miércoles, julio 31, 2013

LOS MUROS ABSURDOS por ALBERT CAMUS


Como las grandes obras, los sentimientos profundos declaran siempre más de lo que dicen conscientemente. La constancia de un movimiento o de una repulsión en un alma se vuelve a encontrar en los hábitos de hacer o de pensar y tiene consecuencias que el alma misma ignora. Los grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o miserable. Iluminan con su pasión un mundo exclusivo en el que vuelven a encontrar su clima. Hay un universo de la envidia, de la ambición, del egoísmo o de la generosidad. Un universo, es decir, una metafísica y una actitud espiritual. Lo que es cierto de los sentimientos ya especializados lo será todavía más de las emociones tan indeterminadas en su base, a la vez tan confusas y tan "ciertas", tan lejanas y tan "presentes" como pueden ser las que nos produce lo bello o suscita lo absurdo.
La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede sentirla cualquier hombre. Como tal, en su desnudez desoladora, en su luz sin brillo, es inasible. Pero esta dificultad merece una reflexión. Es probablemente cierto que un hombre nos sea desconocido para siempre y que haya siempre en él algo irreductible que nos escape. Pero prácticamente, conozco a los hombres y los reconozco por su conducta, por el conjunto de sus actos, por las consecuencias que su paso suscita en la vida. Del mismo modo, puedo definir prácticamente, apreciar prácticamente todos esos sentimientos irracionales que no podría captar el análisis; puedo reunir la suma de sus consecuencias en el orden de la inteligencia, aprehender y anotar todos sus aspectos, recordar su universo. Es cierto que en apariencia no conoceré mejor a un actor personalmente por haberlo visto cien veces. Sin embargo, si sumo los héroes que ha encarnado y si digo que le conozco un poco más al tener en cuenta el centesimo personaje, se tendrá la sensación de que hay en ello una parte de verdad. Pues esta paradoja aparente es también un apólogo. Tiene una moraleja. Enseña que un hombre se define tanto por sus comedias como por sus impulsos sinceros. Existe en ello un tono más bajo de los sentimientos, inaccesibles en el corazón, pero que revelan parcialmente los actos que animan y las actitudes espirituales que suponen. Puede advertirse que así defino un método. Pero se advierte también que este método es de análisis y no de conocimiento. Pues los métodos implican metafísicas, revelan sin saberlo conclusiones que a veces pretenden no conocer todavía. Así, las ultimas páginas de un libro están ya en las primeras. Este nudo es inevitable. El método aquí definido confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Sólo pueden enumerarse las consecuencias y sólo el clima puede hacerse sentir.
Quizá podamos alcanzar el inaprehensible sentimiento de lo absurdo en los mundos diferentes pero fraternos de la inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está al comienzo. El final es el universo absurdo y la actitud espiritual que ilumina al mundo con una luz que le es propia, con el fin de hacer resplandecer ese rostro privilegiado e implacable que ella sabe reconocerle.
Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio. Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puerta giratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo absurdo más que cualquier otro extrae su nobleza de ese nacimiento miserable. En ciertas situaciones responder "nada" a una pregunta sobre la naturaleza de sus pensamientos puede ser una finta en un hombre. Los amantes lo saben muy bien. Pero si esa respuesta es sincera, si traduce ese singular estado del alma en el cual el vacío se hace elocuente, en el que la cadena de los gestos cotidianos se rompe, en el cual el corazón busca en vano el eslabón que la reanuda, entonces es el primer signo de la absurdidad.
Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el "por qué" y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. "Comienza": esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida ma­quinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento. En sí misma la lasitud tiene algo de repugnante. Debo concluir que es buena, pues todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella. Estas observaciones no tienen nada de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple "inquietud" está en el origen de todo.
Asimismo, y durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir: "mañana", "más tarde", "cuando tengas una posición", "con los años comprenderás . Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo absurdo.
Un peldaño más abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante un segundo no lo comprendemos, porque durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a desear hasta lo que nos deja de pronto tan solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo.
También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta "náusea", como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo. El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el hermano familiar y, sin embargo, inquietante que volvemos a encontrar en nuestras propias fotografías, son también lo absurdo.
Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo patético. Sin embargo, nunca se asombrará demasiado ante el hecho de que todo el mundo viva como si nadie "lo supiese . Es que, en realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la experiencia de la muerte ajena. Es un sucedáneo, una opinión que nunca nos convence del todo. Este convencionalismo

melancólico no puede ser persuasivo. El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento. Si el tiempo nos espanta es porque da la demostración; la solución viene luego. Todos los grandes discursos sobre el alma van a recibir aquí, por lo menos durante un tiempo, la prueba del nueve de su contrario. De cuerpo inerte en el que ya no deja huella una bofetada, ha desaparecido el alma. Ese lado elemental y definitivo de la aventura constituye el contenido de la sensación absurda. Bajo la iluminación mortal de ese destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición.
