domingo, marzo 17, 2013

STULTIFERA NAVIS por MICHEL FOUCAULT



Al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las
márgenes de la comunidad, en las puertas de las ciudades, se abren terrenos,
como grandes playas, en los cuales ya no acecha la enfermedad, la cual, sin
embargo, los ha dejado estériles e inhabitables por mucho tiempo. Durante
siglos, estas extensiones pertenecerán a lo inhumano. Del siglo XIV al XVII, van
a esperar y a solicitar por medio de extraños encantamientos una nueva
encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de
purificación y de exclusión.
Desde la Alta Edad Media, hasta el mismo fin de las Cruzadas, los leprosarios
habían multiplicado sobre toda la superficie de Europa sus ciudades malditas.
Según Mateo de París, había hasta 19 mil en toda la Cristiandad. En todo caso,
hacia 1266, en la época en que Luis VIII estableció en Francia el reglamento de
leprosarios, se hace un censo y son más de 2 mil. Hubo 43 leprosarios solamente
en la diócesis de París: se contaban entre ellos Burg-le-Reine, Corbeil, Saint-
Valère, y el siniestro Champ-Pourri; estaba también Charenton. Los dos más
grandes se encontraban en la inmediata proximidad de París y eran Saint-
Germain y Saint-Lazare: volveremos a encontrar su nombre en la historia de
otra enfermedad. Después del siglo XV se hace el vacío en todas partes; Saint-
Germain, desde el siguiente siglo, se vuelve una correccional para muchachas; y
antes de que llegue San Vicente, ya no queda en Saint-Lazare más que un solo
leproso, "el señor de Langlois, abogado en la corte civil". El leprosario de Nancy,
que figura entre los más grandes de Europa, cuenta solamente con cuatro
enfermos durante la regencia de María de Médicis. Según las Mémoires de Catel,
existían 29 hospitales en Tolosa hacia el fin de la Edad Media, de los cuales siete
eran leprosarios; pero a principios del siglo XVII se mencionan tres solamente:
Saint-Cyprien, Arnaud-Bernard y Saint-Michel. Se celebra con gusto la
desaparición de la lepra: en 1635 los habitantes de Reims hacen una procesión
solemne para dar gracias a Dios por haber librado a la ciudad de aquel azote.
Desde hacía ya un siglo, el poder real había emprendido el control y la
reorganización de la inmensa fortuna que representaban los bienes inmuebles de
las leproserías; por medio de una ordenanza del 19 de diciembre de 1543,
Francisco I había ordenado que se hiciera un censo y un inventario "para
remediar el gran desorden que existía entonces en los leprosarios"; a su vez,
Enrique IV prescribió en un edicto de 1606 una revisión de cuentas, y afectó "los
dineros que se conseguirían en esta búsqueda al mantenimiento de gentiles hombres
pobres y soldados baldados". El 24 de octubre de 1612 se vuelve a
ordenar el mismo control, pero esta vez se decide que se utilicen los ingresos
excesivos para dar de comer a los pobres.
En realidad, la cuestión de los leprosarios no se arregló en Francia antes del fin
del siglo XVII, y la importancia económica del problema suscitó más de un
conflicto. ¿No existían aún, en el año de 1677, 44 leprosarios solamente en la
provincia del Delfinado? El 20 de febrero de 1672, Luis XIV otorga a las órdenes
de San Lázaro y del Monte Carmelo los bienes de todas las órdenes hospitalarias
y militares; se les encarga administrar los leprosarios del reino. Unos veinte
años más tarde se revoca el edicto de 1672 y por una serie de medidas
escalonadas, de marzo de 1693 a julio de 1695, los bienes de los leprosarios
deberán afectarse en adelante a los otros hospitales y establecimientos de
asistencia. Los pocos leprosos dispersos aún en las 1200 casas que todavía
existen, serán reunidos en Saint-Mesmin, cerca de Orleáns. Estas prescripciones
se aplican primeramente en París, donde el Parlamento transfiere los ingresos en
cuestión al Hôpital Général: el ejemplo es imitado por las jurisdicciones
provinciales; Tolosa afecta los bienes de sus leprosarios al hospital de los
incurables (1696); los de Beaulieu, en Normandía, pasan al Hôtel-Dieu de Caen;
los de Voley son otorgados al hospital de Sainte-Foy. Sólo, con Saint-Mesmin, el
recinto de Ganets, cerca de Burdeos, quedará como testimonio.
Para un millón y medio de habitantes, existían en el siglo XII, en Inglaterra y
Escocia, 220 leprosarios. Pero en el siglo XIV el vacío comienza a cundir; cuando
Ricardo III ordena una investigación acerca del hospital de Ripon, en 1342, ya no
hay ningún leproso, y el rey concede a los pobres los bienes de la fundación. El
arzobispo Puisel había fundado a finales del siglo XII un hospital, en el cual, en
1434, solamente se reservaban dos plazas para leprosos, y eso si se pudiera
encontrar alguno. En 1348 el gran leprosario de Saint-Alban tiene solamente
tres enfermos; el hospital de Rommenall, en Kent, es abandonado veinticuatro
años más tarde, pues no hay leprosos. En Chatam, el lazareto de San Bartolomé,
establecido en 1078, había sido uno de los más importantes de Inglaterra;
durante el reinado de Isabel no tiene ya sino dos pacientes, y es suprimido
finalmente en 1627.
El mismo fenómeno de desaparición de la lepra ocurre en Alemania, aunque
quizás allí la enfermedad retroceda con mayor lentitud; igualmente observamos
la conversión de los bienes de los leprosarios (conversión apresurada por la
Reforma, igual que en Inglaterra) en fondos administrados por las ciudades,
destinados a obras de beneficencia y establecimientos hospitalarios; así sucede
en Leipzig; en Munich, en Hamburgo. En 1542, los bienes de los leprosarios de
Schleswig-Holstein son transferidos a los hospitales. En Stuttgart, el informe de
un magistrado, de 1589, indica que desde cincuenta años atrás no existen
leprosos en la casa que les fuera destinada. En Lipplingen, el leprosario es
ocupado rápidamente por incurables y por locos.
Extraña desaparición es ésta, que no fue lograda, indudablemente, por las
oscuras prácticas de los médicos: más bien debe de ser resultado espontáneo de
la segregación, así como consecuencia del fin de las Cruzadas, de la ruptura de
los lazos de Europa con Oriente, que era donde se hallaban los focos de
infección. La lepra se retira, abandonando lugares y ritos que no estaban
destinados a suprimirla, sino a mantenerla a una distancia sagrada, a fijarla en
una exaltación inversa. Lo que durará más tiempo que la lepra, y que se
mantendrá en una época en la cual, desde muchos años atrás, los leprosarios
están vacíos, son los valores y las imágenes que se habían unido al personaje del
leproso; permanecerá el sentido de su exclusión, la importancia en el grupo
social de esta figura insistente y temible, a la cual no se puede apartar sin haber
trazado antes alrededor de ella un círculo sagrado.
Aunque se retire al leproso del mundo y de la comunidad de la Iglesia visible, su
existencia, sin embargo, siempre manifiesta a Dios, puesto que es marca, a la
vez, de la cólera y de la bondad divinas. "Amigo mío —dice el ritual de la iglesia
de Vienne—, le place a Nuestro Señor que hayas sido infectado con esta
enfermedad, y te hace Nuestro Señor una gran gracia, al quererte castigar por
los males que has hecho en este mundo. " En el mismo momento en que el
sacerdote y sus asistentes lo arrastran fuera de la Iglesia gressu retrogrado, se
le asegura al leproso que aún debe atestiguar ante Dios. "Y aunque seas
separado de la Iglesia y de la compañía de los Santos, sin embargo, no estás
separado de la gracia de Dios. " Los leprosos de Brueghel asisten de lejos, pero
para siempre, a la ascensión del Calvario, donde todo un pueblo acompaña a
Cristo. Y testigos hieráticos del mal, logran su salvación en esta misma exclusión
y gracias a ella: con una extraña reversibilidad que se opone a la de los méritos
y plegarias, son salvados por la mano que no les es tendida. El pecador que
abandona al leproso en su puerta, le abre las puertas de la salvación. "Por que
tengas paciencia en tu enfermedad; pues Nuestro Señor no te desprecia por tu
enfermedad, ni te aparta de su compañía; pues si tienes paciencia te salvarás,
como el ladrón que murió delante de la casa del nuevo rico y que fue llevado
derecho al paraíso. " El abandono le significa salvación; la exclusión es una
forma distinta de comunión.
Desaparecida la lepra, olvidado el leproso, o casi, estas estructuras
permanecerán. A menudo en los mismos lugares, los juegos de exclusión se
repetirán, en forma extrañamente parecida, dos o tres siglos más tarde. Los
pobres, los vagabundos, los muchachos de correccional, y las "cabezas
alienadas", tomarán nuevamente el papel abandonado por el ladrón, y veremos
qué salvación se espera de esta exclusión, tanto para aquellos que la sufren
como para quienes los excluyen. Con un sentido completamente nuevo, y en una
cultura muy distinta, las formas subsistirán, esencialmente esta forma
considerable de separación rigurosa, que es exclusión social, pero reintegración
espiritual.
Pero no nos anticipemos.
El lugar de la lepra fue tomado por las enfermedades venéreas. De golpe, al
terminar el siglo XV, suceden a la lepra como por derecho de herencia. Se las
atiende en varios hospitales de leprosos: en el reinado de Francisco I, se intenta
inicialmente aislarlas en el hospital de la parroquia San Eustaquio, luego en el de
San Nicolás, que poco antes habían servido de leproserías. En dos ocasiones,
bajo Carlos VIII, después en 1559, se les habían destinado, en Saint-Germaindes-
Prés, diversas barracas y casuchas antes utilizadas por los leprosos. Pronto
son tantas que debe pensarse en construir otros edificios "en ciertos lugares
espaciosos de nuestra mencionada ciudad y en otros barrios, apartados de sus
vecinos". Ha nacido una nueva lepra, que ocupa el lugar de la primera. Mas no
sin dificultades ni conflictos, pues los leprosos mismos sienten miedo: les
repugna recibir a esos recién llegados al mundo del horror. "Est mirabilis
contagiosa et nimis formidanda infirmitas, quam etiam detestantur leprosi et ea
infectos secum habitare non permittant. " Pero si bien tienen derechos de
antigüedad para habitar esos lugares "segregados", en cambio son demasiado
pocos para hacerles valer; los venéreos, por todas partes, pronto ocupan su
lugar.
Y sin embargo no son las enfermedades venéreas las que desempeñarán en el
mundo clásico el papel que tenía la lepra en la cultura medieval. A pesar de esas
primeras medidas de exclusión, pronto ocupan un lugar entre las otras
enfermedades. De buen o de mal grado se recibe a los venéreos en los
hospitales. El Hôtel-Dieu de París los aloja; en varias ocasiones se intenta
expulsarlos, pero es inútil: allí permanecen y se mezclan con los otros enfermos.
En Alemania se les construyen casas especiales, no para establecer la
exclusión, sino para asegurar su tratamiento; en Augsburgo los Fúcar fundan dos
hospitales de ese género. La ciudad de Nuremberg nombra un médico, quien
afirmaba poder "die malafrantzos vertreiben". Y es que ese mal, a diferencia de
la lepra, muy pronto se ha vuelto cosa médica, y corresponde exclusivamente al
médico. En todas partes se inventan tratamientos; la compañía de Saint-Cóme
toma de los árabes el uso del mercurio; en el Hôtel-Dieu de París se aplica
sobre todo la triaca. Llega después la gran boga del guayaco, más precioso que
el oro de América, si hemos de creer a Fracastor en su Syphilidis y a Ulrich von
Hutten. Por doquier se practican curas sudoríficas. En suma, en el curso del siglo
XVI el mal venéreo se instala en el orden de las enfermedades que requieren
tratamiento. Sin duda, está sujeto a toda clase de juicios morales: pero este
horizonte modifica muy poco la captación médica de la enfermedad.
Hecho curioso: bajo la influencia del mundo del internamiento tal como se ha
constituido en el siglo XVII, la enfermedad venérea se ha separado, en cierta
medida, de su contexto médico, y se ha integrado, al lado de la locura, en un
espacio moral de exclusión. En realidad no es allí donde debe buscarse la
verdadera herencia de la lepra, sino en un fenómeno bastante complejo, y que el
médico tardará bastante en apropiarse.
