos.
¿Deseabas contemplar la muerte y cosas muertas?
Caín
No lo deseaba; pero como sé que tales cosas existen,
y que el pecado de mi padre nos ha atado a ambos,
como a todos los que nos hereden, a ellas,
quiero contemplar de una vez lo que algún día
tendré que ver por fuerza.
Lucifer
¡Contempla!
Caín
Sólo hay oscuridad.
Lucifer
Y así será para siempre; pero será mejor
que abramos los portales.
Caín
Sale muchísimo vapor.
¿Qué es esto?
Lucifer
Entra.
Caín
¿Podré retornar?

Lucifer
Retornarás, puedes estar seguro de ello: ¿de qué otro modo
se poblaría la muerte? Su presente reino es pequeño
comparado con lo que será gracias a ti.
Caín
Las nubes
aún crecen, y forman vastos círculos a nuestro alrededor.
Lucifer
Avanza.
Caín
¿Y tú?
Lucifer
No temas, sin mí no podrías
haber viajado más allá de tu mundo. ¡Adelante, adelante!
(Ambos desaparecen entre las nubes.)

ESCENA II
(El reino del Hades.
Entran Lucifer y Caín.)
Caín
¡Cuán silenciosos y vastos son estos lúgubres mundos!,
pues parecen más de uno, y todos más poblados
que los enormes globos resplandecientes que flotaban
tan apiñadamente en el aire superior,
y a los que había llegado a creer la brillante población
de algún Cielo absolutamente inconcebible
antes que objetos habitados ellos mismos,
hasta que acercándome más pude verlos
creciendo a una palpable inmensidad de materia
que más parecía a propósito para albergar vida
que un ser vivo en sí. Pero en este lugar
todo se ve tan sombrío, lúgubre y tenebroso
que sólo puedo pensar en el pasado.
Lucifer
Es el reino
de la muerte. ¿Querrías que fuese el presente?

Caín
En tanto no sepa de qué se trata, no puedo responder.
Pero si es como he oído a mi padre discurrir
en sus largas homilías, es algo que... ¡Oh, Dios!,
¡no me atrevo a pensar en ello! ¡Maldito sea
aquel que creó una vida que conduce a la muerte,
o la miserable forma de vida que, siendo vida,
no puede retenerla, y debe así perderla,
incluso en los inocentes!
Lucifer
¿Maldices a tu padre?
Caín
¿No me maldijo él a mí al darme mi nacimiento?
¿No me maldijo incluso antes de éste, al atreverse
a probar el fruto prohibido?
Lucifer
Dices bien:
la maldición entre tú y tu padre es mutua;
pero ¿qué hay de tus hijos y hermano?
Caín
¡Que la compartan
conmigo, su hermano y padre! ¿Qué otra cosa
me ha sido legada? Les dejo mi herencia.
¡Oh, vosotros, ilimitados y lóbregos reinos
de fluctuantes sombras y formas enormes,
algunas bien nítidas, otras indistintas, mas todas
inmensas y melancólicas!, ¿qué es lo que sois?
¿Vivís o habéis vivido?
Lucifer
En cierto modo, ambas cosas.
Caín
Entonces ¿qué es la muerte?
Lucifer
¡Qué! ¿No te ha dicho
aquel que te creó que es otra vida?
Caín
Hasta ahora
no ha dicho nada, salvo que todos moriremos.

