Como las grandes obras, los sentimientos profundos
declaran siempre más de lo que dicen conscientemente. La constancia
de un movimiento o de una repulsión en un alma se vuelve a encontrar en los
hábitos de hacer o de pensar y tiene consecuencias que el alma misma ignora.
Los grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o miserable.
Iluminan con su pasión un mundo exclusivo en el que vuelven a encontrar su
clima. Hay un universo de la envidia, de la ambición, del egoísmo o de la
generosidad. Un universo, es decir, una metafísica y una actitud espiritual. Lo que es cierto de los sentimientos
ya especializados lo será todavía más de las emociones tan indeterminadas en su
base, a la vez tan confusas y tan "ciertas", tan lejanas y tan "presentes" como
pueden ser las que nos produce lo bello o suscita lo absurdo.
La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede
sentirla cualquier hombre. Como tal, en su desnudez
desoladora, en su luz sin brillo, es inasible. Pero esta dificultad merece una
reflexión. Es probablemente cierto que un hombre
nos sea desconocido para siempre y que haya siempre en él algo irreductible que nos escape. Pero prácticamente,
conozco a los hombres y los reconozco por su conducta,
por el conjunto de sus actos, por las consecuencias que su paso suscita en la vida. Del mismo modo, puedo definir
prácticamente, apreciar prácticamente todos esos sentimientos irracionales que no podría captar el análisis; puedo
reunir la suma de sus consecuencias en el orden de la inteligencia,
aprehender y anotar todos sus aspectos, recordar su universo. Es cierto que en
apariencia no conoceré mejor a un actor personalmente por haberlo visto cien
veces. Sin embargo, si sumo los héroes que ha encarnado y si digo que le
conozco un poco más al tener en cuenta el centesimo personaje, se tendrá la
sensación de que hay en ello una parte de verdad. Pues esta paradoja aparente
es también un apólogo. Tiene una moraleja. Enseña que un hombre se define tanto
por sus comedias como por sus impulsos sinceros. Existe en ello un tono más
bajo de los sentimientos, inaccesibles en el corazón, pero que revelan
parcialmente los actos que animan y las actitudes espirituales que suponen. Puede advertirse que así defino un método. Pero
se advierte también que este método es de análisis y no de conocimiento.
Pues los métodos implican metafísicas, revelan sin saberlo conclusiones que a veces pretenden no conocer todavía. Así,
las ultimas páginas de un libro
están ya en las primeras. Este nudo es inevitable. El método aquí definido
confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Sólo
pueden enumerarse las consecuencias y sólo el clima puede hacerse sentir.
Quizá podamos
alcanzar el inaprehensible sentimiento de lo absurdo en los mundos diferentes pero fraternos de la
inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está al comienzo. El final es el
universo absurdo y la actitud espiritual que ilumina al mundo con una
luz que le es propia, con el fin de hacer resplandecer ese rostro privilegiado
e implacable que ella sabe reconocerle.
Todas las
grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio.
Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la
puerta giratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo
absurdo más que cualquier otro extrae su nobleza de ese nacimiento miserable.
En ciertas situaciones responder "nada" a una pregunta sobre la naturaleza de sus pensamientos puede ser una
finta en un hombre. Los amantes lo saben muy bien. Pero si esa respuesta
es sincera, si traduce ese singular estado del alma en el cual el vacío se hace
elocuente, en el que la cadena de los gestos cotidianos se rompe, en el cual el
corazón busca en vano el eslabón que la reanuda, entonces es el primer signo de
la absurdidad.
Suele suceder
que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida,
el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes,
miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del
tiempo. Pero un día surge el "por qué" y todo comienza con esa
lasitud teñida de asombro. "Comienza":
esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal,
pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la
vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del
despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento.
En sí misma la lasitud tiene algo de repugnante. Debo concluir que es buena, pues todo comienza por la conciencia y nada vale
sino por ella. Estas observaciones no tienen nada
de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un
reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple
"inquietud" está en el origen de todo.