Ese fenómeno es la locura. Pero será necesario un largo momento de latencia,
casi dos siglos, para que este nuevo azote que sucede a la lepra en los miedos
seculares suscite, como ella, afanes de separación, de exclusión, de purificación
que, sin embargo, tan evidentemente le son consustanciales. Antes de que la
locura sea dominada, a mediados del siglo XVII, antes de que en su favor se
hagan resucitar viejos ritos, había estado aunada, obstinadamente, a todas las
grandes experiencias del Renacimiento.
Es esta presencia, con algunas de sus figuras esenciales, lo que ahora debemos
recordar de manera muy compendiosa.
Empecemos por la más sencilla de esas figuras, también la más simbólica. Un
objeto nuevo acaba de aparecer en el paisaje imaginario del Renacimiento; en
breve, ocupará un lugar privilegiado: es la Nef des Fous, la nave de los locos,
extraño barco ebrio que navega por los ríos tranquilos de Renania y los canales
flamencos.
El Narrenschiff es evidentemente una composición literaria inspirada sin duda en
el viejo ciclo de los Argonautas, que ha vuelto a cobrar juventud y vida entre los
grandes temas de la mitología, y al cual se acaba de dar forma institucional en
los Estados de Borgoña. La moda consiste en componer estas "naves" cuya
tripulación de héroes imaginarios, de modelos éticos o de tipos sociales se
embarca para un gran viaje simbólico, que les proporciona, si no la fortuna, al
menos la forma de su destino o de su verdad. Es así como Symphorien Champier
compone sucesivamente una Nef des princes et des batailles de Noblesse en
1502, y después una Nef des Dames vertueuses en 1503; hay también una Nef
de Santé, junto a la Blauwe Schute de Jacob van Oestvoren de 1413, del
Narrenschiff de Brandt (1497) y de la obra de Josse Bade, Stultiferae naviculae
scaphae fatuarum mulierum (1498). El cuadro de Bosco, con seguridad,
pertenece a esta flota imaginaria.
De todos estos navíos novelescos o satíricos, el Narrenschiff es el único que ha
tenido existencia real, ya que sí existieron estos barcos, que transportaban de
una ciudad a otra sus cargamentos insensatos. Los locos de entonces vivían
ordinariamente una existencia errante. Las ciudades los expulsaban con gusto de
su recinto; se les dejaba recorrer los campos apartados, cuando no se les podía
confiar a un grupo de mercaderes o de peregrinos. Esta costumbre era muy
frecuente sobre todo en Alemania; en Nuremberg, durante la primera mitad del
siglo XV, se registró la presencia de 62 locos; 31 fueron expulsados; en los cincuenta
años siguientes, constan otras 21 partidas obligatorias; ahora bien, todas estas cifras
se refieren sólo a locos detenidos por las autoridades municipales. 22Sucedía
frecuentemente que fueran confiados a barqueros: en Francfort, en 1399, se encargó
a unos marineros que libraran a la ciudad de un loco que se paseaba desnudo; en los
primeros años del siglo XV, un loco criminal es remitido de la misma manera a
Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en tierra, mucho antes de lo prometido,
estos incómodos pasajeros; como ejemplo podemos mencionar a aquel herrero de
Francfort, que partió y regresó dos veces antes de ser devuelto definitivamente a
Kreuznach. A menudo, las ciudades de Europa debieron ver llegar estas naves de
locos.
No es fácil explicar el sentido exacto de esta costumbre. Se podría pensar que se
trata de una medida general de expulsión mediante la cual los municipios se
deshacen de los locos vagabundos; hipótesis que no basta para explicar los
hechos, puesto que ciertos locos son curados como tales, luego de recibidos en
los hospitales, ya antes de que se construyeran para ellos casas especiales; en el
Hôtel-Dieu de París hay yacijas reservadas para ellos en los dormitorios;
además, en la mayor parte de las ciudades de Europa, ha existido durante toda
la Edad Media y el Renacimiento un lugar de detención reservado a los
insensatos; así, por ejemplo, el Châtelet de Melun o la famosa Torre de los
Locos de Caen; el mismo objeto tienen los innumerables Narrtürmer de
Alemania, como las puertas de Lübeck o el Jungpfer de Hamburgo. Los locos,
pues, no son siempre expulsados. Se puede suponer, entonces, que no se
expulsaba sino a los extraños, y que cada ciudad aceptaba encargarse
exclusivamente de aquellos que se contaban entre sus ciudadanos. ¿No se
encuentran, en efecto, en la contabilidad de ciertas ciudades medievales,
subvenciones destinadas a los locos, o donaciones hechas en favor de los
insensatos? En realidad el problema no es tan simple, pues existen sitios de
concentración donde los locos, más numerosos que en otras partes, no son
autóctonos. En primer lugar, se mencionan los lugares de peregrinación: Saint-
Mathurin de Larchant, Saint-Hildevert de Gournay, Besançon, Gheel; estas
peregrinaciones eran organizadas y a veces subvencionadas por los hospitales o
las ciudades. Es posible que las naves de locos que enardecieron tanto la
imaginación del primer Renacimiento, hayan sido navíos de peregrinación, navíos
altamente simbólicos, que conducían locos en busca de razón; unos descendían
los ríos de Renania, en dirección de Bélgica y de Gheel; otros remontaban el Rin
hacia el Jura y Besançon.
Pero hay otras ciudades, como Nuremberg, que no eran, ciertamente, sitios de
peregrinación, y que reúnen gran número de locos, bastantes más, en todo caso,
que los que podría proporcionar la misma ciudad. Estos locos son alojados y
mantenidos por el presupuesto de la ciudad, y sin embargo, no son tratados; son
pura y simplemente arrojados a las prisiones. Se puede creer que en ciertas
ciudades importantes —lugares de paso o de mercado— los locos eran llevados
en número considerable por marineros y mercaderes, y que allí se "perdían",
librando así de su presencia a la ciudad de donde venían. Acaso sucedió que
estos lugares de "contraperegrinación" llegaran a confundirse con los sitios a
donde, por el contrario, los insensatos fueran conducidos a título de peregrinos.
La preocupación de la curación y de la exclusión se juntaban; se encerraba
dentro del espacio cerrado del milagro. Es posible que el pueblo de Gheel se
haya desarrollado de esta manera, como un lugar de peregrinación que se vuelve
cerrado, tierra santa donde la locura aguarda la liberación, pero donde el hombre
crea, siguiendo viejos temas, un reparto ritual.
Es que la circulación de los locos, el ademán que los expulsa, su partida y
embarco, no tienen todo su sentido en el solo nivel de la utilidad social o de la
seguridad de los ciudadanos. Hay otras significaciones más próximas a los ritos,
indudablemente; y aun podemos descifrar algunas huellas. Por ejemplo, el
acceso a las iglesias estaba prohibido a los locos, aunque el derecho
eclesiástico no les vedaba los sacramentos. La Iglesia no sanciona al sacerdote
que se vuelve loco; pero en Nuremberg, en 1421, un sacerdote loco es
expulsado con especial solemnidad, como si la impureza fuera multiplicada por el
carácter sagrado del personaje, y la ciudad toma de su presupuesto el dinero que
debe servir al cura como viático. En ocasiones, algunos locos eran azotados
públicamente, y como una especie de juego, los ciudadanos los perseguían
simulando una carrera, y los expulsaban de la ciudad golpeándolos con varas.
Señales, todas éstas, de que la partida de los locos era uno de tantos exilios
rituales.
Así se comprende mejor el curioso sentido que tiene la navegación de los locos y
que le da sin duda su prestigio. Por una parte, prácticamente posee una eficacia
indiscutible; confiar el loco a los marineros es evitar, seguramente, que el
insensato merodee indefinidamente bajo los muros de la ciudad, asegurarse de
que irá lejos y volverlo prisionero de su misma partida. Pero a todo esto, el agua
agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva, pero hace algo más,
lo purifica; además, la navegación libra al hombre a la incertidumbre de su
suerte; cada uno queda entregado a su propio destino, pues cada viaje es,
potencialmente, el último. Hacia el otro mundo es adonde parte el loco en su
loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca. La
navegación del loco es, a la vez, distribución rigurosa y tránsito absoluto. En
cierto sentido, no hace más que desplegar, a lo largo de una geografía mitad real
y mitad imaginaria, la situación liminar del loco en el horizonte del cuidado del
hombre medieval, situación simbolizada y también realizada por el privilegio que
se otorga al loco de estar encerrado en las puertas de la ciudad; su exclusión
debe recluirlo; si no puede ni debe tener como prisión más que el mismo umbral,
se le retiene en los lugares de paso. Es puesto en el interior del exterior, e
inversamente. Posición altamente simbólica, que seguirá siendo suya hasta
nuestros días, con sólo que admitamos que la fortaleza de antaño se ha
convertido en el castillo de nuestra conciencia.
El agua y la navegación tienen por cierto este papel. Encerrado en el navío de
donde no se puede escapar, el loco es entregado al río de mil brazos, al mar de
mil caminos, a esa gran incertidumbre exterior a todo. Está prisionero en medio
de la más libre y abierta de las rutas: está sólidamente encadenado a la
encrucijada infinita. Es el Pasajero por excelencia, o sea, el prisionero del viaje.
No se sabe en qué tierra desembarcará; tampoco se sabe, cuándo desembarca,
de qué tierra viene. Sólo tiene verdad y patria en esa extensión infecunda, entre
dos tierras que no pueden pertenecerle.¿Es en este ritual y en sus valores
donde encontramos el origen del prolongado parentesco imaginario, cuya
existencia podemos comprobar sin cesar en la cultura occidental? ¿O es,
inversamente, ese parentesco, el que, desde el comienzo de los tiempos
determina, y luego fija el rito del embarco? Una cosa podemos afirmar, al
menos: el agua y la locura están unidas desde hace mucho tiempo en la
imaginación del hombre europeo.
Ya Tristán, disfrazado de loco, se había dejado arrojar por los barqueros en la
costa de Cornuailles. Y cuando se presenta en el castillo del rey Marco, nadie lo
reconoce, nadie sabe de dónde viene. Pero dice demasiadas cosas extrañas,
familiares y lejanas; conoce demasiado los secretos de lo bien conocido, para no
ser de otro mundo, muy próximo. No viene de la tierra sólida, de sólidas
ciudades, sino más bien de la inquietud incesante del mar, de los caminos
desconocidos que insinúan tantos extraños sabores, de esa planicie fantástica,
revés del mundo. Isolda es la primera en darse cuenta de que aquel loco es hijo
del mar, de que lo han arrojado allí marineros insolentes, señal de futuras
desgracias: "¡Malditos sean los marineros que han traído este loco! ¡Debieron
arrojarlo al mar!" Muchas veces reaparece el tema al correr de los tiempos: en
los místicos del siglo XV se ha convertido en el motivo del alma como una
barquilla abandonada, que navega por un mar infinito de deseos, por el campo
estéril de las preocupaciones y de la ignorancia, entre los falsos reflejos del
saber, en pleno centro de la sinrazón mundana; navecilla que es presa de la gran
locura del mar, si no sabe echar el ancla sólida, la fe, o desplegar sus velas
espirituales para que el soplo de Dios la conduzca a puerto. A finales del siglo
XVI, De Lancre ve en el mar el origen de la vocación demoniaca de todo un
pueblo: el incierto surcar de los navíos, la confianza puesta solamente en los
astros, los secretos trasmitidos, la lejanía de las mujeres, la imagen —en fin— de
esa vasta planicie, hacen perder al hombre la fe en Dios y todos los vínculos
firmes que lo ataban a la patria; así, se entrega al Diablo y al océano de sus
argucias. En la época clásica es costumbre explicar la melancolía inglesa por la
influencia de un clima marino: el frío, la inestabilidad del tiempo, las gotitas
menudas que penetran en los canales y fibras del cuerpo humano, le hacen
perder firmeza, lo predisponen a la locura.  Haciendo a un lado una inmensa
literatura que va de Ofelia a la Lorelei, citemos solamente los grandes análisis,
semiantropológicos, semicosmológicos, de Heinroth, en los cuales lo locura es
como una manifestación, en el hombre, de un elemento oscuro y acuático,
sombrío desorden, caos en movimiento, germen y muerte de todas las cosas,
que se opone a la estabilidad luminosa y adulta del espíritu. 40Pero si la
navegación de los locos está en relación, para la imaginación occidental, con
tantos motivos inmemoriales, ¿por qué hacia el siglo XV aparece tan
bruscamente la formulación del tema en la literatura y en la iconografía? ¿Por
qué de pronto esta silueta de la Nave de los Locos, con su tripulación de
insensatos, invade los países más conocidos? ¿Por qué, de la antigua unión del
agua y la locura, nace un día, un día preciso, este barco?