LA PRADERA por RAY BRADBURY



1
- George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los
niños.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Pues bien, ¿y entonces?
—Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psicólogo
para que se la eche él.
—¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
—Lo sabes perfectamente —su mujer se detuvo en el centro de la
cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba
hirviendo sopa para cuatro personas—. Sólo es que ese cuarto ahora es
diferente de como era antes.
—Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya
instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y
los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y
cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en
alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron
a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se
apagaron con un automatismo suave.
—Bien —dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los
niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado
tanto como la mitad del resto de la casa. “Pero nada es demasiado bueno
para nuestros hijos”, había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la
selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En
ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en
el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder
hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció un sabana
africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían
hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se
convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
—Vamos a quitarnos del sol —dijo—. Resulta demasiado real. Pero
no veo que pase nada extraño.
—Espera un momento y verás dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento
aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante
sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta,
el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire
ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la
hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre
la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
—Unos bichos asquerosos —le oyó decir a su mujer.
—Los buitres.
—¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora
se dirigen a la charca. Han estado comiendo —dijo Lydia—. No sé el qué.
—Algún animal —George Hadley alzó la mano para defender sus
entrecerrados ojos de la luz ardiente—. Una cebra o una cría de jirafa, a lo
mejor.
—¿Estás seguro? —la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
- - No, ya es un poco tarde para estar seguro —dijo él, divertido—.
Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los
buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
—¿Has oído ese grito? —preguntó ella.
—No.
—¡Hace un momento!
—Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno
de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella
habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio
ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez
en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y
te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la
mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él
mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después
cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan
febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la
mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus
pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el
amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los
enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del
mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus
aterradores ojos verde - amarillentos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella.
Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella
lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
- ¡George!
- ¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
- ¡Casi nos atrapan!
- Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es
lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón,
pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial,
supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de
cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
- Estoy asustada - Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró
sin parar -. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
- Vamos a ver, Lydia...
- Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre
África.
—Claro que sí... Claro que sí —le dio unos golpecitos con la mano.
—¿Lo prometes?
—Desde luego.
—Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días
hasta que consiga que se me calmen los nervios.
—Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué
hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda
rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
—Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
—Muy bien —de mala gana, George Hadley cerró con llave la
enorme puerta—. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un
descanso.
—No lo sé... No lo sé —dijo ella, sonándose la nariz y sentándose
en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla—.
A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado
tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días
y nos vamos de vacaciones?
—¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
—Sí —Lydia asintió con la cabeza.
—¿Y zurzirme los calcetines?
—Sí —un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
—¿Y barrer la casa?
—¡Sí, sí... , claro que sí!
—Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que
no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
—Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la
casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una
sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo
tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es
imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado
terriblemente nervioso.
—Supongo que porque he fumado en exceso.
—Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo
en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la
tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás
empezando a sentirte innecesario.
—¿Y no lo soy? —hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad
sentía interiormente.
—¡Oh, George! —Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la
puerta del cuarto de jugar de los niños—. Esos leones no pueden salir de
ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado
contra ella por el otro lado.
- Claro que no —dijo.
2
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval
plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para
decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George
Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos
calientes de comida desde su interior mecánico.
—Nos olvidamos del ketchup —dijo.
—Lo siento —dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el
ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les
haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un
exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos
habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba
en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era
notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones
telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos
sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños
pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y
muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había
preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes,
Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se
era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes
de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando
a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa
muerte en las fauces de un león... Y repetido una y otra vez.
—¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran
encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta
la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo
lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un
chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó
rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante
el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la
Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack
Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca
saltando una luna de aspecto muy real —todas las deliciosas
manifestaciones de un mundo simulado—. Había visto muy a menudo a
Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales
auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente
África, aquel horno con la muerte en su calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas
pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto
excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar
la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente
de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo lejos, durante
el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que
llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no
había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba
africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único
defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al
fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando
distraídamente.
—Largo —les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías
tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
—Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa —dijo
chasqueando los dedos.
La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! —repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles
recocidas.
—¡Aladino!
Volvió al comedor.
—Esa estúpida habitación está averiada —dijo—. No quiere
funcionar.
—O...
—¿O qué?
—O no puede funcionar —dijo Lydia—, porque los niños han
pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es
víctima de la rutina.
—Podría ser.
—O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
—¿Conectado?
—Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
—Peter no conoce la maquinaria.
—Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de
inteligencia es...
—A pesar de eso...
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta
principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como
brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a
ozono después de su viaje en helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo de cenar —dijeron los padres.
—Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes
—dijeron los niños, cogidos de la mano—. Pero nos sentaremos un rato y
miraremos.
—Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar —dijo George
Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
—¿El cuarto de jugar?
—De lo de África y de todo lo demás —dijo el padre con una falsa
jovialidad.
—No te entiendo —dijo Peter.
—Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África;
Tomáswift y su león eléctrico — explicó George Hadley.
—En el cuarto no hay nada de África —dijo sencillamente Peter.
- Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
- No me acuerdo de nada de África —le comentó Peter a Wendy—.
¿Y tú?
- No.
- Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
- Wendy, ¡vuelve aquí! - dijo George Hadley, pero la niña ya se
había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de
luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había
olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.
- Wendy mirará y vendrá a contárnoslo - dijo Peter.
—Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
- Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
- No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
- No es África - dijo sin aliento.
- Ya lo veremos - comentó George Hadley, y todos cruzaron el
vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura,
cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de
muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en trono a su
largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían
desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa
que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
- Id a la cama - les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
- Ya me habéis oído - dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas
secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía
en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando
lentamente hasta su mujer.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Una vieja cartera mía —dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva
en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su
mujer lo estaba también.
- ¿Crees que Wendy la habrá cambiado? —preguntó ella, por fin, en
la habitación a oscuras.
- Naturalmente.
- ¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima
allí en lugar de los leones?
- Sí.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
—¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
—Yo no sé nada —dijo él—, a no ser que estoy empezando a
lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños
son neuróticos, una habitación como ésa...
—Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un
modo sano.
—Es lo que me estoy empezando a preguntar —George Hadley
clavó la vista en el techo.
—Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra
recompensa... ¡Secretos, desobediencia!
—¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las
que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son
insoportables..., admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan
como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros
estamos echados a perder también.
—Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos
meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.
—No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
—Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado
claramente fríos con nosotros.
—Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean
para que le echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego,
rugidos de leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios - dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
—No - dijo él -. Han entrado en el cuarto de jugar.
—Esos gritos... suenan a conocidos.
—¿De verdad?
—Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no
consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino
llenaba el aire nocturno.
3
- ¿Padre? —dijo Peter.
- ¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su
madre.
—Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
—Eso depende.
—¿De qué? —soltó Peter.
—De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas...
Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...
—Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
—La tenéis, con unos límites razonables.
—¿Qué pasa de malo con África, padre?
—Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que
aparezca África, ¿es así?
—No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave —dijo
fríamente Peter—. Nunca.
—En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa.
Libres de esta especie de existencia despreocupada.
—¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los
zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los
dientes y peinarme y bañarme?
—Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
—No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de
cuadros el mes pasado.
—Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
—Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra
cosa se puede hacer?
—Muy bien, vete a jugar a África.
—¿Cerrarás la casa pronto?
—Lo estamos pensando.
—Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
—¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
—Muy bien —y Peter penetró en el cuarto de jugar.
4
—¿Llego a tiempo? - dijo David McClean.
—¿Quieres desayunar? - preguntó George Hadley.
—Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
—David, tú eres psicólogo.
—Eso espero.
—Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de
nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces
no notaste nada especial en esa habitación?
—No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta
tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se
sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho
nada.
Cruzaron el vestíbulo.
—Cerré la habitación con llave —explico el padre—, y los niños
entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran
formar los modelos y así tú los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
—Salid afuera un momento, chicos —dijo George Hadley—. No,
no cambiéis la combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos
examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que
habían cazado.
—Me gustaría saber de qué se trata —dijo George Hadley—. A
veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes
y...?
David McClean se rió.
—Difícilmente —se volvió para examinar las cuatro paredes—.
¿Cuánto hace que pasa esto?
—Algo más de un mes.
—La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
—Yo quiero hechos, no impresiones.
—Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda
su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me
causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi
intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que
desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los
días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
- ¿Es tan mala?
- Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones
era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en
las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al
niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal
hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
- ¿Ya has notado esto con anterioridad?
- Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más
que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
—No les dejé que fueran a Nueva York.
—¿Y qué más?
—He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace
un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del
colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
—Vaya, vaya.
—¿Significa algo eso?
—Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro.
Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y
a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su
padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos.
Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota
que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida.
Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades.
Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal.
Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza
de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos
a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.
—Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la
habitación bruscamente, para siempre?
—Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos
hombres.
—Ahora estoy sintiendo que me persiguen —dijo McClean—.
Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me
ponen nervioso.
—Los leones no son reales, ¿verdad? —dijo George Hadley—.
Supongo que no habrá ningún modo de...
—¿De qué?
- ... ¡De que se vuelvan reales!
- No, que yo sepa.
- ¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
- No.
Se dirigieron a la puerta.
- No creo que a la habitación le guste que la desconecten - dijo el
padre.
- A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
- Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
- La paranoia abunda por aquí hoy - dijo David McClean -. Puedes
utilizar esto como pista. Mira - se agachó y recogió un pañuelo de cuello
ensangrentado—. ¿Es tuyo?
- No - la cara de George Hadley estaba rígida -. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el
cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban
cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de
los muebles.
- ¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
- Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
- George - dijo Lydia Hadley -, vuelve a conectarla, sólo unos
momentos. No puedes ser tan brusco.
- No.
- No seas tan cruel.
- Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la
maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha
originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros
ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto
necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los
fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las
fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo
echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la
sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta
energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran
un botón.
- ¡No les dejes hacerlo! - gritó Peter al techo, como si hablara con la
casa, con el cuarto de jugar -. No dejes que mi padre lo mate todo —se
volvió hacia su padre -. ¡Te odio!
- Los insultos no te van a servir de nada.
- ¡Quisiera que estuvieses muerto!
- Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir
de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
- Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el
cuarto de jugar - gritaban.
- Oh, George - dijo la mujer -. No les hará daño.
- Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo
en cuenta, y luego desconectada para siempre.
- Papá, papá, papá - dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara
llena de lágrimas.
- Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro
de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto.
Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un
minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de
aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un
minuto después, apareció Lydia.
- Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos —dijo suspirando.
- ¿Los has dejado en el cuarto?
- También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le
pueden encontrar?
- Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa.
Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar
una pesadilla?
- El orgullo, el dinero, la estupidez.
- Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a
entusiasmarse con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
- Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el
vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.
- ¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a
no ser los leones, que los miraban.
- ¿Peter, Wendy?
La puerta se cerro dando un portazo.
- ¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
- ¡Abrid esta puerta! - gritó George Hadley, tratando de hacer girar
el picaporte -. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! - golpeó la puerta -. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
- No les dejéis desconectar la habitación y la casa - estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
- No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean
llegará en un momento y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba
amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y
volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con
el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos
anteriores les habían sonado tan conocidos.
5
- Muy bien, aquí estoy - dijo David McClean a la puerta del cuarto
de jugar -. Oh, hola - miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el
centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la
sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar—.
¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
- Oh, estarán aquí enseguida.
- Bien, porque nos tenemos que ir - a lo lejos, McClean distinguió a
los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a
comer en silencio, a la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la
charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean.
Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
- ¿Una taza de té? - preguntó Wendy en medio del silencio.
******************************
El hombre ilustrado se movía en sueños. Se volvía a un lado y a
otro, y con cada movimiento una escena nueva comenzaba a animarse, y le
coloreaba la espalda, el brazo, la muñeca. El hombre ilustrado alzó una
mano sobre la oscura hierba de la noche. Los dedos se abrieron y allí, en su
palma, otra ilustración nació a la vida. El hombre ilustrado se volvió hacia
mí y allí en su pecho había un espacio vacío, negro y estrellado, profundo,
y algo se movía entre esas mismas estrellas, algo que caía en la oscuridad,
que caía, mientras yo lo miraba...

CANCIONES DE LOS ANGELES por RAINER MARIA RILKE



No he soltado a mi ángel mucho tiempo,
y se me ha vuelto pobre entre los brazos,
se hizo pequeño, y yo me hacía grande:
de repente yo fui la compasión;
y él, solamente. un ruego tembloroso.
Le .di su cielo entonces: me dejó
él lo cercano, de que él se marchaba;
a cernerse aprendió. yo aprendí vida,
y nos reconocimos . lentamente...
Aunque mi ángel no tiene ya deber,
por mi día más fuerte desplazado,
baja a veces su rostro con nostalgia,
como si no quisiera ya su cielo.
Querría alzar de nuevo, de mis pobres
días, sobre las cimas de los bosques
rumorosos, mis pálidas plegarias
basta la patria de los querubines.
Allí llevó mi llanto originario
y pensamientos; y mis diminutos
dolores se volvieron allí bosques
que susurran sobre él...
Sí algún día, en las tierras de la vida,
entre el ruido de feria y de mercado,
la palidez olvido de mi infancia
florecida, y olvido el primer ángel,
su bondad, sus ropajes y sus manos
en oración, su mano bendiciendo;
conservaré en mis sueños más secretos
siempre el plegarse de esas alas,
que como un ciprés blanco
quedaban detrás de él...
5us manos se quedaron como ciegos
pájaros que, engañados por el sol,
cuando, sobre las olas, los demás
se fueron a perennes primaveras,
han de afrontar los vientos invernales
en los tilos vacíos, sin follaje.
Había en sus mejillas la vergüenza
de las novias, que el espanto del alma
tapan con púrpuras oscuras
ante el esposo.
Y en los ojos había
resplandor del primer día:
pero sobre todo
descollaban las alas portadoras...
Había expectación en la llanura
por un huésped que no acudió jamás:
aún pregunta tal vez el jardín trémulo:
su sonrisa después se vuelve inválida.
Y por los barrizales aburridos
se empobrece en la tarde la alameda,
las manzanas se angustian en las ramas
y les hacen sufrir todos los vientos.

