lunes, agosto 22, 2016

LA HISTORIA por SIMONE DE BEAUVOIR


La Historia se les escapa a los hombres en general y a las masas en particular: para establecer esta tesis, las autoridades que se citan con más complacencia son las de Burnham, Spengler, Toynbee. No
es cuestión de examinar aquí el detalle de sus sistemas, pero trataremos de exponerlos en su esencia.
La naturaleza humana es perversa y es inmutable, afirma Burnham, fiel a sus principios maquiavelistas: ese pesimismo basta para condenar a la historia. Si el hombre no cambia, el progreso es imposible, ninguna modificación exterior tiene sentido.
Burnham tomó de Pareto su teoría de la "circulación de las élites". No son las masas las que hacen la Historia, sino los Estados mayores. Si cambia y se renueva es sólo porque hay conflictos entre las elites que ambicionan el poder: algunas son liquidadas, otras triunfan. A esa diversidad corresponde el pluralismo de las civilizaciones: entre éstas existen ciertas relaciones de causalidad, pero no por ello su sucesión deja de ser discontinua; el reemplazo de un equipo por otro es un avatar sin finalidad alguna.
Por una parte, los individuos que conducen el mundo no tienen ningún fin objetivo: quieren el poder por el poder. Por otra parte, ninguna evolución social podría mejorar la suerte del hombre:
pretender librarlo de la necesidad es una mistificación más, puesto que se trata, por definición, de un "animal que desea". Tal doctrina no es exactamente catastrófica: no habla de decadencia ni de Apocalipsis. Burnham prevé una evolución racional del capitalismo. Al régimen que concede a los poseedores el lugar privilegiado debe suceder "la era directorial", que subordinará el capital a la tecnocracia.
Pero, en cambio, niega todo sentido a la historia, que parece ser calamitosamente imbécil. Las minorías se disputan absurdamente un poder que no usarán para nada; los hombres jamás ganan nada.
Cuando quieren desengañar a la gente de la política y desacreditar la idea de revolución, los anticomunistas saquean de buena gana a Burnham: Aron y Monnerot, entre ellos, se sirven de él a discreción.
Para combatir el "romanticismo revolucionario", Aron repite indefinidamente que la exigencia del hambriento y la revolución se reduce a un cambio del personal dirigente. El escepticismo hastiado
que inspira sus artículos deriva directamente de la visión maquiavelista de Burnham. En cuanto a Monnerot, escribe: "Revolución mundial significa trastorno mundial en la circulación de las élites...    Las revoluciones expresan el hecho de que las élites son ineficaces".
Pero ya hemos visto que el pesimismo de la derecha comporta necesariamente una mística. Ahora bien: si Burnham provee armas polémicas contra las "ilusiones" del socialismo, la contrapartida positiva de su obra es netamente deficiente. Después de mostrar que la Historia es absurda, ¿en nombre de qué salvará a esa élite que precisamente hace la Historia? Si lo que pretenden ciegamente es un poder vacío, ¿cómo los Selectos nos interesarían en sus empresas? A decir verdad, el anticomunismo enajena tan frenéticamente a Burnham, que no siente el deseo de justificarlo. Es norteamericano: quiere que los Estados Unidos dominen al mundo,
y eso es todo.
Pero una vez, con fingida inocencia, se plantea la pregunta: "¿No será deseable un imperio mundial comunista?". Su respuesta es embarazosa. "Una economía comunista no acrecentaría el bienestar
material de la mayoría de la humanidad". Pero dos páginas más adelante concede que: "Más de la mitad de los habitantes de la tierra están ya en el nivel más bajo posible, su condición material no podría empeorar más aún, podría mejorar". Más de la mitad, ¿no es mayoría? A menos que un Selecto valga por dos o diez habitantes ordinarios de la tierra...Burnham abandona presuroso el terreno incierto de las matemáticas. Hay otros valores económicos,
no sólo el bienestar material: la seguridad, la libertad. Y, además de los valores económicos, hay en nuestra civilización "ideales" -cuya abolición, por otra parte, "puede ser juzgada preferible" (sic)-, pero que en definitiva son ideales "parcialmente operantes". Son el valor absoluto de la persona humana, el ideal de libertad y de dignidad individual y el ideal de una verdad objetiva. Burnham concluye:
"Aunque en nuestra historia, y en todas, la fuerza haya decidido en la práctica lo que las leyes declaran justo, siempre nos hemos rebelado contra la idea de que la fuerza pueda ser verdaderamente justa".
Mantener la idea de una justicia prácticamente inexistente no es un "ideal" que inexistente; inexistente no es un "ideal" que pueda exaltar a nadie, y no parece lógico condenar a "más de la mitad de los habitantes de la tierra." A permanecer "en el nivel más bajo posible" en nombre del "valor absoluto de la persona humana". En cuanto a la "verdad objetiva", nos preguntamos por qué ha de interesar a un maquiavelista convencido. A decir verdad, los discípulos de Burnham se sienten tan incómodos como él cuando se les pregunta por qué combaten. Aron está a sus anchas sólo cuando zamarrea las pueriles ilusiones de sus adversarios; cuando debe exponer las razones morales que existen para defender a los Estados Unidos y al capitalismo, le falta la convicción.
No intenta definir ni fundamentar los "viejos valores cristianos y humanistas" que se pueden oponer al comunismo. "La verdad es para mí el valor supremo", dice una vez. ¿Por qué? ¿Y de qué verdad se trata? De hecho, el pesimismo maquiavelista es tan severo para con la élite copio ante las masas; en esa perspectiva sólo se puede contemplar con un cinismo sin esperanza el juego absurdo de las pasiones humanas. Para inventar una mística,
