No se mata uno
más que si, por algunos lados, se ha estado siempre fuera de todo. Se trata de
una inapropiación original de la que no se puede no ser consciente. Quien está llamado
a matarse, no pertenece más que por accidente a este mundo; no depende, en el
fondo, de ningún mundo.
No se está
predispuesto, sino predestinado al suicidio, se está abocado a él antes de toda
decepción, antes de toda experiencia: la dicha impulsa a él tanto como la
desdicha, incluso impulsa más, ya que, amorfa, improbable, exige un esfuerzo de
adaptación extenuado, mientras que la desdicha ofrece la seguridad y el rigor
de un rito.
Hay noches en las
que el porvenir queda abolido, en las que de todos sus instantes sólo subsiste
aquel que elegiremos para dejar de ser.
«Estoy harto de
ser yo», se repite cuando aspira uno a huir de sí mismo; y cuando uno se huye
irrevocablemente, la ironía quiere que se cometa un acto en el que se encuentra
uno de nuevo, en el que de repente se llega a ser totalmente uno mismo. En esa
fatalidad a la que se quiso escapar se cae de nuevo en el instante en que se
mata uno, pues el suicidio no es más que el triunfo, más que la fiesta de esa
fatalidad.
Cuanto más
avanzo, más veo adelgazarse mis oportunidades de arrastrarme de un día a otro.
A decir verdad, siempre ha sido así: no he vivido en lo posible, sino en lo
inconcebible. Mi memoria amontona horizontes hundidos.
Existe en
nosotros una tentación, mejor que una voluntad, de morir. Pues si nos fuese
dado querer la muerte, ¿quién no se aprovecharía a la primera
contrariedad? Aún interviene otro impedimento: la idea de matarse parece
increíblemente nueva a quien se ve poseído por ella; se imagina, pues, que
ejecuta un acto sin precedentes; esta ilusión le ocupa y le halaga, y le hace
perder un tiempo precioso.
El suicidio es
una realización brusca, una liberación fulgurante: es el nirvana por la violencia.
El hecho tan
sencillo de mirar un cuchillo y de comprender que sólo depende de ti hacer
cierto uso de él, da una sensación de soberanía que deriva en megalomanía.
Cuando nos apresa
la idea de acabar, un espacio se extiende ante nosotros, una vasta posibilidad
fuera del tiempo y de la eternidad misma, una abertura vertiginosa, una
esperanza de morir más allá de la muerte.
Matarse es, de
hecho, rivalizar con la muerte, es demostrar que uno lo puede hacer mejor que
ella, es hacerle una jugada y, éxito no desdeñable, rehabilitarse ante sus
propios ojos. Se tranquiliza uno, se persuade uno de que no se es el último, de
que se merece cierto respeto. Uno se dice: Hasta ahora, incapaz de tomar una
iniciativa, no tenía ninguna estima por mí mismo; ahora todo cambia: destruyéndome,
destruyo del mismo golpe todas las razones que tenía para despreciarme, vuelvo
a ganar confianza, soy alguien por siempre jamás...
Puesto que mi
misión es sufrir, no comprendo por qué intento imaginar mi suerte de otro modo,
aún menos por qué me encolerizo contra sensaciones. Pues todo
sufrimiento no es más que eso, en sus comienzos y, en todo caso, en su fin. En
el medio, claro está, es un poco más: un universo.
Este furor en
plena noche, esa necesidad de una última explicación consigo mismo, con los
elementos. De golpe, la sangre se anima, se tiembla, uno se levanta, sale, se
repite que no hay ninguna razón para tergiversar, para diferir: esta vez va de
veras. En cuanto se está fuera, un imperceptible apaciguamiento. Uno avanza
penetrado del gesto que va a cumplir, de la misión que se ha arrogado. Un poco
de exultación sustituye al furor cuando uno se dice que ha llegado por fin al
término, que el futuro se reduce a unos pocos minutos, todo lo más a una hora,
y que uno ha decretado, con su propia autoridad, la suspensión del conjunto de
los instantes.
Después viene la
impresión tranquilizadora que os inspira la ausencia de prójimo. Todos duermen.