Es donde están las últimas cabañas
y casas nuevas que, con pecho angosto,
se asoman estrujadas, entre andamios miedosos,
quieren saber dónde empieza el campo.
Allí la primavera siempre es pálida, a medias,
el verano es febril tras esas tablas:
enferman los ciruelos y los niños,
y tan sólo el otoño allí tiene algo
de remoto y conciliador: a veces
son sus tardes de suave derretirse:
dormitan las ovejas, y el pastor con zamarra
se apoya, oscuro, en la última farola.
Alguna vez ocurre en la honda noche
que se despierta el viento, como un niño,
y pasa la alameda, solitario,
quedo, quedo, llegando hasta la aldea.
Y a tientas va marchando hasta el estanque
y se para después a oír en torno:
y las casas están pálidas todas
y las encinas mudas...

viernes, marzo 29, 2013

ÉXODO por GERARDO DIEGO



Como las flores que brotan boca debajo de los techos cuando no
[los miramos
y nos abandonan su fragancia triste entrelazada
a nuestros ocultos pensamientos
como esos timbres invisibles que suenan pertinazmente en las espaldas
de nuestros amables interlocutores
o como el deseo póstumo de un clavo en el testamento de los mártires
así es de discreta y constante la circulación de los odios
Golpeados a puro puño cerrado y pisotón colérico
como las teclas blancas y rojas
del piano interminable que se anda y no se desanda
Tú y yo y aquél nos empujamos de codos
y si no caemos del todo es porque las alondras no nos lo consienten
Hay un sabor de época oculto
en la comisura de ciertos labios amados
a otros les brotan frágiles sonrisas
como nenúfares de excepción a las aguas corrompidas
o como a la zona ecuatorial sus siete jirafas favoritas
Vámonos vámonos de aquí
al país donde los amaneceres se ríen de los muertos y de sus zapatos de
[baile
e ignoran la existencia aterradora de la música del
dromedario y del otoño
esas tres obsesiones avecindadas días y noches en el
hueco de nuestras manos
mientras no nos decidamos al embarque definitivo
de una vez y para siempre
narices yacentes y ojos cerrados
para no volver a abrirlos sino a la nueva geografía
de la patria inventada de no vistos colores
maravillosamente linda y sordomuda

Jefferson Airplane - White Rabbit (Subtitulos cerrados español)


The Mission UK - Love me to Death (subtitulos en español) subtitles


EL CANTO DEL GALLO por VILLIERS DE L´ISLE ADAM



Al doctor Albert Robin
Et continuo, cantavit gallus.
-[Evangelios]
El castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situado en la ladera del
Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, resplandeciente, en medio de los surtidores
vivos y de los pórticos, en el monte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo
Sacerdote Anás, suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor de
Aarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en la cumbre de la
ciudad de David.
El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Jesucristo,
después), un destacamento de la cohorte de ocupación -quinientos cincuenta y cinco
hombres prestados por el prefecto al Sumo Sacerdote, para el caso de una sedición
popular- rodeó silenciosamente, hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos
del Monte de los Olivos.
A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual riachuelo del Cedrón,
el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablaba sin duda con los centuriones,
mientras esperaba a los agentes de Israel que debía dejar pasar, a fin de que se
procediera al arresto de un conocido faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que
se había "refugiado" allí aquella noche.
Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del suburbio de Ofel, un
grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, mandado por los dos emisarios del Gran
Consejo, Achazías y Ananías, a los que acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre
de confianza de Caifás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un
hombre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, a orillas del
Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra, aun cuando hubiese
también, en las fronteras, cierto burgo moabita llamado Kerioth que encendía sus
hogares no lejos del estanque del Dragón.
El hombre a que nos hemos referido era el único discípulo judío; los otros once eran
galileos.
El Maestro le había lavado los pies antes de consagrar la Pascua con sus discípulos.
Hannalos era el sar, o jefe, de los guardias encargados de la vigilancia nocturna de las
dependencias del Templo. Cuarenta y dos años después, durante el saqueo de Jerusalén,
fue llevado a Roma cargado de cadenas, a pesar de sus setenta y cinco años, y arrojado a
los pies asesinos del emperador Claudio. Para Achazías y Ananías -falsos testigos una
hora más tarde-, el Talmud los declaró, sin rodeos, “delatores a sueldo del sanedrín,
cuya misión consistía en espiar los pasos, actos y palabras de Jesús”. Por lo que respecta
a su guía, su profético apodo significa, en arameo, en siriaco y en samaritano, no
solamente su lugar de nacimiento, sino también, según como es pronunciado, el
Usurero, el Mentiroso, el Traidor, la Mala Recompensa, el Cinturón de Cuero y, sobre
todo, el Ahorcado. El apodo es un resumen del destino.
El grupo, pues, volvió a bajar poco después llevando a un hombre muy alto, cuyas
manos estaban atadas. Jesús, en efecto, era de una estatura muy elevada entre las de los
hombres. Cuando a raíz del Descubrimiento de la Verdadera Cruz por la emperatriz
Santa Elena se midió la distancia entre los agujeros hechos por los clavos de las manos,
así como la distancia entre los de los pies y el punto de intersección central de los dos
travesaños, resultó patente que el crucificado era de un tamaño corporal que
seguramente excedía los seis pies.
Los legionarios de Poncio Pilatos escoltaron a la escuadra y al Divino Prisionero hasta
la opulenta morada de Anás, y luego regresaron al fuerte Antonia. El anciano Sumo
Sacerdote, que carecía de facultades para fallar, tuvo que someter la causa ante el
Senado de los setenta que presidía su yerno; ese colegio, despreciando a la Ley, acababa
de reunirse bajo las lámparas de medianoche en casa de Caifás, en la sala del Consejo.
¡La Ley! ¿No prescribía también que el pontificado mayor no podía ser conferido más
que a título vitalicio? ¿Qué importaba? Hoy, los doctores se olvidaban a sabiendas del
texto eterno, deponían y reemplazaban, a veces en un mismo semestre, al soplo de
influencias de toda índole, a los Grandes Sacerdotes de Dios. De ahí la adusta ironía de
San Juan el Evangelista: “Caifás era Sumo Sacerdote aquel año.”
Así pues, Simón Pedro y San Juan habían seguido desde el Monte de los Olivos, en los
ilícitos rodeos de aquella marcha, a los que se habían apoderado del Hijo del Hombre.
Al llegar al tribunal de Sión, el evangelista, que era conocido en casa del Sumo
Sacerdote, rogó, conturbado, a la guardiana del portal que dejara pasar a Simón Pedro al
patio cuadrado o atrio, donde dejó al apóstol, para correr a prevenir a María, la Virgen
viuda, a cuya casa debía haberse dirigido Jacobo, hijo de Cleofás y hermano de San
José. Jacobo era uno de esos huérfanos recogidos, según la Ley, bajo el techo de su
difunto tío, y que criados con Jesús, casi de su misma edad, fueron llamados después
sus hermanos, de acuerdo con la costumbre judía. A partir de aquella hora, San Juan no
se apartó de la Santa Madre, la cual, once horas más tarde, debía convertirse en la suya.
En el centro de los pórticos, delante de los escalones de mármol amarillento que
conducían al porche de cedro de la sala del primer piso donde fue “juzgado” el
Salvador, la gente de Caifás, rodeada de guardias y de soldados judíos, se encontraba
sentada o agrupada alrededor de un gran brasero de carbón, porque en oriente las noches
de abril destilan malsanas lloviznas y glaciales rocíos. Pedro fue también a calentarse
entre ellos, casi sin advertir lo que hacía, aturrullado, lleno el cerebro de ideas confusas
y turbia la mirada. La llama iluminaba su rostro... Contemplaba aquella puerta cerrada.
Y de más allá de aquella puerta le llegaban -se escuchaba en el atrio- los rumores, las
sonoras vociferaciones de la asamblea. Los sacerdotes de la Cámara Baja, declarados
únicamente aptos para los sacrificios, excitaban a los adictos al Umbral a aniquilar a
Aquel... a quien acusaban; los escribas o doctores de la Ley sólo hablaban, clamando y
rechinando los dientes, de aplicar dicha Ley, que infringían en aquel mismo instante, ya
que el Nasi, máximo juez, el único que podía decretar la muerte, no había sido
convocado, por desconfianza; los ancianos, finalmente, los arciprestes de la Cámara
Alta, criaturas de Anás (quien, ¡oh escarnio!, había hecho nombrar, sucesivamente,
Sumos Sacerdotes a sus cinco hijos, sin contar a su yerno), imponían silencio a José de
Haramathaim y al fariseo Nicodemas (en hebreo, Bonai ben Gorión), aunque el
Gamaliel de entonces, enfrentándose al sagan Anás, exigía la libre defensa.
De repente, tras la pregunta precisa de Caifás, se oyó la respuesta eterna: “¡Tú lo has
dicho!”, que cayó, tranquila, en medio del gran silencio. Luego, los gritos: “¡ A
muerte!” y el ruido de las vestiduras al ser desgarradas.
Mientras tanto, en aquel patio del palacio predestinado, alrededor del brasero cuyos
carbones palidecían con el alba, a algunos pasos de distancia, bajo aquella puerta
terrible que aún contemplaba, Simón Pedro, para librarse de las preguntas con que lo
estrechaban criadas y soldados, desde hacía unos instantes, buscando finalmente verse
libre y, así, poder -¡oh candor del hombre!- ser útil, había llegado de la negativa al
principio venial, seguida por una negación más grave, a esta desatinada frase: “¡Juro
que no conozco a ese hombre!”
Y en aquel instante, según la profecía del Salvador, el Gallo cantó.
Mucho tiempo después de la destrucción de Jerusalén, en el transcurso de uno de los
primeros siglos de la Iglesia, se suscitó, parece, en torno a estas tres palabras -si hay que
dar crédito a una tradición latina proveniente de los viejos claustros- una controversia de
las más extrañas entre judíos de Roma y algunos cristianos que trataban de
catequizarlos.
-¿Un gallo cantó, dicen? -exclamaron los judíos, sonriendo-. Los que han escrito esto,
¿ignoraban, pues, nuestra Ley? ¿La conocen ustedes mismos? Sepan que no se hubiera
encontrado un gallo vivo en todo Jerusalén. Quien hubiese introducido en la ciudad de
Sión uno de estos animales, vivo, -sobre todo en la víspera de ese día de Pascua en que
se inmolaban en los arrios del Templo millares de holocaustos-, hubiera sufrido, por
sacrílego, la lapidación. Porque la Ley basaba su rigor en el hecho de que el gallo,
alimentándose en los muladares donde escarba y hunde el pico, hace salir mil bichos
impuros que el viento de las alturas disemina y que pueden, esparciéndose -y pululandopor
los aires, ir a corromper las carnes consagradas a Dios. Así pues, como ninguna
mosca, según los israelitas, voló nunca alrededor de la carne de las víctimas expiatorias,
¿cómo dar fe a un Evangelio dictado, según ustedes, por el Espíritu Santo, a un
Evangelio donde se registra tan burda imposibilidad?
Habiendo esta objeción, tan inesperada, turbado algo el ánimo de los cristianos, quienes
por toda respuesta reafirmaron la infalible verdad de las Santas Escrituras, fue llamado,
para confundirlos definitivamente sobre este punto, un rabino muy viejo y cautivo desde
hacía mucho tiempo, a quien todos veneraban por su profunda sabiduría e integridad.
-¡Ah! -contestó tristemente el anciano desterrado-. Después de la ruina de la casa de sus
padres, los hijos de Israel han olvidado los ritos del servicio de la Casa del Señor.
¡Vamos! ¿Dicen que no se hubiera encontrado un gallo vivo en Jerusalén? ¡Se
equivocan! ¡Había uno! Y es de tal gallo que ese Jesús de Nazaret debe haber querido
hablar, puesto que el texto precisa EL GALLO, no un gallo. Se olvidan del gran Gallo
solitario del Templo, el velador sagrado que se alimentaba de los granos que le
arrojaban las vírgenes y cuya voz se oía más allá del Jordán. Su grito matutino,
mezclado con el estrépito de las puertas del edificio que se volvían a abrir al llegar la
aurora, resonaba hasta Jericó. Más sonoro que los relojes de arena, anunciaba las horas
de la noche con la puntualidad de las estrellas. Y la función de ese pájaro, exacto
pregonero de los instantes del cielo, consistía en avisar al prefecto del Templo y a los
levitas armados -cuya somnolencia disipó a menudo con sus cantos- del cuádruple
momento de las rondas nocturnas.
Era el AVISADOR.

WILLIAM BLAKE EL POETA Y GRABADOR QUE HABLABA CON ANGELES

William Blake (Londres (Inglaterra); 28 de noviembre de 1757 – ibídem;12 de agosto de 1827)  poeta de profundo misticismo, sobre las ramas de los árboles dialogaba con ángeles y su hermano muerto, sus cosmogonías derivadas de la Biblia y de otros libros forjaron en lo gráfico una rica imaginería reconocido por un estilo a ratos poco depurados pero de una notable franqueza no abandona ese vínculo de inevitable influencia de Miguel Angel, el ubérrimo simbolismo y la musculatura son rasgos innegable de lo dicho. Importante es reconocer su ilustración del Paraíso Perdido de John Milton ylas Noches de Edward Young. A mi juicio lo realmente atrayente de la Obra de este excelso británico es sin lugar a dudas lo complejo de sus poemas e ilustraciones que exigen a toda costa, una imaginación desarrollada al lector , al admirador de sus grabados. Dato anecdótico es que imprimia sus obras y su mujer  Catherine Boucher quien colaboró mano a mano en la coloración de esos grabados que perviven para deleitarnos hasta el día de hoy.
























AGUA SALVAJE por TRISTAN TZARA


Los dientes hambrientos del ojo
cubiertos de hollín de seda
abiertos a la lluvia
todo el año
el agua desnuda
oscurece el sudor de la frente de la noche
el ojo está encerrado en un triángulo
el triángulo sostiene otro triángulo

el ojo a velocidad reducida
mastica fragmentos de sueño
mastica dientes de sol dientes cargados de sueño

el ruido ordenado en la periferia del resplandor
es un ángel
que sirve de cerradura a la seguridad de la canción
una pipa que se fuma en el compartimiento de fumadores
en su carne los gritos se filtran por los nervios
que conducen la lluvia y sus dibujos
las mujeres lo usan a modo de collar
y despierta la alegría de los astrónomos

todos lo toman por un juego de pliegues marinos
aterciopelado por el calor y el insomnio que lo colora

su ojo sólo se abre para el mío
no hay nadie sino yo que tenga miedo cuando lo mira
y me deja en estado de respetuoso sufrimiento
allí donde los músculos de su vientre y de sus piernas inflexibles
se encuentran en un soplido animal de hálito salino
aparto con pudor las formaciones nubosas y su meta
carne inexplorada que bruñen y suavizan las aguas más sutiles

DESPUÉS DEL DILUVIO por JEAN ARTHUR RIMBAUD



Tan pronto como la idea del Diluvio se hubo serenado, Una liebre se detuvo entre las
esparcetas y las campanillas móviles y dijo su plegaria al arco iris a través de la tela de
araña.
¡Oh!, las piedras preciosas que se ocultaban, - las flores que miraban ya.
En la ancha calle sucia se alzaron los tenderetes, y arrastraron las barcas hacia el mar
escalonado arriba como en los grabados.
La sangre corrió, en casa de Barba Azul, - en los mataderos, - en los circos, donde el
sello de Dios palideció las ventanas. La sangre y la leche corrieron.
Los castores construyeron. Los «mazagranes» humearon en los cafetines.
En la casona de cristales, todavía chorreante, los niños de luto contemplaron las
maravillosas imágenes.
Una puerta crujió, - y en la plaza de la aldea, el niño hizo girar sus brazos, comprendido
por las veletas y los gallos de los campanarios de todas partes, bajo el resplandeciente
aguacero.
Madame *** instaló un piano en los Alpes. La misa y las primeras comuniones se
celebraron en los cien mil altares de la catedral.
Partieron las caravanas. Y el Splendide-Hôtel fue edificado en el caos de hielos y noche
polar.
Desde entonces, la Luna oyó gimotear a los chacales por los desiertos de tomillo, - y a
las églogas en zuecos gruñir en el huerto. Luego, en el oquedal violeta, lleno de brotes,
Eucaris me dijo que era la primavera.
- Mana, estanque, - rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; -
paños negros y órganos, - relámpagos y trueno, - subid y rodad; - Aguas y tristeza, subid
y reanimad los Diluvios.
Porque desde que se disiparon, - ¡oh las piedras preciosas enterrándose, y las flores
abiertas! - ¡qué aburrimiento!, y la Reina, la Bruja que enciende su brasa en la olla de
barro, nunca querrá contarnos lo que ella sabe, y que nosotros ignoramos.