hay que recurrir a otra parte.
Los sistemas de Spengler y de Toynbee ofrecen más recursos. Su visión del mundo es más trágica que la de los maquiavelistas. Al subordinar la Historia al Cosmos, y condenar a muerte a todas las civilizaciones, cuyo nacimiento está regido por casualidades inhumanas, privan a la humanidad de todo porvenir y proclaman su insignificancia. Pero, justamente porque existe para ellos otra cosa además del hombre, pueden proponer a ciertos hombres una salvación sobrenatural. Dentro de cada ciclo histórico, exaltan formas que trascienden la Historia y cuya existencia se asocia armoniosamente a los intereses de los privilegiados.
"En la Historia, no se trata sino de la vida, siempre y únicamente la vida, la raza, la victoria de la voluntad de poderío, no de las verdades, las invenciones o el dinero", escribe Spengler en la conclusión de su libro. 
No sólo la función de la técnica y de la economía le parece secundaria, sino que rechaza fuera de la Historia al hombre como productor y "producto de su producto".
El objeto de la Historia, su realidad, no tiene nada que ver con "la existencia de la bestia humana". "Veo en la Historia viviente -escribe- la imagen de una perpetua formación y transformación, de un futuro y de una hecatombe milagrosa de las formas orgánicas".
Esas formas son las culturas, todas las cuales presentan entre sí analogías fundadas en "el insondable misterio de las fluctuaciones cósmicas", pero se desarrollan por separado, de una manera discontinua: una tras otra, crecen hasta el momento en que, habiendo realizado su destino, es decir, una civilización, declinan una tras otra. "Una cultura nace en momentos en que despierta un alma grande; una cultura muere cuando el alma ha realizado la suma entera de sus posibilidades en forma de pueblos, lenguas, doctrinas religiosas, artes, estados, ciencias, y vuelve al estado psíquico primario". En su conclusión, Spengler resume así el drama de esos nacimientos y esas muertes: "El drama de una alta cultura, todo ese mundo maravilloso de divinidades, de artes, de pensamientos, de batallas, de ciudades, termina nuevamente en los hechos elementales de la sangre eterna, que es una misma y sola cosa con la onda cósmica en eterna circulación. El ser que había despertado a la claridad, y adquirido una rica plasticidad, cae otra vez, en silencio, al servicio del ser, como nos lo enseñan los imperios de China. El tiempo triunfa del espacio y es él quien refrena, con su marcha inexorable, el azar pasajero llamado cultura
en el azar llamado hombre, forma en la que el azar llamado vida transcurre un momento mientras que en el mundo luminoso de nuestros ojos los horizontes fluidos de la historia terrestre y de la historia planetaria se abren ante nosotros".
Lo que sacamos en claro de esta evocación cósmica, a través del juego ininteligible de las contingencias, es la importancia que se acuerda a "los hechos elementales de la sangre". La vida, va lo hemos visto, se encarna en la nobleza que es "la historia hecha carne". La derrota de la nobleza, el advenimiento de las masas entrañan el fin de la Historia: la humanidad se desploma en el silencio, la inconsciencia, la nada.
Hay ciertas diferencias entre Spengler y Toynbee. El primero cuenta ocho civilizaciones, cada una de las cuales dura mil años y cuyo fin es fatal; para el segundo son veintinueve, su duración es variable y su evolución concede algún recurso al arbitrio humano y a la voluntad divina. Toynbee admite entre ellas ciertas influencias y alude vagamente a una idea de progreso, pero se trata de un progreso espiritual, que sólo Dios puede apreciar, y no de una conducta humana. En lo esencial, ambos sistemas convergen. Para Toynbee, la sucesión de las civilizaciones es también discontinua, los factores económicos no tienen más que una importancia secundaria. La Historia depende de un factor cósmico:
el ritmo alternativo estatismo-dinamismo (en lenguaje prechino, el yin y el yang) El yang es la respuesta a un desafío lanzado por el medio, la raza, etc, Pero después de un período de ascenso la civilización se quiebra: entonces aparecen un "proletariado interior" y un "proletariado exterior''. Es un tiempo de confusión, al que la Civilización responde creando un Estado universal; pero éste, tomado entre los dos proletariados, sucumbe. Si alguna vez sobreviviese alguna civilización, nos conduciría hasta la cumbre de lo sobrehumano. Pero, a menos que Dios nos acuerde una prórroga, el porvenir de Occidente parece comprometido: ya hemos estado en el período de confusión. Y Toynbee concluye: "El Espíritu de la Tierra, mientras teje y dispone sus hilos en la cadena del tiempo, compone la historia del hombre tal como se manifiesta en la génesis, el crecimiento, la declinación y la denigración de las sociedades humana. En toda esta confusión de vida y vendaval de acciones, podemos escuchar el latido de un ritmo elemental. Ese ritmo es el movimiento alternado del yin y el yang; el movimiento engendrado por ese ritmo no es ni la fluctuación de un latido indeciso, ni el ciclo de un molino de disciplina.
