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jueves, abril 07, 2016

CANTO DEL RETRAIDO* por GEORGE TRAKL


Para Karl Borromaeus Heinrich

Todo armonía es el vuelo de las aves. Los verdes bosques
se han reunido en la tarde junto a más tranquilas cabañas;
los cristalinos prados del corzo.
Algo oscuro calma el murmullo del arroyo, las húmedas sombras
y las flores del verano, que tan bello tintinean al viento.
Ya es crepúsculo en la frente del hombre pensativo.

Y una lamparita se enciende, la bondad, en su corazón
y la paz de la cena; pues consagrados están el pan y el vino
por las manos de Dios, y te mira desde ojos nocturnos
silente el hermano, que así reposa del camino de espinas.
Oh, morar en el azul de alma de la noche.

Amoroso también abraza el silencio en la estancia las sombras de los mayores,
los martirios purpúreos, queja de una gran estirpe
que piadosa ahora acaba en el nieto solitario.

Pues más radiante siempre despierta de los negros minutos del delirio
el paciente en el umbral petrificado
y poderosos lo envuelven el frío azul y el declinar luminoso del otoño,

la casa silente y las sagas del bosque,
mesura y ley y los caminos lunares de los retraídos.





*otra versión

viernes, octubre 04, 2013

VIENTO DEL SUR EN EL SUBURBIO por GEORGE TRAKL


Árido y pardo yace el lugar en el ocaso,
el aire es recorrido por un hedor horrible.
El atronar de un tren desde el arco del puente...
y revuelan gorriones sobre arbustos y cercos.

Cabañas achatadas, senderos intrincados,
bullicio y movimiento en los jardines,
de la sorda agitación brota al pronto un griterío,
de entre un corro de niños vuela un rojo vestido.

Silban en el basural las ratas enamoradas.
Tripas en sus canastos transportan las mujeres,
repulsiva procesión llena de inmundicia y mugre
que va avanzando surgida del crepúsculo.

Bruscamente un canal que baja del matadero
escupe espesa sangre en el río tranquilo.
Vientos del sur dan color a las raleadas matas
y lentamente repta lo rojo por el río.

Se está ahogando un susurro en el turbado sueño.
Imágenes fantásticas brotan de la acequia
tal vez como recuerdos de una vida anterior
que emergen y se hunden con los cálidos vientos.

viernes, septiembre 20, 2013

LOS CUERVOS por GEORGE TRAKL


Sobre el ángulo negro se van precipitando
al mediodía los cuervos con duro graznido.
Sus sombras a la sierva rozan de seguido y
a veces huraños se les ve descansando.

Oh, cómo la parda calma van rompiendo
en que una haza se siente embelesada, tal
hembra en grave presentir cautivada y a
veces se les puede oír gruñendo

sobre una carroña que husmean por doquier,
y el vuelo de pronto dirigen al norte
y desaparecen tal fúnebre corte
en aires que se estremecen de placer.

sábado, diciembre 17, 2011

QUEJA por GEORGE TRAKL




Sueño y muerte, las águilas aciagas
graznan toda la noche sobre esta cabeza:
la áurea imagen del hombre
englutida por la onda helada
de la eternidad. Contra espantosos riscos
se quiebra el cuerpo purpúreo
y se queja la oscura voz
sobre el mar.
Hermana del tempestuoso desconsuelo,
mira una temerosa barca que se hunde
bajo las estrellas,
en el silencioso rostro de la noche.

miércoles, noviembre 16, 2011

CANCION DEL SOLITARIO por GEORGE TRAKL



Pleno de armonías es el vuelo de las aves. Los verdes
bosques.
se han reunido al atardecer en cabañas silenciosas;
las praderas cristalinas del ciervo.
Lo oscuro atenúa el murmullo del arroyo, las húmedas
sombras
y las flores del estío, que suenan bellas al viento.
Ya anochece sobre la frente del hombre pensativo.
Y alumbra una lamparilla, lo bueno, en su corazón,
y la paz de la cena; porque benditos son pan y vino
por las manos de Dios, y te contempla desde ojos
nocturnos
silencioso el hermano, que pueda descansar del
peregrinaje espinoso.
Oh, vivir en el azul animado de la noche.
Amoroso abraza también el silencio en el cuarto
las sombras de los antepasados,
los tormentos purpúreos, queja de una magna estirpe,
que piadosamente se extingue ahora en el nieto
solitario.
Porque siempre más resplandeciente despierta de los
negros minutos de la locura
el paciente en el umbral de piedra;
y lo abrazan poderosamente la frescura azul y el
luminoso fin del otoño,
la casa silenciosa y las leyendas del bosque,
medida y norma y las sendas lunares de los solitarios.