Repito que todo esto ha sido dicho y redicho. Me limito aquí a hacer una clasificación rápida y a indicar estos temas evidentes. Circulan a través de todas las literaturas y todas las filosofías. La conversación cotidiana se nutre de ellos. No se trata de volver a inventarlos. Pero hay que asegurarse de estas evidencias para poder interrogarse luego sobre la cuestión primordial. Lo que me interesa, quiero repetirlo, no son tanto los descubrimientos absurdos como sus consecuencias. Si se está seguro de estos hechos, ¿qué hay que deducir de ellos, hasta dónde hay que ir para no estudiar nada? ¿Habrá que morir voluntariamente o esperar a pesar de todo? Antes es necesario realizar el mismo recuento rápido en el plano de la inteligencia.
La primera operación de la mente consiste en distinguir lo que es cierto de lo que es falso. Sin embargo, en cuanto el pensamiento reflexiona sobre sí mismo lo primero que descubre es una contradicción. A este respecto es inútil esforzarse por ser convincente. Desde hace siglos nadie ha dado de este asunto una demostración más clara y elegante que Aristóteles: "La consecuencia, con frecuencia ridiculizada, de estas opiniones es que se destruyen a sí mismas. Pues al afirmar que todo es cierto afirmamos la verdad de la afirmación opuesta y, por consiguiente, la falsedad de nuestra propia tesis (pues la afirmación opuesta no admite que ella pueda ser cierta). Y si se dice que todo es falso esta afirmación resulta también falsa. Si se declara que sólo es falsa la afirmación opuesta a la nuestra, o bien que sólo la nuestra es falsa, se está, no obstante, obligado a admitir un número infinito de juicios verdaderos o falsos. Pues quien emite una afirmación cierta declara al mismo tiempo que es cierta, y así sucesivamente hasta el infinito".
Este círculo vicioso no es sino el primero de una serie en la cual la mente que se inclina sobre sí misma se pierde en un remolino vertiginoso. La simplicidad misma de estas paradojas hace que sean irreductibles. Cualesquiera que sean los juegos de palabras y las acrobacias de la lógica, comprender es, ante todo, unificar. El deseo profundo del espíritu mismo en sus operaciones más evolucionadas se une al sentimiento inconsciente del hombre ante su universo: es exigencia de familiaridad, apetito de claridad. Para un hombre, comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello. El universo del gato no es el universo del oso hormiguero. La perogrullada "todo pensamiento es antropomórfico" no tiene otro sentido. Del mismo modo, el espíritu que trata de comprender la realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos de pensamiento. Si el hombre reconociese que también el universo puede amar y sufrir, se reconciliaría. Si el pensamiento descubriese en los espejos cambiantes de los fenómenos relaciones eternas que los pudiesen resumir a sí mismas en un principio único, se podría hablar de una dicha del espíritu de la que el mito de los bienaventurados no sería sino una imitación ridicula. Esta nostalgia de unidad, este apetito de absoluto ilustra el movimiento esencial del drama humano. Pero que esta nostalgia sea un hecho no implica que deba ser satisfecha inmediatamente. Pues si, salvando el abismo que separa el deseo de la conquista, afirmamos con Parménides la realidad del Uno (cualquiera que sea), caemos en la ridícula contradicción de un espíritu que afirma la unidad total y prueba con su afirmación misma su propia diferencia y la diversidad que pretendía resolver. Este otro círculo vicioso basta para ahogar nuestras esperanzas.
Se trata también de evidencias. Vuelvo a repetir que no son interesantes en sí mismas, sino por las consecuencias que se puede sacar de ellas. Conozco otra evidencia: la que me dice que el hombre es mortal. Pueden contarse, no obstante, las personas que han sacado de ellas las conclusiones extremas. En este ensayo hay que considerar como una perpetua referencia el desnivel constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos realmente, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada hace que vivamos con ideas que, si las pusiéramos a prueba verdaderamente, deberían trastornar toda nuestra vida. Ante esta contradicción inextricable del espíritu captaremos plenamente el divorcio que nos separa de nuestras propias creaciones. Mientras el espíritu calla en el mundo inmóvil de sus esperanzas, todo se refleja y se ordena en la unidad de su nostalgia. Pero apenas hace su primer movimiento, ese mundo se agrieta y se derrumba: una infinidad de trozos que lo reflejan se ofrecen al conocimiento. Hay que desesperar de que podamos reconstruir alguna vez la superficie familiar y tranquila que nos daría la paz del corazón. Después de tantos siglos de investigaciones y de tantas abdicaciones de los pensadores, sabemos que esto es cierto para todo nuestro conocimiento. Con excepción de los racionalistas declarados, todos desesperan actualmente del verdadero conocimiento. Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la de sus arrepentimientos sucesivos y fa de sus impotencias. ¿De quién y de qué puedo decir, en efecto: "¡Lo conozco!"? Puedo sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también que existe. Ahí termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos. Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se le han dado: esta educación, este origen, este ardor o estos si­lencios, esta grandeza o esta bajeza. Pero no se suman los rostros. Este mismo corazón mío me resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será colmado. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay verdades, pero no verdad. El "conócete a ti mismo" de Sócrates vale tanto como el "sé virtuoso" de nuestros confesonarios. Revelan una nostalgia al mismo tiempo que una ignorancia. Son juegos estériles sobre grandes temas. No son legítimos sino en la medida exacta en que son aproximativos.
He aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿ cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío. Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mi sed de saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta. En último término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se reduce al átomo y que el átomo mismo se reduce al electrón. Todo esto está bien y espero que continuéis. Pero me habláis de un invisible sistema planetario en el que los electrones gravitan alrededor de un núcleo. Me explicáis este mundo con una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré nunca. ¿Tengo tiempo para indignarme por ello? Ya habéis cambiado de teoría. Así, esta ciencia que debía enseñármelo todo termina en la hipótesis, esta lucidez naufraga en la metáfora, esta incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más. He vuelto a mi comienzo. Comprendo que si bien puedo, por medio de la ciencia, captar los fenómenos y enumerarlos, no puedo aprehender el mundo. Cuando haya seguido con el dedo todo su relieve no sabré más que ahora. Y vosotros me dais a elegir entre una descripción que es cierta, pero que no me enseña nada, y unas hipótesis que pretenden enseñarme, pero que no son ciertas. Extraño a mí mismo y a este mundo, armado únicamente con un pensamiento que se niega a sí mismo en cuanto afirma, ¿qué condición es ésta en la que no puedo conseguir la paz sino negándome a saber y a vivir, en la que el deseo de conquista choca con muchos que desafían sus asaltos? Querer es suscitar las paradojas. Todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales.
También la inteligencia me dice, por lo tanto, a su manera, que este mundo es absurdo. Es inútil que su contraria, la razón ciega, pretenda que todo está claro; yo esperaba pruebas y deseaba que tuviese razón. Mas a pesar de tantos siglos pre­suntuosos y por encima de tantos hombres elocuentes y persuasivos, sé que eso es falso. En este plano, por lo menos, no hay felicidad si no puedo saber. Esta razón universal, práctica o moral, este determinismo, estas categorías que explican todo son como para hacer reír al hombre honrado. Nada tienen que ver con el espíritu. Niegan su verdad profunda: que está encadenado. En este universo indescifrable y limitado adquiere en adelante un sentido el destino del hombre. Una multitud de elementos irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último. En su clarividencia recobrada y ahora concertada se aclara y se precisa el sentimiento de lo absurdo. Yo decía que el mundo es absurdo y me adelantaba demasiado. Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable. Pero lo que resulta absurdo es la confrontación de ese irracional y ese deseo desenfrenado de claridad cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es por el momento su único lazo. Une el uno al otro como sólo el odio puede unir a los seres. Eso es todo lo que puedo discernir claramente en este universo sin medida donde tiene lugar mi aventura. Detengámonos aquí. Si tengo por cierto este absurdo que rige mis relaciones con la vida, si me empapo de este sentimiento que me embarga ante los espectáculos del mundo, de esta clarividencia que me impone la búsqueda de una ciencia, debo sacrificar todo a estas certidumbres y debo mirarlas de frente para poder mantenerlas. Sobre todo, debo ajustar a ellas mi conducta y seguirlas en todas sus consecuencias. Hablo aquí de honradez, pero quiero saber antes si el pensamiento puede vivir en estos desiertos.
Sé ya que el pensamiento ha entrado por lo menos en esos desiertos. Ha encontrado en ellos su pan. Ha comprendido en ellos que hasta ahora se alimentaba con fantasmas. Ha dado pretexto a algunos de los temas más apremiantes de la reflexión humana.