La rotación perpetua de una rueda no es una repetición vana si, a cada revolución, aproxima el vehículo a la meta; la música que emite el ritmo de yin y yang es el canto de la creación". El símbolo de la rueda propuesta por Toynbee está hoy en boga. Lo acoge con entusiasmo, entre otros, Raymond Abellio, cuyas profecías consideran con seriedad ciertos intelectuales de derecha. A su juicio, la Historia se presenta en forma de ciclos: Involución-Evolución. Estos ciclos están separados por Diluvios, y todo el conjunto forma un ciclo único que concluye en Apocalipsis. La totalidad de los ciclos constituye una espiral; hay, coarto en Toynbee, un vago futuro de la humanidad, pero no tenemos ningún poder práctico sobre ese proceso cósmico: el hombre de hoy está encerrado en su Diluvio singular y la acción le está vedada, puesto que sería necesariamente un gesto vano, o una tradición. El único recurso es construir un "arca" para pasar de un mundo al otro; esa arca debería reunir en una especie de orden espiritual a "los espíritus ansiosos de luz más que de poder". "Esta sociedad de espíritus se mantiene en una igual indiferencia frente a los regímenes políticos, y los integra a todos, con una clara conciencia de su relatividad." Es curioso que hoy cualquier elucubración del tipo pluralista-cíclico-catastrófico pueda contar de antemano con alcanzar a cierto público. Se ha tratado de aclamar como obras maestras las fantasías borrosas de un René Guénon, que descifra a través de oscuros simbolismos el próximo fin de Occidente. Volvemos a descubrir la filosofía hindú, en la medida en que es cosmológica, antihistórica, y que predica la no acción: la Rueda de Siva proyecta su gran sombra sobre la vida y la muerte de las civilizaciones. Después de definir la naturaleza humana como inmutable, el conservador se complace en creer, además, que la Historia gira en el mismo sitio: nada cambia jamás. No se acepta exactamente la idea nietzscheana del Eterno Retorno, pero se admite que existen entre las culturas tan profundas analogías que toda tentativa de reformar el mundo está condenada de antemano. Aun si se deplora, desde un punto de vista ético, que la estructura de la sociedad sea como es, las aspiraciones a un mundo mejor son, el, todo caso, utópicas, y el realista lúcido se inclina a repetir las injusticias y los abusos de la presente. Que la Historia describa un círculo o una espiral, toda evolución comporta una decadencia, todo porvenir está coagulado en el seno del Cosmos. La humanidad se agita en vano, perdida en una inmensidad que la sumerge; la relación del hombre con la sociedad es secundaria, y lo esencial es su relación con el Universo, sobre el cual nada puede.
Pero en medio de esos ciclos fatídicos hay momentos más o menos sombríos. Occidente entró hace tiempo en menguante. Pero Spengler creía aún que el cesarismo podría retardar su muerte, y predicaba  en términos apenas velados la adhesión al fascismo. Desmentidas todas sus esperanzas, la derecha juzga ahora inminente la catástrofe, la acción impotente. A través de Jaspers, la Alemania vencida intenta asumir ese pesimismo. Jaspers le asigna un semblante aún más definitivo, pero menos dramático que Spengler. En vez de la desesperación cínica, agresiva o resignada de Burnham, Spengler o Toynbee, propone al hombre una sabiduría trascendental. Sí, la Historia es Frustración, pero está bien que así sea.
Según Jaspers, la realidad histórica está constituida por una pluralidad de formas sustanciales: razas, civilizaciones, pueblos; ese pluralismo es el que condena a la Historia al fracaso; hay cierta posibilidad de comunicación entre esas formas, pero su diversidad provoca necesariamente conflictos, destrucciones.
Por otra parte, pretende unificar a la humanidad sería un pecado contra lo Trascendente: abolir las fronteras que separan clases y naciones es "una obra de nivelación que no se puede imaginar sin espanto". Hemos visto, efectivamente, que el hombre sólo se abre a lo Trascendente, y se cumple como Existencia, gracias a su integración en una comunidad que posee la unidad inmanente de un
alma, y que es, por lo tanto, limitada y diferenciada. La masa es insensible a lo Trascendente. No sabría proponerse sino fines terrestres, tales como el bienestar de la humanidad. Pero "la Finitud, como felicidad inmanente, es envilecedora cuando se transforma el objeto final: el hombre pierde su trascendencia".
La humanidad no sería feliz sino a costa de la dignidad de la Existencia. En nombre de los intereses superiores del Ser, es preciso, por consiguiente, que se perpetúen la frustración de la historia y la infelicidad de los hombres. Empíricamente, esa frustración es, sin duda, un motivo de turbación, y la Historia no posee un sentido claro: "Una corriente arrastra a la humanidad, con sus antiguas culturas, hacia no sabemos qué destrucción o qué renovación". Pero, desde un punto de vista superior, debemos felicitarnos, porque ese fracaso terrestre es la última "cifra de la trascendencia".
Precisamente, en la medida en que no lleva a ninguna parte, "La Historia es la revelación progresiva del ser". "Lo que es histórico es lo que se malogra, lo que se derrumba, pero es la presencia de lo eterno en el tiempo." Para responder a las exigencias de lo Trascendente, debo asumir mi historicidad, es decir, afirmar mis raíces y considerar a la historia como el horizonte de mi presente, como la manera en que lo eterno se entrega a mí. Pero yo debo empeñarme en la acción, que no es sino la apariencia de la certeza del ser, continuamente amenazada de destrucción.
La perversidad de la naturaleza humana, la fatalidad cósmica, las exigencias de lo Trascendente, coinciden en repudiar la acción. No queda otro camino que pensar lúcidamente en el destino, rogar a
Dios con Toynbee, refugiarse con Abellio en un "arca" o abrirse a lo Trascendente, según el ejemplo de Jaspers. En suma, para todos aquellos que tienen interés en mantener el statu quo, la desesperanza es una excelente coartada; el quietismo catastrófico sirve al orden establecido. Y esas sombrías perspectivas, por lo menos, ofrecen a una clase que se sabe condenada, un consuelo moroso: su liquidación sería un desastre espiritual.