jueves, noviembre 10, 2011

DE PROFUNDIS por GEORG TRAKL




Hay un campo de rastrojos donde una negra lluvia cae.
Hay un árbol pardusco que se yergue solitario.
Hay un viento susurrante que abraza las chozas vacías.
Que triste este atardecer.
De paso por el caserío,
recoge aún la dulce huérfana escasas espigas.
Sus ojos pacen redondos y dorados en el crepúsculo,
y su seno aguarda al prometido celestial.
Al regreso
hallaron los pastores el dulce cuerpo
descompuesto en el zarzal.
Una sombra soy lejos de lúgubres aldeas.
El silencio de Dios.
bebí en el manantial del bosquecillo.
Mi frente pisó un frío metal.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz, que se extinguió en mi boca.
De noche me hallé en un páramo
lleno de inmundicias y polvo de las estrellas.
Entre los avellanos
Sonaban de nuevo ángeles de cristal.

viernes, octubre 07, 2011

CANCION DE OCCIDENTE por GEORGE TRAKL



Oh, vuelo nocturno del alma;
como pastores fuimos otrora hacia bosques
crepusculares,
y nos seguían el rojo venado, la verde flor y el
manantial balbuciente
con humildad. Oh, la melodía antiquísima del grillo,
sangre floreciendo en el altar de los sacrificios,
y el grito del ave solitaria sobre la verde calma del
estanque.
Oh, cruzadas y ardientes martirios
de la carne, caída de frutos purpúreos
en el jardín crepuscular, por donde en otros
tiempos pasaron los piadosos discípulos,
guerreros ahora, despertando de heridas y sueños
estrellados.
Oh, el dulce manojo de ancianos por la noche.
Oh edades de silencio y áureos otoños,
cuando nosotros, monjes apacibles, prensábamos la uva
purpúrea;
y en torno brillaban colina y bosque.
Oh, cacerías y castillos; quietud del atardecer
cuando el hombre meditaba en su aposento acerca de lo
justo
o con muda oración combatía por la cabeza viviente de Dios
Oh la amarga hora del ocaso,
cuando contemplamos un rostro pétreo en negras
aguas.
Pero resplandecientes abren sus párpados argénteos
los amantes:
una estirpe. Incienso mana desde almohadones,
rosados,
y el dulce canto de los resucitados.

sábado, septiembre 03, 2011

REVELACION Y CAIDA por GEORGE TRAKL




Extraños son los nocturnos senderos del hombre. Cuando
deambulaba de noche junto a pétreos aposentos y ardía en cada uno de
ellos una quieta lucecilla, un candelabro de cobre, y cuando caí helado en
el lecho, se encontraba de nuevo a mi cabecera la negra sombra de la
forastera y en silencio hundí el rostro en las lentas manos. También en la
ventana había florecido azul el jacinto y sobre los labios purpúreos del que
respiraba se posó la vieja oración, cayeron de los párpados lágrimas
cristalinas, vertidas por el amargo mundo. En esta hora a la muerte de mi
padre, era yo el hijo blanco. Con chubascos azules vino de la colina el
viento nocturno, la oscura queja de la madre, muriendo de nuevo y vi el
negro infierno en mi corazón; minutos de brillante calma. En silencio
surgió de un muro calizo un rostro inefable- un adolescente moribundo- la
belleza de una estirpe que regresa al hogar. Blanca como la luna, el frescor
de la piedra envolvió la vigilante sien, fueron extinguiéndose los pasos de
las sobras sobre los peldaños ruinosos, una sonrosada ronda en el
jardincillo.