Desde el momento en que se le reconoce, el absurdo se convierte en una pasión, en la más desgarradora de todas. Pero toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda que es la de quemar el corazón que al mismo tiempo exaltan. No es, sin embargo, la cuestión que vamos a plantear ahora. Está en el centro de esta experiencia y ya tendremos tiempo de volver a ella. Examinemos más bien los temas y los impulsos nacidos del desierto. Bastará con enumerarlos. A éstos también los conocen todos en la actualidad. Siempre ha habido hombres que han defendido los derechos de lo irracional. La tradición de lo que se puede llamar el pensamiento humillado nunca ha dejado de estar viva. Se ha hecho tantas veces la crítica del racionalismo que parece innecesario volver a hacerla. Sin embargo, nuestra época ve el renacimiento de esos sistemas paradójicos que se ingenian para hacer que tropiece la razón como si verdaderamente ésta hubiese andado siempre con paso seguro. Pero esto no es tanto una prueba de la eficacia de la razón como de la vivacidad de sus esperanzas. En el plano de la his­toria, esta constancia de dos actitudes ilustra la pasión esencial del hombre, desgarrado entre su tendencia hacia la unidad y la visión clara que puede tener de los muros que lo encierran.
Pero quizá nunca haya sido más vivo que en nuestro tiempo el ataque contra la razón. Desde el gran grito de Zaratustra: "'Por casualidad, es la nobleza más vieja del mundo. Yo se la he devuelto a todas las cosas cuando he dicho que por encima de ellas ninguna voluntad eterna quería"; desde la enfermedad mortal de Kierkegaard, "este mal que conduce a la muerte sin nada después de ella", se han sucedido los temas significativos y torturantes del pensamiento absurdo. O, por lo menos, y este matiz es capital, los del pensamiento irracional y religioso. De Jaspers a Heidegger, de Kierkegaard a Chestov, de los fenomenólogos a Scheler, en el plano lógico y en el plano moral, toda una familia de espíritus emparentados por su nostalgia, opuestos por sus métodos o sus fines, se han dedicado con afán a cerrar la vía real de la razón y a volver a encontrar los rectos caminos de la verdad. Doy por supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos. Cualesquiera que sean o que hayan sido sus ambiciones, todos han partido de este universo indecible en el que reinan la contradicción, la antinomia, la angustia o la impotencia. Y justamente los temas que hemos venido indicando es lo que tienen en común. También con respecto a ellos es necesario decir que lo que importa sobre todo son las conclusiones que hayan podido sacar de esos descubrimientos. Importa tanto que habrá que examinarlos por separado. Pero por el momento se trata solamente de sus descubrimientos y sus experiencias iniciales. Se trata únicamente de comprobar su concordancia. Si bien sería presuntuoso querer tratar de sus filosofías, es posible y suficiente, en todo caso, hacer sentir el clima que les es común.
Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta
existencia está humillada. La única realidad es la "inquietud" en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y en sus diversiones, esa inquietud es un temor breve y fugitivo. Pero si ese temor adquiere conciencia de sí mismo se convierte en la angustia, clima perpetuo del hombre lúcido "en el que vuelve a encontrarse la existencia". Este profesor de filosofía escribe sin temblar y en el lenguaje más abstracto del mundo que "el carácter finito y limitado de la existencia humana es más primordial que el hombre mismo". Se interesa por Kant, pero es para reconocer el carácter limitado de su "Razón pura". Es para llegar, al término de sus análisis, a la conclusión de que "el mundo no puede ya ofrecer nada al hombre angustiado". La verdad de esta inquietud le parece de tal modo más importante que todas las categorías del razonamiento, que no piensa más que en ella y no habla sino de ella. Enumera sus rostros: de fastidio cuando el hombre trivial trata de nivelarla en sí mismo y de aturdiría; de terror cuando el espíritu contempla la muerte. Tampoco él separa la conciencia de lo absurdo. La conciencia de la muerte es el llamamiento de la inquietud y la "existencia se dirige entonces un llamamiento a sí misma por medio de la conciencia". Es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a que "se recupere ella misma de su pérdida en el 'se' anónimo". También él opina que no hay que dormir y que es necesario velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y señala su carácter perecedero. Busca su camino en medio de estos escombros.
Jaspers desespera de toda ontología porque pretende que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventu­ras espirituales que nos ofrece la historia y descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de conocer, donde la nada parece la única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos.
Chestov, por su parte, a lo largo de una,obra de admirable monotonía, orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras exasperadas del espíritu nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo irremediable. Niega sus razones a la razón y no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras.
Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive. El hombre que escribe: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma. Don Juan del conocimiento,

multiplica los seudónimos y las contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario y, con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha con una realidad que lo supera. Y la aventura espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera.
En un plano muy distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado. Paradójicamente todo está privilegiado. Lo que justifica el pensamiento es su extremada conciencia. Aunque sea más positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos cuya riqueza tiene algo de inhumano. Estos caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen.
¡Cómo no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean.
Todas estas experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto

es lo que no hay que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.

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