LOS 33 NOMBRES DE DIOS por MARGUERITE YOURCENAR


1.
Mar de mañana.

2.
Ruido de la
fuente en
las rocas
sobre las lajas
de piedra.

3.
Viento del mar
la noche,
en una isla.

4.
Abeja.

5.
Vuelo triangular
de los cisnes.

6.
Cordero recién nacido
carnero hermoso
oveja.

7.
El morro
de la vaca
el morro salvaje
del toro.

8.
El morro
paciente del
buey.

9.
El fuego rojo
en el hogar.

10.
El camello
cojo
que atravesó la
gran ciudad atascada
camino a su muerte.

11.
La yerba
El olor a la yerba.

12.
...

13.
La buena tierra
La arena
y la ceniza.

14.
La garza que
esperó toda la
noche, casi helada,
y que al fin
apacigua su
hambre al alba.

15.
El pequeño pez
que agoniza
en la garganta
de la garza.

16.
La mano,
que se pone en
contacto
con las cosas.

17.
La piel, por
toda la superficie
del cuerpo.

18.
La mirada
y aquello que mira.

19.
Las nueve puertas
de la
percepción.

20.
El torno
humano.

21.
El sonido de una
viola o de una
flauta indígena.

22.
Un sorbo
de bebida
fría o
caliente.

23.
El pan.

24.
Las flores
que brotan
de la tierra
en primavera.

25.
Tener sueño
en una cama.

26.
Un ciego
que canta
y un niño
enfermo.

27.
Caballo que
corre
en libertad.

28.
La mujer-
de-los-perros.

29.
Los camellos
que se abrevan
con sus pequeños
en el arduo
guad.

30.
Sol naciente
sobre un lago
aún helado
a medias.

31.
El silencioso
relámpago
El rayo
estrepitoso.

32.
El silencio
entre dos amigos.

33.
La voz que viene
del este,
entra por la oreja
derecha
y enseña un canto.

LA BELLEZA DEL MARIDO IV por ANNE CARSON


IV.   ÉL ELLA NOSOTROS ELLOS VOSOTROS TÚ TÚ YO ELLA LOS PRONOMBRES INICIAN ASÍ LA DANZA LLAMADA ROPA SUCIA CUYO NOMBRE DERIVA DE UN FENÓMENO ALQUÍMICO: DESPUÉS DE UNA PEQUEÑA CALMA SOBREVIENE UNA PEQUEÑA CONMOCIÓN DESPUÉS DE UNA GRAN CALMA UNA GRAN CONMOCIÓN.
Gira al marido y muestra su lado oculto. Una carta que
[escribió desde Río de Janeiro. ¿Por qué Río de Janeiro? No vale la pena preguntarlo.
Hacía tres años que estábamos separados pero aún no nos
[habíamos divorciado.
Se presentaba en cualquier parte.
Podías estar segura de que mentía si le preguntabas por qué. Y
[si no le preguntabas también mentía.
Cuando digo oculto quiero decir cómico.
Las lágrimas de un marido nunca están ocultas.
Río, 23 de abril
No entiendo esta cuestión de lingüística.
Hazme llorar.
No me bagas llorar.
Lloro. Lloras. Nos hacemos llorar.
Viajar a lo tonto trabajar gastar dinero es lo que me obligo a
[hacer.
Carioca.
Estoy en un apartamento de Río con unos brasileños que
       [,discuten
sobre cómo hacer funcionar la lavadora.
Dentro de media hora se habrán olvidado y se irán a cenar dejando la máquina en llamas.
Regresarán de la cena, hallarán sus ropas carbonizadas, se darán palmadas uno al otro en la nuca y llegarán a la conclusión de que en realidad compraron una secadora y que no saben cómo hacerla funcionar.
Acabo de ir a ver la máquina. Es una lavadora y está en
[llamas.
Y ahora qué pasa. Tú y yo.
Entre nosotros los momentos de profunda tristeza son tan
[frecuentes que no puedo
distinguirla del amor.
Deseas una vida limpia yo vivo una sucia, la vieja historia.
[Bien.
No te sirvo de mucho sin ti ¿soy? Todavía te amo.
Me haces llorar.
Tres cosas cabe resaltar en esta carta.
Primero su simetría:
Hazme llorar... Me haces llorar. Segundo
su casuística:motivos cosmológicos, fuego y agua, colocados antes de hablar
[de amor
para ilustrarlo con asociaciones del eros y la contienda
[primordiales.
Tercero ningún remitente.
No puedo contestar. No quiere una respuesta. Qué quiere. Cuatro cosas.
Pero de la cuarta huyo casta y hábilmente.