Me hallaba silencioso en una taberna abandonada bajo las
ahumadas vigas y solitario junto al vino, un cadáver resplandeciente
inclinado sobre algo oscuro, y yacía un cordero muerto a mis pies. Desde
un corrompido azul surgió la pálida efigie de la hermana y habló así su
boca sangrante: hiere, negra espina. Ay aún suenan en mí los brazos
argénteos de salvajes tempestades. Fluya la sangre de los pies lunares, que
florecen sobre sendas nocturnas, mientras la rata chillando se desliza
rápidamente sobre ellas. Centellead, estrellas, bajo mis cejas arqueadas;


mientras voltea leve el corazón en la noche. Irrumpió una roja sombra con
llameante espada en la casa, huyó con nívea frente. Oh muerte amarga.

Y habló una voz tenebrosa desde mí mismo: a mi caballo negro
rompí la nuca en el bosque nocturno, cuando la locura brotó de sus ojos
purpúreos; las sombras de los olmos cayeron sobre mí, la risa azul del
manantial y la negra frescura de la noche, mientras yo, un cazador
desenfrenado, perseguía una presa de nieve; en pétreo infierno se abismó
mi rostro.

Y brillando cayó una gota de sangre en el vino del solitario; y
cuando bebí de él, tenía un gusto mas amargo que la amapola; y una nube
negruzca envolvía mi cabeza, las lagrimas cristalinas de ángeles
condenados; y silenciosamente manaba de la herida plateada de la
hermana la sangre y cayó una ardiente lluvia sobre mí.

Caminaré al borde del bosque, un silencioso, a quien el velludo sol
de le cayó desde manos enmudecidas; un extraño en la colina de la tarde
llorando que alza los párpados sobre la ciudad de piedra; un venado,
inmóvil en la paz del viejo sauco; oh, sin descanso escucha la cabeza que
las sombras invaden, o bien siguen los pasos vacilantes de la nube azul en
la colina, también graves estrellas. A un lado la silenciosa compañía de los
verdes sembrados, tímido los escolta el ciervo sobre los senderos
musgosos del bosque. Han enmudecido las chozas de los aldeanos y
atemoriza en la negra clama del viento la queja azul del torrente.

Pero cuando bajaba el rocoso sendero, me acometió la locura y
grité fuerte en la noche; y cuando dedos argénteos me incliné sobre las
calladas aguas, ví que mi rostro me había abandonado. Y la blanca voz me
dijo ¡mátate! Gimiendo se irguió dentro de mí la sombra de un niño y me
miró radiante desde sus ojos cristalinos, de modo que me desplomé
llorando debajo de los árboles, de la majestuosa bóveda estrellada.

Peregrinaje sin sosiego a través de las rocas salvajes lejos del
caserío del atardecer, de los rebaños que regresan; a lo lejos apacenta el
sol poniente sobre un prado cristalino y conmueve su canto salvaje, el
grito solitario del ave, agonizando en una calma azul. Pero
silenciosamente llegas en la noche, mientras yo yacía vigilante en la
colina, o bien bramando delirante en la tormenta de primavera; y cada vez
mas negro envuelve el desconsuelo la cabeza solitaria, atroces relámpagos
asustan al alma nocturna, tus manos destrozan mi pecho jadeante.

Cuando marché por el jardín crepuscular, y la negra efigie del mal
se hubo apartado de mí, me abrazó la calma de los jacintos en la noche: y
navegue en arqueada barca sobre el estanque tranquilo, y dulce paz rozó
mi frente de piedra. Mudo yacía bajo la vieja pradera y estaba alto el cielo
azul sobre mi cuajado de estrellas: y como me aniquilé en su
contemplación, murieron la angustia y el dolor más hondo dentro de mí; y
se alzó radiante la sombra azul del muchacho en la oscuridad, un suave
canto; se elevó sobre alas de luna, por encima de las copas florecidas, de
arrecifes cristalinos, el rostro de la hermana.