¿Cómo abandonar un mundo en el que aún se puede estar solo? No llega uno a
separarse de esta noche que debía ser la última, no se concibe que pueda
desvanecerse. Y quisiérase defenderla contra el día que la zapa y pronto la
sumerge.
Si se pudiera
cambiar de naturaleza, transformarse en cualquiera, se formaría parte, de
golpe, de los elegidos. Como la metamorfosis es irrealizable, se agarra uno a
la Predestinación, vocablo mágico si los hay. Nada más pronunciarlo, se tiene
la sensación de haber superado el estadio de las interrogaciones y las
perplejidades, y encontrado finalmente la llave de todo callejón sin salida.
Cuando se sienten
ganas de acabar, sean débiles o fuertes, se siente uno llevado a reflexionar, a
explicarlo, a explicárselo. Se siente uno llevado a esto mucho más cuando son
débiles, porque si son demasiado intensas, invaden el espíritu y no le dejan ni
espacio ni tiempo libre para considerarlas o esquivarlas.
Esperar la muerte
es sufrirla, degradarla al rango de un proceso, resignarse a un desenlace del
que se ignora la fecha, el modo y el decorado. Se está lejos del acto absoluto.
No hay nada de común entre la obsesión del suicidio y el sentimiento de la
muerte ‑entiendo por esto ese sentimiento profundo, constante, de un fin en sí,
de una fatalidad de perecer como tal, inseparable de un trasfondo cósmico e
independiente de ese drama del yo que está en el centro de toda forma de
autodestrucción‑. La muerte no es necesariamente sentida como liberación; el
suicidio libera siempre; es el sumum, es el paroxismo de la salvación.
Se debería por
decencia elegir uno mismo el momento de desaparecer. Es envilecedor extinguirse
como se extingue uno; es intolerable verse expuesto a un fin sobre el que nada
se puede, que te acecha, te abate, te precipita en lo innombrable. Quizá llegue
el momento en que la muerte natural esté totalmente desacreditada, en el que se
enriquecerán los catecismos con una fórmula nueva: «Dispénsanos, Señor, el
favor y la fuerza de acabar, la gracia de borrarnos del tiempo.»
La conspiración
milenaria contra el suicidio es causa del abarrotamiento y de la esclerosis de
las sociedades. Nos toca aprender a destruirnos en el momento oportuno,
a correr alegremente hacia nuestro espectro. En tanto que no nos decidamos a
ello, mereceremos nuestras humillaciones. Cuando uno ha agotado su razón de
ser, es odioso obstinarse. Pero es la indignidad de la muerte natural lo que
vemos, se mire adonde se mire.
«Volviendo a
encontrar, tras varios años, a una persona a la que se conoció de niño, la
primera mirada hace casi siempre suponer que alguna gran desdicha ha debido
aquejarle», (Leopardi). Durar es disminuirse: la existencia es pérdida de ser.
Puesto que nadie desaparece cuando sería preciso, se debería amonestar a quien
se sobrevive, animarle y, si fuera necesario, ayudarle a acortar sus días. A
partir de un momento dado, perseverar es consentir decaer. Pero ¿cómo estar
cierto de su declinar? ¿Acaso no puede uno equivocarse respecto a los síntomas?
¿Acaso la conciencia de decaer no implica una superioridad sobre la decadencia?
Y, en este caso, ¿aún se está decaído? ¿Cómo, una vez más, saber que uno ha
comenzado a derrumbarse, cómo determinar ese momento? El error es inevitable,
pero poco importa, puesto que, de todas maneras nunca se muere a tiempo. Se va
a la deriva y sólo cuando uno se hunde se confiesa residuo desechable. Y entonces
ya es demasiado tarde para naufragar de propio grado.
Sienta bien
pensar que uno va a matarse. No hay tema más tranquilizador: en cuanto se le
aborda, respira uno. Meditar sobre él hace casi tan libre el acto mismo.
Cuanto más al
margen de los instantes estoy, más me reincorpora a la existencia la
perspectiva de abstraerme para siempre de ellos, me pone a la misma altura que
los vivos, me confiere una especie de honorabilidad. Esta perspectiva, de la
que no puedo prescindir, me ha sacado de todos mis sentimientos, me ha
permitido sobre todo atravesar esas épocas en las que no tenía ningún agravio
contra nadie, en las que estaba colmado. Sin su socorro, sin la esperanza que
dispensa, el paraíso me parecería el peor de los suplicios. ¡Cuántas veces no
me habré dicho que, sin la idea del suicidio, se mataría uno de inmediato! El
espíritu del que ella se apodera la mima, la idolatra, espera milagros de ella.
