Había sido el eje de su vida: presencia constante: ni un momento de olvido: de descanso. Siempre: en el fondo de su mente aparecía la imagen: los rasgos de su cara: los movimientos: los colores: el recuerdo de su voz.
La presencia muerta era presencia viva.
Puede construirse toda una vida alrededor de una muerte. Puede recobrarse el sentido de lo cotidiano y absorberse en la más fútil tarea con el peso —verdadero peso— de un vacío.
La muerte, que no es nada, es la razón de la sinrazón. Es la fuente del verdadero estrago. Por lo tanto, de la profunda frivolidad. (No me cuentes lo que es la muerte.) (Sí: voy a contártelo.) (Yo sí sé lo que es la muerte.) (Sss: Silencio.) (Eso no se difunde.) (¿Por qué no?: es simple.) (Oirás esta historia.)
Miranda en el exilio. Miranda en tierra extraña. Contemplando las cosas. En cada una de ellas ve la muerte: en el humo del cigarro: en la cucharilla que menea el café: en la fotografía dejada a un lado. Para vivir tiene que luchar contra la transparencia del mismo cristal en el que se estrella la mariposa. La imagen de él aparece en el fondo de cualquier taza en la que beba cualquier líquido: su cara, con el mechón de pelo lacio caído hacia el lado derecho: su sonrisa nunca perdida: el brillo de los ojos: la boca dispuesta a hablar. Y, sin embargo, el silencio: el silencio de la absoluta ausencia: Y la inmovilidad: tal y como quedó en la última fotografía que le tomaron.
Miranda ha llevado consigo, de país en país, el álbum en el que están todas sus fotos. Miranda es peregrina que no ha olvidado el único testimonio que puede asegurarle que él sí existió. Porque los demás pueden dudarlo. ¿Qué historia es ésa? ¿Quién cree lo que cuenta esa mujer? ¿Cómo comprobarlo?
¿Cómo comprobar que él existió? En España sí existía.
Pero aquí, en México, nadie lo conoció. Todo lo que se oyó fueron historias acerca de él.
Miranda va por las calles: parte del Monumento a la Revolución: camina todo Juárez: y desemboca en Madero hasta el Zócalo. Va gritando: Vean: éstas son sus fotografías: él vivió. Nadie hace caso: qué importa que él viviera: ¿quién es él?
Para Miranda es importante: su vida depende de eso.
Pero no es verdad: Miranda no grita por las calles. Miranda guarda silencio por las calles. Es una buena ciudadana. Aprendió a serlo en los bombardeos de Madrid. Lo que sí es verdad es que lleva su foto consi-go. No sólo su foto. Lleva también un relicario de oro con un mechón de pelo.
Miranda ha aprendido a vivir en el nuevo país: ríe en los mercado y sabe qué verduras comprar: dónde venden el mejor pescado y dónde la fruta escogida. Es tan buena ciudadana: cruza las esquinas en orden: res-peta los semáforos: ayuda a cruzar a los ancianos y a los ciegos. Merecería un premio.
No, no le interesan los premios. Cierta inclinación natural la lleva a notar las debilidades y las flaquezas. Disfruta los dolores ajenos y así mitiga el suyo. Los disfruta incorporándoselos: no es que llore con las víctimas, sino que las víctimas lloran ante ella. Ella solamente recoge las lágrimas: para su tesoro de in-compatibilidades.
Ella dejó de llorar hace muchos años: cuando morían los jóvenes y sobrevivían los viejos o los niños. Se fue quedando sola por el camino, porque al final murieron los viejos y los niños, y ella no podía morirse. Quería que la muerte descendiera especialmente para ella. Un rayo que la tocara como don divino. Y eso era pedir demasiado.
La última paletada de tierra sobre el ataúd resuena en sus noches y en sus despertares al amanecer. Sabe que ha pasado el tiempo porque muchas cosas cam-bian a su alrededor. Lo que no entiende en esta medida del tiempo es por qué ella ha vivido tanto en un seco lamentar.