Asimismo, y
durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero
siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir:
"mañana", "más tarde", "cuando tengas una
posición", "con los años comprenderás . Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata
de morir. Llega, no obstante, un día
en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su
juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto
momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a
través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor
enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo
absurdo.
Un peldaño más
abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué
punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede
negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del
cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido
ilusorio con que los revestíamos y en
adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del
mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante
un segundo no lo comprendemos, porque
durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que
poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear
ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas
apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan
de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una
extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a
desear hasta lo que nos deja de pronto tan
solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este
espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo.
También los
hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico
de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les
rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le
oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este
malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la
imagen de lo que somos, esta "náusea", como la llama un autor de
nuestros días, es también lo absurdo. El
extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el
hermano familiar y, sin embargo, inquietante que volvemos a encontrar en
nuestras propias fotografías, son también lo absurdo.
Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo
está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo
patético. Sin embargo, nunca se asombrará demasiado ante el hecho de que todo
el mundo viva como si nadie "lo supiese . Es que, en realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido
vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la
experiencia de la muerte ajena. Es un sucedáneo,
una opinión que nunca nos convence del todo. Este convencionalismo
melancólico no
puede ser persuasivo. El horror procede en realidad del lado matemático del
acontecimiento. Si el tiempo nos espanta es porque da la demostración;
la solución viene luego. Todos los grandes discursos sobre el alma van a recibir
aquí, por lo menos durante un tiempo, la prueba del nueve de su contrario. De
cuerpo inerte en el que ya no deja huella una bofetada, ha desaparecido el
alma. Ese lado elemental y definitivo de la aventura constituye el contenido de
la sensación absurda. Bajo la iluminación
mortal de ese destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a
priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición.
Repito que todo esto ha sido dicho y redicho. Me limito aquí a hacer
una clasificación rápida y a indicar estos temas evidentes. Circulan a
través de todas las literaturas y todas las
filosofías. La conversación cotidiana se nutre de ellos. No se trata de
volver a inventarlos. Pero hay que asegurarse de estas evidencias para poder
interrogarse luego sobre la cuestión primordial. Lo que me interesa, quiero
repetirlo, no son tanto los descubrimientos absurdos como sus consecuencias. Si
se está seguro de estos hechos, ¿qué hay que deducir de ellos, hasta dónde hay que
ir para no estudiar nada? ¿Habrá que morir
voluntariamente o esperar a pesar de todo? Antes es necesario realizar
el mismo recuento rápido en el plano de la inteligencia.
La primera
operación de la mente consiste en distinguir lo que es cierto de lo que es
falso. Sin embargo, en cuanto el pensamiento reflexiona sobre sí mismo lo primero que descubre es una contradicción. A este
respecto es inútil esforzarse por ser convincente. Desde hace siglos
nadie ha dado de este asunto una demostración más clara y elegante que
Aristóteles: "La consecuencia, con frecuencia ridiculizada, de estas opiniones es que se destruyen a sí
mismas. Pues al afirmar que todo es cierto afirmamos la verdad de la
afirmación opuesta y, por consiguiente, la falsedad de nuestra propia tesis
(pues la afirmación opuesta no admite que ella pueda ser cierta). Y si se dice que todo es falso esta afirmación
resulta también falsa. Si se declara que sólo es falsa la afirmación opuesta a
la nuestra, o bien que sólo la nuestra es falsa, se está, no obstante,
obligado a admitir un número infinito de juicios verdaderos o falsos. Pues quien emite una afirmación cierta
declara al mismo tiempo que es cierta, y así sucesivamente hasta el
infinito".
