domingo, agosto 31, 2014

LO PRIMERO Y ULTIMO DE TODAS LAS COSAS por LAWRENCE FERLINGHETTI


(The first and the last of everything)
El primer amanecer radiante de la vida sobre la tierra
El primer grito del hombre al ver la luz primera
La primera luciérnaga brillando en la noche
La primera canción de amor y cuarenta alaridos de desesperación
El primer viaje de vikingos hacia el oeste
El primer avistamiento del Nuevo Mundo
desde la cofa de un galeón español
El primer encuentro de un rostro pálido con un nativo americano
El primer comerciante inglés en Mannahatta
El primer colono en la primera frontera
El primer Hogar Dulce Hogar tan querido
La primera caravana de carretas rumbo al oeste
El primer avistamiento del Pacífico por Lewis y Clark
El primer grito de “Mark twain” en el Mississippi
La primera segregación por Huck y Jim en una balsa de noche
La primera moneda con una cabeza de búfalo y el último búfalo
El primer alambrado de púas y el fin de las llanuras abiertas
El último vaquero en la última frontera
El primer rascacielos de América
El primer jonrón en el Estadio de los Yanquis
La primera salchicha con mostaza en un estadio
La última guerra para acabar con todas las guerras
El último mediocre y el último anarquista católico
El último sobreviviente de la brigada Abraham Lincoln
El último bohemio con una boina
El último político no profesional y la primera elección fraudulenta
El primer avión estrellado contra la primera Torre Gemela
El nacimiento de una extensa paranoia nacional
El primer Presidente convertido en asesino internacional
por cometer crímenes contra la humanidad
transformando a Estados Unidos en un país terrorista
El oscuro amanecer del fascismo corporativo americano
La penúltima emisora de radio independiente
La penúltima librería independiente con criterio propio
El penúltimo izquierdista buscando el nirvana de Obama
¡El primer gran día de la ocupación de Wall Street
para construir en este continente una nueva nación!

LA MOSCA por SAMUEL BECKETT


entre el escenario y yo
el vidrio
vacío salvo ella
vientre a tierra
fustigado en sus entrañas negras
antenas que enloquecen alas que se ligan
patas ganchudas boca succionante de vacío
acuchillando el azul se aplasta contra lo invisible
bajo mi pulgar impotente ella hace zozobrar
el mar y el cielo sereno

EL HIMNO QUE TODAVÍA CANTO por WALT WHITMAN


(Still though the one I sing)
El himno que canto todavía,
(Hecho todo él de contradicciones) yo lo dedico a la
nacionalidad,
Yo abandono en él la rebeldía, (¡Oh latente derecho a la
insurrección! ¡Oh, reina, indispensable fuego!)

UNA PEQUEÑA FÁBULA por FRANZ KAFKA


—¡Ay! —dijo el ratón—. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan
grande que le tenía miedo; corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a
diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me
encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa, sobre la cual debo pasar.
—Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo —dijo el gato, y se lo comió.

LA FRONTERA DEL ARTE por EDUARDO GALEANO


Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en Tuscatlán o
en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la
medianoche, cuando las primeras granadas cayeron desde la
loma, y duró toda la noche y hasta la tarde de] día siguiente. Los
militares decían que Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la
habían asaltado los guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La
quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el mástil de la
comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.
Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando
por las calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también
cargada y lista para disparar, colgada del cuello, Andaba julio por las
calles polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos
gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada
por el ejército. Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a
julio; y en las entreguerras, él les enseńaba a leer y a fotografiar. En
el torbellino de esta batalla, julio había perdido a los gemelos, y
ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.
Caminó a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en
un callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos
estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus
rodillas, yacía el otro, bańado en sangre; y a los pies, en cruz,
estaban los dos fusiles. Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que
vivía no dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos,
que no pestańeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en
ninguna parte; y en esa cara sin lágrimas estaba toda la guerra y
estaba todo el dolor. Julio dejó su fusil en el suelo y empuńó la
cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la
distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el
centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro
recién mordido por las balas.
Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo
intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la
cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.
La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un
ańo después

A TODOS por VLADIMIR MAIAKOVSKI


No se culpe a nadie de mi muerte, y por favor, sin comentarios,
al difunto le molestaban enormemente.
Madre, hermanas, camaradas, perdonadme -no es un método,
no se lo aconsejo a nadie,
pero no tengo otra salida.
Lilí, ámame.
Camarada Gobierno: mi familia se compone de Lilí Brick,
madre, mis hermanas y Verónica Vitóldovna Polónskaia.
Si les haces la vida soportable, gracias.
Enviad los versos inacabados a los Brick. Ellos sabrán
[descifrarlos.
Como suele decirse,
el «incidente ha concluido»,
«la barca del amor
se estrelló contra la vida cotidiana».
Estoy a mal con la vida
y es inútil recordar
dolores,
desgracias
y ofensas mutuas.
Sed felices.