Con suelas plateadas bajé los espinosos peldaños y penetré en el
aposento encalado. Silenciosamente ardía allí una palmatoria y mudo
oculté entre lienzos purpúreos la cabeza; y arrojó la tierra un infantil
cadáver, una imagen lunar, que lentamente salió de mi sombra, con brazos
quebrantados cayó a causa de pétrea caída, como coposa nieve.

viernes, agosto 12, 2011

SUEÑO Y LOCURA por GEORGE TRAKL




Al atardecer el padre se convirtió en anciano; en
cuartos oscuros se petrificó el rostro de la madre, y sobre
el muchacho pesó la maldición de la estirpe degenerada.
A veces recordaba su infancia, colmada de enfermedad,
espanto y tinieblas, juegos secretos en el jardín estrellado,
cuando alimentaba a las ratas en el patio crepuscular.
Del espejo azul surgió la delgada figura de la hermana
y se precipitó como muerto en la oscuridad. De noche
se abrió su boca como un fruto rojo, y las estrellas
brillaron sobre su muda aflicción. Sus sueños llenaron la
vieja casa de los mayores. Al anochecer se dirigía gustoso
al cementerio en ruinas o visitaba en bóvedas en pe-
numbra los cadáveres, las verdes manchas de putre-
facción sobre sus hermosas manos. A la puerta del con-
vento pidió un trozo de pan; la sombra de un caballo negro
surgió de la oscuridad y lo asustó. Cuando yacía en su
fresco lecho le brotaron lágrimas indescriptibles. Pero
nadie había que hubiera posado la mano sobre su frente.
Cuando el otoño llegó se encaminó él, un vidente, a la
parda pradera. Oh, las horas de arrebatado éxtasis, los
atardeceres junto al verde río, las cacerías. Oh, el alma,
que suavemente cantaba la canción del junco amarillento;
devoción ardiente. Larga y silenciosamente miró en los ojos
estrellados de los sapos, palpó con manos horrorizadas
la frescura de la vieja piedra, y discurrió sobre la venerable
leyenda del manantial azul. Oh, los peces plateados y los frutos
que caían de árboles raquíticos. La armonía de sus pasos le
infundió orgullo y desprecio por los humanos. De regreso
al hogar halló un castillo deshabitado. Dioses en ruinas se
erguían en el jardín, afligiéndose en el atardecer. A él empero
le pareció: aquí he vivido en años olvidados. Un coral de
órgano lo llenó con el terror de Dios. Pero en una oscura
caverna transcurrían sus días, mentía y robaba y se ocultaba,
un lobo ardiente, del blanco rostro de la madre. Oh, la hora en
que con boca petrificada se desplomó en el jardín de estrellas,
cuando la sombra del asesino cayó sobre él. Con frente purpúrea
se dirigió al pantano y la cólera de Dios azotó sus metálicos
hombros; oh, los abedules en la tormenta, el animal oscuro que
evitaba su senda tenebrosa. Odio ardió en su corazón,
voluptuosidad, cuando en el reverdecido jardín de verano atentó
contra el callado niño, en cuyo resplandeciente rostro reconoció
el suyo trastornado. Ay, al atardecer en la ventana, cuando entre
las flores purpúreas surgió un esqueleto ceniciento, la muerte.
Oh torres y campanas; y las sombras de la noche cayeron
pétreas sobre él.
Nadie lo amaba. Su cabeza ardía de mentira y lascivia en
cuartos penumbrosos. El crujido azul de un vestido femenino
lo inmovilizó como una columna, y en la puerta se irguió la
efigie nocturna de su madre. Sobre sus cabezas se alzó la sombra
del mal. Oh, noches y estrellas. Al anochecer se dirigió contra el
lisiado a la montaña. Sobre la helada cima yacía el brillo sonrosado del crepúsculo y su corazón latió silenciosamente en la penumbra. Pesadamente cayeron los tempestuosos abetos sobre ellos, y el rojo cazador salió del bosque. Como ya era de noche, su corazón se quebró cristalino y la tiniebla golpeó su frente. Bajo encinas desnudas estranguló con manos heladas a un gato salvaje. Lamentándose, apareció a su diestra la blanca efigie de un ángel, y en la oscuridad creció la sombra del lisiado. Él, empero, tomó una piedra y la arrojó contra aquél. De modo que huyó gritando, y gimiendo se desvaneció en la sombra del árbol el dulce rostro del ángel. Largo tiempo yació sobre el campo pedregoso y miró asombrado la áurea tienda de las estrellas. Ahuyentado por murciélagos, se precipitó en la oscuridad. Sin aliento entró en la casa en ruinas, bebió en el patio, como un animal salvaje, de las aguas azules de la fuente, hasta que se sintió que se helaba. Delirando, se sentó en la congelada escalera, furioso contra Dios porque fuera a morir. Oh, el semblante gris del espanto, cuando alzó los ojos redondos muy abiertos hacia la garganta abierta de una paloma. Corriendo rápidamente por extrañas escaleras, encontró a una muchacha judía y la retuvo por el negro pelo y la besó en la boca. Algo hostil lo persiguió a través de lóbregas calles y un rechinar de hierro desgarró su oído. A lo largo de muros otoñales seguía él, un sacristán, silenciosamente al callado sacerdote bajo; árboles marchitos aspiraba embriagado el escarlata de aquellas venerables vestiduras. Oh, el disco declinante del sol. Dulces torturas laceraban su carne. En una casa desolada se le apareció, tiesa de inmundicias, su imagen ensangrentada. Más hondamente amaba las obras sublimes de la piedra; la torre que con muecas infernales asalta de noche el azul cielo estrellado; la fresca tumba que custodia el apasionado corazón del hombre. Ay de la culpa indescriptible que aquello revela. Pero cuando iba meditando lo ardiente, según el curso del río otoñal, bajo árboles desnudos, se le apareció en peludo manto un demonio llameante, la hermana. Al despertar se apagaron las estrellas sobre sus cabezas.
Oh, estirpe maldita. Cuando en anchados aposentos cada uno de los destinos se ha consumado, entra la muerte con paso corrompido en la casa. Oh, si afuera reinara la primavera y en el árbol florecido cantara un dulce pájaro. Pero ceniciento se marchita el escaso verdor en las ventanas de los seres nocturnos, y los corazones sangrantes traman aún algo malo. Oh, las sendas crepusculares de primavera del pensativo. Con justicia lo regocijan el seto florido, la nueva semilla del campesino y el ave canora, dulce criatura de Dios; la campana del atardecer y la hermosa comunidad de los hombres. Que pudiera olvidar su destino y el erizado aguijón. Libre reverdece el arroyo, por donde pasa su plateado pie y un aquél. Entonces levanta con mano enjuta la serpiente, y en lagrimas ardientes se derritió su corazón. Sublime el silencio del bosque, la oscuridad verdecida y las alimañas musgosas que alzan vuelo cuando la noche llega. Oh, el horror, cuando cada uno conociendo su culpa, transita por espinoso sendero. Así halló en las zarzas la figura blanca del niño, sangrando en busca del manto de su novio. Él, empero sepultado bajo se pelo de acero, permanecía mudo y