sábado, septiembre 03, 2011

REVELACION Y CAIDA por GEORGE TRAKL




Extraños son los nocturnos senderos del hombre. Cuando
deambulaba de noche junto a pétreos aposentos y ardía en cada uno de
ellos una quieta lucecilla, un candelabro de cobre, y cuando caí helado en
el lecho, se encontraba de nuevo a mi cabecera la negra sombra de la
forastera y en silencio hundí el rostro en las lentas manos. También en la
ventana había florecido azul el jacinto y sobre los labios purpúreos del que
respiraba se posó la vieja oración, cayeron de los párpados lágrimas
cristalinas, vertidas por el amargo mundo. En esta hora a la muerte de mi
padre, era yo el hijo blanco. Con chubascos azules vino de la colina el
viento nocturno, la oscura queja de la madre, muriendo de nuevo y vi el
negro infierno en mi corazón; minutos de brillante calma. En silencio
surgió de un muro calizo un rostro inefable- un adolescente moribundo- la
belleza de una estirpe que regresa al hogar. Blanca como la luna, el frescor
de la piedra envolvió la vigilante sien, fueron extinguiéndose los pasos de
las sobras sobre los peldaños ruinosos, una sonrosada ronda en el
jardincillo.

Me hallaba silencioso en una taberna abandonada bajo las
ahumadas vigas y solitario junto al vino, un cadáver resplandeciente
inclinado sobre algo oscuro, y yacía un cordero muerto a mis pies. Desde
un corrompido azul surgió la pálida efigie de la hermana y habló así su
boca sangrante: hiere, negra espina. Ay aún suenan en mí los brazos
argénteos de salvajes tempestades. Fluya la sangre de los pies lunares, que
florecen sobre sendas nocturnas, mientras la rata chillando se desliza
rápidamente sobre ellas. Centellead, estrellas, bajo mis cejas arqueadas;


mientras voltea leve el corazón en la noche. Irrumpió una roja sombra con
llameante espada en la casa, huyó con nívea frente. Oh muerte amarga.

Y habló una voz tenebrosa desde mí mismo: a mi caballo negro
rompí la nuca en el bosque nocturno, cuando la locura brotó de sus ojos
purpúreos; las sombras de los olmos cayeron sobre mí, la risa azul del
manantial y la negra frescura de la noche, mientras yo, un cazador
desenfrenado, perseguía una presa de nieve; en pétreo infierno se abismó
mi rostro.

Y brillando cayó una gota de sangre en el vino del solitario; y
cuando bebí de él, tenía un gusto mas amargo que la amapola; y una nube
negruzca envolvía mi cabeza, las lagrimas cristalinas de ángeles
condenados; y silenciosamente manaba de la herida plateada de la
hermana la sangre y cayó una ardiente lluvia sobre mí.

Caminaré al borde del bosque, un silencioso, a quien el velludo sol
de le cayó desde manos enmudecidas; un extraño en la colina de la tarde
llorando que alza los párpados sobre la ciudad de piedra; un venado,
inmóvil en la paz del viejo sauco; oh, sin descanso escucha la cabeza que
las sombras invaden, o bien siguen los pasos vacilantes de la nube azul en
la colina, también graves estrellas. A un lado la silenciosa compañía de los
verdes sembrados, tímido los escolta el ciervo sobre los senderos
musgosos del bosque. Han enmudecido las chozas de los aldeanos y
atemoriza en la negra clama del viento la queja azul del torrente.

Pero cuando bajaba el rocoso sendero, me acometió la locura y
grité fuerte en la noche; y cuando dedos argénteos me incliné sobre las
calladas aguas, ví que mi rostro me había abandonado. Y la blanca voz me
dijo ¡mátate! Gimiendo se irguió dentro de mí la sombra de un niño y me
miró radiante desde sus ojos cristalinos, de modo que me desplomé
llorando debajo de los árboles, de la majestuosa bóveda estrellada.

Peregrinaje sin sosiego a través de las rocas salvajes lejos del
caserío del atardecer, de los rebaños que regresan; a lo lejos apacenta el
sol poniente sobre un prado cristalino y conmueve su canto salvaje, el
grito solitario del ave, agonizando en una calma azul. Pero
silenciosamente llegas en la noche, mientras yo yacía vigilante en la
colina, o bien bramando delirante en la tormenta de primavera; y cada vez
mas negro envuelve el desconsuelo la cabeza solitaria, atroces relámpagos
asustan al alma nocturna, tus manos destrozan mi pecho jadeante.

Cuando marché por el jardín crepuscular, y la negra efigie del mal
se hubo apartado de mí, me abrazó la calma de los jacintos en la noche: y
navegue en arqueada barca sobre el estanque tranquilo, y dulce paz rozó
mi frente de piedra. Mudo yacía bajo la vieja pradera y estaba alto el cielo
azul sobre mi cuajado de estrellas: y como me aniquilé en su
contemplación, murieron la angustia y el dolor más hondo dentro de mí; y
se alzó radiante la sombra azul del muchacho en la oscuridad, un suave
canto; se elevó sobre alas de luna, por encima de las copas florecidas, de
arrecifes cristalinos, el rostro de la hermana.

Con suelas plateadas bajé los espinosos peldaños y penetré en el
aposento encalado. Silenciosamente ardía allí una palmatoria y mudo
oculté entre lienzos purpúreos la cabeza; y arrojó la tierra un infantil
cadáver, una imagen lunar, que lentamente salió de mi sombra, con brazos
quebrantados cayó a causa de pétrea caída, como coposa nieve.

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