CON DIGNIDAD por EVGUENI YEVTUSHENKO


Con dignidad. Lo principal es recibir
con dignidad los tiempos que sean,
cuando la época se estanque
o se enturbie hasta el fondo.

Con dignidad, lo principal, con dignidad
para que los distribuidores de dádivas
no te conduzcan hasta el establo
y no te atasquen con heno la boca.

El miedo de los tiempos es la caída.
No malgastes tu alma en cobardía,
sino prepárate para la pérdida
de todo lo que te espanta perder.

Si ya todo está hecho trizas
hasta un extremo imposible de prever
recuérdate a ti mismo esta pequeñez:
“También esto hay que sufrir”.

LAS GUERRAS CALLADAS por EDUARDO GALEANO


No estalla como las bombas, ni suena como los tiros.
El hambre, que mata callando, mata a los callados.
De ellos, sabemos todo. Los expertos, los pobrólogos,
los estudian y nos ofrecen los datos actualizados:
Qué no comen,
en qué no trabajan,
cuántos son,
cuánto no pesan,
cuánto no miden,
qué no tienen,
qué no piensan,
qué no votan,
en qué no creen.
Sólo nos falta saber por qué los pobres son pobres.
Ellos, los muertos de las guerras, los presos de las cárceles,
los brazos disponibles, los brazos desechables,
sin tierra, sin casa, sin camino.
¿Será que los pobres son pobres
porque su hambre nos da de comer
y su desnudez nos viste?
¿Qué sería de nosotros sin ellos?

BUCEANDO EN EL NAUFRAGIO por ADRIENNE RICH


Una vez leído el libro de mitos
y cargada la cámara
y comprobado el filo de la hoja del cuchillo,
me pongo
la armadura de caucho negro
las absurdas aletas
la tosca y rígida mascarilla.
Tengo que hacer todo esto
no como Costeau
con su diligente tripulación
a bordo de la goleta soleada
sino aquí, a solas.
Hay una escalera.
La escalera está siempre ahí
colgando inocentemente
al lado de la goleta.
Nosotros, que la hemos usado,
sabemos para qué sirve
Sería, si no,
un trozo de escoria marítima
un desperdicio cualquiera.
Desciendo.
peldaño tras peldaño y todavía
el oxígeno me sumerge
la luz azul
los claros átomos
de nuestro aire humano.
Desciendo.
Las aletas me estorban,
me arrastro por la escalera cual un insecto
y no hay nadie
que me diga cuándo va a comenzar
el océano.
Al principio el aire es azul y luego
es más azul y luego verde y luego
negro estoy perdiendo la conciencia
y sin embargo
mi careta es potente
llena la sangre con fuerza
el mar es otra historia
el mar no es cuestión de poder
tengo que aprender sola
a girar mi cuerpo sin esfuerzo
en el profundo elemento.
Y ahora: es fácil olvidar
a qué vine
entre tantos que siempre
han vivido aquí
ondeando sus dentados abanicos
entre los arrecifes
y además aquí abajo se respira de otro modo.
Vine a explorar el naufragio.
Las palabras son propósitos.
Las palabras son mapas.
He venido a ver el daño que se hizo
y los tesoros que se han conservado.
Deslizo el haz de luz de mi lámpara
lentamente por el flanco
de algo más permanente
que peces o algas
lo que vine a buscar:
el naufragio y no la historia del naufragio
la cosa en sí y no el mito
el ahogado rostro siempre mirando fijamente
hacia el sol
la evidencia del daño
carcomido por sales y vaivenes
hasta convertirlo en esta belleza raída
las cuadernas del desastre curvan su afirmación
entre difusas presencias.
Este es el lugar.
Y yo estoy aquí, sirena cuyo cabello oscuro
fluye negro, tritón en su cuerpo blindado.
Circundamos en silencio
por los restos del naufragio
nos sumergimos en la bodega.
Yo soy ella: yo soy él
cuyo rostro ahogado duerme con ojos abiertos
cuyo pecho aguanta todavía la tensión
cuya carga de plata, cobre, bronce yace
oscuramente en el interior de los barriles
mal encajados y pudriéndose
somos los instrumentos semidestruidos
que, una vez siguieron un rumbo
la bitácora carcomida por el agua
la brújula atascada.
Somos, soy, eres
por cobardía o valor
quienes hemos de hallar nuestro camino
de regreso a esta escena
llevando un cuchillo, una cámara
un libro de mitos
en el cual
nuestros nombres no aparecen.