Tampoco es que se quedara sola a la muerte de él. Ahí estaban su marido y su hijo pequeño. ¿Qué más quería entonces? ¿Era tan liviana —o de tanto peso— su carga de amor que se le agotó en un solo ser? No lo sabía y no se lo preguntaba. Las personas que la ro-deaban no ocupaban el lugar que deberían ocupar: eran inútiles y despreciables.
A la muerte de él: del único querido. Escapó y desapareció meses. Para hundirse en la desesperación y el olvido. Para borrar la existencia misma. Para ser otra persona. Y no sufrir.
(Caminó con una idea fija: regresar a España y reco-ger la jaula del canario que quedó abandonada en la casa al salir huyendo.)
Había soportado dos años de bombardeos y se había salvado. También él se había salvado: lo había cuidado y lo había abrazado. Para llegar a tierras de Francia y morir allí: donde no había peligro: donde era la cita con la muerte: la segura.
El tipo de muerte escogida: la madre dijo que sí salga a la calle: el padre dijo que no salga a la calle.
Había terminado las tareas del colegio y quería ir a jugar con su amigo. Nada más tenía que cruzar la calle. Eso era todo.
La madre dijo que sí salga. El padre dijo que no.
Miranda volvió a insistir: que sí salga: hoy ha tra-bajado mucho. Ferrán cedió: está bien, que salga, y el niño salió.
Apenas bajó las escaleras corriendo. Apenas llegó a la esquina. Apenas empezaba a cruzar cuando ocurrió. No vio que el camión arrastraba un remolque y quedó prensado en medio.
El niño fue arrastrado varias cuadras: el camionero no había notado nada. La gente de la calle le gritaba horrorizada que se parara y él no entendía qué pasaba. Cuando lo hizo fue tarde.
Los padres también tardaron en darse cuenta. Oían gritos pero no sabían de qué se trataba: jugaban con el hijo pequeño.
Miranda y Ferrán enterraron a su hijo mayor en el cementerio de Montrouge: una pequeña tumba: 1930-1938.
Y ése era el eje de la vida de Miranda: la presencia constante de su hijo muerto.
Miranda oyó a Ferrán: la culpa es de ella: ella quiso que él bajara a la calle. Y Ferrán lo contaba una y otra vez: la culpa es de ella.
Miranda hubiera querido morir ahí mismo. Pero el cuerpo es fuerte y se resiste. La mente tiene otras mane-ras de escapar: la imposibilidad de volver a querer: la indiferencia: el rechazo. Ya no importaban Ferrán ni el hijo sobreviviente.
Los meses de su desaparición debieron ser de olvido tenaz, de sumidero continuo, de malquerencia. Pero ella no recordó nada de ese tiempo. Regresó, con la memoria recobrada en el punto de su partida, a no mencionar más. A esperar una cierta liberación que habría de llegarle no sabía cómo.
Parecía resignada y casi en vías de curación. Salvo por cierta dificultad en pronunciar nombres propios: a su hijo el pequeño no pudo darle otro nombre que el de sobreviviente.
Ya en México, los tres, Miranda, Ferrán y el sobreviviente iniciaron vidas discontinuas, vidas maltrechas, encarnizadas. Indisolublemente unidos, inseparables: con el odio y el refinamiento en atroz inmisericordia.
Crearon un ambiente cerrado: no se podía salir de la casa: nadie venía a visitarlos. Todo era rechazo al mundo externo y regodeo en su propia impiedad.
Diálogos ritualistas:
Saquemos las prendas del dolor.
Una por una extendamos las iniquidades.
Recordemos el cuerpo muerto.
Tú, sobreviviente, prepara la oración.
Tú, madre, corta la piel.
Tú, padre, recoge la sangre.
Tú, hijo, recibe la herencia.
En tierra de obsidiana, repitamos el sacrificio.
Sobre la piedra solar estiremos los músculos y rompamos los nervios.
Que los huesos se pulvericen y venga el fin de los tiempos.