Este círculo vicioso no es sino el primero de una serie en la cual la
mente que se inclina sobre sí misma se pierde en un remolino
vertiginoso. La simplicidad misma de estas
paradojas hace que sean irreductibles. Cualesquiera que sean los juegos de palabras
y las acrobacias de la lógica, comprender es, ante todo, unificar. El deseo profundo del espíritu mismo en sus operaciones más
evolucionadas se une al sentimiento inconsciente del hombre ante su
universo: es exigencia de familiaridad, apetito de claridad. Para un hombre,
comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo
con su sello. El universo del gato no es el universo del oso hormiguero. La perogrullada
"todo pensamiento es antropomórfico" no tiene otro sentido. Del mismo
modo, el espíritu que trata de comprender la
realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos
de pensamiento. Si el hombre reconociese que también el universo puede amar y
sufrir, se reconciliaría. Si el pensamiento descubriese en los espejos
cambiantes de los fenómenos relaciones eternas que los pudiesen resumir a sí
mismas en un principio único, se podría hablar de una dicha del espíritu de la que
el mito de los bienaventurados no sería sino una imitación ridicula. Esta nostalgia de unidad, este apetito de absoluto
ilustra el movimiento esencial del drama humano. Pero que esta
nostalgia sea un hecho no implica que deba ser satisfecha inmediatamente. Pues
si, salvando el abismo que separa el deseo de la conquista, afirmamos con
Parménides la realidad del Uno (cualquiera que sea), caemos en la ridícula
contradicción de un espíritu que afirma la unidad total y prueba con su
afirmación misma su propia diferencia y la diversidad que pretendía resolver.
Este otro círculo vicioso basta para ahogar nuestras esperanzas.
Se trata también
de evidencias. Vuelvo a repetir que no son interesantes en sí mismas, sino por las consecuencias que se puede
sacar de ellas. Conozco otra evidencia: la que me dice que el hombre es
mortal. Pueden contarse, no obstante, las personas
que han sacado de ellas las conclusiones extremas. En este ensayo hay que considerar
como una perpetua referencia el desnivel constante entre lo que nos imaginamos
saber y lo que sabemos realmente, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada hace que vivamos con ideas
que, si las pusiéramos a prueba verdaderamente, deberían trastornar toda
nuestra vida. Ante esta contradicción inextricable del espíritu captaremos
plenamente el divorcio que nos separa de nuestras propias creaciones. Mientras
el espíritu calla en el mundo inmóvil de sus esperanzas, todo se refleja y se ordena en la unidad de su nostalgia.
Pero apenas hace su primer movimiento, ese mundo se agrieta y se
derrumba: una infinidad de trozos que lo reflejan se ofrecen al conocimiento.
Hay que desesperar de que podamos reconstruir
alguna vez la superficie familiar y tranquila que nos daría la paz del corazón.
Después de tantos siglos de investigaciones y de tantas abdicaciones de los
pensadores, sabemos que esto es cierto para todo nuestro conocimiento. Con excepción
de los racionalistas declarados, todos desesperan actualmente del verdadero conocimiento. Si hubiera que escribir la
única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la
de sus arrepentimientos sucesivos y fa de sus impotencias. ¿De quién y de qué
puedo decir, en efecto: "¡Lo conozco!"? Puedo sentir mi corazón y
juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también que existe. Ahí
termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de
definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos.
Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se
le han dado: esta educación, este origen, este ardor o estos silencios, esta
grandeza o esta bajeza. Pero no se suman los rostros. Este mismo corazón mío me
resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia
y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será
colmado. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay
verdades, pero no verdad. El "conócete a ti mismo" de Sócrates vale
tanto como el "sé virtuoso" de nuestros confesonarios. Revelan una
nostalgia al mismo tiempo que una ignorancia. Son juegos estériles sobre
grandes temas. No son legítimos sino en la medida exacta en que son
aproximativos.