UTOPIA DEL BUEN DIOS por MARIA JOSE RIVERA OYARCE


Dios se sienta a la izquierda de Dios
y con un pan, gigante pan de mesa infinita
Parte y reparte en iguales proporciones
Pan negro y blanco para el blanco
Pan blanco y negro para el negro
Pan, suave pan, maternal pancito para el niño
que como niño, no sabe de diferencias
y por tanto, doble ración le corresponde
Equitativo pan nuestro de cada día
Dios entrega con exacta y definitiva cuenta
y las bocas alimenta con equivalente maestría
de ábaco inteligente
Dios anticapitalista,
Dios antimaterialista,
Dios de pancarta atronadora
Que va gritando en la protesta “PROHIBIDO EL HAMBRE”
Mientras la masa a sus espaldas, va amasando en justa
conciencia
Los futuros panes para la horneada venidera
Para la espiga verdadera que ha repetir su gesto divino
Camarada Dios
Compañero Dios
Comunitario pan entregado,
En porciones semejantes, en trozo justo y debido
Sin diferencias de clases, sin privilegios de pocos a costa
de muchas hambres
Marginado del libre mercado por subversiva presencia
Por repartida existencia de libre acceso para todos
Dios se sienta a la izquierda de Dios…
Y con un pan, gigante pan de mesa infinita
Parte y reparte en iguales proporciones

Lucybell Piedad Enjoy Santiago 20 Dic 2013





Estoy listo para sofocar la piel
que me hace parecer pez
que olvidó nadar
estoy listo para romper (él) corazón
que se transforme en prisión
comer de tu piel
estoy listo para transformar amor
en materia que me de
suficiente fe
estoy listo para odiar a aquel que cree
que tiene tanto poder
que me hace callar
me hiciste el favor
de dar a luz
entre miserias
me hiciste el favor
dejarme creer
que todo nace de tu voz
estoy listo para sofocar la piel
que me hace parecer pez
a punto de ahogar
estoy listo para correr hacia el sol
sin temerle al calor
beber de tu piel
me hiciste el favor
de dar a luz
entre miserias
me hiciste el favor
dejarme creer
que todo nace de tu voz
y no sé ver
no sé creer
la fe me engaña
me hiciste el favor
dejarme creer
que todos nacen con piedad
y con piedad

sábado, agosto 23, 2014

CANTO A MI MISMO V por WALT WHITMAN


Creo en ti, mi alma, mi otro yo no se humillará ante ti,
Y tú no debes humillarte ante él.

Tiéndete conmigo en la hierba, libera tu garganta,
Ni palabras, música o rima quiero, ni costumbres ni
conferencias, ni aun las mejores,
Sólo quiero el arrullo, el susurro de tu suave voz.

Recuerdo cómo nos acostamos una mañana transparente
de verano,
Cómo colocaste tu cabeza sobre mis caderas y suavemente
te volviste hacia mí,
Me abriste la camisa sobre el pecho y hundiste tu lengua
hasta tocar mi corazón desnudo,
Y te erguiste hasta sentir mi barba, y te doblaste hasta
abrazar mis pies.

La paz y el conocimiento que trascienden las discusiones
terrenales, súbitamente se elevaron y se extendieron
a mi alrededor,
Y sé que la mano de Dios es la promesa de la mía,
Y sé que el espíritu de Dios es hermano del mío,
Y que todos los hombres que han nacido son mis
hermanos, y las mujeres mis hermanas y amantes,
Y que el palmejar de la creación es el amor,
Y las hojas tiesas o caídas en los campos son infinitas,
Y las hormigas negras en sus pequeños orificios bajo las
hojas,
Y las costras musgosas de la cerca ondulante, las piedras
hacinadas, el saúco, el gordolobo y la cizaña.