Es que la barca simboliza toda una inquietud, surgida repentinamente en el
horizonte de la cultura europea a fines de la Edad Media. La locura y el loco
llegan a ser personajes importantes, en su ambigüedad: amenaza y cosa
ridícula, vertiginosa sinrazón del mundo y ridiculez menuda de los hombres.
En primer lugar, una serie de cuentos y de fábulas. Su origen, sin duda, es muy
lejano. Pero al final de la Edad Media, dichos relatos se extienden en forma
considerable: es una larga serie de "locuras" que, aunque estigmatizan vicios y
defectos, como sucedía en el pasado, los refieren todos no ya al orgullo ni a la
falta de caridad, ni tampoco al olvido de las virtudes cristianas, sino a una
especie de gran sinrazón, de la cual nadie es precisamente culpable, pero que
arrastra a todos los hombres, secretamente complacientes. La denuncia de la
locura llega a ser la forma general de la crítica. En las farsas y soties, el
personaje del Loco, del Necio, del Bobo, adquiere mucha importancia. No está
ya simplemente al margen, silueta ridícula y familiar: ocupa el centro del
teatro, como poseedor de la verdad, representando el papel complementario e
inverso del que representa la locura en los cuentos y en las sátiras. Si la locura
arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario,
recuerda a cada uno su verdad; en la comedia, donde cada personaje engaña a
los otros y se engaña a sí mismo, el loco representa la comedia de segundo
grado, el engaño del engaño; dice, con su lenguaje de necio, sin aire de razón,
las palabras razonables que dan un desenlace cómico a la obra. Explica el amor a
los enamorados, la verdad de la vida a los jóvenes, la mediocre realidad de
las cosas a los orgullosos, a los insolentes y a los mentirosos. Hasta las viejas
fiestas de locos, tan apreciadas en Flandes y en el norte de Europa, ocupan su
sitio en el teatro y transforman en crítica social y moral lo que hubo en ellos de
parodia religiosa espontánea.
En la literatura sabia la locura también actúa en el centro mismo de la razón y de
la verdad. Ella embarca indiferentemente a todos los hombres en su navío
insensato y los resuelve a lanzarse a una odisea en común. (Blauwe Schute de
Van Oestvoren, el Narrenschiff de Brant. ) De ella conjura Murner el reino
maléfico en su Narrenbeschwörung. Aparece unida al amor en la sátira de Corroz
Contre Fol Amour, y en el diálogo de Louise Labé, Débat de Folie et d'Amour,
discuten ambos para saber cuál de los dos es el primero, cuál de los dos hace
posible al otro, y es la locura la que conduce al amor a su guisa. La locura tiene
también sus juegos académicos; es objeto de discursos, ella misma los
pronuncia; cuando se la denuncia, se defiende, y reivindica una posición más
cercana a la felicidad y a la verdad que la razón, más cercana a la razón que la
misma razón. Wimpfeling redacta el Monopolium Philosophorum, y Judocus Gallus
el Monopolium et Societas, vulgo des Lichtschiffs. En fin, en el centro de estos
graves juegos, los grandes textos de los humanistas: Flayder y Erasmo. Frente a
estos manejos y a su incansable dialéctica, frente a estos discursos indefinidamente
reanudados y examinados, encontramos una larga genealogía de imágenes, desde
las de Jerónimo Bosco —la "Cura de la locura" y la "Nave de los locos"— hasta
Brueghel y su "Dulle Grete"; y el grabado transcribe lo que el teatro y la literatura
habían ya expuesto: los temas entretejidos de la Fiesta y la Danza de los Locos. 50Así
podemos ver cuán cierto es que, desde el siglo XV, el rostro de la locura ha
perseguido la imaginación del hombre occidental.
Una sucesión de fechas habla por sí misma: la Danza Macabra del cementerio de
los Inocentes data sin duda de los primeros años del siglo XV; la de la Chaise-
Dieu debió de ser compuesta alrededor de 1460, y en 1485 Guyot Marchand
publica su Danse Macabre. Estos sesenta años, seguramente, vieron el triunfo de
esta imaginería burlona, relativa a la muerte. En 1492 Brant escribe el
Narrenschiff; cinco años más tarde es traducido al latín; en los últimos años del
siglo, Bosco compone su "Nave de los locos". El Elogio de la locura es de 1509. El
orden de sucesión es claro.
Hasta la segunda mitad del siglo XV, o un poco más, reina sólo el tema de la
muerte. El fin del hombre y el fin de los tiempos aparecen bajo los rasgos de la
peste y de las guerras. Lo que pende sobre la existencia humana es esta
consumación y este orden al cual ninguno escapa. La presencia que amenaza
desde el interior mismo del mundo, es una presencia descarnada. Pero en los
últimos años del siglo, esta gran inquietud gira sobre sí misma; burlarse de la
locura, en vez de ocuparse de la muerte seria. Del descubrimiento de esta
necesidad, que reducía fatalmente el hombre a nada, se pasa a la contemplación
despectiva de esa nada que es la existencia misma. El horror delante de los
límites absolutos de la muerte, se interioriza en una ironía continua; se le
desarma por adelantado; se le vuelve risible; dándole una forma cotidiana y
domesticada, renovándolo a cada instante en el espectáculo de la vida,
diseminándolo en los vicios, en los defectos y en los aspectos ridículos de cada
uno. El aniquilamiento de la muerte no es nada, puesto que ya era todo, puesto
que la vida misma no es más que fatuidad, vanas palabras, ruido de cascabeles.
Ya está vacía la cabeza que se volverá calavera. En la locura se encuentra ya la
muerte. Pero es también su presencia vencida, esquivada en estos ademanes
de todos los días que, al anunciar que ya reina, indican que su presa será una
triste conquista. Lo que la muerte desenmascara, no era sino máscara, y nada
más; para descubrir el rictus del esqueleto ha bastado levantar algo que no era
ni verdad ni belleza, sino solamente un rostro de yeso y oropel. Es la misma
sonrisa la de la máscara vana y la del cadáver. Pero lo que hay en la risa del loco
es que se ríe por adelantado de la risa de la muerte; y el insensato, al presagiar
lo macabro, lo ha desarmado. Los gritos de Margot la Folie vencen, en pleno
Renacimiento, al "Triunfo de la Muerte", que se cantaba a fines de la Edad Media
en los muros de los cementerios.
La sustitución del tema de la muerte por el de la locura no señala una ruptura
sino más bien una torsión en el interior de la misma inquietud. Se trata aún de la
nada de la existencia, pero esta nada no es ya considerada como un término
externo y final, a la vez amenaza y conclusión. Es sentida desde el interior como
la forma continua y constante de la existencia. En tanto que en otro tiempo la
locura de los hombres consistía en no ver que el término de la vida se
aproximaba, mientras que antiguamente había que atraerlos a la prudencia
mediante el espectáculo de la muerte, ahora la prudencia consistirá en denunciar
la locura por doquier, en enseñar a los humanos que no son ya más que
muertos, y que si el término está próximo es porque la locura, convertida en
universal, se confundirá con la muerte. Esto es lo que profetiza Eustaquio
Deschamps:
Son cobardes, débiles y blandos,
viejos, codiciosos y mal hablados.
No veo más que locas y locos;
el fin se aproxima en verdad,
pues todo está mal.
Los elementos están ahora invertidos. Ya no es el fin de los tiempos y del mundo
lo que retrospectivamente mostrará que los hombres estaban locos al no
preocuparse de ello; es el ascenso de la locura, su sorda invasión, la que indica
que el mundo está próximo a su última catástrofe, que la demencia humana
llama y hace necesaria.
Ese nexo de la locura y de la nada está anudado tan fuertemente en el siglo XV
que subsistirá largo tiempo, y aún se le encontrará en el centro de la experiencia
clásica de la locura. En sus diversas formas —plásticas o literarias— esta
experiencia de la insensatez parece tener una extraña coherencia. La pintura y el
texto nos envían del uno al otro continuamente; en éste comentario, en aquélla,
ilustración. La Narrentanz es un solo y mismo tema que se encuentra y se vuelve
a encontrar en fiestas populares, en representaciones teatrales, en los grabados;
toda la última parte del Elogio de la locura está construida sobre el modelo de
una larga danza de locos, donde cada profesión y cada estado desfilan para
integrar la gran ronda de la sinrazón. Es probable que en la "Tentación" de
Lisboa un buen número de fauces de la fauna fantástica que se ve en la tela
provengan de las máscaras tradicionales; algunas, acaso, hayan sido tomadas
del Malleus. En cuanto a la famosa "Nave de los locos", ¿no es acaso una
traducción directa del Narrenschiff de Brant, del cual lleva el título, y de cual
parece ilustrar de manera muy precisa el canto XXVII, consagrado a su vez a
estigmatizar los potatores et edaces? Hasta se ha llegado a suponer que el
cuadro de Bosco era parte de toda una serie de pinturas, que ilustraban los
cantos principales del poema de Brant.
En realidad, no hay que dejarse engañar por lo que hay de estricto en la
continuidad de los temas, ni suponer más de lo que dice la historia. 57Es probable
que no se pueda hacer sobre este tema un análisis como el que ha realizado
Emile Mâle sobre épocas anteriores, principalmente respecto al tema de la
muerte. Entre el verbo y la imagen, entre aquello que pinta el lenguaje y lo que
dice la plástica, la bella unidad empieza a separarse; una sola e igual
significación no les es inmediatamente común. Y si es verdad que la Imagen
tiene aún la vocación de decir, de trasmitir algo que es consustancial al lenguaje,
es preciso reconocer que ya no dice las mismas cosas, y que gracias a sus
valores plásticos propios, la pintura se adentra en una experiencia que se
apartará cada vez más del lenguaje, sea la que sea la identidad superficial del
tema. La palabra y la imagen ilustran aun la misma fábula de la locura en el
mismo mundo moral; pero siguen ya dos direcciones diferentes, que indican, en
una hendidura apenas perceptible, lo que se convertirá en la gran línea de
separación en la experiencia occidental de la locura. La aparición de la locura en
el horizonte del Renacimiento se percibe primeramente entre las ruinas del
simbolismo gótico; es como si en este mundo, cuya red de significaciones
espirituales era tan tupida, comenzara a embrollarse, permitiera la aparición de
figuras cuyo sentido no se entrega sino bajo las especies de la insensatez. Las
formas góticas subsisten aún por un tiempo, pero poco a poco se vuelven
silenciosas, cesan de decir, de recordar y de enseñar, y sólo manifiestan algo
indescriptible para el lenguaje, pero familiar a la vista, que es su propia
presencia fantástica. Liberada de la sabiduría y del texto que la ordenaba, la
imagen comienza a gravitar alrededor de su propia locura.
Paradójicamente, esta liberación viene de la abundancia de significaciones, de
una multiplicación del sentido, por sí misma, que crea entre las cosas relaciones
tan numerosas, tan entretejidas, tan ricas, que no pueden ya ser descifradas
más que en el esoterismo del saber; las cosas, por su parte, están
sobrecargadas de atributos, de indicios, de alusiones, y terminan por perder su
propia faz. El sentido no se lee ya en una percepción inmediata, la figura cesa de
hablar de sí misma; entre el saber que la anima y la forma a la cual se traspone
se ha creado un vacío. Aquélla queda libre para el onirismo. Un libro da
testimonio de esta proliferación de sentidos al terminar el mundo gótico; es el
Speculum humanae salvationis que, además de las correspondencias
establecidas por la tradición patrística, establece todo un simbolismo
solamente prefigurada por el sacrificio de Abraham; todos los suplicios y los
sueños innumerables que éstos engendran, están en relación con la Pasión.
Tubal, el herrero, y la rueda de Isaías, ocupan su lugar alrededor de la cruz,
integrando, fuera de todas las lecciones del sacrificio, el cuadro fantástico del
encarnizamiento, de los cuerpos torturados y del dolor. He aquí la imagen
sobrecargada de sentidos suplementarios, obligada a revelarlos. Y el sueño, lo
insensato, lo irrazonable, pueden deslizarse a éste exceso de sentido. Las figuras
simbólicas se transforman fácilmente en siluetas de pesadilla. Como ejemplo
podemos mencionar aquella vieja imagen de la sabiduría, tan a menudo
expresada, en los grabados alemanes, por un pájaro de cuello largo cuyos
pensamientos, al subir lentamente del corazón a la cabeza, tienen tiempo de ser
pesados y reflexionados; los valores de este símbolo se adensan por el hecho
de estar demasiado acentuados: el largo camino de reflexión llega a ser, en la
imagen, el alambique de un saber sutil, que destila las quintaesencias. El cuello
del Gutenmesch se alarga indefinidamente para expresar mejor, además de la
sabiduría, todas las mediaciones reales del saber; y el hombre simbólico llega a
ser un pájaro fantástico cuyo cuello desmesurado se repliega mil veces sobre él
mismo, un ser sin sentido, colocado entre el animal y la cosa, más próximo a los
prestigios propios de la imagen que al rigor de un sentido. Esta simbólica
sabiduría es prisionera de las locuras del sueño.
Existe una conversión fundamental del mundo de las imágenes: el
constreñimiento de un sentido multiplicado lo libera del orden de las formas. Se
insertan tantas significaciones diversas bajo la superficie de la imagen, que ésta
termina por no ofrecer al espectador más que un rostro enigmático.
Su poder no es ya de enseñanza sino de fascinación. Es característica la
evolución del grylle, famoso tema, familiar desde la Edad Media, que
encontramos en los salterios ingleses, en Chartres y en Bourges. Enseñaba
entonces que el hombre que vivía para satisfacer sus deseos, transformaba su
alma en prisionera de la bestia; aquellos rostros grotescos, en el vientre de los
monstruos, pertenecían al mundo de la gran metáfora platónica, y sirven para
demostrar el envilecimiento del espíritu en la locura del pecado. Pero he aquí que en
el siglo XV, el grylle, imagen de la locura humana, llega a ser una de las figuras
privilegiadas de las innumerables "Tentaciones". La tranquilidad del eremita no se ve
turbada por los objetos del deseo; son formas dementes, que encierran un secreto,
que han surgido de un sueño y permanecen en la superficie de un mundo,
silenciosas y furtivas. En la "Tentación" de Lisboa, enfrente de San Antonio está
sentada una de estas figuras nacidas de la locura, de su soledad, de su penitencia,
de sus privaciones; una débil sonrisa ilumina ese rostro sin cuerpo, pura presencia
de la inquietud que aparece como una mueca ágil. Ahora bien, esta silueta de
pesadilla es a la vez sujeto y objeto de la tentación; es ella la que fascina la mirada
del asceta; ambos permanecen prisioneros de una especie de interrogación
especular, indefinidamente sin respuesta, en un silencio habitado solamente por el
hormigueo inmundo que los rodea. El grylle ya no recuerda al hombre, bajo una
forma satírica, su vocación espiritual, olvidada en la locura del deseo. Ahora es la
locura convertida en Tentación; todo lo que hay de imposible, de fantástico, de
inhumano, todo lo que indica la presencia insensata de algo que va contra la
naturaleza, presencia inmensa que hormiguea sobre la faz de la Tierra, todo eso,
precisamente, le da su extraño poder. La libertad de sus sueños —que en ocasiones,
es horrible—, los fantasmas de su locura tienen, para el hombre del siglo XV, mayor
poder de atracción que la deseable realidad de la carne.
¿Cuál es, pues, el poder de fascinación, que en esta época se ejerce a través de
las imágenes de la locura?
En primer lugar, el hombre descubre, en esas figuras fantásticas, uno de los
secretos y una vocación de su naturaleza. En el pensamiento medieval, las
legiones de animales, a las que había dado Adán nombre para siempre,
representaban simbólicamente los valores de la humanidad. Pero al principio
del Renacimiento las relaciones con la animalidad se invierten; la bestia se
libera; escapa del mundo de la leyenda y de la ilustración moral para adquirir
algo fantástico, que le es propio. Y por una sorprendente inversión, va a ser
ahora el animal, el que acechará al hombre, se apoderará de él, y le revelará su
propia verdad. Los animales imposibles, surgidos de una loca imaginación, se
han vuelto la secreta naturaleza del hombre; y cuando, el último día, el hombre
pecador aparece en su horrible desnudez, se da uno cuenta de que tiene la
forma monstruosa de un animal delirante: son esos gatos cuyos cuerpos de
sapos se mezclan en el "Infierno" de Thierry Bouts con la desnudez de los
condenados; son, según los imagina Stefan Lochner, insectos alados con cabeza
de gatos, esfinges con élitros de escarabajo, pájaros con alas inquietas y ávidas,
como manos; es el gran animal rapaz, con dedos nudosos, que aparece en la
"Tentación" de Grünewald. La animalidad ha escapado de la domesticación de los
valores y símbolos humanos; es ahora ella la que fascina al hombre por su
desorden, su furor, su riqueza en monstruosas imposibilidades, es ella la que
revela la rabia oscura, la locura infecunda que existe en el corazón de los
hombres.
En el polo opuesto a esta naturaleza de tinieblas, la locura fascina porque es
saber. Es saber, ante todo, porque todas esas figuras absurdas son en realidad
los elementos de un conocimiento difícil, cerrado y esotérico. Estas formas
extrañas se colocan, todas, en el espacio del gran secreto, y el San Antonio que
es tentado por ellas no está sometido a la violencia del deseo, sino al aguijón,
mucho más insidioso, de la curiosidad; es tentado por ese saber, tan próximo y
tan lejano, que se le ofrece y lo esquiva al mismo tiempo, por la sonrisa del
grylle; el movimiento de retroceso del santo no indica más que su negativa de
franquear los límites permitidos del saber; sabe ya —y ésa es su tentación— lo
que Cardano dirá más tarde: "La Sabiduría, como las otras materias preciosas,
debe ser arrancada a las entrañas de la Tierra. " Este saber, tan temible e
inaccesible, lo posee el Loco en su inocente bobería. En tanto que el hombre
razonable y prudente no percibe sino figuras fragmentarias —por lo mismo más
inquietantes— el Loco abarca todo en una esfera intacta: esta bola de cristal,
que para todos nosotros está vacía, está, a sus ojos, llena de un espeso e
invisible saber, Brueghel se burla del inválido que intenta penetrar en la esfera
de cristal; es esta burbuja irisada del saber la que se balancea, sin romperse
jamás —linterna irrisoria, pero infinitamente preciosa—, en el extremo de la
pértiga que lleva al hombro Margot la Folie. Es ella también la que aparece en el
reverso del "Jardín de las Delicias". Otro símbolo del saber, el árbol (el árbol
prohibido, el árbol de la inmortalidad prometida y del pecado), antaño plantado
en el corazón del Paraíso Terrenal, ha sido arrancado y es ahora el mástil del navío
de los locos, como puede verse en el grabado que ilustra las Stultiferae naviculae de
Josse Bade; es él sin duda el que se balancea encima de la "Nave de los locos" de
Bosco.
¿Qué anuncia el saber de los locos? Puesto que es el saber prohibido, sin duda
predice a la vez el reino de Satán y el fin del mundo; la última felicidad es el
supremo castigo; la omnipotencia sobre la Tierra y la caída infernal. La "Nave de
los locos" se desliza por un paisaje delicioso, donde todo se ofrece al deseo, una
especie de Paraíso renovado, puesto que el hombre no conoce ya ni el
sufrimiento ni la necesidad; y sin embargo, no ha recobrado la inocencia. Esta
falsa felicidad constituye el triunfo diabólico del Anticristo, y es el Fin, próximo
ya. Es cierto que los sueños del Apocalipsis no son una novedad en el siglo XV;
pero son muy diferentes de los sueños de antaño. La iconografía dulcemente
caprichosa del siglo XIV, donde los castillos están caídos como si fueran dados,
donde la Bestia es siempre el Dragón tradicional, mantenido a distancia por la
Virgen, donde —en una palabra— el orden de Dios y su próxima victoria son
siempre visibles, es sustituida por una visión del mundo donde toda sabiduría
está aniquilada. Es el gran sabbat de la naturaleza; las montañas se derrumban
y se vuelven planicies, la tierra vomita los muertos, y los huesos asoman sobre
las tumbas; las estrellas caen, la tierra se incendia, toda vida se seca y muere.
El fin no tiene valor de tránsito o promesa; es la llegada de una noche que
devora la vieja razón del mundo. Es suficiente mirar a los caballeros del
Apocalipsis, de Durero, enviado por Dios mismo: no son los ángeles del Triunfo y
de la reconciliación, ni los heraldos de la justicia serena; son los guerreros
desmelenados de la loca venganza. El mundo zozobra en el Furor universal. La
victoria no es ni de Dios ni del Diablo; es de la Locura.
Por todos lados, la locura fascina al hombre. Las imágenes fantásticas que hace
nacer no son apariencias fugitivas que desaparecen rápidamente de la superficie
de las cosas. Por una extraña paradoja, lo que nace en el más singular de los
delirios, se hallaba ya escondido, como un secreto, como una verdad inaccesible,
en las entrañas del mundo. Cuando el hombre despliega la arbitrariedad de su
locura, encuentra la oscura necesidad del mundo; el animal que acecha en sus
pesadillas, en sus noches de privación, es su propia naturaleza, la que descubrirá
la despiadada verdad del infierno; las imágenes vanas de la ciega bobería forman
el gran saber del mundo; y ya, en este desorden, en este universo enloquecido,
se adivina lo que será la crueldad del final. En muchas imágenes el Renacimiento
ha expresado lo que presentía de las amenazas y de los secretos del mundo, y es
esto sin duda lo que les da esa gravedad, lo que dota a su fantasía de coherencia
tan grande.
En la misma época los temas literarios, filosóficos y morales referentes a la
locura son de distinta especie.
La Edad Media había colocado la locura en la jerarquía de los vicios. Desde el
siglo XIII es corriente verla figurar entre los malos soldados de la Psicomaquia.
Forma parte, tanto en París como en Amiens, de las tropas malvadas y de las
doce dualidades que se reparten la soberanía del alma humana: Fe e Idolatría,
Esperanza y Desesperación, Caridad y Avaricia, Castidad y Lujuria, Prudencia y
Locura, Paciencia y Cólera, Dulzura y Dureza, Concordia y Discordia, Obediencia
y Rebelión, Perseverancia e Inconstancia. En el Renacimiento, la Locura
abandona ese sitio modesto y pasa a ocupar el primero. Mientras que, en la obra
de Hugues de Saint-Victor, el árbol genealógico de los Vicios, el del Viejo Adán,
tenía por raíz el orgullo, ahora es la Locura la que conduce el alegre coro de las
debilidades humanas. Indiscutido corifeo, ella las guía, las arrastra y las nombra.
"Reconocedlas aquí, en el grupo de mis compañeras... Ésta del ceño fruncido, es
Filautía (el Amor Propio). Ésa que ves reír con los ojos y aplaudir con las manos,
es Colacia (la Adulación). Aquella que parece estar medio dormida es Letea (el
Olvido). Aquella que se apoya sobre los codos y cruza las manos es Misoponía (la
Pereza). Aquella que está coronada de rosas y ungida con perfumes es Hedoné
(la Voluptuosidad). Aquella cuyos ojos vagan sin detenerse es Anoia (el
Aturdimiento). Aquella, entrada en carnes, con tez florida, es Trifé (la Molicie). Y
he aquí, entre estas jóvenes, dos dioses: el de la Buena Comida y el del Sueño
Profundo. " Es un privilegio absoluto de la locura el reinar sobre todo aquello
que hay de malo en el hombre. Y por lo tanto reina también sobre todo el bien
que puede hacer: sobre la ambición, que hace a los políticos hábiles; sobre la
avaricia que aumenta las riquezas; sobre la indiscreta curiosidad que anima a
filósofos y sabios. Louise Labé lo repite después de Erasmo; y Mercurio implora a
los dioses por ella: "No dejéis que se pierda esta bella Dama, que os ha dado
tanto contento. "
Pero este nuevo reino tiene poco en común con el reino oscuro del cual
hablábamos hace poco, que ligaba a la locura a las grandes potencias trágicas
del mundo.
Es cierto que la locura atrae, pero ya no fascina. Gobierna todo lo que es fácil,
alegre y ligero en el mundo. Hace que los hombres "se diviertan y se regocijen";
al igual que a los dioses, ha dado "Genio, Juventud, Baco, Sileno y este amable
guardián de los jardines". En ella todo es superficie brillante: no hay enigmas
reservados.
Sin duda, la locura tiene algo que ver con los extraños caminos del saber. El
primer canto del poema de Brant está consagrado a los libros y a los sabios; y en
el grabado que ilustra este pasaje, en la edición latina de 1497, vemos al
Maestro, como en un trono, en su cátedra atestada de libros; detrás del birrete
de doctor, lleva el capuchón de los locos, adornado con cascabeles. Erasmo
reserva en su ronda de locos un amplio espacio a los hombres del saber:
después de los Gramáticos, los Poetas, los Rectores y los Escritores; después los
Jurisconsultos; después de ellos vienen los "Filósofos, respetables por la barba y
la toga"; y al final, el tropel apresurado e innumerable de los Teólogos. Pero si
el saber es tan importante en el reino de la locura, no es porque ésta conserve
aquellos secretos; es, al contrario, el castigo de una ciencia inútil y desordenada.
Si es la verdad del conocimiento, es porque éste es irrisorio, ya que en vez de
basarse en el gran Libro de la experiencia, se pierde en el polvo de los libros y de
las discusiones ociosas; la ciencia cae en la locura por el mismo exceso de las
falsas ciencias.
O Vos doctores, qui grandia nomina fertis
respicite antiquos patris, jurisque peritos.
Non in candidulis pensebant dogmata libris,
arte sed ingenua sitibundum pectus alebant.

Conforme al tema, por mucho tiempo familiar a la sátira popular, la locura
aparece aquí como el castigo cómico del saber y de su presunción ignorante.
Es que, de una manera general, la locura no se encuentra unida al mundo y a
sus fuerzas subterráneas, sino más bien al hombre, a sus debilidades, a sus
sueños y a sus ilusiones. Todo lo que tenía la locura de oscura manifestación
cósmica en Bosco, ha desaparecido en Erasmo; la locura ya no acecha al hombre
desde los cuatro puntos cardinales; se insinúa en él o, más bien, constituye una
relación sutil que el hombre mantiene consigo mismo. La personificación
mitológica de la Locura no es, en Erasmo, más que un artificio literario. En
realidad, no existen más que locuras, formas humanas de la locura: "Cuento
tantas estatuas como hombres existen"; baste con echar una ojeada sobre las
ciudades más prudentes y mejor gobernadas: "Abundan allí tantas formas de
locura, y cada día hace surgir tantas nuevas, que mil Demócritos no serían
suficientes para burlarse de ellas. " .No hay locura más que en cada uno de los
hombres, porque es el hombre quien la constituye merced al afecto que se tiene
a sí mismo. La "Filautía" es la primera figura alegórica que la locura arrastra a su
danza; esto sucede porque la una y la otra están ligadas por una relación
privilegiada; el apego a sí mismo es la primera señal de la locura; y es tal apego
el que hace que el hombre acepte como verdad el error, como realidad la
mentira, como belleza y justicia, la violencia y la fealdad. "Éste, más feo que un
mono, se ve hermoso como Nireo; ése se juzga un Euclides por las tres líneas
que traza con el compás; aquel otro cree cantar como Hermógenes, cuando
parece un asno frente a una lira, y su voz es tan desapacible como la del gallo
picando a la gallina. " De esta adhesión imaginaria a sí mismo nace la locura,
igual que un espejismo. El símbolo de la locura será en adelante el espejo que,
sin reflejar nada real, reflejará secretamente, para quien se mire en él, el sueño
de su presunción. La locura no tiene tanto que ver con la verdad y con el mundo,
como con el hombre y con la verdad de sí mismo, que él sabe percibir.
Desemboca, pues, en un universo enteramente moral. El Mal no es castigo o fin
de los tiempos, sino solamente falta y defecto. Ciento dieciséis de los cantos del
poema de Brant están consagrados a hacer el retrato de los pasajeros insensatos
de la Nave: son avaros, delatores, borrachos; son aquellos que se entregan a la
orgía y al desorden; aquellos que interpretan mal las Escrituras; los que
practican el adulterio. Locher, el traductor, de Brant, indica en su prefacio en
latín el proyecto y sentido de la obra; se trata de mostrar quae mala quae bona
sint; quid vitia; quo virtus, quo ferat error; se fustiga, por la maldad que
revelan, a impios, superbos, avaros, luxuriosos, lascivos, delicatos, iracundos,
gulosos, edaces, invidos, veneficos, fidefrasos...—en una palabra, a todo lo que
el hombre ha podido inventar respecto a irregularidades de su propia conducta.
En el dominio de la expresión literaria y filosófica, la experiencia de la locura, en
el siglo XV, toma sobre todo el aire de una sátira moral. Nada recuerda esas
grandes amenazas de invasión que hostigaban la imaginación de los pintores. Al
contrario, se procura eliminarla; de ella no se habla. Erasmo aparta la mirada de
esa demencia "que las Furias desencadenan desde los Infiernos, cuanta vez
azuzan sus serpientes". No es de esas formas insensatas de las que ha querido
hacer el elogio sino de la "dulce ilusión" que libera el alma "de sus penosos
cuidados y la entrega a las diversas formas de voluptuosidad". Este mundo
calmado es domesticado fácilmente; despliega sin misterio sus ingenuos
prestigios ante los ojos del sabio, y éste guarda siempre, gracias a la risa, las
debidas distancias. Mientras que Bosco, Brueghel y Durero eran espectadores
terriblemente terrestres, implicados en aquella locura que veían manar alrededor
de ellos, Erasmo la percibe desde bastante lejos, está fuera de peligro; la
observa desde lo alto de su Olimpo, y si canta sus alabanzas es porque puede
reír con la risa inextinguible de los dioses. Pues es un espectáculo divino la
locura de los hombres. "En resumen, si pudierais observar desde la Luna, como
en otros tiempos Menipo, las agitaciones innumerables de la Tierra, pensaríais
ver un enjambre de moscas o moscardones que se baten entre ellos, que luchan
y se ponen trampas, se roban, juegan, brincan, caen y mueren; no podríais
imaginar cuántas dificultades, qué tragedias produce un animalillo tan minúsculo,
destinado a perecer en breve". La locura ya no es la rareza familiar del mundo;
es solamente un espectáculo muy conocido para el espectador extraño; no es ya
una imagen del cosmos, sino el rasgo característico del aevum.
Tal puede ser, apresuradamente reconstruido, el esquema de la oposición entre
una experiencia cósmica de la locura en la proximidad de esas formas
fascinantes, y una experiencia crítica de esta misma locura, en la distancia
insalvable de la ironía. Indudablemente, en su vida real, esta oposición no fue ni
tan marcada ni tan aparente. Durante largo tiempo aún, los hilos estuvieron
entrecruzados, los intercambios fueron incesantes.
El tema del fin del mundo, de la gran violencia final, no es extraño a la
experiencia crítica de la locura tal como está formulada en la literatura. Ronsard
evoca aquellos tiempos últimos que se debaten en el gran vacío de la Razón:
Al cielo ya volaron justicias y razones.
¡Ay! usurpan sus tronos el hurto, la venganza,
el odio, los rencores, la sangre, la matanza.
Hacia el fin del poema de Brant, se dedica todo un capítulo al tema apocalíptico
del Anticristo: una inmensa tempestad se lleva la nave de los locos en carrera
insensata, que se identifica con la catástrofe de los mundos. Y, a la inversa, no
pocas figuras de la retórica moral son ilustradas, de manera muy directa, entre
las imágenes cósmicas de la locura: no olvidemos al famoso médico del Bosco,
más loco aún que aquel a quien pretende curar: toda su falsa ciencia no ha hecho
apenas otra cosa que acumular sobre él las peores manías de una locura que todos
pueden ver, salvo él mismo. Para sus contemporáneos y para las generaciones que
van a seguirlos, las obras del Bosco ofrecen una lección de moral: todas esas figuras
que nacen del mundo, ¿no revelan, igualmente, a los monstruos del corazón? "La
diferencia que existe entre las pinturas de este hombre y las de otros consiste en
que los demás tratan más a menudo de pintar al hombre tal como se muestra al
exterior, pero sólo éste ha tenido la audacia de pintarlos tal como son en el interior.
" Y en esta sabiduría denunciadora, en esta ironía inquieta, piensa el mismo
comentador de principios del siglo XVII, puede verse el símbolo claramente
expresado, en casi todos los cuadros del Bosco, por la doble figura de la llama (luz
del pensamiento que vela), y del búho, cuya extraña mirada fija "se eleva en la
calma y el silencio de la noche, consumiendo más aceite que vino".
Pese a tantas interferencias aún visibles, la separación ya está hecha; entre las
dos formas de experiencia de la locura no dejará de aumentar la distancia. Las
figuras de la visión cósmica y los movimientos de la reflexión moral, el elemento
trágico y el elemento crítico, en adelante irán separándose cada vez, abriendo en
la unidad profunda de la locura una brecha que nunca volverá a colmarse. Por un
lado, habrá una Nave de los locos, cargada de rostros gesticulantes, que se
hunde poco a poco en la noche del mundo, entre paisajes que hablan de la
extraña alquimia de los conocimientos, de las sordas amenazas de la bestialidad,
y del fin de los tiempos. Por el otro lado, habrá una Nave de los locos que forme
para los sabios la Odisea ejemplar y didáctica de los defectos humanos.
De un lado el Bosco, Brueghel, Thierry Bouts, Durero, y todo el silencio de las
imágenes. Es en el espacio de la pura visión donde la locura despliega sus
poderes. Fantasmas y amenazas, apariencias puras del sueño y destino secreto
del mundo. La locura tiene allí una fuerza primitiva de revelación: revelación de
que lo onírico es real, de que la tenue superficie de la ilusión se abre sobre una
profundidad irrecusable, y de que el cintilar instantáneo de la imagen deja al
mundo presa de figuras inquietantes que se eternizan en sus noches; y
revelación inversa pero no menos dolorosa, que toda la realidad del mundo será
reabsorbida un día por la Imagen fantástica, en ese momento situado entre el
ser y la nada: el delirio de la destrucción pura; el mundo no existe ya, pero el
silencio y la noche aún no acaban de cerrarse sobre él; vacila en un último
resplandor, en el extremo del desorden que precede al orden monótono de lo
consumado. En esta imagen inmediatamente suprimida es donde viene a
perderse la verdad del mundo. Toda esta trama de la apariencia y del secreto, de
la imagen inmediata y del enigma reservado se despliega, en la pintura del siglo
XV, como la trágica locura del mundo.
Del otro lado, con Brant, con Erasmo, con toda la tradición humanista, la locura
queda atrapada en el universo del discurso. Allí se refina, se hace más sutil, y
asimismo se desarma. Cambia de escala; nace en el corazón de los hombres,
arregla y desarregla su conducta; y aunque gobierna las ciudades, la quieta
verdad de las cosas, la gran naturaleza la ignora. Desaparece pronto cuando
aparece lo esencial, que es vida y muerte, justicia y verdad. Acaso todo hombre
esté sometido a ella, pero su reinado siempre será mezquino y relativo; pues la
locura mostrará su mediocre verdad a la mirada del sabio. Para él, la locura será
un objeto, y de la peor manera, pues será el objeto de su risa. Por eso mismo,
los laureles que se tejen para ella la encadenan. Y así fuese más sabia que toda
ciencia, debería inclinarse ante la sabiduría, puesto que ella es locura. No puede
tener la última palabra, no es nunca la última palabra de la verdad y del mundo;
el discurso por el cual se justifica sólo proviene de una conciencia critica del
hombre. Este enfrentamiento de la conciencia crítica y de la experiencia trágica
anima todo lo que ha podido ser conocido de la locura y formulado sobre ella a
principios del Renacimiento. Empero, se esfumará pronto, y esta gran
estructura, tan clara aún, tan bien delineada a principios del siglo XVI habrá
desaparecido, o casi, menos de cien años después. Desaparecer no es
precisamente el término que conviene para designar con toda precisión lo que ha
ocurrido. Se trata, antes bien, de un privilegio cada vez más marcado que el
Renacimiento ha concedido a uno de los elementos del sistema: el que hacía de
la locura una experiencia en el campo del idioma, una experiencia en que el
hombre afrontaba su verdad moral, las reglas propias de su naturaleza y de su
verdad. En suma, la conciencia crítica de la locura se ha encontrado cada vez
más en relieve, mientras sus figuras trágicas entraban progresivamente en la
sombra. Éstas pronto serán absolutamente esquivadas. Antes de que pase
mucho tiempo, costará trabajo descubrir sus huellas; tan sólo algunas páginas
de Sade y la obra de Goya ofrecen testimonio de que esta desaparición no es un
hundimiento, sino que, oscuramente, esta experiencia trágica subsiste en las
noches del pensamiento y de los sueños, y que en el siglo XVI no se trató de una
destrucción radical sino tan sólo de una ocultación. La experiencia trágica y
cósmica de la locura se ha encontrado disfrazada por los privilegios exclusivos de
una conciencia crítica. Por ello la experiencia clásica, y a través de ella la
experiencia moderna de la locura, no puede ser considerada como una figura
total, que así llegaría finalmente a su verdad positiva; es una figura fragmentaria
la que falazmente se presenta como exhaustiva; es un conjunto desequilibrado
por todo lo que le falta, es decir, por todo lo que oculta. Bajo la conciencia crítica
de la locura y sus formas filosóficas o científicas, morales o médicas, no ha
dejado de velar una sorda conciencia trágica.
Es esto lo que han revelado las últimas palabras de Nietzsche, las últimas
visiones de Van Gogh. Es ella, sin duda, la que, en el punto más extremo de su
camino, ha empezado a presentir Freud; son esos grandes desgarramientos los
que él ha querido simbolizar por la lucha mitológica de la libido y del instinto de
muerte. Es ella, en fin, esta conciencia, la que ha venido a expresarse en la obra
de Artaud, en esta obra que debería plantear al pensamiento del siglo xx, si éste
le prestara atención, la más urgente de las preguntas, y la que menos permite al
investigador escapar del vértigo, en esta obra que no ha dejado de proclamar
que nuestra cultura había perdido su medio trágico desde el día en que rechazó
lejos de sí a la gran locura solar del mundo, los desgarramientos en que se
consuma sin cesar la "vida y muerte de Satán el Fuego".
Son estos descubrimientos extremos, ellos solos, los que nos permiten en
nuestra época juzgar finalmente que la experiencia de la locura que se extiende
desde el siglo XVI hasta hoy debe su figura particular y el origen de su sentido a
esta ausencia, a esta noche y a todo lo que la llena. La bella rectitud que
conduce al pensamiento racional hasta el análisis de la locura como enfermedad
mental debe ser reinterpretada en una dimensión vertical; parece entonces que
bajo cada una de sus formas oculta de manera más completa, y también más
peligrosa, esta experiencia trágica, a la que sin embargo no ha logrado reducir
del todo. En el punto último del freno, era necesaria la explosión, a la que
asistimos desde Nietzsche.
Pero: ¿cómo se constituyeron en el siglo XVI los privilegios de la reflexión crítica?
¿Cómo se encuentra la experiencia de la locura finalmente confiscada por ellos,
de tal manera que en el umbral de la época clásica todas las imágenes trágicas
evocadas en la época precedente se han disipado en la sombra? Aquel
movimiento que hacía decir a Artaud: "Con una realidad que tenía sus leyes,
sobrehumanas quizá, pero naturales, ha roto el Renacimiento del siglo XVI; y el
Humanismo del Renacimiento no fue un engrandecimiento, sino una disminución
del hombre", ese movimiento, ¿cómo se ha terminado?
Resumamos brevemente lo que es indispensable en esta evolución para
comprender la experiencia que el clasicismo hizo de la locura.
1º La locura se convierte en una forma relativa de la razón, o antes bien locura y
razón entran en una relación perpetuamente reversible que hace que toda locura
tenga su razón, la cual la juzga y la domina, y toda razón su locura, en la cual se
encuentra su verdad irrisoria. Cada una es medida de la otra, y en ese
movimiento de referencia recíproca ambas se recusan, pero se funden la una por
la otra.
El viejo tema cristiano de que el mundo es locura a los ojos de Dios se
rejuvenece en el siglo XVI, en esta dialéctica cerrada de la reciprocidad. El
hombre cree que ve claro, y que él es la medida justa de las cosas; el
conocimiento que tiene del mundo, que cree tener, lo confirma en su
complacencia: "Si dirigimos la mirada hacia abajo, en pleno día, o si
contemplamos a nuestro alrededor, aquí y allá, nos parece que nuestra mirada
es la más aguda que podamos concebir"; pero si volvemos los ojos hacia el
mismo sol, nos vemos obligados a confesar que nuestra comprensión de las
cosas terrestres no es más que "pura tardanza y entorpecimiento cuando se
trata de ir hasta el sol". Esta conversión, casi platónica, hacia el sol del ser, no
descubre, sin embargo, con la verdad el fundamento de las apariencias;
solamente revela el abismo de nuestra propia sinrazón: "Si empezamos a elevar
nuestros pensamientos a Dios... aquello que nos encantaba bajo el título de
sabiduría sólo nos parecerá locura, y aquello que tenía una bella apariencia de
virtud no resultará ser más que debilidad. "Subir por el espíritu hacia Dios y
sondear el abismo insensato donde hemos caído no es más que una sola y
misma cosa; en la experiencia de Calvino la locura es la medida propia del
hombre cuando se la compara con la desmesurada razón de Dios.
El espíritu del hombre, en su finitud, no es tanto un chispazo de la gran luz como
un fragmento de sombra. A su inteligencia limitada no se ha abierto la verdad
parcial y transitoria de la apariencia; su locura sólo descubre el anverso de las
cosas, su lado nocturno, la contradicción inmediata de su verdad. Al elevarse
hasta Dios, el hombre no sólo debe sobrepasarse, sino arrancarse a su flaqueza
esencial, dominar de un salto la oposición entre las cosas del mundo y su esencia
divina, pues lo que se transparenta de la verdad en la apariencia no es su reflejo,
sino una cruel contradicción: "Todas las cosas tienen dos caras —dice Sebastián
Franck— porque Dios ha resuelto oponerse al mundo, dejar a éste la apariencia y
tomar para sí la verdad y la esencia de las cosas... Por ello, cada cosa es lo
contrario de lo que parece ser en el mundo: un Sileno invertido. " El abismo de
locura en que han caído los hombres es tal que la apariencia de verdad que allí
se encuentra dada es su rigurosa contradicción. Pero hay más aún: esta
contradicción entre apariencia y verdad ya se encuentra presente en el interior
mismo de la apariencia; pues si la apariencia fuera coherente consigo misma,
sería al menos una alusión a la verdad y como su forma vacía. Es en las cosas
mismas donde se debe descubrir esa inversión, inversión que desde entonces
carecerá de dirección única y de término preestablecido; no de la apariencia
hacia la verdad, sino de la apariencia hacia esta otra que la niega, luego
nuevamente hacia lo que refuta esta negación y reniega de ella, de tal suerte
que el movimiento no puede ser detenido jamás, y que desde antes de aquella
gran conversión que exigían Calvino o Franck, Erasmo se sabe detenido por las
mil conversiones menores que le prescribe la apariencia a su propio nivel: el
Sileno invertido no es el símbolo de la verdad que nos ha retirado Dios; es
mucho más y mucho menos: el símbolo, a ras de tierra, de las cosas mismas,
esta implicación de los contrarios que nos oculta, para siempre acaso, el camino
recto y único hacia la verdad. Cada cosa "muestra dos caras. La cara exterior
muestra la muerte; contémplese el interior: allí está la vida, o viceversa. La
belleza encubre la fealdad, la riqueza la indigencia, la infamia la gloria, el saber
la ignorancia. En suma, abrid el Sileno, encontraréis allí lo contrario de lo que
muestra".  Nada que no esté hundido en la contradicción inmediata, nada que
no incite al hombre a adherirse a su propia locura; medido por la verdad de las
esencias y de Dios, todo el orden humano no es más que locura.
Y también es locura, en este orden, el movimiento por el cual se intenta
arrancarse de él para tener acceso a Dios. En el siglo XVI, más que en ninguna
época, la Epístola a los Corintios brilla con un prestigio incomparable: "Como si
estuviera loco hablo. " Locura era esta renuncia al mundo, locura el abandono
total a la voluntad oscura de Dios, locura esta búsqueda de la que se desconoce
el fin, tantos viejos temas caros a los místicos. Ya Tauler evocaba ese abandono
de las locuras del mundo pero que se ofrecía, por ello mismo, a locuras más
sombrías y más desoladoras: "La navecilla es llevada mar adentro, y como el
hombre se encuentra en este estado de abandono, entonces afloran en él todas
las angustias y todas las tentaciones, y todas las imágenes, y la miseria... " La
misma experiencia comenta Nicolás de Cusa: "Cuando el hombre abandona lo
sensible, su alma se vuelve como demente. " En marcha hacia Dios, el hombre
está más abierto que nunca a la locura, y ese puerto de la verdad hacia el cual
finalmente lo empuja la gracia, ¿qué es para él, si no un abismo de sinrazón? La
sabiduría de Dios, cuando se puede percibir su resplandor, no es una razón
velada largo tiempo, sino una profundidad sin medida. En ella, el secreto guarda
todas sus dimensiones de secreto, la contradicción no deja de contradecirse
siempre, bajo el signo de esta gran contradicción, deseosa de que el centro
mismo de la sabiduría sea el vértigo de toda demencia. "Señor, tu consejo es un
abismo demasiado profundo. " Y lo que Erasmo había entrevisto de lejos, al
decir secamente que Dios ha ocultado aun a los sabios el misterio de la
salvación, salvando así al mundo por la locura misma, Nicolás de Cusa lo había
dicho extensamente en el movimiento de sus ideas, perdiendo su débil razón
humana, que no es sino locura, en la gran locura abismal de la sabiduría de
Dios: "Ninguna expresión verbal puede expresarla, ningún acto del
entendimiento puede hacerla comprender, ninguna medida puede medirla,
ninguna realización realizarla, ningún término terminarla, ninguna proporción
proporcionarla, ninguna comparación compararla, ninguna figura figurarla,
ninguna forma informarla... Inexpresable mediante ninguna expresión verbal, se
pueden concebir frases de ese género al infinito, pues ninguna concepción puede
concebir esta Sabiduría por la cual, en la cual y de la cual proceden todas las
cosas. "
El gran círculo se ha cerrado. En relación con la Sabiduría, la razón del hombre
no era más que locura; en relación con la endeble sabiduría de los hombres, la
Razón de Dios es arrebatada por el movimiento esencial de la Locura. Medido en
la grande escala, todo no es más que Locura; medido en la pequeña escala, el
Todo mismo es locura. Es decir, nunca hay locura más que por referencia a una
razón, pero toda la verdad de ésta consiste en hacer brotar por un instante una
locura que ella rechaza, para perderse a su vez en una locura que la disipa. En
un sentido la locura no es nada: la locura de los hombres, nada ante la razón
suprema, única que contiene al ser; y el abismo de la locura fundamental, nada
puesto que no es tal más que para la frágil razón de los hombres. Pero la razón
no es nada, pues aquella en cuyo nombre se denuncia la locura humana se
revela, cuando finalmente se llega a ella, como un mero vestigio donde debe
callarse la razón.
Así, bajo la influencia principal del pensamiento cristiano, queda conjurado el
gran peligro que el siglo XV había visto crecer. La locura no es una potencia
sorda que hace estallar el mundo y revela fantásticos prestigios; en el crepúsculo
de los tiempos, no revela las violencias de la bestialidad ni la gran lucha del
Saber y la Prohibición. Ha sido arrastrada por el ciclo indefinido que la vincula
con la razón; ambas se afirman y se niegan la una por la otra. La locura ya no
tiene existencia absoluta en la noche del mundo: sólo existe por relatividad a la
razón, que pierde la una por la otra, al salvar la una con la otra.
2º La locura se convierte en una de las formas mismas de la razón. Se integra a
ella, constituyendo sea una de sus formas secretas, sea uno de los momentos de
su manifestación, sea una forma paradójica en la cual puede tomar conciencia de
sí misma. De todas maneras, la locura no conserva sentido y valor más que en el
campo mismo de la razón.