Tal como un hombre a punto de ahogarse que se agarrase a la idea de naufragio.
Hay tantas razones
de suprimirse como razones de continuar, con esta diferencia empero: que estas
últimas tienen más antigüedad y solidez; pesan más que las otras porque se
confunden con nuestros orígenes, mientras que las primeras, frutos de la
experiencia, siendo por ello necesariamente más recientes, son a la vez más
acuciantes y más inciertas.
El mismo que
dice: «No tengo el valor de matarme», tachará, un momento después, de cobardía
una hazaña ante la cual retroceden los más valientes. Se mata uno, no dejan de
repetir, por debilidad, para no tener que afrontar el dolor o la vergüenza. Tan
sólo no se ve que son los débiles precisamente los que, lejos de intentar
escapar, se acomodan a ello por el contrario y que se precisa vigor para
arrancarse de todo de una manera decisiva. En verdad, es más fácil matarse que
vencer un prejuicio tan antiguo como el hombre, o por lo menos como las
religiones, tan tristemente impermeables al gesto supremo. En tanto que la
Iglesia hacía estragos, sólo el alienado gozaba de un régimen de favor, sólo él
tenía el derecho de atentar contra sus ideas: su cadáver no era profanado ni
ahorcado. Entre el estoicismo antiguo y el «librepensamiento» moderno, entre,
pongamos, Séneca y Hume, el suicidio sufre, poniendo aparte el intermedio
cátaro, un largo eclipse ‑edad sombría, en efecto, para todos los que,
queriendo morir, no se atrevían a infringir la interdicción de darse la muerte.
Los achaques que
han sido observados y analizados pierden algo de su gravedad y de su fuerza;
una vez escrutados, se les soporta mejor. Exceptuada la tristeza. Está exenta
de la parte de juego que entra en la melancolía; intransigente, intratable,
ignora la fantasía y el capricho. Con ella no hay escapatoria ni coquetería. Y
es inútil hablar y comentarla, pues ni disminuye ni aumenta. Es.
El que no ha
pensado nunca en matarse se decidirá a ello mucho más prontamente que quien no
cesa de pensar en ello. Como todo acto crucial es más fácil de cumplir por
irreflexión que por examen, el espíritu virgen de suicidio, una vez que se
sienta impulsado a él, no tendrá defensa alguna contra este impulso súbito; se
verá cegado y sacudido por la revelación de una salida definitiva, que no había
considerado antes; en tanto que el otro podrá siempre retrasar un gesto que ha
pesado y vuelto a pesar indefinidamente, que conoce a fondo y al que se
resolverá sin pasión, si es que alguna vez se resuelve a ello.
Los horrores de
que el universo rebosa forman parte integrante de su sustancia; sin ellos,
cesaría físicamente de existir. Sacar las últimas consecuencias de esto
no es cometer un «hermoso» suicidio. Sólo merece el epíteto el que surge de
nada, sin motivo aparente, «sin razón»: el suicidio puro. Es él ‑desafío a
todas las mayúsculas- el que humilla, el que aplasta a Dios, a la Providencia y
hasta al Destino.
Nadie se mata,
como se piensa comúnmente, en un acceso de demencia, sino más bien en un acceso
de insoportable lucidez, en un paroxismo que puede, si se empeña uno,
ser asimilado a la locura, pues una clarividencia excesiva, llevada hasta su
límite y de la que quisiera uno desembarazarse a cualquier precio rebasa el
cuadro de la razón. El momento culminante de la decisión no testimonia, pese a
todo, ningún embotamiento: los idiotas no se matan prácticamente nunca; pero puede
uno matarse por miedo, por presentimiento de la idiotez. El acto mismo se
confunde entonces con el último sobresalto del espíritu que se recoge,
que reúne todos sus poderes y todas sus facultades antes de anularse. En el
umbral de la última derrota se prueba a sí mismo que no está completamente
perdido. Y se pierde, en plena posesión instantánea de todos sus medios.