ARAYA por YOLANDA PANTIN


Mientras pasábamos
por esas carreteras
las páginas de un libro
escrito
sobre arcilla roja, y colinas
vimos empolladas
por el tiempo
como si una mano
de uñas garzas
o un arado inmenso
las hubiese abierto
en sucesivas capas
donde no vuela un ave
ni una mosca grazna
contra el azul
más azul que el ojo
del cielo
hinchadas
las velas de la boca
donde no bate el viento
ni una hoja
en la bruma agrisada
del golfo
el paisaje encarnó en la realidad del cuerpo.

WALL $TREET por TERESINKA PEREIRA


Germina la protesta
contra la usura
los ricos se asustan
pero el campamento
sigue funcionando
Vino la policía
a defender
el establecimiento
pero el campamento
sigue funcionando
Hay que hacer más bulla
más caminatas, más huelgas
y sobretodo más gente,
millones de indignados
tomando la determinación
de cerrar la WALL $TREET
de los ricos
y proponer una Main Street
con trabajo y ahorros para todos.

TU NOMBRE por MARGUERITE YOURCENAR


Como una gota de miel venenosa, 
tu nombre, el que te dio tu madre, 
se derrama amargamente en mi garganta. 
Bajo distintos cielos clamé tu nombre, 
lo lamenté en todos los lechos; 
leí tu nombre en filigrana en la página de mi desdicha, 
claro como el sollozo que vierte sobre nosotros un ángel.
Tu nombre, con el que duermo,
lastima mi boca como si fuera un talismán,
y me arrastra, como una sentencia, hacia el destierro.
Tu nombre, como un niño bello y desnudo,
se revuelca en todos los fangos.
Gimo tu nombre como limosnera
frente a las puertas de la ciudad en llamas.
Manchado por las moscas-chismes de la infamia,
la gente pronuncia vulgarmente tu nombre,
X desconocida, tú misma.
Tu nombre de bautismo
inscrito en los registros negros del diablo
y en el libro de oro de Dios.
Tu nombre es la única cosa que jamás te podré regresar
no importa que lo repita mil veces,
nadie me lo podrá arrebatar.
Cada letra de tu nombre es un clavo de mi pasión,
y lo único, quizás, que nunca podré olvidar
hasta que llegue el día de la resurrección.


LA MEMORIA VACIA por CARMEN BOULLOSA


Trato de oscurecer con mi sombra la tierra del exilio, mi 
tierra, ocultarme a la memoria vacía. 
No tengo origen.

Formo con mis hermanas un muro inabordable. 
Nos cegamos a la tierra que alarga el día de luminoso júbilo, 
a sus ojos brillantes donde brotan ciruelas jugosas 
y dulces, los animales cálidos y huidizos; 
al día de paredes traslúcidas, de corrales abiertos y campos 
poseídos por el secreto que han murmurado las semillas al abrirse

He llegado al término de mi sombra: el día tiene abiertos los muslos 
y se entrega al gozo insaciable de los hombres.

En medio de este estruendo, 
del golpeteo de las alas locas del viento sobre el llano, 
del silbido deslumbrante con el que el río corteja a las plácidas nubes, 
los hombres recuestan su cuerpo amoroso sobre el torso del día, 
hacen de la mañana al ritmo de su cuerpo.

Y nosotras, hechas de un material que se resiste al cortejo del tiempo, 
templadas en el silencio firme, 
tratamos de permanecer 
aunque no tenemos casa, 
aunque estamos desprovistas frente al cauce ajeno.

Nos trenzamos entre nosotras los labios con los labios: 
ésta es la palabra de las tres: nuestra palabra.

(Oigo un crepitar en el fuego: los pechos de las mujeres se desprenden 
del deseo como frutos maduros. Los pechos de las mujeres: 
panes recién cocidos.)

domingo, agosto 21, 2016

ALEGRÍA DE ESCRIBIR por WISLAWA SZYMBORSKA


¿A dónde va la corza escrita por el bosque escrito?
¿A tomar agua escrita
que refleje su hocico puntualmente?
¿Por qué alza la cabeza? ;escucha algo?
Se apoya en cuatro patas que la verdad le presta.
Mueve bajo mis dedos una oreja.
Silencio, esa palabra, susurra en el papel
como las otras y remueve ramas
por las palabras del bosque cansadas.
En la hoja blanca de papel acechan
letras que pueden componerse mal,
frases que pueden ser un cerco
y no habrá salvación.
En la gota de tinta un regimiento
de cazadores enfocan la mira
listos para correr pluma empinada abajo,
cercar la corza y preparar el tiro.
Olvidan que esto no existe
Otras leyes gobiernan el blanco sobre negro
parpadeará el ojo el tiempo que yo quiera
y podré dividirlo en pequeñas eternidades
llenas de balas quietas en el aire.
Por siempre, si lo ordeno; nada pasará aquí.
Ni una hoja caerá si no lo quiero
ni las pezuñas hollarán la hierba
¿Existe pues un mundo sobre el cual
soy un destino independiente?
¿Ese tiempo al que une la cadena de signos,
existe bajo mis órdenes constantes?
La alegría de escribir.
La posibilidad de eternizar.
La venganza de una mano mortal.