"La presunción es nuestra enfermedad natural y original. La más calamitosa y
frágil de todas las criaturas es el hombre, y la más orgullosa. Se siente y se ve
alojado por aquí por el cieno y las heces del mundo, atado y clavado a la parte
peor, más muerta y corrompida del universo, el último albergue del alojamiento,
el más alejado de la bóveda celeste, con los animales de peor condición de los
tres, y va plantándose, con su imaginación, por encima del círculo de la luna, y
poniendo el cielo a sus pies. Por la variedad de esta misma imaginación, él iguala
a Dios. " Tal es la peor locura del hombre: no reconocer la miseria en que está
encerrado, la flaqueza que le impide acceder a la verdad y al bien; no saber qué
parte de la locura es la suya. Rechazar esta sinrazón que es el signo mismo de
su estado, es privarse para siempre de utilizar razonablemente su razón. Pues, si
el hombre tiene una razón, es justamente en la aceptación de ese círculo
continuo de la sabiduría y de la locura, en la clara conciencia de su reciprocidad y
de su imposible separación. La verdadera razón no está libre de todo
compromiso con la locura; por el contrario, debe seguir los caminos que ésta le
señala: "¡Aproximaos un poco, hijas de Júpiter! Voy a demostrar que a esta
sabiduría perfecta, a la que se llama ciudadela de la felicidad, no hay otro acceso
que la locura. "Pero este sendero, aun cuando no conduce a ninguna sabiduría
final, aun cuando la ciudadela que promete no es sino un espejismo y una locura
renovada, ese sendero, sin embargo, es en sí mismo el sendero de la sabiduría,
si se le sigue a sabiendas de que, justamente, es el de la locura. El espectáculo
vano, el escándalo frívolo, ese estruendo de sonidos y colores causante de que el
mundo no sea nunca más que el mundo de la locura, debe ser aceptado, debe
ser recibido por el hombre, pero con la clara conciencia de su fatuidad, de esa
fatuidad que es tanto del espectador como del espectáculo. No se le debe prestar
el oído atento que se presta a la verdad, sino la atención ligera, mezcla de ironía
y de complacencia, de facilidad y de saber secreto que no se deja engañar, que
de ordinario se presta a los espectáculos de feria: no el oído "que os sirve para
oír las prédicas sacras, sino el que se presta en la feria a los charlatanes, los
bufones y los payasos, o la oreja de burro que nuestro rey Midas exhibió ante el
dios Pan". Allí, en ese inmediato colorido y ruidoso, en esta aceptación fácil que
es un rechazo imperceptible, se alcanza, más seguramente que en las largas
búsquedas de la verdad oculta, la esencia misma de la sabiduría.
Subrepticiamente, por el recibimiento mismo que le hace, la razón inviste a la
locura, la cierne, toma conciencia de ella y puede situarla.
¿Dónde situarla, por cierto, si no en la razón misma, como una de sus formas y
quizás uno de sus recursos? Sin duda, entre formas de la razón y formas de la
locura son grandes las similitudes. E inquietantes: ¿cómo distinguir, en una
acción sabia que ha sido cometida por un loco, y en la más insensata de las
locuras, que es obra de un hombre ordinariamente sabio y comedido? "La
sabiduría y la locura —dice Charron— son vecinas cercanas. No hay más que una
media vuelta de la una a la otra. Eso se ve en las acciones de los hombres
insensatos. " Pero este parecido, aun si ha de confundir a las gentes
razonables, sirve a la razón misma. Y al arrebatar en su movimiento a las
mayores violencias de la locura, la razón llega, así, a sus fines más altos.
Visitando a Tasso en su delirio, Montaigne siente aún más despecho que
compasión; pero, en el fondo, más admiración que todo. Despecho, sin duda, al
ver que la razón, allí donde puede alcanzar sus cumbres, está infinitamente cerca
de la locura más profunda: "¿Quién no sabe cuán imperceptible es la vecindad
entre la locura con las gallardas elevaciones de un espíritu libre, y los efectos de
una virtud suprema y extraordinaria?" Pero hay allí objeto de una admiración
paradójica. Un signo es que, de esta misma locura, la razón obtuviera sus
recursos más extraños. Si Tasso, "uno de los poetas italianos más juiciosos,
ingeniosos y formados al aire libre de esta poesía pura y antigua que jamás
hayan sido", se encuentra ahora en "estado tan lamentable, sobreviviéndose a sí
mismo", ¿no lo debe a "esta su vivacidad asesina, a esta claridad que lo ha
cegado, a esta aprehensión exacta y tierna de la razón que le ha hecho perder la
razón? ¿A la curiosa y laboriosa búsqueda de las ciencias que lo ha llevado al
embrutecimiento? ¿A esta rara aptitud para los ejercicios del alma, que lo ha
dejado sin ejercicio y sin alma?" Si la locura viene a sancionar el esfuerzo de la
razón, es porque ya formaba parte de ese esfuerzo: la vivacidad de las
imágenes, la violencia de la pasión, este gran retiro del espíritu en sí mismo, tan
característicos de la locura, son los instrumentos más peligrosos de la razón, por
ser los más agudos. No hay ninguna razón fuerte que no deba arriesgarse en la
locura para llegar al término de su obra, "no hay espíritu grande sin mezcla de
locura. En este sentido, los sabios y los poetas más audaces han aprobado la
locura y el salirse de quicio de vez en cuando". La locura es un momento duro
pero esencial en la labor de la razón; a través de ella, y aun en sus victorias
aparentes, la razón se manifiesta y triunfa. La locura sólo era, para ella, su
fuerza viva y secreta.
Poco a poco, la locura se encuentra desarmada, y al mismo tiempo desplazada;
investida por la razón, es como recibida y plantada en ella. Tal fue, pues, el
papel ambiguo de este pensamiento escéptico, digamos, antes bien, de esta
razón tan vivamente consciente de las formas que la limitan y de las fuerzas que
la contradicen; descubre a la locura como una de sus propias figuras, lo que es
una manera de conjurar todo lo que puede ser un poder exterior, hostilidad
irreductible, signo de trascendencia, pero al mismo tiempo coloca a la locura en
el centro de su propio trabajo, designándola como un momento esencial de su
propia naturaleza. Y más allá de Montaigne y de Charron, pero en ese
movimiento de inserción de la locura en la naturaleza misma de la razón, se ve
dibujarse la curva de la reflexión de Pascal: "Los hombres son tan
necesariamente locos que sería estar loco de alguna otra manera el no estar
loco. " Reflexión en la cual se recibe y se re-toma todo el largo trabajo que
comienza con Erasmo: descubrimiento de una locura inmanente a la razón;
luego, a partir de allí, desdoblamiento: por una parte, una "locura loca" que
rechaza a esta locura propia de la razón y que, al rechazarla, la re-dobla, y en
este redoblamiento cae en la más simple, la más cerrada, la más inmediata de
las locuras; por otra parte una "locura sabia" que recibe a la locura de la razón,
la escucha, reconoce sus derechos de ciudadana, y se deja penetrar por sus
fuerzas vivas; pero al hacerlo se protege más realmente de la locura que la
obstinación de un rechazo siempre vencido de antemano.
Y es que ahora la verdad de la locura no es más que una y sola cosa con la
victoria de la razón, y su definitivo vencimiento: pues la verdad de la locura es
ser interior a la razón, ser una figura suya, una fuerza y como una necesidad
momentánea para asegurarse mejor de sí misma.
Tal vez esté allí el secreto de su presencia múltiple en la literatura de fines del
siglo XVI y principios del XVII, un arte que, en su esfuerzo por dominar esta
razón que se busca a sí misma, reconoce la presencia de la locura, de su locura,
la rodea y le pone sitio, para finalmente triunfar sobre ella. Juegos de una época
barroca.
Pero aquí, como en el pensamiento, se realiza todo un trabajo que acarreará la
confiscación de la experiencia trágica de la locura por una conciencia crítica. Pero
dejemos por el instante este fenómeno y valoremos en su indiferencia esas
figuras que podemos encontrar tanto en Don Quijote como en las novelas de
Scudéry, en El rey Lear y en el teatro de Rotrou o de Tristan L'Hermite.
Comencemos por la más importante, que es también la más durable, la que
volveremos a encontrar en el siglo XVIII con las mismas formas, aunque un poco
desdibujadas, la locura por identificación novelesca. De una vez por todas,
Cervantes había dibujado sus características. Pero el tema es repetido
incansablemente: adaptaciones directas (el Dan Quichotte de Guérin de Bouscal
es representado en 1639; dos años más tarde lo es Le Gouvernement de Sancho
Pança), reinterpretaciones de un episodio particular (Les Folies de Cardenio, de
Pichou, son una variación de la anécdota del "caballero andrajoso" de la Sierra
Morena), o de una manera más indirecta, sátiras de las novelas fantásticas
(como en la Fausse Clélie de Subligny, en el interior mismo del relato, en el
episodio de Julie d'Arviane). Del autor al lector las quimeras se trasmiten, pero
aquello que era fantasía por una parte, se convierte en fantasma por la otra; la
astucia del escritor es aceptada con tanto candor como imagen de lo real. En
apariencia, nos encontramos solamente ante una crítica fácil de las novelas de
imaginación; pero un poco por debajo, hay toda una inquietud sobre las
relaciones que existen, en la obra de arte, entre la realidad y la imaginación, y
acaso también sobre la turbia comunicación que hay entre la invención fantástica
y las fascinaciones del delirio. "Es a las imaginaciones desordenadas a las que
debemos la invención de las artes; el Capricho de los Pintores, de los Poetas y de
los Músicos no es más que un nombre civilmente dulcificado para expresar su
Locura. " Locura donde son puestos en tela de juicio los valores de otro
tiempo, de otro arte, de una moral, pero donde se reflejan también, mezcladas y
enturbiadas, extrañamente comprometidas las unas con las otras en una
quimera común, todas las formas, aun las más distantes, de la imaginación
humana.
Muy próxima a esta primera, está la locura de la vana presunción. No es con un
modelo literario con quien el loco se identifica; es consigo mismo, por medio de
una adhesión imaginaria que le permite atribuirse todas las cualidades, todas las
virtudes o poderes de que él está desprovisto. Es un heredero de la vieja Filautía
de Erasmo. Pobre, es rico; feo, se mira hermoso; con grilletes en los pies, se
cree Dios, sin embargo. Así era el licenciado Osuna, que se creía Neptuno; 101es
el destino ridículo de los 7 personajes de los Visionnaires, de Chateaufort en el
Pédant joué, de M. de Richesource en Sir Politik. Innumerable locura, que tiene
tantos rostros como caracteres, ambiciones e ilusiones hay en el mundo.
Inclusive en sus extremos, es la mano extremosa de las locuras; es, en el
corazón de cada hombre, la relación imaginaria que sostiene consigo mismo. En
ella se engendran los defectos más comunes. Denunciarla es el primero y último
sentido de toda crítica moral.
También al mundo moral pertenece la locura del justo castigo. Es ella quien
castiga, por medio de trastornos del espíritu, los trastornos del corazón; pero
tiene también otros poderes: el castigo que inflige se desdobla por sí mismo, en
la medida en que, castigándose, revela la verdad. La justicia de esta locura tiene
la característica de ser verídica. Verídica, puesto que ya el culpable experimenta,
en el vano torbellino de sus fantasmas, lo que será en la eternidad el dolor de su
castigo: Erasto, en Mélite, ya se ve perseguido por las Euménides y condenado
por Minos. Verídica, igualmente, porque el crimen escondido a los ojos de todos
se hace patente en la noche de este extraño castigo; la locura, con sus palabras
insensatas, que no se pueden dominar, entrega su propio sentido, y dice, en sus
quimeras, su secreta verdad; sus gritos hablan en vez de su conciencia. Así, el
delirio de Lady Macbeth revela "a quienes no deberían saberlo", las palabras que
durante mucho tiempo ha murmurado solamente a "sordas almohadas".
En fin, el último tipo de locura, que es la pasión desesperada. El amor engañado
en su exceso, engañado sobre todo por la fatalidad de la muerte, no tiene otra
salida que la demencia. En tanto que había un objeto, el loco amor era más amor
que locura; dejado solo, se prolonga en el vacío del delirio. ¿Castigo de una
pasión demasiado abandonada a su propia violencia? Sin duda; pero este castigo
es también un calmante; extiende, sobre la irreparable ausencia, la piedad de las
presencias imaginarias; encuentra en la paradoja de la alegría inocente, o en el
heroísmo de las empresas insensatas, la forma que se borra. Si el castigo
conduce a la muerte, es a una muerte donde aquellos que se aman no serán
jamás separados. Es la última canción de Ofelia; es el delirio de Aristo en la
Locura del sabio; pero es sobre todo la amarga y dulce demencia del Rey Lear.
En la obra de Shakespeare, encontramos las locuras emparentadas con la
muerte y con el homicidio; en la de Cervantes, las formas que se ordenan hacia
la presunción y todas las complacencias de lo imaginario. Pero son elevados
modelos, y sus imitadores los moderan y desarman. Sin duda son ellos testigos,
el español y el inglés, más bien de la locura trágica, nacida en el siglo XV, que de
la experiencia crítica y moral de la Sinrazón que se desarrolla, con todo, en su
propia época. Por encima de los tiempos, vuelven a encontrar un sentido que se
halla a punto de desaparecer, sentido cuya continuidad ya no persistirá más que
en la noche. Sin embargo, comparando su obra, y lo que ella sostiene, con las
significaciones que encontramos en la obra de sus contemporáneos o imitadores,
es como se podrá descifrar lo que sucede, a principios del siglo XVII, en la
experiencia literaria de la locura.