Hemos
desaprendido el arte de matarnos en frío. Los antiguos fueron los últimos que
destacaron en ello. Nosotros no concebimos más que el suicidio apasionado,
febril, el suicidio como estado inspirado; en lo tocante al desapego, pensamos
en él como convulsivos. Aquellos sabios de antes de la Cruz sabían romper con
este mundo o resignarse a él, sin drama ni lirismo. Se ha perdido su estilo,
así como la base de su imperturbabilidad: una Providencia usurpadora vino a
desalojar al Fatum de todos sitios. Y corremos a volver a encontrarle, para
buscar un sostén en él, cuando ningún otro podría ayudarnos ni seducirnos.
No hay nada más
profundo ni más incomprensible que el Deseo. Por eso sólo se siente uno vivir
cuando se desespera de destruirlo.
Se suprima uno o
no, todo permanece sin cambios. Pero la decisión de suprimirse parece la más
importante que jamás haya sido tomada. No debería ser así. Y, sin embargo, así
es, y nada podrá prevalecer contra esta aberración o este misterio.
Dado que nunca he
coincidido más que con el intervalo que me separa de los seres y de las cosas,
más que con el vacío que se abre en el centro de cada una de mis sensaciones,
¿cómo no iba a asombrarme de verme suscribir lo que sea, respaldar mis
afirmaciones, aliarme a mis fluctuaciones, o sea, a mis convicciones? Tanta
ingenuidad me aflige y me tranquiliza.
Hay que estar
ávido de absoluto para afrontar el suicidio. Pero también se le puede afrontar
dudando de todo. Se comprende: cuanto más se busca lo absoluto, más, por
despecho de no poder alcanzarlo, se hunde uno en la duda, la cual debe ser el
reverso de una búsqueda, la conclusión negativa de una gran empresa, de una
gran pasión. El absoluto es prosecución; la duda, retroceso. Ese retroceso,
prosecución al revés, choca, cuando no sabe detenerse, con extremos
inaccesibles para un proceso racional. Al principio no era más que un
procedimiento; helo aquí vértigo, como todo lo que camina más allá de sí mismo.
Avanzar o retroceder hacia los límites, sondear el fondo de cualquier cosa, es
encontrar necesariamente la tentación de la autodestrucción. En esta pequeña
isla del Mediterráneo, mucho antes de clarear el día, hacía yo, en el camino
que me conducía al acantilado más abrupto, reflexiones de portera en
vacaciones: tendré esta villa, la pintaré de ocre, haré poner otra cerca, etc.
Pese a mi idea, me agarraba a la menor pamplina: contemplaba las pistas,
remoloneaba, escamoteaba por medio de digresiones la urgencia de mi propósito.
Un perro se puso a ladrar, después me hizo fiestas y me siguió. No se puede
imaginar, si no se le ha sentido, el confortamiento que te da un animal cuando
los dioses te han vuelto la espalda.
Ante un paisaje
aniquilado por la luz, permanecer sereno supone una fibra que no tengo. El sol
es mi proveedor de ideas negras, y el verano, la estación en que siempre he
considerado mis relaciones con el mundo y conmigo mismo con mayor condena de
uno y otro.
Cuando se ha
comprendido que nada es, que las cosas no merecen ni siquiera el estatuto de
apariencias, ya no se necesita ser salvado, se está salvado y desdichado para
siempre.
Intento ‑sin
éxito‑ no sentir vanidad por nada. Cuando, empero, lo logro, siento que ya no
pertenezco al bando de los mortales. Estoy entonces por encima de todo, incluso
de los mismos dioses. Quizá eso es la muerte: una sensación de grande, de
extrema superioridad.
Juan Pablo llama la
tarde más importante de su vida a aquella en que descubrió que no había
diferencia entre morir al día siguiente o dentro de treinta años. Revelación
tan capital como inútil; si de vez en cuando se llega a captar lo bien fundado
de ella, repugna, por el contrario, sacar las consecuencias, pues en lo
inmediato la diferencia en cuestión le parece a cada cual irreductible, incluso
absoluta: existir es probar que no se ha comprendido hasta qué punto es
lo mismo morir ahora o cuando sea.
