domingo, septiembre 30, 2012

DELIRIOS II Alquimia del verbo por ARTHUR RIMBAUD




A mí. La historia de una de mis locuras.
Llevaba largo tiempo alardeando de poseer todos los paisajes
posibles y encontrando irrisorias todas las celebridades de
la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles, decorados, telones
de saltimbancos, emblemas, estampas populares; la literatura
pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía,
novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos
infantiles, óperas viejas, estribillos bobos, ritmos ingeniosos.
Soñaba cruzadas, viajes de exploración cuyo relato no tenemos,
repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones
de costumbres, desplazamientos de razas y continentes:
creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! — A, negra; E, blanca; I,
roja; O, azul; U, verde. — Ajusté la forma y el movimiento de
cada consonante y, con ritmos instintivos, me precié de inventar
un verbo poético accesible, algún día, a todos los sentidos.
Me reservaba la traducción.
Fue al principio un estudio. Escribía silencios, noches, acotaba
lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de los pájaros, de los rebaños, de las aldeanas,
¿qué bebía yo, de rodillas en el brezal
rodeado de tiernos bosques de avellanos,
en una neblina de tarde fría y verde?
¿Qué podía beber, en este joven Oise,
— ¡olmos sin voz, césped sin flores, cielo cubierto! —
beber de los odres amarillos, lejos de mi choza
querida? Algún licor sudorífico.
Yo era un equívoco letrero de albergue.
— Una tempestad vino a ahuyentar el cielo. Al atardecer
el agua de los bosques se perdía en las arenas vírgenes,
el viento de Dios arrojaba carámbanos en las charcas;
llorando, veía oro — y no pude beber.—
_________________
A las cuatro de la mañana, en verano,
el dormir del amor dura aún.
Bajo los sotos se evapora
el olor de la noche festejada.
Allá, en su vasto taller,
al sol de las Hespérides,
ya se agitan — en mangas de camisa —
los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
preparan los artesonados preciosos
donde la ciudad
pintará falsos cielos.
Para los obreros encantadores
vasallos de un rey de Babilonia,
¡Venus, deja un momento a los Amantes
con el alma en corona!
¡Oh Reina de los Pastores!
Lleva a los trabajadores el aguardiente,
que sus fuerzas estén en paz
en espera del baño de mar de las doce.
_________________
La antigualla poética tenía gran importancia en mi alquimia
del verbo.
Me acostumbré a la alucinación sencilla: veía muy
abiertamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía
de tambores integrada por ángeles, calesas en los
caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los
monstruos, los misterios; un título de vaudeville hacía que
ante mí se alzaran espantos.
¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación
de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Estaba ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud
de los animales, — las orugas, que representan la inocencia
de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad!
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo de una
especie de romances:
Canción Desde La Torre Más Alta
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Tuve tanta paciencia,
que para siempre olvido;
miradas y sufrimientos
al cielo se marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las venas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Igual la pradera
al olvido entregada,
agradada y florida
de incienso y cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias moscas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Amé el desierto, los vergeles calcinados, las tiendas mustias,
las bebidas entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes
y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios del
fuego.
«General, si todavía asoma un viejo cañón por tus murallas
en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras
de los espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que
la ciudad se trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena
los camarines de arenilla de rubí ardiente…»
¡Oh! ¡El insecto beodo en el meadero del albergue, enamo45
rado de la borraja, y que un rayo disuelve!
Hambre
Si a algo tengo afición, no será más
que a la tierra y a las piedras.
Yo siempre almuerzo aire,
roca, carbones, hierro.
Hambres mías, girad. Pastad, hambres,
del prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
de las corregüelas.
Comeos los guijarros que otros rompen,
las viejas piedras de iglesia;
los cantos rodados de los viejos diluvios,
panes sembrados en los valles grises.
_________________
El lobo gritaba bajo las hojas
escupiendo las bellas plumas
de su yantar de corral:
como él yo me consumo.
Las verduras, las frutas
sólo aguardan la cosecha;
pero la araña del seto
no come más que violetas.
¡Que duerma ya! Que hierva
en los altares de Salomón.
El caldo fluye sobre la herrumbre,
y se mezcla con el Cedrón.
Por último, oh felicidad, oh razón, separé del cielo el azul, que
es negro, y viví, centella dorada de la luz natural. En mi alegría,
adopté las expresiones más bufas y más extraviadas que
pude hallar.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.
Eterna alma mía,
observo tu voto
a pesar de la noche sola
y del día en llamas.
¡Así, pues, te desprendes
de los humanos sufragios,
de los comunes impulsos!
Vuelas según…
— Nunca la esperanza,
ningún orietur.
Ciencia y paciencia,
el suplicio es seguro.
No queda mañana,
brasas de satén,
vuestro ardor
es el deber.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La Eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.
_________________
Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen
una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una
manera de echar a perder cierta fuerza: un enervamiento. La
moral es la debilidad del cerebro.
Pensaba que a cada ser se le debía otras muchas existencias.
Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es
una camada de perros. Ante muchos hombres, charlé en voz
alta con un momento de sus otras vidas. — Así, amé a un
cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura, —la locura de atar —
dejé en el olvido: podría decirlos todos otra vez, porque conservo
el método.
Mi salud se vio amenazada. El terror se acercaba. Caía en
sueños de muchos días y, levantado, continuaba los sueños
más tristes. Estaba maduro para el fin, y por un camino de peligros
mi debilidad de me conducía a los confines del mundo y
de cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.
Tuve que viajar, distraer los encantos congregados sobre mi
cerebro. Del mar, al que amaba como si le hubiese tocado lavarme
de alguna inmundicia, veía elevarse la cruz consoladora.
Me había condenado el arco iris. La Felicidad era mi fatalidad,
mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre
demasiado inmensa para consagrarla a la fuerza y a la belleza.
¡La felicidad! Su sabor, en que la muerte se complace, me
avisaba al cantar el gallo, — ad matutinum, en el Christus
venit, — en las ciudades más sombrías:
¡Oh estaciones, oh castillos!
¿Qué alma no tiene defecto!
He hecho el mágico estudio
de la felicidad, que nadie elude.
Salud a ti, cada vez
que canta el gallo galo.
¡Ah! No tendré más deseos:
él se ha hecho cargo de mi vida.
Este encanto ha tomado alma y cuerpo,
dispersando los esfuerzos.
¡Oh estaciones, oh castillos!
La hora de su huida, ¡ay!
será la de óbito.
¡Oh estaciones, oh castillos!
Pasó todo aquello. Hoy sé saludar a la belleza.

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