En la obra de Shakespeare y de Cervantes, la locura ocupa siempre un lugar
extremo, ya que no tiene recursos. Nada puede devolverla a la verdad y a la
razón. Solamente da al desgarramiento, que precede a la muerte. La locura, en
sus vanas palabras, no es vanidad; el vacío que la invade es "un mal que se halla
mucho más allá de mi práctica", como dice el médico hablando de Lady Macbeth;
es ya la plenitud de la muerte: una locura que no necesita médico, sino la
misericordia divina solamente. El suave gozo, que al final encuentra Ofelia, no
es conciliable con ninguna felicidad; su canto insensato está tan cerca de lo
esencial como el "grito de mujer" que anuncia por los corredores del castillo de
Macbeth que "la reina ha muerto". Sin duda, la muerte de Don Quijote sucede
en paisaje apacible, recobradas en el último instante la razón y la verdad. De
golpe, la locura del caballero ha adquirido conciencia de sí misma, y ante sus
propios ojos se convierte en tontería. Pero esta brusca sabiduría de su locura,
¿no es una nueva locura que acaba de penetrarle en la cabeza? Equívoco
indefinidamente reversible que no puede ser decidido definitivamente más que
por la muerte. La locura disipada se tiene que confundir con la inminencia del
fin; e inclusive una de las señales por las cuales conjeturaron que el enfermo se
moría, era el que hubiese vuelto tan fácilmente de la locura a la razón. Pero ni
siquiera la muerte trae la paz: la locura triunfará aún, verdad irrisoriamente
eterna, por encima del fin de una vida, que sin embargo se había liberado de la
locura, en este mismo fin. Irónicamente la vida insensata del caballero lo
persigue, y lo inmortaliza su demencia; la locura es la vida imperecedera de la
muerte:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Pero muy pronto, la locura abandona esas regiones últimas donde Cervantes y
Shakespeare la situaron; en la literatura de principios del siglo XVII, ocupa, de
preferencia, un lugar intermedio; es más bien nudo que desenlace, más la
peripecia que la inminencia última. Desalojada en la economía de las estructuras
novelescas y dramáticas, permite la manifestación de la verdad y el regreso
apacible de la razón.
La locura no es ya considerada en su realidad trágica, en el desgarramiento
absoluto, que la abre a otro mundo; se la considera solamente en el aspecto
irónico de sus ilusiones. No es un castigo real, sino imagen de un castigo, y así
falsa apariencia; no puede estar ligada más que a la apariencia de un crimen o a
la ilusión de una muerte. Si Ariste, en la Folie du Sage, se vuelve loco ante la
noticia de la muerte de su hija, es porque ésta realmente no ha muerto; cuando
Erasto, en Mélite, se ve perseguido por las Euménides y arrastrado ante Minos,
es por un doble crimen que hubiera podido cometer, que hubiera querido
cometer, pero en realidad no ha causado ninguna muerte real. La locura es
despojada de su seriedad dramática: no es castigo ni desesperación, sino en las
dimensiones del error. Su función dramática no subsiste sino en la medida en
que se trata de un falso drama: forma quimérica, donde no se trata más que de
faltas supuestas, homicidios ilusorios, desaparición de seres que volverán a ser
encontrados.
Sin embargo, esta ausencia de gravedad no le impide ser esencial, más esencial
aún de lo que ya era, pues si colma la ilusión, es gracias a ella como se consigue
derrotar a la ilusión. En la locura, donde lo encierra su error, el personaje
comienza involuntariamente a desenredar la trama. Acusándose, dice, a pesar
suyo, la verdad. En Mélite, por ejemplo, toda la astucia que el héroe ha
acumulado para engañar a los otros, se vuelve contra él, y él es la primera
víctima, creyendo ser culpable de la muerte de su rival y de su amante. Pero, en
su delirio, se reprocha el haber inventado toda una correspondencia amorosa; la
verdad se hace patente en y por la locura que, provocada por la ilusión de un
desenlace, desenlaza en realidad, ella sola, el embrollo verdadero, del cual es a
la vez efecto y causa. Dicho de otra manera, la locura es la falsa sanción de un
final falso, pero por su propia virtud, hace surgir el verdadero problema, que
puede entonces ser verdaderamente conducido a su término. Oculta bajo el error
el secreto trabajo de la verdad. La locura de la que habla el autor del Ospital des
Fous desempeña este papel ambiguo y central, en el caso de la pareja de
enamorados que, por escapar de sus perseguidores, se fingen locos y se
esconden entre los insensatos; en una crisis de demencia simulada, la chica,
disfrazada de muchacho, finge ser una muchacha —lo que es realmente—,
diciendo así, por la neutralización recíproca de dos engaños, la verdad que
finalmente triunfará.
La locura es la forma más pura y total de qui
pro quo; toma lo falso por verdadero, la muerte por la vida, el hombre por la
mujer, la enamorada por la Erinia y la víctima por Minos. Es también la forma
más rigurosamente necesaria del qui pro quo en la economía dramática, ya que
no tiene necesidad de ningún elemento exterior para acceder al desenlace
verdadero. Le es suficiente llevar su ilusión hasta la verdad. Así, la locura es, en
el centro mismo de la estructura, en su centro mecánico, a la vez fingida
conclusión plena de oculto recomenzar, e iniciación a lo que aparecerá como
reconciliación de la razón y la verdad. Ella indica el punto hacia el cual converge,
aparentemente, el destino trágico de los personajes, y a partir del cual surgen
realmente las líneas que conducen a la felicidad recuperada. En la locura se
establece el equilibrio; pero lo oculta bajo la nube de la ilusión, bajo el desorden
fingido; el rigor de la arquitectura se disimula bajo el manejo hábil de estas
violencias desordenadas. Esta brusca vivacidad, este azar de los ademanes y
palabras, este viento de locura que, de un golpe, empuja a los personajes,
rompe las líneas y las actitudes, arruga los decorados —cuando los hilos están
más apretados—, es el tipo mismo de artificio barroco. La locura es el gran
engañabobos de las estructuras tragicómicas de la literatura preclásica.
Scudéry lo sabía bien, él que al desear hacer, en su Comedie des Comédiens, el
teatro del teatro, sitúa a su pieza, desde el principio, en el juego de las ilusiones
de la locura. Una parte de los cómicos debe representar el papel de
espectadores, y los otros el de los actores. Es preciso pues, por una parte, tomar
el decorado por realidad, la representación por la vida, mientras que realmente
se está representando en un decorado real; por otra parte, es necesario fingir
que se imita y se representa al actor, cuando se es en la realidad, sencillamente,
un actor que está representando. Es un juego doble en el cual cada elemento
está desdoblado a su vez, formando asi ese intercambio renovado entre lo real y
lo ilusorio que constituye, en sí, el sentido dramático de la locura. "No sé —debe
decir Mondory, en el prólogo de la pieza de Scudéry— qué extravagancia es ésta
de mis compañeros, pero es tan grande, que me veo forzado a creer que algún
encantamiento les ha arrebatado la razón, y lo que me parece peor es que tratan
de hacérmela perder, y a vosotros también. Quieren persuadirme de que no
estoy en un teatro, de que aquí está la ciudad de Lyon, que aquello es una
hostería y aquél un juego de pelota, donde unos cómicos que no somos nosotros
—y los cuales somos, sin embargo— representan una pastorela. "A través de
esta extravagancia, el teatro desarrolla su verdad, que es la de ser ilusión. Eso
es, en estricto sentido, la locura.
Nace la experiencia clásica de la locura. La gran amenaza que aparece en el
horizonte del siglo XV se atenúa; los poderes inquietantes que habitaban en la
pintura de Bosco han perdido su violencia. Subsisten formas, ahora
transparentes y dóciles, integrando un cortejo, el inevitable cortejo de la razón.
La locura ha dejado de ser, en los confines del mundo, del hombre y de la
muerte, una figura escatológica; se ha disipado la noche, en la cual tenía ella los
ojos fijos, la noche en la cual nacían las formas de lo imposible. El olvido cae
sobre ese mundo que surcaba la libre esclavitud de su nave: ya no irá de un más
acá del mundo a un más allá, en su tránsito extraño; no será ya nunca ese límite
absoluto y fugitivo. Ahora ha atracado entre las cosas y la gente. Retenida y
mantenida, ya no es barca, sino hospital.
Apenas ha transcurrido más de un siglo desde el auge de las barquillas locas,
cuando se ve aparecer el tema literario del "Hospital de Locos". Allí, cada cabeza
vacía, retenida y ordenada según la verdadera razón de los hombres, dice, con el
ejemplo, la contradicción y la ironía, el lenguaje desdoblado de la Sabiduría: "...
Hospital de los Locos incurables donde son exhibidas todas las locuras y
enfermedades del espíritu, tanto de los hombres como de las mujeres, obra tan
útil como recreativa, y necesaria para la adquisición de la verdadera sabiduría. "
Cada forma de locura encuentra allí su lugar, sus insignias y su dios protector:
la locura frenética y necia, simbolizada por un tonto subido en una silla, se agita
bajo la mirada de Minerva; los sombríos melancólicos que recorren el campo,
lobos ávidos y solitarios, tienen por dios a Júpiter, maestro en las metamorfosis
animales; después vienen los "locos borrachos", los "locos desprovistos de
memoria y de entendimiento", los "locos adormecidos y medio muertos", los
"locos atolondrados, con la cabeza vacía"... Todo este mundo de desorden,
perfectamente ordenado, hace por turno el Elogio de la razón. En este "Hospital",
el encierro ya ha desplazado al embarco.
A pesar de estar dominada, la locura conserva todas las apariencias de su reino.
Es ahora una parte de las medidas de la razón y del trabajo de la verdad. Juega
en la superficie de las cosas y en el centelleo del día, en todos los juegos de
apariencia, actúa en el equívoco que existe entre la realidad y la ilusión, sobre
toda esa trama indefinida, siempre reanudada, siempre rota, que une y separa a
la vez la verdad y lo aparente. Ella esconde y manifiesta, dice la verdad y dice la
mentira, es sombra y es luz. Espejea; una figura central e indulgente, ya
precaria en esta edad barroca.
No nos extrañemos de encontrar a la locura tan a menudo en las ficciones de la
novela y el teatro. No nos asombremos de verla merodear realmente por las
calles. Mil veces François Colletet se encontró allí con ella:
En la avenida veo al orate
que va, seguido por rapaces,...
... También admiro al pobre ser:
¿qué puede el pobre diablo hacer
ante las turbas harapientas?
Las vi cantar sucias canciones
en miserables callejones...
La locura dibuja una silueta bastante familiar en el paisaje social. Se obtiene un
nuevo y un vivísimo placer de las viejas cofradías de tontos, de sus fiestas, sus
reuniones y sus discursos. La gente se apasiona a favor o en contra de Nicolás
Joubert, mejor conocido por el nombre de D'Angoulevent, que se dice Príncipe de
los Tontos, título que le es discutido por Valenti "el Conde" y Jacques Resneau:
libelos, procesos, alegatos; el abogado de Nicolás declara y certifica que éste es
"una cabeza hueca, una sandía vacía, huérfana de sentido común, una caña, un
cerebro desarreglado, sin un resorte ni una rueda buena en la cabeza". Bluet
d'Arbères, que se hace llamar Conde de Autorización, es un protegido de los
Créqui, de los Lesdiguières, de los Bouillon, de los Nemours: publica, en 1602, o
hacen publicar como si fueran de él, sus obras, en las cuales advierte al lector
que "no sabe leer ni escribir, y que jamás ha aprendido", pero que está animado
"por la inspiración de Dios y de los Ángeles". Pierre Dupuis, del que habla
Régnier en su sexta sátira, es, según Brascambille, un "archiloco en toga";
él mismo, en su Remontrance sur le réveil de Maître Guillaume, declara que
tiene "el espíritu elevado hasta la antecámara de tercer grado de la luna". Y
tantos otros personajes que aparecen en la decimocuarta sátira de Régnier.
Este mundo de principios del siglo XVII es extrañamente hospitalario para la
locura. Ella está allí, en medio de las cosas y de los hombres, signo irónico que
confunde las señales de lo quimérico y lo verdadero, que guarda apenas el
recuerdo de las grandes amenazas trágicas —vida más turbia que inquietante;
agitación irrisoria en la sociedad, movilidad de la razón.
Pero nuevas exigencias están naciendo: "He tomado cien veces la linterna en la
mano, buscando en pleno mediodía. "

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