En vano sé que no
soy nada; aún tengo que persuadirme verdaderamente. Algo, dentro, rechaza esta
verdad de la que estoy tan seguro. Este rechazo indica que me escapo en parte;
y lo que en mí se escamotea a mi jurisdicción y mi control hace que nunca esté
seguro de poder disponer plenamente de mí mismo. De este modo, al rumiar el pro
y el contra del único gesto que importa, se llega a tener mala conciencia de
estar todavía vivo.
La obsesión del
suicidio es propia de quien no puede ni vivir ni morir, y cuya atención nunca
se aparta de esta doble imposibilidad.
Mientras actúo,
creo que lo que hago comporta un «sentido», de otro modo no podría hacerlo. En
cuanto dejo de actuar, y de agente me convierto en juez, ya no encuentro el
sentido en cuestión. Al lado del yo que sigue mis ejercicios, hay otro (el yo del
yo) que les es superior: para él, lo que hago, incluso lo que soy, no implica
ni significación ni realidad: es como si se tratase de sucesos lejanos, por
siempre superados, cuyas razones aparentes dilucidamos sin percibir su
necesidad intrínseca. Podrían sencillamente no ser, hasta tal punto nos son
exteriores. Esta misma perspectiva, aplicada al conjunto de una existencia,
lleva en derechura a la rumia sobre la extravagancia de haber nacido.
De la misma
forma, si uno se preguntase a propósito de cualquier gesto lo que resultará de
él dentro de un año, de diez, de cien o de mil, sería imposible llevarlo a
cabo, ni siquiera esbozarlo. Todo acto supone una visión limitada, salvo el de
matarse, pues procede de una visión vasta, tan vasta, que hace vanos e irrealizables
todos los demás actos. A su lado, todo es futilidad e irrisión. Sólo él propone
una salida, quiero decir un abismo ‑un abismo liberador.
Contar con algo,
sea lo que sea, aquí o en otra parte, es dar prueba de que aún se arrastran
cadenas. El réprobo aspira al paraíso; esta aspiración le rebasa, le
compromete. Ser libre es desembarazarse para siempre de la idea de recompensa,
es no esperar nada ni de los hombres ni de los dioses, es renunciar no
solamente a este mundo y a todos los mundos, sino a la misma salvación, es
romper hasta la idea de ella, esa cadena entre las cadenas.
El instinto de
conservación ‑pura cabezonería y nada más‑ debe ser combatido y sus estragos
denunciados. Esto se logrará tanto mejor cuando se rehabilite el suicidio,
cuando se subraye su excelencia y cuando se le haga alegre y accesible a todos.
Acto nada negativo; es él, por el contrario, el que rescata, el que transfigura
todos los actos cometidos antes de él.
Por el más
inexplicable de los malentendidos, la existencia ha sido declarada sagrada; no
solamente no lo es, sino que no vale más que en la medida en que se trabaja
para deshacerse de ella. Es, en el mejor de los casos, un accidente ‑un
accidente que poco a poco se convierte en fatalidad. Cuando sabe uno a qué
atenerse a su respecto, se enrojece de apegarse a ella y, sin embargo, se apega
uno, por un largo e insensible proceso que compromete incluso a los más
advertidos a tomarla en serio. Se debería, por un proceso inverso, reducirla a
su estado de origen, a su insignificancia primitiva. Sería necesario para ello
un esfuerzo próximo al prodigio: el que lo hiciese dejaría de ser esclavo;
dueño de sus días, detendría su sucesión cuando le pareciese oportuno;
existiría a su discreción; es que habría alcanzado su punto de partida, su
estatuto verdadero: el de accidente, justamente.
¡Vivir
completamente sin meta! He vislumbrado este estado, lo he alcanzado a menudo,
sin lograr permanecer en él: soy demasiado débil para tal dicha.
Si este mundo
emanase de un dios honorable, matarse sería una audacia, una provocación sin
nombre. Pero como hay todos los motivos para pensar que se trata de la obra de
un infra‑dios, no ve uno por qué tendría que preocuparse. ¿Con quién tener
miramientos? Gran beneficiario de la desaparición de la fe, el suicidio será
cada vez más fácil y, por eso mismo, menos misterioso, porque habrá gastado su
prestigio de anatema. Picante y meritorio antaño, entra ahora a formar parte de
las costumbres, gana terreno y, si bien cesa de ser insólito, su futuro, por
contrapartida, parece seguro. En el interior del universo religioso aparece
como una insania y una traición, como la fechoría por excelencia. ¿Cómo se
puede creer y aniquilarse? Insistamos en la hipótesis del infra‑dios, que tiene
la ventaja de permitir los gestos extremos, la victoria radical sobre un mundo
tarado.