EL DERECHO PASADO por AUGUSTE PHILLIPPE VILLIERS DE L´ISLE ADAM



El 21 de enero de 1871, reducido por el invierno, por el hambre, por el retroceso de las
expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que,
casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y
ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.
Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la
capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda,
introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al
príncipe de Mecklemburgo-Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha
muerto.»
El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los
puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas
de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la
entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los
escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.
Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento
helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a
encontrarse.
En un determinado momento de la entrevista, Favre, pensativo, sentado ante la mesa, se
había sorprendido a sí mismo contemplando en silencio al conde de Bismarck-
Schönhausen, que se había levantado. La estatura colosal del caballero del Imperio de
Alemania con uniforme de general adjunto, proyectaba su sombra sobre el parqué de la
sala devastada. Al brusco resplandor del fuego brillaba la punta de su casco de acero
pulido, cubierto con la sombra de la dispersa crin blanca, y en su dedo, el pesado sello
de oro, con el escudo de armas siete veces secular de los vidamos del Obispado de
Halberstadt, más tarde barones: el trébol de los Bisthums-marke, sobre su antigua
divisa: «In trinitate robur.»
Sobre una silla se encontraba su levita militar de amplias bocamangas color vino, cuyos
reflejos coloreaban su mostacho con un tinte púrpura. Tras sus talones provistos de
largas espuelas de acero, de cadenillas bruñidas, sonaba por instantes el sable arrastrado.
Su cabeza pelirroja de dogo altivo que guardaba la Casa alemana -cuya llave,
Estrasburgo, acababa lamentablemente de exigir- se erguía. De toda la persona de aquel
hombre, semejante al invierno, brotaba su adagio: «Nunca suficiente». Con un dedo
apoyado en la mesa, miraba a lo lejos por una ventana como si, olvidado de la presencia
del embajador, no viera ya sino su voluntad planear en la lividez del espacio, como el
águila negra de su bandera.
Había hablado. Y la rendición de los ejércitos y de las ciudadelas, el brillo de una
inmensa indemnización de guerra, el abandono de algunas provincias, se habían dejado
entrever en sus palabras... Fue entonces cuando, en nombre de la Humanidad, el
ministro republicano quiso apelar a la generosidad del vencedor, -el cual en aquellos
momentos no debía acordarse de otra cosa que de Luis XIV cruzando el Rin y
avanzando sobre suelo alemán, de victoria en victoria; y luego de Napoleón dispuesto a
borrar Prusia del mapa europeo; y luego de Lützen, de Hanau, de Berlín saqueado, de
Jena...
Y lejanos retumbos de artillería, semejantes a los ecos de una tormenta, cubrieron la voz
del parlamentario que, por un sobresalto del espíritu, recordó en aquel momento que era
el aniversario del día en que, desde lo alto del patíbulo, el rey de Francia había querido
también apelar a la magnanimidad de su pueblo, cuando el redoble de los tambores
cubrió su voz... Sin querer, Favre se estremeció al comprobar la coincidencia fatal en la
que, por la confusión de la derrota, nadie había pensado hasta aquel instante. Era,
efectivamente, del 21 de enero de 1871 del que debía datar en la historia, el inicio de la
capitulación en la que Francia dejaba caer su espada.
Y como si el Destino hubiera querido subrayar, con una especie de ironía, la cifra de la
fecha regicida, cuando el embajador de París preguntó a su interlocutor cuántos días de
armisticio serían concedidos, el canciller dio esta respuesta oficial:
-Veintiuno; ni uno más...
Entonces, con el corazón oprimido por la vieja ternura que uno siente por su tierra natal,
el rudo parlamentario de mejillas hundidas, de apellido de obrero, de máscara severa,
bajó la frente temblando. Dos lágrimas, puras como las que vierten los niños ante su
madre agonizante, brotaron de los ojos a las pestañas y rodaron silenciosamente hasta
las comisuras crispadas de sus labios. Pues, si hay algo que incluso los más escépticos
de Francia sienten palpitar al mismo tiempo que su corazón frente a la altanería del
extranjero, es la patria.
*
Caía la tarde encendiendo la primera estrella. Allá lejos, rojos relámpagos seguidos del
ruido prolongado de los cañones de asedio, y del chasquido lejano de los disparos de los
batallones surcaban a cada instante el crepúsculo. Solo en aquella memorable sala,
después de intercambiar un frío saludo, el ministro de nuestros Asuntos Exteriores
pensó durante algunos momentos... Y sucedió que, desde el fondo de su memoria surgió
de repente un recuerdo que, las concordancias, ya confusamente observadas por él,
convirtieron en algo extraordinario...
Era el recuerdo de una historia confusa, de una especie de leyenda moderna acreditada
por testimonios y circunstancias, y a la que él mismo se encontraba extrañamente
ligado.
En otros tiempos, hacía ya muchos años, un desgraciado de origen desconocido,
expulsado de una pequeña ciudad de la Prusia sajona, había aparecido cierto día en
París, en 1833. Allí, expresándose con dificultad en nuestra lengua, extenuado,
deteriorado, sin asilo ni recursos, se había atrevido a declarar que era el heredero de
Aquel... cuya augusta cabeza había rodado el 21 de enero de 1793 en la Plaza de la
Concordia, bajo el hacha del pueblo francés.
Con la ayuda -decía- de un acta de defunción cualquiera, de una oscura sustitución, de
un rescate desconocido, el delfín de Francia, gracias a la abnegación de dos nobles,
había escapado ciertamente de los muros del Temple, y el evadido real... era él. Tras mil
reveses y mil miserias, había regresado a justificar su indentidad. Al no encontrar en su
capital sino un catre de la beneficencia, aquel hombre que nadie acusó de demencia sino
de mentira, hablaba del trono de Francia como heredero legítimo. Abrumado bajo la
casi total persuasión de una impostura, aquel personaje no escuchado, rechazado por
todas partes, había ido a morir tristemente, en 1845, en la ciudad de Delft, en Holanda.
Al ver aquel rostro muerto, se habría podido decir que el Destino había exclamado: «Te
golpearé la cara con mis puños hasta que tu madre no pueda reconocerte.»
Y cosa más sorprendente aún, los Estados generales de Holanda, con el consentimiento
de las cancillerías y del rey Guillermo II, le habían otorgado a aquel enigmático
personaje funerales de honor como a un príncipe, y habían aprobado oficialmente que se
escribiera este epitafio sobre la lápida de su tumba: «Aquí yace Carlos Luis de Borbón,
duque de Normandía, hijo del rey Luis XVI y de María Antonieta de Austria, XVIIº de
su nombre, rey de Francia.»
¿Qué significaba aquello?... Aquel sepulcro -desmentido al mundo entero, a la Historia,
a las convicciones más firmes- se levantaba allá lejos, en Holanda, como una cosa de
ensueño en la que no se quería pensar demasiado. Esta inmotivada decisión del
extranjero no podía sino agravar las legítimas desconfianzas y se maldecía la terrible
acusación.
Sea como fuere, un día de otros tiempos, aquel hombre de misterio, de miseria y de
exilio había ido a visitar al abogado ya famoso, que sería después el delegado de la
Francia vencida. Como un aparecido fantasmagórico, había solicitado hablar con el
orador republicano y le había confiado la defensa de su historia. Y, por un nuevo
fenómeno, la indiferencia inicial -por no decir la hostilidad-, del futuro tribuno, se había
disipado al primer examen de los documentos presentados para su apreciación.
Conmovido, impresionado, convencido (con razón o sin ella, ¡eso no importa!) Jules
Favre tomó a pecho aquella causa que iba a estudiar durante treinta años y defender un
día, con toda la energía y el acento de una fe viva. Y, de año en año, su relación con el
inquietante proscrito se había hecho más amistosa hasta el punto de que un día, en
Inglaterra, donde el defensor había ido a visitar a su extraordinario cliente, éste,
sintiéndose próximo a morir, le había regalado (como muestra de alianza y de gratitud
profundas) un viejo anillo flordelisado cuya procedencia original no reveló.
Era una sortija de chatón plano, de oro. En un ancho ópalo central, con brillos de rubí,
había sido grabado primero el escudo de Borbón: tres flores de lis de oro sobre campo
de azur. Pero, por una especie de triste deferencia, -con el fin de que el republicano
pudiera llevar sin problemas aquella prueba de afecto-, el donante había hecho borrar,
en la medida de lo posible, el escudo real. Ahora, la imagen de una Belona tendiendo la
fecha en su fatídico arco, también por derecho divino, velaba con su símbolo
amenazador el escudo primordial.
Según los biógrafos, aquel pretendiente temerario era una especie de inspirado y, a
veces, de iluminado. Según él, Dios lo había favorecido con visiones reveladoras, y su
naturaleza estaba provista de una poderosa agudeza de presentimientos.
Frecuentemente, el misticismo solemne de sus discursos comunicaba a su voz acentos
de profeta. Fue por tanto con una entonación extraña y con los ojos fijos en los de su
amigo, como dijo en aquella velada de despedida al entregarle el anillo estas singulares
palabras:
-Señor Favre, en este ópalo que usted ve está esculpida, como una estatua sobre una
lápida funeraria, una figura de la antigua Belona. Traduce lo que recubre: ¡En nombre
del rey Luis XVI y de toda una dinastía de reyes cuya herencia desesperada ha
defendido, lleve este anillo! ¡Que sus manes ultrajados penetren con su espíritu esta
piedra! ¡Que su talismán lo guíe y sea para usted algún día, en algún momento sagrado,
testigo de su presencia!
Favre ha declarado con frecuencia haber atribuido entonces a la exaltación producida
por una demasiado pesada sucesión de dificultades, esta frase que durante mucho
