domingo, marzo 03, 2013
LA SIRENA por RAY BRADBURY
Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la
niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en
lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego
blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre
nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y
alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de
espuma.
Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? preguntó McDunn.
Sí dije. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
Bueno, mañana irás a tierra agregó McDunn sonriendo a bailar con las muchachas y tomar
gin.
¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz
movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento
cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos
desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
Los misterios del mar dijo McDunn pensativamente. ¿Pensaste alguna vez que el mar es
como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro.
Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y
quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja,
blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola
de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de
peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa
qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y
la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no
se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte,
hacia la nada.
Oh, hay tantas cosas en el mar. McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando.
Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa. A pesar de nuestras máquinas y los
llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus
fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de
Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las
aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un
cometa.
Sí, es un mundo viejo.
Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del
cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con
suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? McDunn se asintió a sí mismo con un
movimiento de cabeza. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de
diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le
responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época
del año dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla, algo viene a visitar el faro.
¿Los cardúmenes de peces?
No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi
calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí.
Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del
muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche.
No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar,
McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y
sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz.
Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a tí toda
la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido
de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura
y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares
parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un
sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la
brevedad de la vida».
La sirena llamó.
Imaginé esta historia dijo McDunn en voz baja para explicar por qué esta criatura visita el
faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
Pero... interrumpí.
Chist... ordenó McDunn. ¡Allí!
Señaló los abismos.
Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena
llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el
mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí
estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola,
una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una
cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y
más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro.
Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los
abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta
metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
Calma, muchacho, calma murmuró McDunn.
¡Es imposible! exclamé.
No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha
cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba
y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra
inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un
mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
¡Parece un dinosaurio!
Sí, uno de la tribu.
¡Pero murieron todos!
No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los
abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una
palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
¿Qué haremos?
¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en
cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan
rápido.
¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que
tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo
rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido
que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches
frías. Eso era el sonido.
¿Entiendes ahora susurró McDunn por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta
kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de
años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así
lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E
instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y
en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un
mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir.
»El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso
fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te
mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena
atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te
incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de
medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre
con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender
día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir
lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos
días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de
los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del
mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny,
entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería.
El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se
limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de
sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
El año pasado dijo McDunn, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y
alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día,
inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el
monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año,
pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma
alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego e hielo.
Así es la vida dijo McDunn. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca
vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro,
quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
Veamos que ocurre dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que
golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una
especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos
que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron
los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
¡McDunn! grité. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya
se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa
entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante
mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó.
Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
¡Abajo! gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían.
Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en
el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El
monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras
el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los
escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
Escucha dijo McDunn en voz baja. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran
succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros,
de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre
había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años
había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra
vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de
pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el
cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultado bajo los
escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
Se vino abajo, eso es todo dijo McDunn gravemente. Nos golpearon con violencia las olas
y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las
piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas
golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo
en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches
de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo
faro, de cemento y reforzado con acero.
Por si acaso dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las
aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el
mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
Se fue dijo McDunn. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se
puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah,
¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso
y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena,
la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario