Hubo en un tiempo una ciudad que era una
ciudad ociosa donde los hombres contaban cuentos vanos.
Y era costumbre de esta ciudad imponer a
todos los hombres que entraban en ella el portazgo de una historia ociosa a la
puerta.
De manera que todos los viajeros pagaban
a los guardas de la puerta el portazgo de un cuento ocioso, y entraban en la
ciudad sin ser detenidos ni molestados. Y a cierta hora de la noche, cuando el
rey de aquella ciudad se levantaba y se paseaba agitado por la cámara en que
dormía pronunciando el nombre de la reina muerta, cerraban la puerta los
vigilantes, entraban en la cámara del rey y, sentados en el suelo, contábanle
las historias que habían recogido. Y escuchándolos venía cierta quietud al
ánimo del rey, que luego de algún tiempo tendíase otra vez, y al fin se quedaba
dormido. Entonces se levantaban los vigilantes en silencio y salían de
puntillas de la cámara.
Un día que erraba sin rumbo llegué a la
puerta de aquella ciudad. En aquel momento levantábase un hombre a pagar su
portazgo a los vigilantes. Estaban éstos sentados con las piernas cruzadas en
el suelo, entre el hombre y la puerta, y cada uno de ellos tenía una lanza.
Junto a este hombre sentábanse otros dos viajeros sobre la ardiente arena
esperando. Y el hombre decía:
«Entonces, la ciudad de Nombros abandonó
el culto de los dioses y se volvió hacia Dios. Así es que los dioses
cubriéronse el rostro con sus mantos y se alejaron de la ciudad, e internándose
en la niebla de los montes, atravesaron los olivares cuando el sol se ponía.
Mas cuando ya habían dejado la tierra, volviéronse y miraron a través de los
dorados pliegues del crepúsculo por última vez a su ciudad; parecían entre
airados y tristes; después volviéronse de nuevo y se alejaron para siempre. Pero
enviaron allá una Muerte, que llevaba una guadaña, diciéndole: «Mata a media
ciudad, pero deja viva a la otra media para que pueda acordarse de los viejos
dioses que abandonó."
«Pero Dios mandó un ángel exterminador
para mostrar que El era Dios, y le dijo: "Baja, muestra la fuerza de mi
brazo a esa ciudad, mata a la mitad de sus habitantes, mas deja vivir a la otra
mitad para que conozca que yo soy Dios."
«Y al punto empuñó su espada el ángel
exterminador, y la espada salió de su vaina con un profundo suspiro, como el
resuello que el fornido leñador toma antes de descargar el primer golpe sobre
la gigante encina. En esto el ángel, dirigiendo sus brazos hacia abajo y
tendiendo entre ellos su cabeza, se inclinó sobre el borde del cielo, y con una
flexión de los tobillos, se arrojó con las alas plegadas. Bajó sesgando hacia
la Tierra al atardecer, con la espada extendida, y era como si la jabalina
disparada por un cazador tornase al suelo; pero antes de tocarle irguió la
cabeza, desplegó sus alas adelantando las plumas inferiores y fue a posarse en
la orilla del ancho Flavro, que divide la ciudad de Nombros. Y desde la orilla
del Flavro fue revolando bajo, como el halcón sobre el rastrojo recién cortado
cuando las pequeñas criaturas del sembrado no hallan cobijo; y al mismo tiempo,
por la otra orilla, venía guadañando la Muerte enviada por los dioses.
«Viéronse de pronto, y el ángel
fulminaba con sus ojos a la Muerte, y la Muerte mirábale de soslayo, y las
llamas de los ojos del ángel iluminaban con rojo fulgor la niebla que llenaba
las huecas órbitas de la Muerte. Súbitamente se precipitaron el uno contra el
otro, espada contra guadaña. Y el ángel se apoderó de los templos de los dioses
y puso sobre ellos el signo de Dios, y tomó la Muerte los templos de Dios e
introdujo en ellos los sacrificios y ceremonias de los dioses; y en tanto
deslizábanse pacíficamente los siglos bajando por el Flavro hacia el mar.
«Y unos adoran a Dios en el templo de
los dioses, y adoran otros a los dioses en el templo de Dios; y aún no ha
tornado el ángel a los coros regocijados, ni ha vuelto la Muerte a morir con
los dioses muertos, sino que luchan sin cesar por toda Nombros, y aún vive la
ciudad sobre las márgenes del Flavro.»
Y los guardas de la puerta dijeron:
«Entra.»
Levantóse en seguida otro caminante, y
dijo:
«Enormes nubes grises vinieron flotando
solemnes entre Huhenwazi y Nitcrana. Y aquellas grandes montañas, la celeste
Huhenwazi y Nitcrana, la reina de las cumbres, saludáronlas con el nombre de
hermanas. Y las nubes se regocijaron con el saludo, porque rara vez encuentran
compañeros en las solitarias alturas del cielo.
«Pero los vapores de la tarde dijeron a la bruma terrestre: ¿Qué son esas formas que osan moverse encima de nosotros y acercarse a donde están Nitcrana y Huhenwazi ?»
«Pero los vapores de la tarde dijeron a la bruma terrestre: ¿Qué son esas formas que osan moverse encima de nosotros y acercarse a donde están Nitcrana y Huhenwazi ?»
»Y la bruma terrestre respondió a los
vapores de la tarde: «No es más que una bruma que se ha vuelto loca y ha
abandonado la tierra tibia y confortable, y ha creído en su demencia que su
lugar está junto a Huhenwazi y Nitcrana".
»Un tiempo, dijeron los vapores de la tarde, hubo nubes, pero de eso hace muchos, muchos días. Tal vez sea que la loca piensa que es las nubes."
»Luego hablaron los gusanos de las
cálidas profundidades del cieno, y dijeron: «¡Oh bruma terrestre, tú eres las
nubes y no hay otras nubes que tú! En cuanto a Huhenwazi y Nitcrana, no puedo
verlas; por tanto, no son altas, y no hay otros montes en el mundo que los que
yo empujo todas las mañanas de las profundidades del fango."
«Y la bruma terrestre y los vapores de la noche se alegraron a la voz de las lombrices de tierra, y, mirando ha- cia la tierra, creyeron lo que habían dicho.
«Y la bruma terrestre y los vapores de la noche se alegraron a la voz de las lombrices de tierra, y, mirando ha- cia la tierra, creyeron lo que habían dicho.
»Y en verdad que es mejor ser como la
bruma terrestre y estarse caliente junto al fango por la noche, oyendo el
lenguaje confortable de las lombrices de tierra, y no andar vagabundo por las
tristes alturas, sino dejar solos a los montes con su desolada nieve que
extraigan todo el bienestar posible de su imponente apariencia sobre las
ciudades de los hombres, y de los murmullos de ignorados dioses lejanos que
oyen al atardecer.»
Los vigilantes de la puerta dijeron:
«Entra.»
Entonces se levantó un hombre que venia
de Occidente y contó una historia occidental. Decía:
«Hay un camino en Roma que cruza un
templo antiguo, en otra edad preferido de los dioses; corre sobre una gran
muralla, y muy por debajo está el piso del templo, de mármol blanco y rojo.
«En el suelo del templo conté hasta
trece gatos hambrientos.
«Unas veces, decíanse entre sí, vivieron
aquí los dioses, otras los hombres, y ahora viven los gatos. Gocemos del sol
sobre el caliente mármol, antes de que otros vengan.
«Porque sólo en las horas de la cálida
siesta podía oír mi fantasía las voces silenciosas.
«Y la espantosa flacura de los trece
gatos movióme a ir a una pescadería próxima y comprar cierta cantidad de peces.
Volví y los arrojé por encima de la baranda que corría sobre el fastigio del
muro, cayeron desde treinta pies y restallaron sobre el sagrado mármol con un
chasquido.
«En otra ciudad que no fuera Roma, o en
la mente de otros gatos cualesquiera, la vista de unos peces que caen del cielo
hubieran causado maravilla. Levantáronse lentamente y se estiraron, y luego se
acercaron perezosos a los peces. «No es más que un milagro", dijeron para
sí.»
Los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra.»