tiempo le pareció ininteligible, pero a la orden expresa de la cual obedeció, por respeto,
colocándose en el anular de su mano derecha el Anillo prescrito.
A partir de aquella noche, Jules Favre había llevado la sortija de aquel «Luis XVII» en
el dedo de su mano derecha. Una especie de oculta influencia lo había preservado
siempre de perderla o de quitársela. Era para él como esos aros de hierro que los
caballeros de antaño conservaban en su brazo hasta la muerte, como testimonio del
juramento que los consagraba por entero a la defensa de una causa. ¿Con qué incierto
fin le había impuesto la Suerte la costumbre de esta reliquia a la vez sospechosa y
real?... ¿Había sido necesario, pues, que a cualquier precio esto fuera posible: que aquel
republicano predestinado llevara aquel Signo en la mano, a lo largo de su vida, sin saber
dónde lo conducía aquel Signo?
No se inquietaba por ello, pero cuando alguien en su presencia intentaba burlarse del
apellido germánico de su delfín de ultratumba, murmuraba pensativo: « ¡Naundorf,
Frohsdorf!»
Y he aquí que, por un encadenamiento irresistible, lo imprevisto de los acontecimientos
había elevado, poco a poco, a aquel abogado-ciudadano hasta constituirlo de repente en
representante de Francia. Para llegar ahí había sido necesario que Alemania hiciera
prisioneros a más de ciento cincuenta mil hombres, con sus cañones, sus banderas al
viento, sus mariscales y su Emperador, -¡y ahora, con su capital!- Y eso no era un
sueño.
Fue por eso por lo que el recuerdo del otro sueño, menos increíble después de todo que
éste, vino a asediar al señor Jules Favre durante un instante, aquella tarde en la sala
desierta en la que acababan de debatirse las condiciones de salvación de sus
conciudadanos.
En aquel momento, aterrorizado y en contra de su voluntad, lanzaba sobre aquel Anillo
colocado en su dedo, miradas de visionario. Y bajo las transparencias del ópalo
impregnadas de resplandores celestiales, le parecía ver brillar, en torno a la heráldica
Belona vengadora, los vestigios del antiguo escudo que irradiaba en otros tiempos, al
fondo de los siglos, sobre el escudo de san Luis.
*
Ocho días después, cuando las estipulaciones del armisticio fueron aceptadas por sus
colegas de la Defensa nacional, el señor Favre, provisto de su poder colectivo, se había
dirigido a Versalles para la firma oficial de la tregua que traía consigo la horrible
capitulación.
Los debates habían terminado. Los señores Bismarck y Favre habían releído el Tratado
y, para concluir, añadieron el artículo 15 que rezaba lo siguiente: «Art. 15. Para dar fe
de ello, los susodichos han revestido con sus firmas y sellado con sus sellos las
presentes capitulaciones. Hecho en Versalles, el 28 de enero de 1871. Firmado: Jules
Favre – Bismarck.»
Tras haber puesto su sello, el señor de Bismarck rogó al señor Favre que cumpliera con
la misma formalidad para regularizar aquel protocolo depositado hoy en Berlín, en los
Archivos del imperio de Alemania. El señor Jules Favre declaró que, en medio de las
preocupaciones de aquella jornada, había olvidado traer el sello de la República
Francesa, y quiso enviar a alguien a buscarlo a París.
-Eso produciría un retraso inútil -respondió el señor de Bismarck-, su sello bastará.
Y, como si hubiera sabido lo que hacía, el Canciller de Hierro indicaba, lentamente, el
Anillo regalado por el Desconocido, colocado en el dedo del embajador.
Al oír aquellas palabras inesperadas, ante aquel súbito y helador requerimiento del
Destino, Jules Favre, sorprendido y recordando el deseo profético del que aquella sortija
soberana estaba impregnada, miró fijamente, como con el sobrecogimiento de un
vértigo, a su impenetrable interlocutor.
En aquel instante, el silencio se hizo tan profundo que se oyeron en las salas vecinas, los
golpes secos del telégrafo que comunicaba ya la gran noticia hasta el último punto de
Alemania y del mundo; y se oyeron también los silbidos de las locomotoras que
transportaban las tropas a las fronteras.
Favre miró de nuevo el Anillo... Y tuvo la sensación de que las presencias evocadas se
erguían confusamente a su alrededor en la vieja sala real, y esperaban en lo invisible el
instante de Dios. Entonces, como si se sintiera el procurador de algún decreto expiatorio
de allá arriba, no se atrevió desde el fondo de su conciencia a negarse a la solicitud
enemiga. No se resistió más al Anillo que le llevaba la mano hacia el sombrío Tratado.
Gravemente se inclinó y dijo: ES JUSTO.
Y al pie de aquella página que costaría a la patria tantos ríos de sangre francesa, dos
amplias provincias ¡entre las más bellas de las hermanas!, el incedio de la sublime
capital y una indemnización de guerra mayor que el numerario metálico del mundo,
sobre la cera púrpura donde la llama palpitaba aún iluminando, en contra de su
voluntad, las flores de lis de oro en su mano republicana, Jules Favre, pálido, imprimió
el sello misterioso en el que bajo la figura de una Exterminadora olvidada y divina, se
afirmaba, pese a todo, el alma, repentinamente aparecida en su hora terrible, de la Casa
de Francia.