Puede uno
figurarse a ese creador, consciente al fin de su desvarío, declarándose
culpable: desiste, se retira y, por un último prurito de elegancia, se hace
justicia. Desaparece así con su obra, sin que el hombre intervenga en ello para
nada. Tal sería una versión mejorada del Juicio Final.
Los suicidas
prefiguran los destinos lejanos de la humanidad. Son anunciadores y, como
tales, se les debe respetar; llegará su hora; se les celebrará, se les hará un
homenaje público y se dirá que sólo ellos, en el pasado, lo habían
entrevisto y adivinado todo. Se dirá también que habían tomado la delantera,
que se habían sacrificado para indicar el camino, que fueron mártires a su
manera: ¿acaso no se mataron cuando nadie estaba obligado a ello, y cuando la
muerte natural alcanzaba su pleno apogeo? Supieron antes que los otros que la imposibilidad
pura y simple sería un día el patrimonio de todos, en lugar de ser una
maldición, un privilegio.
Se les llamará
precursores; y lo fueron, igual que quienes, sensibles a la soberanía del mal,
han incriminado a la Creación: los maniqueos en el comienzo de la era cristiana
y, singularmente, sus discípulos tardíos, los cátaros. Lo admirable es que esta
incriminación era entre estos últimos más frecuente entre las gentes del pueblo
que entre los letrados. Para convencerse de ello, no hay más que consultar el Manual
del Inquisidor de Bernard Gui o cualquier informe de la época sobre las
ideas y las actuaciones de los «heréticos». Allí puede verse ‑detalle
reconfortante‑ a tal mujer de un curtidor o de un comerciante de maderas
teniéndoselas con Lucifer o denunciando a nuestros primeros ancestros culpables
«del acto más satánico que hay». Estos sectarios, mejor estos visionarios, tan
curiosamente desengañados en medio de su fervor, investidos del don de
descubrir trampas diabólicas tras todos nuestros actos importantes, sabían, si
era preciso, dejarse morir de hambre y esta hazaña, nada inhabitual entre ellos,
señalaba la cumbre de su doctrina. Ponerse en endura, ayunar hasta el
completo agotamiento, era una práctica, consecutiva a la iniciación, y que
tenía por misión preservar al «consolado», por medio de una muerte rápida, del
peligro de apostasía o de todas clases de tentaciones.
El asco por el
lado útil de la sexualidad, el horror a procrear, forman parte de la
impugnación de la Creación: ¿para qué multiplicar los monstruos? Si hubiera
triunfado y hubiese permanecido fiel a sí mismo, el catarismo hubiese tenido
como desenlace un suicidio colectivo. Tal éxito no era posible: por avanzados
que estuviesen, los espíritus no estaban lo suficientemente maduros. Incluso
hoy mismo están todavía lejos de estarlo y será preciso esperar largo tiempo
aún antes de que la humanidad se ponga en endura. Y esto admitiendo que
se ponga alguna vez.
En el concilio de
1211 contra los Bogomilos se anatematizó a aquellos de entre ellos que
sostenían que «la mujer concibe en su vientre con la cooperación de Satán, que
Satán permanece allí sin retirarse hasta el nacimiento del niño».
No me atrevo a
suponer que el demonio pueda interesarse en nosotros hasta el punto de hacernos
compañía durante meses; pero no podría dudar de que hayamos sido concebidos
bajo su mirada y de que haya efectivamente asistido a nuestros queridos
progenitores.
Esta sensación de
estar bloqueado para toda la eternidad, de haber pasado de moda antes de nacer,
de haber caído demasiado bajo como para tener de quién apiadarse, esta
certidumbre de que, matándose, no se mata a nadie; es la tentación del mal
suicidio, la que surge no de la tristeza según Dios, sino según el diablo, para
conservar la distinción del Apóstol. Es también el desconsuelo en su grado más
alto y que parece tan irremediable, que permanecería intacto, inalterado,
aunque hubiera que aprestar otro universo.