sufriendo delante de ella. Oh, los ángeles radiantes, que el viento purpúreo de la noche dispersó. Pasó toda la noche en una gruta de cristal, y la lepra creció plateada sobre su frente. Como una sombra descendió por el camino de herradura bajo los astros otoñales. Caía nieve, y una tiniebla azul llenó la casa. Como de un ciego sonó la dura voz del padre y conjuró el espanto. Ay, la aparición agobiada de las mujeres. Bajo rígidas manos degeneración fruto y enseres de la estirpe aterrada. Un lobo destrozó al primogénito y las hermanas huyeron a oscuros jardines hacia ancianos huesudos. Como un vidente enajenado cantaba aquel junto a muros ruinosos y el viento de Dios devoró su voz. Oh, la voluptuosidad de la muerte. Oh, criaturas de una oscura estirpe. Argénteas relucen las flores malignas de la sangre en las sienes de aquél, la fría luna en sus ojos quebrados. Ay, de los nocturnos: ay, de los malditos.
Honda es la somnolencia en venenos oscuros, llena de estrellas y del blanco rostro de la madre, petrificado. Amarga es la muerte, el alimento de los cargados de culpa; en el ramaje moreno de la estirpe burlonamente se quebraron los rostros de barro. Pero en voz baja cantó aquel a la verde sombra del saúco, cuando despertó de sus malos sueños; un dulce compañero de juego se le acercó, un ángel rosado, y él como una mansa bestia, se durmió en la noche; y vio el semblante estrellado de la pureza. Äureos se inclinaron los mirasoles sobre la cerca del jardín, pues era verano. Oh, el celo de las abejas y la verde hoja del nogal; las tormentas que pasaban. Argéntea florecía también la amapola, en verde cápsula contenía nuestros sueños de estrellas. Oh, que tranquila estaba la casa, cuando el padre penetraba en lo oscuro. Purpúreo maduraba el fruto en el árbol, y en el jardinero movía las ásperas manos; oh, los signos capilares del sol resplandeciente. Pero silenciosa entró al atardecer la sombra del muerto en el circulo afligido de los suyos y su paso sonaba cristalino sobre el verdeante prado ante el bosque. Silenciosos se congregaron aquellos a la mesa; moribundos partieron el pan, que sangraba, con manos de cera. Dolor de los petrificados ojos de la hermana, cuando durante la comida su locura se posó sobre la nocturna frente del hermano, mientras el pan se convertía en piedra entre las manos dolientes de la madre. Oh, los corrompidos, cuando negaron el infierno con plateadas lenguas. Entonces se apagaron las lámparas en el fresco aposento, y desde mascaras purpúreas se miraron callados los hombres dolientes. Durante toda la noche murmuró la lluvia y refresco la campiña. En espinoso desierto seguía el sombrío por el sendero amarillento en el grano, la canción de la alondra y el dulce silencio del verde ramaje, para encontrar la paz. Oh, villorrios y grandes musgosas, ardiente espectáculo. Pero óseos vacilaron los pasos sobre serpientes dormidas en el linde del bosque, y el oído sigue continuamente el furioso grito del buitre. Un páramo pedregoso halló el atardecer, el sequito de un muerto en la oscura casa del padre. Una nube purpúrea envolvió su cabeza, de modo que en silencio se desplomó sobre su propia sangre e imagen, un rostro lunar; pétreo cayó en el vacío, cuando en el quebrado espejo de un moribundo adolescente, la hermana apareció. La noche devoró a la maldita estirpe.