He aquí también
unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de
hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se
dilata: ¿ cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta
tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío. Me lo
describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mi sed de
saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza
aumenta. En último término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se reduce al átomo y que el átomo
mismo se reduce al electrón. Todo esto está bien y espero que
continuéis. Pero me habláis de un invisible sistema planetario en el que los
electrones gravitan alrededor de un núcleo. Me
explicáis este mundo con una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar
a la poesía: no conoceré nunca. ¿Tengo tiempo para indignarme por ello? Ya
habéis cambiado de teoría. Así, esta ciencia que debía enseñármelo todo termina
en la hipótesis, esta lucidez naufraga en la metáfora, esta
incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos
esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas
y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más. He
vuelto a mi comienzo. Comprendo que si bien puedo, por medio de la ciencia,
captar los fenómenos y enumerarlos, no puedo aprehender el mundo. Cuando haya
seguido con el dedo todo su relieve no sabré más que ahora. Y vosotros me dais
a elegir entre una descripción que es cierta, pero que no me enseña nada, y
unas hipótesis que pretenden enseñarme, pero que no son ciertas. Extraño a mí
mismo y a este mundo, armado únicamente con un pensamiento que se niega a sí
mismo en cuanto afirma, ¿qué condición es ésta en la que no puedo conseguir la
paz sino negándome a saber y a vivir, en la que el deseo de conquista choca con
muchos que desafían sus asaltos? Querer es
suscitar las paradojas. Todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada
que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales.
También la
inteligencia me dice, por lo tanto, a su manera, que este mundo es absurdo. Es inútil que su contraria, la razón
ciega, pretenda que todo está claro; yo esperaba pruebas y deseaba que
tuviese razón. Mas a pesar de tantos siglos presuntuosos y por encima de
tantos hombres elocuentes y persuasivos, sé que eso es falso. En este plano,
por lo menos, no hay felicidad si no puedo saber. Esta razón universal,
práctica o moral, este determinismo, estas categorías que explican todo son
como para hacer reír al hombre honrado. Nada tienen que ver con el espíritu.
Niegan su verdad profunda: que está encadenado. En este universo indescifrable
y limitado adquiere en adelante un sentido el destino del hombre. Una multitud
de elementos irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último. En su
clarividencia recobrada y ahora concertada se aclara y se precisa el
sentimiento de lo absurdo. Yo decía que el mundo es absurdo y me adelantaba
demasiado. Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es
razonable. Pero lo que resulta absurdo es la confrontación de ese irracional y
ese deseo desenfrenado de claridad cuyo llamamiento resuena en lo más profundo
del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es por el
momento su único lazo. Une el uno al otro como sólo el odio puede unir a los seres. Eso es todo lo que puedo discernir
claramente en este universo sin medida donde tiene lugar mi aventura.
Detengámonos aquí. Si tengo por cierto este absurdo que rige mis relaciones con
la vida, si me empapo de este sentimiento que me embarga ante los espectáculos
del mundo, de esta clarividencia que me impone la búsqueda de una ciencia, debo
sacrificar todo a estas certidumbres y debo mirarlas de frente para poder
mantenerlas. Sobre todo, debo ajustar a ellas mi conducta y seguirlas
en todas sus consecuencias. Hablo aquí de honradez,
pero quiero saber antes si el pensamiento puede vivir en estos desiertos.
Sé ya que el
pensamiento ha entrado por lo menos en esos desiertos. Ha encontrado en ellos
su pan. Ha comprendido en ellos que hasta ahora se alimentaba con fantasmas. Ha
dado pretexto a algunos de los temas más apremiantes de la reflexión humana.