¿Cuál es esta
oración «breve y vehemente» que la Filocalia recomienda contra los
desfallecimientos y los terrores?
¿Por qué no me
mato? Si supiese exactamente lo que me lo impide, no tendría ya más
preguntas que hacerme puesto que habría respondido a todas.
Para no
atormentarse más hay que dejarse arrastrar a un profundo desinterés, dejar de
estar intrigado por este mundo o por el otro, caer en el nada‑me‑importa de los
muertos. ¿Cómo mirar a un vivo sin imaginarlo cadáver, cómo contemplar a un
cadáver sin ponerse en su lugar? Ser supera al entendimiento, ser
da miedo.
Alguien
completamente bueno nunca se resolverá a quitarse la vida. Esta proeza
exige un fondo ‑o restos de crueldad. El que se mata hubiera podido, en ciertas
condiciones, matar: suicidio y asesinato son de la misma familia. Pero el
suicidio es más refinado, en razón de que la crueldad hacia uno mismo es más
rara, más compleja, sin contar que se le añade la embriaguez de sentirse
triturado por su propia conciencia.
El hombre de
instintos comprometidos por la bondad no interviene en su destino ni desea
crearse otro; sufre el suyo, se resigna y continúa, lejos de la exasperación,
de la arrogancia, de la malignidad que, en conjunto, invitan a la
autodestrucción y la facilitan. La idea de apresurar su fin no le roza en
manera alguna, tan modesto es. Se precisa, en efecto, una modestia enfermiza
para aceptar morir de otra forma que por la propia mano.
¿Cómo concebir
que una oración sea otra cosa que un monólogo, que un éxtasis tenga un valor
más allá de sí mismo, que nuestra salvación o nuestra pérdida importen a un
dios?
Y, sin embargo,
es lo que habría que poder admitir, aunque no fuese más que un segundo por día.
El futuro, ese
precipicio, me aterra hasta tal punto que me gustaría ver desaparecer hasta la
idea de él. Pues es en el fondo ella, mucho más que el deslizamiento hacia el
abismo que encubre, lo que me angustia y me impide saborear el presente. Mi
razón se tambalea ante todo lo que llega, ante todo lo que debe llegar. No es
lo que me espera, es la espera en sí, es la inminencia como tal, lo que me roe
y me espanta. Para hallar un simulacro de paz necesito aferrarme a un tiempo sin
mañana, a un tiempo decapitado.
En vano repito la
fórmula de la triple renuncia: «Rechazo este mundo; rechazo el mundo de los
antepasados, rechazo el mundo de los dioses», cuando mido el espacio que me
separa del sayal y del desierto, me hago el efecto de un sanyasin de
feria.
¿No será la nostalgia
un signo de envejecimiento precoz? Si esto es cierto, yo soy senil de
nacimiento.
No se ha
escrutado el fondo de una cosa si no se la ha afrontado a la luz del
anonadamiento.
Los únicos que
cuentan son esos instantes en que el deseo de quedarse con uno mismo es tan
potente, que preferiría uno saltarse los sesos a cruzar una palabra con nadie.
Lo difícil para
quien ha renunciado a medias es hacer lo demás. La existencia le pesa, sin
duda, pero no ha agotado su sorpresa de existir. De aquí vienen sus
irresoluciones, y el arrepentirse de haber detenido a medio camino, sin
esperanza alguna de llevar a buen término un designio concebido largo tiempo
atrás. Un fracasado de la renuncia.
Son nuestros
sufrimientos los que dan cierto peso a nuestros pensamientos y les impiden
convertirse en piruetas; también son ellos los que nos hacen proclamar que no
hay realidad en ninguna parte, que ni ellos son reales. De este modo, nos
sugieren una estratagema de defensa: triunfamos sobre ellos declarándolos
irreales, refiriéndolos a la engañifa general. Si fuesen soportables, ¿qué
necesidad habría de disminuirlos y de desenmascararlos? Como no tenemos otra
salida que asimilarlos, sea a la pesadilla, sea al capricho, lo más cómodo es
optar por este último.