martes, agosto 02, 2011

TRANSMUTACIÓN DE LO MALO por GEORGE TRAKL




Otoño: negro caminar por el linde del bosque; minutos
de muda confusión; escucha con atención la frente del
leproso bajo el árbol desnudo. Atardecer ha mucho
transcurrido, que ahora desciende por las gradas del musgo;
noviembre. Una campana toca y el pasto
conduce una tropa de caballeros negros y alazanes a la
aldea. Bajo el avellanar el verde cazador destripa a un venado.
Sus manos humean con sangre y la sombra del
animal gime en el follaje sobre los ojos del hombre, parda y
silenciosa; en el bosque. Cornejas, que se dispersan; tres.
Su vuelo semeja una sonata, llena de acordes
desvanecientes y de viril tristeza; suave se disuelve una
áurea nube. Junto al molino muchachos encienden un fuego.
La llama es hermana del más pálido, que ríe
sepultado bajo su cabello purpúreo; o bien es un sitio para
el asesinato, al que un sendero pedregoso lleva. Las bayas
han desaparecido, y años seguido sueña en un aire
plomizo bajo los pinos; miedo, verde oscuridad, el
gorgoteo de un ahogado: del estanque estrellado un
pescador extrae un gran pez negro, la cabeza llena
de crueldad y locura. Las voces del junco, hombres riñendo
a sus espaldas, balanceándose aquél en roja barca sobre
las aguas heladas del otoño, viviendo en las oscuras
leyendas de su estirpe, y se petrifican los ojos abiertos a
las noches y a los terrores virginales. Mal
¿Qué te obliga a permanecer inmóvil sobre la escalera
ruinosa, en la casa de tus mayores? Plomiza negrura,
¿Qué sostienes con mano plateada ante los ojos, y por qué
los párpados caen como ebrios por la amapola? Pero a
través del muro de piedra contemplas el cielo estrellado,
la Vía Láctea, a Saturno: rojo. Furiosamente golpea
contra el muro de piedra el árbol desnudo. Tú, sobre
peldaños ruinosos: árbol, astro piedra. Tú, un animal
azul que tirita en silencio; tú, el pálido sacerdote que lo
sacrificas en el negro altar. Oh, tu risa en la tiniebla,
triste y maligna, que hace palidecer a un niño dormido.
Una roja llama brotó de su mano y una mariposa
nocturna se quemó en ella. Oh, la flauta de la luz; oh, la
flauta de la muerte. ¿Qué te obligó a permanecer inmóvil
sobre la escalera ruinosa en la casa de tus mayores? Abajo
en el portal un ángel golpea con dedos cristalinos.
Oh, el infierno del sueño; oscura callejuela, pardo
jardincillo. Suave tañe en el atardecer azul la efigie de los
muertos. Verdes florecillas se enlazan a su alrededor y su
rostro lo han abandonado. O bien se inclina pálido sobre la
fría frente del asesino en la oscuridad del zaguán.
Adoración, llama purpúrea de la voluptuosidad,
agonizando se precipitó el durmiente por negros peldaños
en la tiniebla.
Alguien te abandonó en la encrucijada y miras
largamente atrás. Pasos argénteos a la sombra de
pequeños manzanos raquíticos. Purpúreo brilla el fruto
en negro ramaje y en la hierba muda la serpiente su piel.
¡Oh, lo oscuro!, el sudor que corre por la helada frente y
los tristes sueños dentro del vino, en la taberna de la
aldea bajo las vigas ennegrecidas por el humo. Tú, tierra
aún desierta, rosadas islas surgen encantadas de las
pálidas nubes de tabaco, y desde el interior recoge el grito
salvaje de un grifo, cuando caza entre negros acantilados
en el mar, la tormenta y el hielo. Tú, un metal verde, y
dentro un rostro ardiente que quiere desaparecer y
cantar los tiempos tenebrosos de la ósea colina y la caída
llameante de un ángel. ¡Oh, desesperación, que con grito
sordo cae de rodillas!
Un muerto te visita. Del corazón fluye la sangre
derramada por uno mismo y en la oscura ceja anida un
instante inexpresable; oscuro encuentro. Tu, una luna
purpúrea, cuando aquel aparece en la verde sombra del
olivo. A esto sigue noche imperecedera.

INFANCIA por GEORGE TRAKL




Colmada de frutos de saucos, tranquila moraba la infancia
en una cavidad azul. Sobre un sendero desaparecido,
donde ahora silba pardusca la hierba silvestre,
medita el quieto ramaje; el murmullo de las hojas.

es semejante a cuando suena en las rocas el agua azul.
dulce es la queja del mirlo. Un pastor
sigue mudo al sol, que rueda desde la colina otoñal.

Un instante azul es sólo más fuerza del alma.
En el lindo bosque se muestra un temeroso venado,
y apaciblemente
descansan en el fondo de las viejas campanas y los
pueblos sombríos.

Más piadosamente conocés el sentido de los años
oscuros,
frescura y otoño en aposentos solitarios,
y en el azul sagrado siguen sonando pasos luminosos.

Levemente cruje una ventana abierta. A llanto
mueve la vista del ruinoso cementerio en la colina,
recuerdo de leyendas narradas: pero a veces se ilumina
el alma
cuando piensa en seres felices, los días primaverales de
oro oscuro.

lunes, febrero 07, 2011

GRODEK por GEORGE TRAKL





Al atardecer se colman los bosques otoñales
Del eco de armas mortales, las planicies doradas
Y los lagos azules; sobre ellos rueda el sol
Tenebrosamente; la noche envuelve
Agonizantes guerreros, el lamento salvaje
De sus bocas destrozadas.
Pero silencioso se acumula sobre el prado,
Cual nube roja, donde habita un Dios furioso,
La sangre derramada, frescor de luna;
Todos los caminos desembocan en la negra putrefacción.
Debajo del ramaje dorado de la noche y de las estrellas,
Tambalea la sombra de la hermana por la arboleda silenciosa,
Para saludar a los espíritus de los héroes, las cabezas sangrantes;
Y suenan suaves en los juncos las oscuras flautas del otoño.
[Ay orgulloso duelo!, oh, altares de hierro
La llama ardiente del espíritu se nutre hoy de un inmenso dolor,
Los nietos no nacidos.
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