CANTO TERCERO DE LOS CANTOS DE MALDOROR por EL CONDE DE LAUTREAMONT



Recordemos los nombres de esos seres imaginarios
de angélica naturaleza, que mi pluma, durante el segundo
canto, extrajo de un cerebro, y que brillan con
un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren en su
mismo nacimiento, como esas chispas del papel ardiendo
cuya rápida desaparición apenas puede seguir
el ojo. ¡Léman!... ¡Lohengrin!... ¡Lombano!...
¡Holzer!... aparecisteis, por un instante, cubiertos con
las insignias de la juventud, en mi horizonte hechizado,
pero os he dejado caer de nuevo en el caos, como
campanas de inmersión. No volveréis ya a salir. Me
basta haber conservado vuestro recuerdo; debéis
dejar paso a otras sustancias, menos bellas tal vez,
que darán a luz el tempestuoso rebosar de un amor
que ha decidido no apagar su sed con la raza humana.
Famélico amor que se devoraría a sí mismo, si
no buscara su alimento en las ficciones celestiales:
creando, a la larga, una pirámide de serafines, más
numerosos que los insectos que hormiguean en una
gota de agua, los entrelazará en una elipse que hará
girar, como un torbellino, a su alrededor. Mientras, el
viajero detenido ante la visión de una catarata, si
levanta el rostro, verá en la lejanía a un ser humano
arrastrado hacia la cueva del infierno por una guirnalda
de vivientes camelias. Pero... ¡silencio!, la imagen
flotante del quinto ideal se dibuja lentamente,
como los pliegues indecisos de una aurora boreal, en
el plano vaporoso de mi inteligencia, y toma una consistencia
cada vez más definida... Mario y yo recorríamos
la playa. Nuestros caballos, con el pescuezo
tendido, hendían las membranas del espacio y arrancaban
chispas a los guijarros. La brisa, que nos golpeaba
el rostro, penetraba bajo nuestros mantos y
hacía que los cabellos de nuestras cabezas gemelas
revolotearan hacia atrás. La gaviota, con sus gritos y
los movimientos de sus alas, se esforzaba vanamente
en advertirnos de la posible proximidad de la tormenta
y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope
insensato?» No decíamos nada; sumidos en la ensoñación,
nos dejábamos arrastrar en alas de esa
curiosa carrera; el pescador, viéndonos pasar, veloces
como el albatros, y creyendo percibir, huyendo
ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les había
llamado porque estaban siempre juntos, se apresuraba
a persignarse y se ocultaba, con su paralizado
perro, bajo alguna profunda roca. Los habitantes de
la costa habían oído contar extrañas cosas sobre
ambos personajes que aparecían en la tierra por entre
las nubes, en épocas de calamidad, cuando una
horrenda guerra amenazaba con plantar su arpón
en el pecho de dos países enemigos, o el cólera se disponía
a lanzar, con su honda, la podredumbre y la
muerte sobre ciudades enteras. Los más viejos
saqueadores de pecios fruncían el ceño con aire grave,
afirmando que ambos fantasmas, la envergadura
de cuyas negras alas todos habían observado durante
los huracanes, por encima de los bancos de arena
y los escollos, eran el genio de la tierra y el genio
del mar que paseaban su majestad por los aires durante
las grandes convulsiones de la naturaleza, unidos
por una amistad eterna cuya rareza y gloria han
parido el asombro de la indefinida cadena de las generaciones.
Se afirmaba que, volando uno junto a otro
como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear,
en círculos concéntricos, por las capas de las
atmósferas contiguas al sol; que se nutrían, en esos
parajes, de las más puras esencias de la luz; pero que
sólo con dolor se decidían a desviar la inclinación de
su vuelo vertical hacia la despavorida órbita por la
que gira el globo humano en pleno delirio, habitado
por espíritus crueles que se inmolan mutuamente en
los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan,
pérfidos, secretamente, en el centro de las ciudades,
con el puñal del odio o la ambición), y que se
nutren de seres tan llenos de vida como ellos, aunque
colocados unos peldaños más abajo en la escalera de
las existencias. O, cuando tomaban la firme resolución,
para incitar a los hombres al arrepentimiento
con las estrofas de sus profecías, de nadar, dirigiéndose
a grandes brazadas hacia las regiones siderales
por las que se movía un planeta en medio de las espesas
exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecaciones
y de risa sarcástica que se desprendían,
como vapores pestilentes, de su horrenda superficie,
y parecía pequeño como una bola, siendo casi invisible
por la distancia, no dejaban de encontrar ocasiones
para arrepentirse amargamente de su benevolencia,
desconocida y despreciada, e iban a ocultarse en el
fondo de los volcanes, para conversar con el vívido
fuego que borbotea en las cubas de los subterráneos
centrales, o en el fondo del mar, para descansar
placenteramente su desilusionada vista en los más
feroces monstruos del abismo, que les parecían modelos
de dulzura comparados a los bastardos de la humanidad.
Llegada la noche, de oscuridad propicia,
salían impetuosamente de los cráteres, con crestas
de pórfido, de las corrientes submarinas y dejaban,
muy atrás, el rocoso orinal donde se agita el estreñido
ano de las cacatúas humanas, hasta que no podían
distinguir ya la suspendida silueta del planeta
inmundo. Entonces, apesadumbrados por su infructuosa
tentativa, en medio de las estrellas que se apiadaban
de su dolor y bajo la mirada de Dios, el ángel
de la tierra y el ángel del mar se besaban llorando...
Mario y el que galopaba a su lado no ignoraban los
vagos y supersticiosos rumores que contaban en las
veladas los pescadores de la costa, cuchicheando en
torno al hogar, con las puertas y ventanas cerradas,
mientras el viento nocturno, que desea calentarse,
deja escuchar su silbido alrededor de la cabaña de
paja y sacude, con su vigor, esas frágiles paredes, rodeadas
en su base por fragmentos de concha traídos
por las moribundas ondulaciones de las olas. No hablábamos.
¿Qué pueden decirse dos corazones que se
aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo.
Le aconsejo que se ciña más el manto y él me hace
observar que mi caballo se aleja demasiado del suyo:
ambos nos interesamos tanto por la vida del otro
como por nuestra propia vida; no nos reímos. Se esfuerza
en sonreírme, pero percibo que su rostro lleva
el peso de las terribles impresiones que en él ha grabado
la reflexión, constantemente inclinada sobre las
esfinges que desconciertan, con sesgada mirada, las
grandes angustias de la inteligencia de los mortales.
Viendo la inutilidad de sus manejos, aparta los ojos,
tasca su freno terrestre con la baba de la rabia, y mira
el horizonte que huye cuando nos acercamos. A mi
vez, me esfuerzo por recordarle su dorada juventud,
que sólo pide entrar, como una reina, en los palacios
de los placeres, pero advierte que mis palabras brotan
con dificultad de mi demacrada boca y que los
años de mi propia primavera pasaron, tristes y glaciales,
como un sueño implacable que pasea, por las
mesas de los banquetes y los lechos de raso, donde
dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con
la reverberación del oro, las amargas voluptuosidades
del desencanto, las pestilentes arrugas de la
vejez, los terrores de la soledad y las antorchas del
dolor. Viendo la inutilidad de mis manejos, no me
asombra no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se
me aparece revestido con sus instrumentos de tortura,
en toda la resplandeciente aureola de su horror.
Aparto los ojos y miro al horizonte que huye cuando
nos acercamos... Nuestros caballos galopaban a lo
largo de la orilla, como si rehuyeran las miradas humanas...
Mario es más joven que yo; la humedad del
tiempo y la espuma salobre que nos salpica llevan el
contacto del frío a sus labios. Le digo: «¡Ten cuidado!...
¡ten cuidado!... Cierra tus labios, únelos el uno
al otro; ¿no adviertes las zarpas agudas de la quemazón
que produce el frío lacerando tu piel con urentes
heridas?» Mira mi frente y me replica con los movimientos
de su lengua: «Sí, veo esas verdes zarpas,
pero no alteraré la situación natural de mi boca para
ahuyentarlas. Mira si miento. Puesto que, al parecer,
es voluntad de la Providencia, quiero someterme a
ella. Su voluntad podría haber sido mejor.» Y yo exclamé:
«Admiro esta noble venganza.» Quise arrancarme
los cabellos, pero me lo impidió con una mirada
severa y le obedecí con respeto. Se hacía tarde y el
águila regresaba a su nido, excavado en las
fragosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi
manto para protegerte del frío: yo no lo necesito. » Le
repliqué: «¡Ay de ti si haces lo que dices! No quiero
que nadie sufra en mi lugar, y tú menos que nadie.»
No respondió porque yo tenía razón, pero comencé a
consolarle por el acento de mis palabras... Nuestros
caballos galopaban a lo largo de la orilla, como si
rehuyeran las miradas humanas... Erguí la cabeza
como la proa de un navío levantada por una enorme
ola y le dije: «¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de
las nieves y las nieblas, no veo lágrimas en tu rostro,
bello como la flor del cactus, y tus párpados están
secos como el lecho del torrente; pero advierto, en el
fondo de tus ojos, una cuba llena de sangre, donde
hierve tu inocencia mordida en el cuello por un escorpión
de gran especie. Un viento violento se abate
sobre el fuego que calienta la caldera y dispersa las
oscuras llamas hasta hacerlas salir de tu órbita sagrada.
He acercado mis cabellos a tu rosada frente y
he notado cierto olor a chamuscado porque comenzaban
a arder. Cierra tus ojos, pues, de lo contrario,
tu rostro, calcinado como la lava del volcán, caerá
hecho cenizas en el hueco de mi mano.» Y él se volvió
hacia mí, sin ocuparse de las riendas que empuñaba,
y me contempló enternecido, mientras, lentamente,
abría y cerraba sus párpados de lirio, como el flujo y
reflujo del mar. Quiso responder a mi audaz pregunta
y lo hizo así: «No te ocupes de mí. Al igual que los