RIMBAUD por W:H: AUDEN


Las noches, los túneles, el mal tiempo,
sus horribles compañeros, lo ignoraban;
mas la mentira del retórico, en ese niño,
reventó como una gaita: el frío había hecho a un
poeta.
Su amigo, lírico y débil, le traía tragos,
sus cinco sentidos sistemáticamente derrengados;
puso fin al sin sentido acostumbrado,
hasta que de la debilidad y de la lira fue apartado.
Los versos eran una especial enfermedad de los
oídos;
la integridad no era suficiente; eso parecía
el infierno de la niñez: debía intentarlo de nuevo.
Ahora, galopando a través de África, soñaba
con un nuevo yo, un hijo, un ingeniero:
su aceptable verdad para los hombres falsos.

EL VIENTO SUBE por WILLIAM CARLOS WILLIAMS


La tierra
se ve arrasada
Los árboles
las puntas del tulipán
brillantes
se ladean y
se vuelcan –
Suelto, flota
tu amor
¡Vuela!
Dios mío, qué es
un poeta – si
es que lo hay
hombre
cuyas palabras
mordisquean
el camino
a casa – que es real
en forma
de movimiento
En cada punta de una rama
nueva
sobre el torturado
cuerpo del pensamiento
que aprieta
la tierra
está el camino
hacia la última
punta de la hoja

VERSICULO III por VICTOR MUNITA FRITIS


Aún no casada
impregnada por un espíritu
-que no era de José
decían las malas lenguas revueltas
virgen
como
una muchachita que no sangra
sin antecedentes del tema o investigación a fin
quedé liberada
del nocivo poder femenino
y la destrucción de imagen
que ejercen los hombres.

Empire Of The Sun - DNA (Subtitulos Inglés - Español)

sábado, agosto 16, 2014

POEMA DE LOS DONES por JORGE LUIS BORGES


A María Esther Vázquez
Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los incesantes párrafos que ceden

Las albas a su afán. En vano el día
Les prodiga sus libros infinitos,
Arduos como los arduos manuscritos
Que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
Y el Occidente, siglos, dinastías,
Símbolos, cosmos y cosmogonías
Brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra “azar”, rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
Si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.

Soda Stereo - En El Borde (1988) [letra subtitulada]

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