Desde el momento en que se le reconoce, el absurdo se convierte en una
pasión, en la más desgarradora de todas. Pero toda la cuestión consiste en
saber si uno puede vivir con sus
pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda que es la de quemar el corazón que al mismo tiempo exaltan. No
es, sin embargo, la cuestión que vamos a plantear ahora. Está en
el centro de esta experiencia y ya tendremos tiempo de volver a ella. Examinemos más bien los temas y los impulsos nacidos
del desierto. Bastará con enumerarlos. A éstos también los conocen todos
en la actualidad. Siempre ha habido hombres que han defendido los derechos de
lo irracional. La tradición de lo que se puede llamar el pensamiento humillado
nunca ha dejado de estar viva. Se ha hecho
tantas veces la crítica del racionalismo que parece innecesario volver a
hacerla. Sin embargo, nuestra época ve el renacimiento de esos sistemas paradójicos que se ingenian para hacer que
tropiece la razón como si verdaderamente ésta hubiese andado siempre con paso seguro. Pero esto no es tanto una
prueba de la eficacia de la razón como de la vivacidad de sus
esperanzas. En el plano de la historia,
esta constancia de dos actitudes ilustra la pasión esencial del hombre, desgarrado entre su tendencia hacia la unidad y
la visión clara que puede tener de los muros que lo encierran.
Pero quizá nunca haya sido más vivo que en nuestro tiempo el ataque
contra la razón. Desde el gran grito de
Zaratustra: "'Por casualidad, es la nobleza más vieja del mundo.
Yo se la he devuelto a todas las cosas cuando he dicho que por encima de ellas
ninguna voluntad eterna quería"; desde la enfermedad mortal de
Kierkegaard, "este mal que conduce a la muerte sin nada después de
ella", se han sucedido los temas significativos y torturantes del
pensamiento absurdo. O, por lo menos, y este matiz es capital, los del
pensamiento irracional y religioso. De Jaspers a Heidegger, de Kierkegaard a Chestov, de los fenomenólogos a
Scheler, en el plano lógico y en el plano
moral, toda una familia de espíritus emparentados por su nostalgia, opuestos
por sus métodos o sus fines, se han dedicado con afán a cerrar la vía real de
la razón y a volver a encontrar los rectos caminos de la verdad. Doy por
supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos. Cualesquiera que
sean o que hayan sido sus ambiciones, todos
han partido de este universo indecible en el que reinan la contradicción,
la antinomia, la angustia o la impotencia. Y justamente los temas que hemos
venido indicando es lo que tienen en común. También con respecto a ellos es
necesario decir que lo que importa sobre todo son las conclusiones que hayan
podido sacar de esos descubrimientos. Importa tanto que habrá que examinarlos
por separado. Pero por el momento se trata solamente de sus descubrimientos y
sus experiencias iniciales. Se trata únicamente de comprobar su concordancia.
Si bien sería presuntuoso querer tratar de
sus filosofías, es posible y suficiente, en todo caso, hacer sentir el
clima que les es común.
Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta
Jaspers desespera de toda ontología porque pretende
que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no
podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe
que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventuras espirituales que nos ofrece la historia y
descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha
salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de
conocer, donde la nada parece la
única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de
encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos.
Chestov, por su parte, a lo largo de una,obra de admirable monotonía,
orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin
descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina
siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa
ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que
menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de
la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras
exasperadas del espíritu
nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de
un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo
irremediable. Niega sus razones a la razón y
no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de
ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras.
Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por
lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo
absurdo: lo vive. El hombre que escribe:
"El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en
hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es
absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma.
Don Juan del conocimiento,
multiplica los seudónimos y las
contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese
manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza
los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el
dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario y, con la alegría desesperada de un
crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez,
negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno
e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha
con una realidad que lo supera. Y la aventura
espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también
en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera.
En un plano muy
distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan
el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece
con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o
la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la
gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el
rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento;
es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado.
Paradójicamente todo está privilegiado. Lo que justifica el pensamiento
es su extremada conciencia. Aunque sea más
positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su
origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la
esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos
cuya riqueza tiene algo de inhumano. Estos
caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene
aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud
para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen.
¡Cómo
no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se
reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no
tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente
ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y
no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de
razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya
significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está
claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada
está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su
clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean.
Todas estas
experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe
juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la
investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos
cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay
que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante
lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo
absurdo nace de esta confrontación entre el
llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto
es lo que no hay
que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo
irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su
enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar
necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.
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