vapores de los ríos reptan por las laderas de la colina
y, una vez llegados a la cumbre, se lanzan a la atmósfera
formando nubes, así tus inquietudes por mí se
han incrementado insensiblemente, sin motivo razonable,
y forman por encima de tu imaginación, el
engañoso cuerpo de un espejismo desolado. Te aseguro
que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la
impresión de que mi cráneo está metido en un casco
de carbones ardientes. ¿Cómo quieres que las carnes
de mi inocencia hiervan en la cuba, si sólo escucho
gritos muy débiles y confusos que, para mí, son sólo
los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras
cabezas? Es imposible que un escorpión haya
fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo
de mi destrozada órbita, creo, más bien, que son unas
vigorosas tenazas las que machacan los nervios ópticos.
Sin embargo, pienso, como tú, que la sangre
que llena la cuba ha sido extraída de mis venas por
un verdugo invisible, durante el sueño de la última
noche. Te he estado esperando mucho tiempo, hijo
amado del océano, y mis adormecidos brazos entablaron
un vano combate con Aquel que se había introducido
en el vestíbulo de mi casa... Sí, siento que
mi alma está aherrojada en el cerrojo de mi cuerpo y
que no puede desprenderse de él para huir lejos de
las orillas que golpea el mar humano y no seguir siendo
testigo del espectáculo de la lívida jauría de las
desgracias persiguiendo, sin descanso, a través de
las hondonadas y los abismos del inmenso desaliento,
a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. Recibí
la vida como una herida y no he permitido que el
suicidio curara la cicatriz. Quiero que el Creador contemple,
a cualquier hora de su eternidad, su abierta
grieta. Este es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles
reducen la velocidad de sus cascos de bronce; sus
cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por
una manada de pecaríes. No deben ponerse a escuchar
lo que decimos. A fuerza de atención, su inteligencia
se desarrollaría y tal vez pudieran comprendernos.
¡Ay, de ellos, pues sufrirían más! En efecto,
piensa tan sólo en los jabatos de la humanidad: el
grado de inteligencia que los separa de los demás
seres de la creación parece haberles sido concedido,
sólo, al precio irremediable de incalculables sufrimientos.
Imita mi ejemplo y que tu espuela de plata
se hunda en los ijares de tu corcel...» Nuestros caballos
galopaban a lo largo la orilla, como si rehuyeran
las miradas humanas.
[…]
Era un día de primavera. Los pájaros derramaban
sus cánticos en alegres trinos y los humanos, que
habían acudido a sus distintas obligaciones, se bañaban
en la santidad de la fatiga. Todo trabajaba en
su destino: los árboles, los planetas, los escualos.
¡Todo, excepto el Creador! Estaba tendido en el camino,
con las ropas desgarradas. Su labio inferior pendía
como un cable somnífero; sus dientes no habían
sido lavados y el polvo se mezclaba con las rubias
ondas de sus cabellos. Amodorrado por un pesado
sopor, molido por los guijarros, su cuerpo hacía inútiles
esfuerzos para levantarse. Sus fuerzas le habían
abandonado y yacía allí, débil como la lombriz,
impasible como la corteza. Chorros de vino llenaban
los agujeros excavados por la nerviosa agitación de
sus hombros. El embrutecimiento, de porcino hocico,
le cubría con sus alas protectoras y le lanzaba amorosas
miradas. Sus piernas, de relajados músculos, barrían
el suelo como dos mástiles ciegos. La sangre
manaba de su nariz: en su caída se había golpeado la
cara contra un poste... ¡Estaba borracho! ¡Horriblemente
borracho! ¡Borracho como una chinche que se
hubiera atracado durante la noche con tres toneles de
sangre! Llenaba el eco de incoherentes palabras que
me guardaré mucho de repetir aquí, si el supremo beodo
no se respeta, yo debo respetar a los hombres.
¿Sabíais que el Creador... se emborrachaba? ¡Piedad
para ese labio mancillado en las copas de la orgía! El
erizo, al pasar, le hundió sus púas en la espalda y
dijo: «Ahí tienes eso. El sol está en la mitad de su
carrera: trabaja, holgazán, y no te comas el pan de
los otros. Espera y verás si llamo a las cacatúas de
ganchudo pico.» El picoverde y la lechuza, al pasar,
le hundieron todo el pico en el vientre y dijeron: «Ahí
tienes eso. ¿Qué pretendes hacer en esta tierra? ¿Has
venido a ofrecer tan lúgubre comedia a los animales?
Pero ni el topo, ni el casoar, ni el flamenco te imitarán,
te lo juro.» El asno, al pasar, le dio una coz en la
sien y dijo: «Ahí tienes eso. ¿Qué te había hecho yo
para que me dieras orejas tan largas? Ni siquiera el
grillo deja de despreciarme.» El sapo, al pasar, le lanzó
un chorro de baba a la frente y dijo: «Ahí tienes
eso. Si no me hubieras hecho tan grande el ojo y te
hubiere visto en el estado en que te veo, habría ocultado
castamente la belleza de tus miembros bajo una
lluvia de ranúnculos, miosotis y camelias, para que
nadie te viese.» El león, al pasar, inclinó su regia faz y
dijo: «Por mi parte, le respeto aunque su esplendor
nos parezca, de momento, eclipsado. Vosotros, que
os hacéis los orgullosos, sois sólo unos cobardes porque
le habéis atacado cuando dormía, ¿os gustaría
que, en su lugar, tuvierais que soportar, de parte de
los que pasaran, las injurias que no le habéis ahorrado?
» El hombre, al pasar, se detuvo ante el desconocido
Creador, y, entre los aplausos de la ladilla y la
víbora, defecó durante tres días sobre su augusto
rostro. ¡Ay del hombre culpable de esta injuria!, pues
no respetó al enemigo, tendido en la mezcla de barro,
sangre y vino, indefenso y casi inanimado... Entonces,
el Dios soberano, despertado al fin por tan
mezquinos insultos, se levantó como pudo, tambaleándose
fue a sentarse en una piedra, con los brazos
colgando, como los dos testículos del tísico, y lanzó
una mirada vidriosa, sin fuego, a toda la naturaleza
que le pertenecía. ¡Oh!, humanos, sois niños terribles;
pero, os lo suplico, respetemos esa gran existencia
que no ha terminado todavía de digerir el licor
inmundo y, no habiendo conservado fuerzas bastantes
para mantenerse en pie, ha vuelto a caer, pesadamente,
sobre esa roca en la que se sienta como un
viajero. Prestad atención a este mendigo que pasa;
ha visto que el derviche le tendía un brazo famélico
y, sin saber a quién daba limosna, ha depositado un
mendrugo de pan en esa mano que implora misericordia.
El Creador se lo ha agradecido con una inclinación
de cabeza. ¡Oh!, ¡nunca sabréis qué difícil es
empuñar constantemente las riendas del universo!
A veces, la sangre sube a la cabeza cuando se está
empeñado en sacar de la nada un postrer cometa,
con una nueva raza de espíritus. La inteligencia, demasiado
conmovida de los pies a la cabeza, se retira
como un vencido y puede caer, una vez en la vida, en
los extravíos de que habéis sido testigos.
Un fanal rojo, bandera del vicio, colgado del extremo
de un soporte, balanceaba su armazón azotado por
los cuatro vientos, sobre una puerta maciza y carcomida.
Un sucio corredor, que olía a muslo humano,
daba a un corral donde buscaban su comida algunos
gallos y gallinas más flacos que sus propias alas. En
el muro que rodeaba el corral, y orientadas al oeste,
se habían practicado con parsimonia distintas aberturas,
cerradas por enrejados postigos. El musgo cubría
ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido
un convento y servía, en la actualidad, como el resto
de la construcción, de vivienda a todas esas mujeres
que mostraban cada día, a quienes entraban, el interior
de sus vaginas a cambio de un poco de oro. Me
encontraba en un puente cuyos pilones se hundían
en el agua lodosa de un foso circundante. Desde su
elevada superficie, contemplaba en el campo, aquella
construcción inclinada sobre su propia vejez, y
los menores detalles de su arquitectura interior. A
veces, la reja de un postigo se levantaba rechinando,
como impulsada hacia arriba por una mano que violentara
la naturaleza del hierro: un hombre asomaba
la cabeza por la abertura a medias despejada, sacaba
sus hombros, sobre los que caía el desconchado
yeso y hacía seguir, en tan laboriosa extracción, su
cuerpo cubierto de telarañas. Apoyando sus manos,
como una corona, sobre las inmundicias de toda suerte
que oprimían el suelo con su peso, mientras tenía
todavía la pierna atrapada en la retorcida reja, recobraba
así su postura natural, iba a mojar sus manos
en una coja artesa cuya agua jabonosa había visto
elevarse y caer a generaciones enteras, y se alejaba
luego a toda prisa de aquellas callejas arrabaleras,
para ir a respirar aire puro en el centro de la ciudad.
Cuando el cliente había salido, una mujer por completo
desnuda aparecía en el exterior, del mismo
modo, y se dirigía a la misma artesa. Entonces, los
gallos y las gallinas acudían en tropel desde los distintos
puntos del corral, atraídos por el olor seminal,
la derribaban pese a sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban
la superficie de su cuerpo como si fuera un
estercolero y desgarraban a picotazos, hasta hacer
brotar la sangre, los fláccidos labios de su hinchada
vagina. Las gallinas y los gallos, saciado su buche,
volvían a escarbar la hierba del corral; la mujer, limpia
ya, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas
como si despertara tras una pesadilla. Dejaba caer el
trapo que traía para enjuagar sus piernas y, no necesitando
ya la artesa común, regresaba a su madriguera,
igual como había salido, para esperar otra actuación.
Al ver este espectáculo, también yo quise penetrar en
aquella casa. Me disponía a bajar del puente cuando
vi, en el entablamento de un pilar, esta inscripción en
caracteres hebraicos: «Vosotros, que pasáis por este
puente, no prosigáis. El crimen y el vicio habitan aquí;
un día, sus amigos aguardaron en vano a un joven
que había cruzado la puerta fatal.» La curiosidad
venció al temor. Pocos instantes más tarde llegué
ante un postigo cuya reja tenía sólidos barrotes que
se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior
a través del espeso tamiz. Primero no pude ver
nada, pero no tardé en distinguir los objetos que se
hallaban en la oscura habitación, gracias a los rayos
del sol, cuya luz iba disminuyendo y pronto desaparecería
por el horizonte. La primera y única cosa que
llamó mi atención fue un bastón rubio, compuesto
por pequeños conos que se introducían unos en otros.
¡Aquel bastón se movía! ¡Se desplazaba por la habitación!
Tan fuerte eran sus sacudidas que el suelo
temblaba; con sus dos extremos abría enormes brechas
en el muro y parecía un ariete con el que se
golpea la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos
eran inútiles; los muros estaban construidos con
piedras de sillería y, cuando golpeaba la pared, lo
veía curvarse como una hoja de acero y rebotar como
una pelota elástica. ¡Aquel bastón no estaba, pues,
hecho de madera! Advertí, luego, que se enroscaba
y se desenroscaba con facilidad, como una anguila.
Aunque alto como un hombre, no se aguantaba derecho.
A veces, lo intentaba y mostraba uno de sus
extremos ante la reja del postigo. Daba impetuosos
saltos, caía de nuevo en tierra sin poder derribar el
obstáculo. Comencé a mirarlo cada vez con mayor
atención y vi que era un cabello. Después de una
gran lucha con la materia que lo rodeaba como una
prisión, fue a apoyarse en la cama que amueblaba
aquella habitación, con la raíz descansando en una
alfombra y la punta adosada a la cabecera. Tras unos
instantes de silencio, durante los que escuché
entrecortados sollozos, levantó la voz y habló de este
modo: «Mi dueño me ha olvidado en esta habitación;
no viene a buscarme. Se ha levantado de esta cama
en la que estoy apoyado, ha peinado su perfumada
cabellera y no ha reparado en que, antes, yo había
caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido,
este acto de simple justicia no me habría parecido
sorprendente. Me abandona en esta emparedada
habitación, tras haberse envuelto en los brazos de
una mujer. Y qué mujer! Las sábanas están todavía
húmedas de su tibio contacto y muestran, en su desorden,
la huella de una noche pasada en el amor...» ¡Y
me pregunté quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se
adherían a la reja con más energía!... «Mientras toda
la naturaleza dormitaba en su castidad, él ha
copulado con una mujer degradada, en lascivos e
impuros abrazos. Se ha rebajado hasta dejar que se
aproximaran, a su faz augusta, unas mejillas despreciables
por su habitual impudicia, ajada su lozanía.
No se ruborizaba, pero yo me ruborizaba por
él. No cabe duda de que se sentía feliz durmiendo
con semejante esposa de una sola noche. La mujer,
asombrada por el majestuoso aspecto del huésped,
parecía gozar incomparables voluptuosidades y le
besaba el cuello con frenesí.» ¡Y me pregunté quién
podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja
con más energía!... «Yo, mientras, sentía cómo pústulas
envenenadas, cada vez más numerosas por su
desacostumbrado ardor debido a los goces de la carne,
rodeaban mi raíz con su hiel mortal, absorbiendo,
con sus ventosas, la sustancia generadora de mi
vida. Cuanto más se abandonaban a sus insensatos
movimientos, más sentía yo que disminuían mis fuerzas.
Cuando los deseos corporales alcanzaron el paroxismo
de su furor, advertí que mi raíz se inclinaba
sobre sí misma, como un soldado herido por una bala.
La antorcha de la vida se había extinguido en mí y
me desprendí de su ilustre cabeza, como una rama
muerta; caí al suelo, sin valor, sin fuerza, sin vitalidad,
pero sintiendo profunda compasión por aquel a
quien pertenecía: pero sintiendo un dolor eterno por
su voluntario extravío...» ¡Y me pregunté quién podía
ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con
más energía!... «Si, al menos, hubiera rodeado con su
alma el inocente seno de una virgen. Ella habría sido
digna de él y la degradación hubiera sido menor. Besa,
con sus labios, esa frente cubierta de barro que los
hombres han pisoteado con su polvoriento talón...
Aspira, con su desvergonzada nariz, las emanaciones
de aquellas dos húmedas axilas... Vi la membrana de
estas últimas contraerse de vergüenza, mientras, por
su lado, la nariz se negaba a aquella aspiración infame.
Pero ni él ni ella prestaban atención alguna a las
solemnes advertencias de las axilas, a la apagada y
lívida repulsión de las fosas nasales. Ella levantaba
más sus brazos y él, con más fuerte impulso, hundía
el rostro en sus huecos. Me veía obligado a ser
cómplice de tal profanación. Me veía obligado a ser el
espectador de tan inaudito desenfreno, a asistir a la
forzada aleación de aquellos dos seres, cuyas distintas
naturalezas estaban separadas por un abismo
inconmensurable...» ¡Y me pregunté quién podía ser
su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más
energía!... «Cuando se hubo saciado de respirar a aquella
mujer, quiso arrancarle uno por uno los músculos,
pero, como era mujer, la perdonó y prefirió hacer sufrir
a un ser de su propio sexo. Llamó, de la celda vecina,
a un joven que había acudido a la casa para pasar
unos instantes de solaz con una de aquellas mujeres
y le conminó a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía
tiempo ya que yo yacía en el suelo. Careciendo de
fuerzas para erguirme sobre mi ardiente raíz, no pude
ver lo que hicieron. Sé, sin embargo, que apenas el
joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne
cayeron a los pies de la cama y se colocaron junto a
mí. Ellos me contaron, en voz baja, que las zarpas de
mi dueño los habían arrancado de los hombros del
adolescente. Este, al cabo de unas horas, durante las
que había luchado contra una fuerza mayor que la
suya, se levantó de la cama y se retiró
majestuosamente. Se hallaba literalmente desollado
de los pies a la cabeza; arrastraba, por las losas de la
habitación, su piel arrancada. Se decía que su carácter
estaba lleno de bondad, que deseaba creer que sus
semejantes eran también buenos, que por ello había
accedido al deseo del distinguido extranjero que le
había llamado a su lado, pero que jamás de los jamases
esperó ser torturado por un verdugo. Por
semejante verdugo, añadió tras una pausa. Por fin,
se dirigió hacia el postigo, que se hendió compasivamente
hasta el nivel del suelo en presencia de aquel
cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su
piel, que podía servirle todavía, aunque fuera sólo de
manto, intentó desaparecer de aquella emboscada;
una vez se hubo alejado de la habitación, no pude
ver si había tenido fuerzas para llegar a la puerta de
salida. ¡Oh!, ¡con qué respeto, pese a su hambre, se
alejaban los gallos y gallinas de aquel largo rastro de
sangre en la empapada tierra!» ¡Y me pregunté quién
podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la reja
con más energía!... «Entonces, aquel que hubiera debido
tener más en cuenta su dignidad y su justicia, se
incorporó, penosamente, sobre su fatigado codo. Solo,
sombrío, asqueado y horrendo... Se vistió con lentitud.
Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las
catacumbas del convento, tras despertar sobresaltadas
por los ruidos de aquella noche horrible, que
chocaban entre sí en una celda situada sobre la cripta,
se cogieron de las manos y formaron un fúnebre
corro a su alrededor. Mientras él buscaba los escombros
de su antiguo esplendor, lavaba sus manos escupiendo
y las secaba, luego, en sus cabellos (mejor
era lavarlas con esputos que no lavarlas en absoluto,
tras haber pasado toda una noche en el vicio y el
crimen), ellas entonaron las quejumbrosas plegarias
por los muertos que se cantan cuando alguien es depositado
en su tumba. En efecto, el joven no debía
sobrevivir a aquel suplicio que una mano divina le
había infligido, y sus agonías concluyeron, mientras
las monjas cantaban...» Recordé la inscripción del
pilar, comprendí lo que había sido del púber soñador
a quien sus amigos esperaban, aún, día tras día, desde
el instante de su desaparición... ¡y me pregunté
quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se adherían a la
reja con más energía!... «Los muros se abrieron para
dejarle pasar; las monjas, viéndole emprender el vuelo
por los aires, con alas que hasta entonces había
ocultado en su vestidura de esmeralda, volvieron a
colocarse, en silencio, bajo las losas de sus sepulturas.
Partió hacia su mansión celestial, dejándome
aquí; no es justo. Los demás cabellos permanecieron
en su cabeza, y yo yazgo en esta lúgubre habitación,
en el entablado cubierto de sangre coagulada, de jirones
de carne seca; esta habitación se ha vuelto
maldita desde que se introdujo en ella, nadie más
entra; y, mientras, sigo encerrado. ¡Así están, pues,
las cosas! No veré ya a las legiones de ángeles marchando
en prietas falanges, ni los astros paseando
por los jardines de la armonía. Pues bien, sea... sabré
soportar con resignación mi desgracia. Pero no dejaré
de contar a los hombres lo que ha ocurrido en esta
celda. Les autorizaré a deshacerse de su dignidad,
como de un vestido inútil, puesto que ese es el ejemplo
de mi dueño; les aconsejaré que chupen la verga
del crimen, puesto que otro lo hizo ya...» El cabello
enmudeció... ¡Y me pregunté quién podía ser su dueño!
¡Y mis ojos se adherían a la reja con más energía!...
Acto seguido retumbó el trueno; un fulgor fosforescente
penetró en la habitación. Retrocedí, a
mi pesar, por no sé qué instinto admonitorio. A pesar
de haberme alejado del postigo, escuché otra voz, pero
ésta reptante y suave, por miedo a dejarse oír: «¡No
des esos saltos! Cállate..., cállate..., ¡si alguien te oyese!,
te colocaré de nuevo entre los demás cabellos;
pero deja, antes, que el sol se ponga por el horizonte
para que la oscuridad cubra tus pasos..., no te he olvidado,
pero te hubieran visto salir y me habrías
comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde
entonces! De regreso al cielo, mis arcángeles me
rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme
el motivo de mi ausencia. Ellos, que nunca se habían
atrevido a levantar sus ojos hasta mí, lanzaban, esforzándose
por adivinar el enigma, estupefactas miradas
a mi abatida faz, aunque no advirtieran la profundidad
de ese misterio, y se comunicaban en voz
baja pensamientos que temían, en mí, algún cambio
desacostumbrado. Lloraban con silenciosas lágrimas,
vagamente sentían que ya no era el mismo, habiéndome
vuelto inferior a mi identidad. Habrían
querido conocer la funesta resolución que me había
hecho cruzar las fronteras del cielo para abatirme
sobre la tierra y gozar las efímeras voluptuosidades
que ellos mismos desprecian profundamente. Descubrieron
en mi frente una gota de esperma, una gota
de sangre. ¡La primera había brotado de los muslos
de la cortesana! ¡La segunda había saltado de las venas
del mártir! ¡Odiosos estigmas! ¡Inquebrantables
rosetones! Mis arcángeles encontraron, colgando de
los breñales del espacio, los restos llameantes de mi
túnica de ópalo, que flotaban por encima de las atónitas
poblaciones. No pudieron reconstruirla y mi
cuerpo permanece desnudo ante su inocencia; memorable
castigo de la virtud abandonada. Mira los
surcos que se han abierto un lecho en mis descoloridas
mejillas: son la gota de esperma y la gota de sangre
que corren, lentamente, por mis secas arrugas. Llegadas
al labio superior, hacen un esfuerzo inmenso y
penetran en el santuario de mi boca, atraídas, como
por un imán, hacia el irresistible gaznate. Esas dos
gotas implacables me están ahogando. Yo, hasta hoy,
me había creído el Todopodero, pero no; debo inclinar
la cerviz ante el remordimiento que me grita: «¡Eres
sólo un miserable!» ¡No des esos saltos! Cállate...,
cállate..., ¡si alguien te oyese!, te colocaré de nuevo
entre los demás cabellos, pero deja, antes, que el sol
se ponga por el horizonte para que la oscuridad cubra
tus pasos... He visto a Satán, el gran enemigo,
levantar las óseas marañas del armazón, sobre su
sopor de larva y, de pie, triunfante, sublime, arengar
a sus reunidas tropas y, tal como merezco, mofarse
de mí. Ha dicho que le asombraba mucho que su orgulloso
rival, cogido en flagrante delito por el éxito,
por fin obtenido, de un perpetuo espionaje, pudiera
rebajarse así hasta besar el vestido del desenfreno
humano, tras un largo viaje a través de los arrecifes
del éter, y hacer que pereciera, entre sufrimientos, un
miembro de la humanidad. Ha dicho que aquel joven,
destrozado por el engranaje de mis refinados
suplicios, habría podido convertirse en una genial
inteligencia, consolar a los hombres, en esta tierra,
con admirables cantos de poesía, de aliento, frente a
los golpes del infortunio. Ha dicho que las monjas del
convento-lupanar no podían ya recuperar su sueño;
merodean por el patio, gesticulando como autómatas,
pisoteando los ranúnculos y las lilas, enloquecidas
de indignación, aunque no lo bastante como para
no recordar la causa que engendró semejante enfermedad
en su cerebro... (Helas aquí acercándose, vestidas
con su blanco sudario; no se hablan; se cogen de
la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus
hombros desnudos; un ramillete de flores negras se
inclina en su seno. Monjas, regresad a vuestra sepultura,
la noche no ha caído todavía por completo, es
sólo el crepúsculo vespertino... ¡Oh, cabello, tú mismo
lo ves, por todas partes me asalta el desenfrenado
sentimiento de mi depravación!) Ha dicho que el
Creador, que presume de ser la Providencia de todo
lo que existe, se ha portado con mucha ligereza, por
no decir algo peor, ofreciendo semejante espectáculo
a los mundos estrellados; pues ha afirmado, con claridad,
su designio de contar por los planetas orbiculares
cómo sostengo, con mi propio ejemplo, la virtud
y la bondad en la inmensidad de mis reinos. Ha
dicho que el gran respeto que sentía por tan noble
enemigo, había desaparecido de su imaginación, y
que prefería llevar su mano al seno de una muchacha,
aunque sea un acto de execrable maldad, que
escupir en mi rostro, cubierto por tres capas entremezcladas
de sangre y esperma, para que su baboso
esputo no se ensuciara. Ha dicho que se creía, con
razón, superior a mí, no en el vicio, sino en la virtud
y el pudor; no en el crimen, sino en la justicia. Ha
dicho que, por mis innumerables faltas, debía ser atado
a una picota, ser quemado a fuego lento en un
ardiente brasero, para ser arrojado luego al mar, siempre
que el mar quisiera recibirme. Que, presumiendo
de ser justo, yo, que le había condenado a las penas
eternas por una ligera rebelión sin graves consecuencias,
tenía que aplicarme, pues, a mí mismo, una justicia
severa y juzgar con imparcialidad mi conciencia,
cargada de iniquidades... ¡No des esos saltos! Cállate...,
cállate..., ¡si alguien te oyese!, te colocaré de nuevo
entre los demás cabellos, pero deja, antes, que el sol se
ponga por el horizonte, para que la oscuridad cubra
tus pasos.» Se detuvo unos instantes; aunque ya no le
viese, comprendí, por esa detención necesaria, que una
oleada de emoción levantaba su pecho, como un ciclón
giratorio levanta una familia de ballenas. ¡Divino
pecho, mancillado un día por el amargo contacto
de los pezones de una mujer sin pudor! ¡Alma regia,
entregada, en un momento de abandono, al cangrejo
de la orgía, al pulpo de la debilidad de carácter, al
tiburón de la abyección individual, a la boa de la
moral ausente y al monstruoso caracol de la idiotez!
El cabello y su dueño se abrazaron estrechamente,
como dos amigos que se encuentran tras una larga
ausencia. El Creador prosiguió, acusado, compareciendo
ante su propio tribunal: «¡Y qué pensarán
de mí los hombres, que en tan alta estima me
tenían, cuando conozcan los extravíos de mi conducta,
la titubeante marcha de mi sandalia por los cenagosos
laberintos de la materia y la dirección de mi
tenebrosa ruta por entre las aguas estancadas y los
húmedos juncos de la ciénaga donde, cubierto de brumas,
azulea y muge el crimen de obscura pata!... Me
doy cuenta de que me será necesario trabajar mucho,
en el futuro, para rehabilitarme y reconquistar
su estima. Soy el Gran-Todo y, sin embargo, por un
lado, sigo siendo inferior a los hombres a quienes creé
con un poco de arena. Cuéntales una audaz mentira
y diles que nunca salí del cielo, constantemente encerrado,
con las preocupaciones del trono, los mármoles,
las estatuas y los mosaicos de mis palacios. Me he
presentado ante los celestiales hijos de la humanidad;
les he dicho: «Expulsad el mal de vuestras chozas
y permitid que el manto del bien entre en vuestro
hogar. Quien levante la mano contra alguno de sus
semejantes, produciéndole en el seno una herida
mortal con el hierro homicida, que no espere los efectos
de mi misericordia y tema las balanzas de la justicia.
Irá a ocultar su tristeza en los bosques, pero el
rumor de las hojas, a través de los claros, cantará a
sus oídos la balada del remordimiento, y huirá de
aquellos parajes, pinchado en la cadera por el zarzal,
el acebo y el cardo azul, trabados sus rápidos pasos
por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de
los escorpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la
playa, pero la marea ascendente, con sus brumazones
y su peligrosa cercanía, le dirán que no ignoran su
pasado, y precipitará su ciega carrera hacia a cima
de los acantilados, mientras los estridentes vientos
del equinoccio, hundiéndose en las grutas naturales
del golfo y las oquedades practicadas bajo la muralla
de las resonantes rocas, bramarán como los inmensos
rebaños de búfalos de las pampas. Los faros de la
costa le perseguirán, hasta los límites del septentrión,
con sus sarcásticos destellos, y los fuegos fatuos de
las marismas, simples vapores en combustión, con
sus danzas fantásticas, harán estremecer los pelos
de sus poros y verdear el iris de sus ojos. Que el pudor
se complazca en vuestras cabañas y encuentre
seguridad a la sombra de vuestros campos. Así, vuestros
hijos serán hermosos y se inclinarán, con agradecimiento,
ante sus padres; si no, enflaquecidos y
desmedrados como el pergamino de las bibliotecas,
avanzarán a grandes pasos, llevados por la revuelta,
contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre
impura.» ¿Cómo querrán obedecer los hombres
tan severas leyes, si el propio legislador es el primero
que se niega a acatarlas?... ¡Y mi vergüenza es inmensa
como la eternidad!» Oí que el cabello le perdonaba,
con humildad, su secuestro, porque su dueño había
actuado por prudencia y no por ligereza, y el pálido y
postrer rayo del sol que iluminaba mis párpados se
retiró de las quebradas de la montaña. Vuelto hacia
él, lo vi plegarse como un sudario... ¡No des esos saltos!
Cállate..., cállate.... ¡si alguien te oyese! Te colocaré
de nuevo entre los demás cabellos. Y, ahora que el
sol se ha puesto por el horizonte, cínico viejo y dulce
cabello, reptad, ambos, hacia la lejanía del lupanar,
mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el
convento, cubre el recorrido de vuestros pasos
furtivos por la llanura... Entonces, el piojo, surgiendo
de pronto por detrás de un promontorio, me dijo,
erizando sus garras: «¿Qué te parece?» Pero no quise
replicarle. Me retiré y llegué al puente. Borré la inscripción
primordial y la cambié por esta: «Es doloroso
guardar, como un puñal, semejante secreto en el
corazón, pero juro no revelar jamás aquello de lo que
fui testigo cuando penetré, por vez primera, en ese
terrible torreón.» Arrojé, por encima del parapeto, el
cortaplumas que me había servido para grabar las
letras, y, haciendo algunas reflexiones rápidas sobre
el carácter del infantil Creador, que debía aún, ¡ay!,
durante mucho tiempo, hacer sufrir a la humanidad
(la eternidad es larga), bien con las crueldades ejercidas
o bien con el innoble espectáculo de los chancros
que produce un gran vicio, cerré los ojos, como un
hombre ebrio, al pensar que tenía tal ser por enemigo,
y reemprendí, con tristeza, mi camino por el dédalo
de calles.
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