Mientras hablaban a su manera, orgullosa
y pausada, llegó hasta ellos un camello, cuyo jinete quería entrar en la
ciudad. Brillaba su rostro al sol poniente, por el cual se guiara largo tiempo
hacia la puerta de la ciudad. Exigiéronle el portazgo. En esto habló a su
camello, y el ca- mello mugió y arrodillóse, y el hombre descendió. Y el hombre
desenvolvió de entre muchas sedas una caja de diversos metales labrada por los
Japoneses. Y en su tapa veíanse figuras de hombres que contemplaban desde una ribera
una isla del Mar Interior. Mostró la caja a los vigilantes, y cuando la
hubieron visto, dijo: «A mi me parece que unos a otros se hablan así:
«Contemplad a Oojni, la amada del mar,
del pequeño mar paternal que no tiene borrascas. Sale de Oojni cantando una
canción, y torna cantando sobre sus playas. Pequeña es Oojni en el regazo del
mar, y apenas si la advierten los barcos aventureros. Nunca volaron lejos sus
leyendas sobre las blancas velas, ni las cuentan los barbados caminantes del
mar. Sus cuentos de junto al fuego son ignorados en el Norte; los dragones de
China nunca los han oído, ni los que cruzan la India a lomo de elefante.
»Los hombres cuentan los cuentos y
asciende el humo; parte el humo y están contados los cuentos.
»Oojni no es un nombre entre las
naciones; no es conocida allí de donde vienen los mercaderes ni es mencionada
por labios extranjeros.
«Aunque Oojni es, en verdad, pequeña
entre las islas, es amada por los que conocen sus costas y sus tierras
interiores escondidas del mar.
«Sin gloria, sin fama y sin riqueza,
Oojni es muy amada por un pequeño pueblo y por unos pocos más; es decir, no por
pocos, porque todos sus muertos la aman aun, y a menudo vienen por la noche
murmurando entre los bosques. ¿Quién podría olvidar a Oojni aun entre los
muertos?
«Porque aquí, en Oojni, hay hogares de
hombres, y jardines y dorados templos de dioses, y sagrados lugares junto a la
orilla, y muchos bosques rumorosos. Y hay una senda que serpea entre los montes
para internarse en misteriosas tierras santas donde danzan a la noche los
espíritus de los bosques, o cantan invisibles a la luz del sol; y nadie entra
en esas tierras santas, porque el que ama a Oojni no quiere robarle sus
misterios, y los curiosos extraños no vienen. Nosotros amamos verdaderamente a
Oojni, con ser tan pequeña; es la madrecita de nuestra raza y la amante nodriza
de todas las aves marinas.
«Y ved cómo, aun ahora, la acarician los
suaves dedos del padre mar, cuyos sueños están lejos, en ese viejo vagabundo el
Océano.
«Mas no olvidemos a Fuzi-Yama, porque se
yergue visible sobre mar y nubes, brumoso abajo y vago e impreciso pero claro
en lo alto, para mirar a todas las islas. Los barcos hacen a su vista todos sus
viajes, y las noches y los días cruzan por él como si fueran viento; los vera-
nos y los Inviernos aletean y mueren a su falda; las vidas de los hombres pasan
silenciosas. Y Fuzi-Yama observa... y sabe.»
Y los guardas de la puerta dijeron:
«Entra.»
Y yo también hubiera contado un cuento,
muy extraño y muy cierto; un cuento que he contado en muchas ciudades y que
hasta ahora nadie ha creído. Pero ya el sol se había puesto, y tras el breve
crepúsculo, levantábanse los espectrales silencios en los lejanos y sombríos
montes. Una gran quietud se cernía sobre la puerta de la ciudad. Y el gran
silencio de la noche solemne era más halagüeño para los vigilantes que
cualquier acento humano. Por lo cual nos hicieron señas invitándonos a entrar
en la ciudad sin pagar el tributo. Y subimos blandamente por la arena y pasamos
entre los altos pilares de roca desde la puerta, y un profundo silencio se hizo
entre los centinelas, y las estrellas titilaban serenas sobre ellos.
Cuán poco tiempo habla el hombre y cuán
vanamente además.
Y cuánto tiempo calla. Justamente el
otro día hallé a un rey en Thebas que ya lleva cuatro mil años en silencio.
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