LA MUERTE REVIVIDA por ANGELINA MUÑIZ HUBERMAN


Había sido el eje de su vida: presencia constante: ni un momento de olvido: de descanso. Siempre: en el fondo de su mente aparecía la imagen: los rasgos de su cara: los movimientos: los colores: el recuerdo de su voz.
La presencia muerta era presencia viva.
Puede construirse toda una vida alrededor de una muerte. Puede recobrarse el sentido de lo cotidiano y absorberse en la más fútil tarea con el peso —verdadero peso— de un vacío.
La muerte, que no es nada, es la razón de la sinrazón. Es la fuente del verdadero estrago. Por lo tanto, de la profunda frivolidad. (No me cuentes lo que es la muerte.) (Sí: voy a contártelo.) (Yo sí sé lo que es la muerte.) (Sss: Silencio.) (Eso no se difunde.) (¿Por qué no?: es simple.) (Oirás esta historia.)
Miranda en el exilio. Miranda en tierra extraña. Contemplando las cosas. En cada una de ellas ve la muerte: en el humo del cigarro: en la cucharilla que menea el café: en la fotografía dejada a un lado. Para vivir tiene que luchar contra la transparencia del mismo cristal en el que se estrella la mariposa. La imagen de él aparece en el fondo de cualquier taza en la que beba cualquier líquido: su cara, con el mechón de pelo lacio caído hacia el lado derecho: su sonrisa nunca perdida: el brillo de los ojos: la boca dispuesta a hablar. Y, sin embargo, el silencio: el silencio de la absoluta ausencia: Y la inmovilidad: tal y como quedó en la última fotografía que le tomaron.
Miranda ha llevado consigo, de país en país, el álbum en el que están todas sus fotos. Miranda es peregrina que no ha olvidado el único testimonio que puede asegurarle que él sí existió. Porque los demás pueden dudarlo. ¿Qué historia es ésa? ¿Quién cree lo que cuenta esa mujer? ¿Cómo comprobarlo?
¿Cómo comprobar que él existió? En España sí existía.
Pero aquí, en México, nadie lo conoció. Todo lo que se oyó fueron historias acerca de él.
Miranda va por las calles: parte del Monumento a la Revolución: camina todo Juárez: y desemboca en Madero hasta el Zócalo. Va gritando: Vean: éstas son sus fotografías: él vivió. Nadie hace caso: qué importa que él viviera: ¿quién es él?
Para Miranda es importante: su vida depende de eso.
Pero no es verdad: Miranda no grita por las calles. Miranda guarda silencio por las calles. Es una buena ciudadana. Aprendió a serlo en los bombardeos de Madrid. Lo que sí es verdad es que lleva su foto consi-go. No sólo su foto. Lleva también un relicario de oro con un mechón de pelo.
Miranda ha aprendido a vivir en el nuevo país: ríe en los mercado y sabe qué verduras comprar: dónde venden el mejor pescado y dónde la fruta escogida. Es tan buena ciudadana: cruza las esquinas en orden: res-peta los semáforos: ayuda a cruzar a los ancianos y a los ciegos. Merecería un premio.
No, no le interesan los premios. Cierta inclinación natural la lleva a notar las debilidades y las flaquezas. Disfruta los dolores ajenos y así mitiga el suyo. Los disfruta incorporándoselos: no es que llore con las víctimas, sino que las víctimas lloran ante ella. Ella solamente recoge las lágrimas: para su tesoro de in-compatibilidades.
Ella dejó de llorar hace muchos años: cuando morían los jóvenes y sobrevivían los viejos o los niños. Se fue quedando sola por el camino, porque al final murieron los viejos y los niños, y ella no podía morirse. Quería que la muerte descendiera especialmente para ella. Un rayo que la tocara como don divino. Y eso era pedir demasiado.
La última paletada de tierra sobre el ataúd resuena en sus noches y en sus despertares al amanecer. Sabe que ha pasado el tiempo porque muchas cosas cam-bian a su alrededor. Lo que no entiende en esta medida del tiempo es por qué ella ha vivido tanto en un seco lamentar.
Tampoco es que se quedara sola a la muerte de él. Ahí estaban su marido y su hijo pequeño. ¿Qué más quería entonces? ¿Era tan liviana —o de tanto peso— su carga de amor que se le agotó en un solo ser? No lo sabía y no se lo preguntaba. Las personas que la ro-deaban no ocupaban el lugar que deberían ocupar: eran inútiles y despreciables.
A la muerte de él: del único querido. Escapó y desapareció meses. Para hundirse en la desesperación y el olvido. Para borrar la existencia misma. Para ser otra persona. Y no sufrir.
(Caminó con una idea fija: regresar a España y reco-ger la jaula del canario que quedó abandonada en la casa al salir huyendo.)
Había soportado dos años de bombardeos y se había salvado. También él se había salvado: lo había cuidado y lo había abrazado. Para llegar a tierras de Francia y morir allí: donde no había peligro: donde era la cita con la muerte: la segura.
El tipo de muerte escogida: la madre dijo que sí salga a la calle: el padre dijo que no salga a la calle.
Había terminado las tareas del colegio y quería ir a jugar con su amigo. Nada más tenía que cruzar la calle. Eso era todo.
La madre dijo que sí salga. El padre dijo que no.
Miranda volvió a insistir: que sí salga: hoy ha tra-bajado mucho. Ferrán cedió: está bien, que salga, y el niño salió.
Apenas bajó las escaleras corriendo. Apenas llegó a la esquina. Apenas empezaba a cruzar cuando ocurrió. No vio que el camión arrastraba un remolque y quedó prensado en medio.
El niño fue arrastrado varias cuadras: el camionero no había notado nada. La gente de la calle le gritaba horrorizada que se parara y él no entendía qué pasaba. Cuando lo hizo fue tarde.
Los padres también tardaron en darse cuenta. Oían gritos pero no sabían de qué se trataba: jugaban con el hijo pequeño.
Miranda y Ferrán enterraron a su hijo mayor en el cementerio de Montrouge: una pequeña tumba: 1930-1938.
Y ése era el eje de la vida de Miranda: la presencia constante de su hijo muerto.
Miranda oyó a Ferrán: la culpa es de ella: ella quiso que él bajara a la calle. Y Ferrán lo contaba una y otra vez: la culpa es de ella.
Miranda hubiera querido morir ahí mismo. Pero el cuerpo es fuerte y se resiste. La mente tiene otras mane-ras de escapar: la imposibilidad de volver a querer: la indiferencia: el rechazo. Ya no importaban Ferrán ni el hijo sobreviviente.
Los meses de su desaparición debieron ser de olvido tenaz, de sumidero continuo, de malquerencia. Pero ella no recordó nada de ese tiempo. Regresó, con la memoria recobrada en el punto de su partida, a no mencionar más. A esperar una cierta liberación que habría de llegarle no sabía cómo.
Parecía resignada y casi en vías de curación. Salvo por cierta dificultad en pronunciar nombres propios: a su hijo el pequeño no pudo darle otro nombre que el de sobreviviente.
Ya en México, los tres, Miranda, Ferrán y el sobreviviente iniciaron vidas discontinuas, vidas maltrechas, encarnizadas. Indisolublemente unidos, inseparables: con el odio y el refinamiento en atroz inmisericordia.
Crearon un ambiente cerrado: no se podía salir de la casa: nadie venía a visitarlos. Todo era rechazo al mundo externo y regodeo en su propia impiedad.
Diálogos ritualistas:
Saquemos las prendas del dolor.
Una por una extendamos las iniquidades.
Recordemos el cuerpo muerto.
Tú, sobreviviente, prepara la oración.
Tú, madre, corta la piel.
Tú, padre, recoge la sangre.
Tú, hijo, recibe la herencia.
En tierra de obsidiana, repitamos el sacrificio.
Sobre la piedra solar estiremos los músculos y rompamos los nervios.
Que los huesos se pulvericen y venga el fin de los tiempos.
En la oscuridad, sola la luz de la muerte.
Entona, sobreviviente, la oración.
Encadena, heredero, la palabra de la vida.
Comprende, hijo, el perfecto mundo del encierro.
Prepara, madre, el aborto obligado.
Derrama, padre, el semen infértil.
Sobreviviente: te convertirás en desecho, en inmundicia, en desolación.
He aquí que somos el juego de un pequeño tablero de ajedrez: para comernos los unos a los otros.
Amén.
Amén.
Amén.
La ceremonia se enardecía y Miranda se tranquilizaba. No importaban las palabras pronunciadas al borde de la tumba, ni los telegramas recibidos, ni las car-tas de condolencia. Todo fue guardado celosamente en un cofre de madera olorosa junto con las flores blancas del entierro. Los papeles atados cuidadosos con cinta de seda. Los pétalos aprisionados entre cartones sepia. Las fotos, repasadas y vueltas a repasar, en el álbum de piel oscura con grabados de antiguos jarrones enlazados por guirnaldas. Las fotos en blanco y negro pegadas sobre grueso papel de un verde azabachado.
Cajas y más cajas con reliquias. Los tesoros habían sido concertados. Durante la ceremonia se exponían. Durante la ceremonia o fuera de su orden: simplemente por el placer de gozarlos.
Los juguetes eran limpiados y pulidos, pero nunca permitidos tocar por el sobreviviente.
Los soldaditos de plomo que habían viajado de país en país hasta llegar a México. Soldaditos europeos: de Napoleón: de la Primera Guerra Mundial: ahora en clima cálido: anatópicos: anacrónicos. Con los que tampoco jugará el sobreviviente.
Los patines con las correas de cuero endurecidas y que hay que frotar con pulimento especial cada semana para que no se oxiden, mientras el sobreviviente los contempla.
Los lápices de colores, los cuadernos y los libros, que no podrá usar, ni escribir, ni leer el sobreviviente.
Las maravillosas latas policromas de galletas o de puros que no encerrarán los secretos del sobreviviente.
Y luego, la ropa perfectamente doblada entre bolitas de naftalina, sacada a airear de vez en vez, para que no se pudra, para que las manchas de sangre seca no atraigan a insectos voraces. Y los zapatos, retorcidos, de color irreconocible, piel, hierro, asfalto.
Miranda vive entre los recuerdos, las reliquias, como entre las compras del mercado o los paseos al bosque de Chapultepec. Aunque parece que el tiempo pasa y que la lejanía del cementerio de Montrouge persiste, la coraza y la imagen rígida de Miranda se han detenido: no parece que el tiempo pase ni que la lejanía del cementerio de Montrouge persista. Los actos se han estilizado y se han esculpido en hielo. Épocas glaciales han descendido sobre su frente. La edad de su muerte se acerca: son muchos ya los años y la separación: ¿quién cuidará de aquella tumba? ¿Quién la reconocerá?
No regresó ni a España ni a Francia. Vivió en México más que en ningún otro país y no se dio cuenta. A su alrededor fueron muriendo los demás: ella que quiso morir el mismo día que su hijo. Murió Ferrán. El sobreviviente no contaba. Sólo quedaba ella: ¿cuándo, cuándo iba a morir? Tenía que suceder ya: no podía esperar.
Pero no: no moriría.
Aún le quedaba una prueba por pasar.
Aún recobraría el sentido de la vida.
Y fue así como sucedió.
El sobreviviente iba manejando el automóvil por la calle de Patriotismo. Ella iba sentada a su lado, sin qué cosa pensar.
De pronto fue el frenazo y el niño que se atravesó delante del automóvil, que se tropezó, que se incorporó y que pudo llegar a la esquina contraria sano y salvo.
Miranda, en el automóvil con su hijo el sobreviviente, que sí tenía nombre, que se llamaba Bendito, rompió en llanto irrefrenable con todas las lágrimas acumuladas durante cuarenta años.

LA MUJER DE LOT por ANA AJMATOVA


Y el hombre justo acompañó al luminoso agente de Dios
por una montaña negra, siguiendo su huella,
mientras una voz incansable acosaba a la mujer:
—No es demasiado tarde, aun puedes mirar hacia atrás.

Hacia las torres rojas de tu Sodoma nativa,
al patio donde una vez cantaste, al pabellón para hilar,
a las ventanas de la enorme casa
donde la descendencia santificó tu lecho conyugal.

Una sola mirada: súbita punzada de dolor
en sus ojos, antes de poder emitir cualquier sonido.
Su cuerpo se derritió en sal transparente
y sus ligeras piernas claváronse en la tierra.

¿Quién penará por esta mujer? ¿No le resulta
de sobra insignificante a nuestra incumbencia?
Incluso así, nunca la negaré en mi corazón,
ella que murió porque eligió volverse.

                                                           (1922-24)

A MI AMANTE, QUIEN REGRESA A SU ESPOSA por ANNE SEXTON


Allí está toda ella.
Cuidadosamente fundida para ti
y forjada de tu niñez,
forjada de tus cien antiguallas favoritas.

Ha estado allí desde siempre, querido.
Es, además, exquisita.
Juego pirotécnico en las aburridas medianías de febrero
y tan real como una olla de fierro fundido.

Enfrentémoslo, he sido momentánea.
Un lujo. Una lancha rojo encendido en la bahía.
Mi pelo elevándose como humo por la ventanilla del coche.
Almeja fuera de temporada.

Ella es más que eso. Es tu tener que tener,
ha cultivado tu crecimiento práctico y tropical.
No es un experimento. Es toda armonía.
Cuida de los remos y de las horquillas de los remos del
bote,

puso flores silvestres sobre la ventana, en el desayuno,
se sienta tras su rueda de alfarera a mediodía,
ha sacado adelante tres niños bajo la luna,
tres querubines pintados por Miguel Ángel,

y lo ha hecho con las piernas bien abiertas
en los terribles meses en capilla.
Si volteas hacia arriba, allí reposan tus hijos
como delicados globos contra el techo.
También los ha cargado por el pasillo
tras la cena, la cabeza reclinada hacia ella,
dos piernas protestando —de persona a persona—
la cara sonrojada por la canción y su pequeño sueño.

Te regreso tu corazón.
Te doy permiso—

para el detonador dentro de ella, palpitando
furioso entre la mugre, para la perra que es
y el entierro de su herida
—para el entierro de su herida viva, roja, pequeña—

para la llama pálida que flamea bajo sus costillas,
para el marinero ebrio que aguarda en su pulso izquierdo,
para la rodilla de madre, las medias,
las ligas, para la llamada
—curiosa llamada
cuando horadas entre brazos y pechos
y desatas la cinta naranja de su pelo
y respondes a la llamada, curiosa llamada.

Es tan singular y tan desnuda.
Es la suma de ti y de tus sueños.
Súbela como a un monumento, paso a paso.
Es sólida.

Yo, en cambio, soy una acuarela.
Me deslavo.
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