En la oscuridad, sola la luz de la muerte.
Entona, sobreviviente, la oración.
Encadena, heredero, la palabra de la vida.
Comprende, hijo, el perfecto mundo del encierro.
Prepara, madre, el aborto obligado.
Derrama, padre, el semen infértil.
Sobreviviente: te convertirás en desecho, en inmundicia, en desolación.
He aquí que somos el juego de un pequeño tablero de ajedrez: para comernos los unos a los otros.
Amén.
Amén.
Amén.
La ceremonia se enardecía y Miranda se tranquilizaba. No importaban las palabras pronunciadas al borde de la tumba, ni los telegramas recibidos, ni las car-tas de condolencia. Todo fue guardado celosamente en un cofre de madera olorosa junto con las flores blancas del entierro. Los papeles atados cuidadosos con cinta de seda. Los pétalos aprisionados entre cartones sepia. Las fotos, repasadas y vueltas a repasar, en el álbum de piel oscura con grabados de antiguos jarrones enlazados por guirnaldas. Las fotos en blanco y negro pegadas sobre grueso papel de un verde azabachado.
Cajas y más cajas con reliquias. Los tesoros habían sido concertados. Durante la ceremonia se exponían. Durante la ceremonia o fuera de su orden: simplemente por el placer de gozarlos.
Los juguetes eran limpiados y pulidos, pero nunca permitidos tocar por el sobreviviente.
Los soldaditos de plomo que habían viajado de país en país hasta llegar a México. Soldaditos europeos: de Napoleón: de la Primera Guerra Mundial: ahora en clima cálido: anatópicos: anacrónicos. Con los que tampoco jugará el sobreviviente.
Los patines con las correas de cuero endurecidas y que hay que frotar con pulimento especial cada semana para que no se oxiden, mientras el sobreviviente los contempla.
Los lápices de colores, los cuadernos y los libros, que no podrá usar, ni escribir, ni leer el sobreviviente.
Las maravillosas latas policromas de galletas o de puros que no encerrarán los secretos del sobreviviente.
Y luego, la ropa perfectamente doblada entre bolitas de naftalina, sacada a airear de vez en vez, para que no se pudra, para que las manchas de sangre seca no atraigan a insectos voraces. Y los zapatos, retorcidos, de color irreconocible, piel, hierro, asfalto.
Miranda vive entre los recuerdos, las reliquias, como entre las compras del mercado o los paseos al bosque de Chapultepec. Aunque parece que el tiempo pasa y que la lejanía del cementerio de Montrouge persiste, la coraza y la imagen rígida de Miranda se han detenido: no parece que el tiempo pase ni que la lejanía del cementerio de Montrouge persista. Los actos se han estilizado y se han esculpido en hielo. Épocas glaciales han descendido sobre su frente. La edad de su muerte se acerca: son muchos ya los años y la separación: ¿quién cuidará de aquella tumba? ¿Quién la reconocerá?
No regresó ni a España ni a Francia. Vivió en México más que en ningún otro país y no se dio cuenta. A su alrededor fueron muriendo los demás: ella que quiso morir el mismo día que su hijo. Murió Ferrán. El sobreviviente no contaba. Sólo quedaba ella: ¿cuándo, cuándo iba a morir? Tenía que suceder ya: no podía esperar.
Pero no: no moriría.
Aún le quedaba una prueba por pasar.
Aún recobraría el sentido de la vida.
Y fue así como sucedió.
El sobreviviente iba manejando el automóvil por la calle de Patriotismo. Ella iba sentada a su lado, sin qué cosa pensar.
De pronto fue el frenazo y el niño que se atravesó delante del automóvil, que se tropezó, que se incorporó y que pudo llegar a la esquina contraria sano y salvo.
Miranda, en el automóvil con su hijo el sobreviviente, que sí tenía nombre, que se llamaba Bendito, rompió en llanto irrefrenable con todas las lágrimas acumuladas durante cuarenta años.
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