Pensándolo bien,
más vale que no haya nada. Si hubiese algo, se viviría en la aprensión
de no poder hacerse con ello. Puesto que no hay nada, todos los instantes son
perfectos y nulos, y es indiferente gozar de ellos o no.
En lo más profundo
del asco a mí mismo, me digo que quizá me calumnio, que no veo a nadie que,
presa de las mismas obsesiones, hubiera podido adoptar una apariencia de
viviente durante tantos años.
La única manera
de apartar a alguien del suicidio es empujarlo a él. Nunca te perdonará tu
gesto, abandonará su proyecto o retrasará su ejecución, te tendrá por un
enemigo, por un traidor. Si creías volar en su ayuda, salvarle, él no ve en tu
solicitud más que hostilidad y desprecio. Lo más extraño es que inquiría por tu
aprobación, mendigaba tu complicidad. ¿Qué esperaba exactamente? ¿No te habrás
engañado sobre la naturaleza de su zozobra? ¡Qué error por su parte el
dirigirse a ti! En ese estadio de su soledad, lo que hubiera debido chocarle es
la imposibilidad de entenderse con otro que no fuera Dios.
Todos estamos afectados,
tomamos por real lo que no lo es. El viviente, en tanto que tal, es un
insensato, ciego por añadidura: incapaz de discernir el lado ilusorio de las
cosas, advierte por todas partes lo sólido, lo lleno. En cuanto, por milagro,
ve claro, se abre a la vacuidad y se expande en ella. Más rica que la realidad
a la que reemplaza, ésta nace de todo sin el todo, es fundamento y
ausencia, variante abismal del ser. Pero quiere la desdicha que la tengamos por
una deficiencia; de dónde provienen nuestros temores y nuestros fracasos. ¿Qué
es, pues, para nosotros? Todo lo más, un diáfano callejón sin salida, un
infierno impalpable.
Empeñado en
extenuar, en reducir a la nada sus apetitos, no ha logrado más que estropearlos,
despojándolos de todo lo que tenían de sano, de estimulante: un animal de presa
contrariado, minado, añorando sus instintos de antaño. Como sus garras se han
embotado, pero no el deseo de servirse de ellas, toda su violencia se ha
convertido en desolación (pues la desolación no es más que la agresividad rota,
humillada, impotente para hacerse valer).
Ha comenzado por
sabotear sus pasiones; después les tocó el turno a las creencias. El proceso
era inexorable. Esta revelación que ha presidido sus días: adherirse a
cualquier casa participa del infantilismo o del delirio; quizá fuese
legítima; puede que la suscriba todavía; no por ello deja de ser atroz,
intolerable. Permite durar, pero no existir; forma parte de las certezas de las
que no se levanta uno jamás.
Batallador y
polemista por naturaleza, ya no batalla ni polemiza; por lo menos, con los
demás. Los golpes que les estaban destinados se los asesta a sí mismo y es él
mismo quien los encaja. Su yo es diana. ¿Su yo? ¿Qué yo? Ya no hay a quien golpear:
ya no hay víctima ni sujeto, nada más que una sucesión de actos sin agente, un
desfile anónimo de sensaciones...
¿Un liberado? ¿Un
fantasma? ¿Un pingajo?
«¿De qué le sirve
al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?»
¡Ganar el mundo,
perder el alma! He logrado algo mejor: he perdido ambos.
Intente lo que
intente, nunca será más que la manifestación de una decadencia, patente o
camuflada. Durante mucho tiempo he teorizado sobre el hombre‑fuera-de‑todo. Ese
hombre es lo que he llegado a ser, lo que ahora encarno. Mis dudas han llegado
a algo, mis negaciones han tomado cuerpo. Vivo lo que antes creía vivir. Por
fin me he encontrado un discípulo.
Excelente. Gracias por compartir. Me quedo con esta parte:
ResponderBorrar«Batallador y polemista por naturaleza, ya no batalla ni polemiza; por lo menos, con los demás. Los golpes que les estaban destinados se los asesta a sí mismo y es él mismo quien los encaja. Su yo es diana. ¿Su yo? ¿Qué yo? Ya no hay a quien golpear: ya no hay víctima ni sujeto, nada más que una sucesión de actos sin agente, un desfile anónimo de sensaciones...»