lunes, julio 01, 2013

CANTO CUARTO DE LOS CANTOS DE MALDOROR por ISIDORE DUCASSE CONDE DE LAUTREAMONT


Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad sobre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror le inspira el hombre a sus propios semejantes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía... ¡no he podido encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira sal-dna de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropiado de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Unicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.
Pero si considero la conducta de aquel a quien la providencia concedió el trono en esta tierra, ¡ las tres aletas de mi dolor hacen oír un murmullo más intenso! Cuando durante la noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes terrestres y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Sin duda no tiene conciencia de ese largo viaje; no sucede lo mismo conmigo: acodado en la cabecera de mi cama, mientras los dentículos de un horizonte árido y lúgubre se elevan con vigor sobre el fondo de mi alma, me abstraigo en sueños de compasión y me avergüenzo por el hombre. Partido en dos por el cierzo, el marinero, después de haber hecho su guardia nocturna, se apresura a regresar a su hamaca: ¿por qué no se me ha ofrecido a mí este consuelo? La idea de que he caído voluntariamente tan bajo como mis semejantes, y de que tengo menos derecho que cualquier otro a lamentarse sobre la suerte que nos mantiene encadenados a la corteza endurecida de un planeta, y sobre la esencia de nuestra alma perversa, me penetra como un clavo de herradura. Se ha visto que explosiones de grisú han aniquilado familias enteras, pero sólo conocieron una corta agonía, porque la muerte es casi súbita, en medio de los escombros y de los gases deletéreos: yo... ¡ existo siempre como el basalto! Tanto al comienzo como a la mitad de la vida los ángeles se parecen a sí mismos; yo, en cambio, hace mucho tiempo que no me parezco! El hombre y yo, emparedados en los límites de nuestra inteligencia, como a menudo un lago en un cinturón de islas de coral, en lugar de unir nuestras fuerzas respectivas para defendernos del azar y del infortunio, nos separamos con el estremecimiento del odio, tomando dos caminos opuestos, como si nos hubiéramos recíprocamente herido con la punta de una daga. Se diría que uno comprende el desprecio que le inspira el otro; empujados por el móvil de una relativa dignidad, nos apresuramos a no inducir a error a nuestro adversario; cada uno permanece en su sitio y no ignora que la paz proclamada será imposible conservar. Bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno reconoce en el otro su propia degradación... ya que los dos somos enemigos mortales. Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el com-bate será hermoso: yo solo contra la humanidad. No me serviré de armas construidas con madera o hierro; rechazaré con el pie las capas de minerales extraídas de la tierra: la sonoridad poderosa y seráfica del arpa se convertirá bajo mis dedos en un talismán terrible. En más de una emboscada, el hombre, ese mono sublime, ha atravesado ya mi pecho con su lanza de pórfido, pero un soldado no muestra sus heridas, por muy gloriosas que sean. Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!
Dos pilares, que no era difícil y aún menos imposible tomar por baobabs, se distinguían en el valle, algo mayores que dos alfileres. En efecto, eran dos torres enormes. Y aunque dos baobabs, al primer golpe de vista, no se parecen a dos alfileres, ni incluso a dos torres, Sin embargo, empleando con
habilidad los hilos de la prudencia, se puede afirmar, sin temor a equivocarse (pues si esta afirmación estuviera acompañada de una mínima parcela de temor, ya no sería una afirmación; aunque un mismo nombre exprese esos dos fenómenos del alma que presentan caracteres bastante nítidos para que se les pueda confundir ligeramente), que un baobab no difiere tanto de un pilar como para que la comparación sea inconcebible entre esas formas arquitecturales... o geométricas... o una y otra... o ni una ni otra... o más bien formas elevadas y masivas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión de decir lo contrario, los epítetos propios para los sustantivos pilar y baobab: entiéndase bien que es con una alegría mezclada de orgullo como hago la observación a aquellos que, después de haber abierto sus párpados, han tomado la muy loable resolución de recorrer estas páginas, mientras la vela arde, si es de noche, o mientras brilla el sol, si es de día. Y aún más, incluso cuando una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos, arrojar a los abismos del caos, la juiciosa comparación que cada uno ciertamente ha podido saborear con impunidad, incluso entonces, y sobre todo entonces, no hay que perder de vista este axioma principal, los hábitos adquiridos por los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno que se desarrolla en una rápida florescencia, impondría al espíritu humano el irreparable estigma de la recidiva en el empleo criminal (criminal, colocándose momentáneamente y espontáneamente en el punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que muchos desprecian pero que otros muchos alaban. Si el lector encuentra esta frase demasiado larga, que acepte mis excusas, pero que no espere bajezas por mi parte. Puedo confesar mis faltas, pero no las agravaré con mi cobardía. Mis razonamientos chocan a veces contra los cascabeles de la locura y la apariencia seria de lo que en resumen sólo es grotesco (aunque, según ciertos filósofos, sea muy difícil distinguir al bufón del melancólico, ya que la vida misma es un drama cómico o una comedia dramática); sin embargo, a todo el mundo le está permitido matar moscas, e incluso rinocerontes, a fin de descansar de vez en cuando de un trabajo demasiado escabroso. Para matar moscas, he aquí la manera más expeditiva, aunque no sea la mejor: se les aplasta entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los escritores que han tratado este asunto a fondo, han calculado, con mucha verosimilitud, que es preferible, en muchos casos, cortarle la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de alfileres como de un asunto radicalmente frívolo, que observe, sin prejuicios, que los más grandes efectos han sido a menudo producidos por las causas más pequeñas. Y para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se ve que el laborioso fragmento de literatura que estoy por componer, desde el comienzo de esta estrofa, sería acaso menos gustado si tomara su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza, y, cuando al principio comparé los pilares a los alfileres con tanta precisión (la verdad, no creí que llegaría un día en que se me reprochara), me basé en las leyes de la óptica, las cuales establecen que mientras más alejado esté el rayo visual de un objeto, más diminuta es la imagen que se refleja en la retina.
De esta manera ocurre que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una agudeza lo que no es la mayor parte de las veces, en el pensamiento del autor, más que una verdad importante proclamada majestuosamente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de risa al ver un asno comiéndose un higo! No invento nada: los libros antiguos han contado, con los más amplios detalles, ese voluntario y vergonzoso despojo de la nobleza humana. Yo no sé reír. Jamás he podido reír, aunque algunas veces he intentado hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O más bien, creo que un sentimiento de repugnancia a esa monstruosidad forma una marca esencial de mi carácter. Pues bien, he sido testigo de algo más fuerte: ¡he visto a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me he reído; francamente, ninguna parte de mi boca se ha movido. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, naturaleza!», exclamaba yo sollozando, «¡el gavilán des-garra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia devora al hombre!» Sin tomar la resolución de ir más lejos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera de cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡ No es menos cierto que no he hablado de la des-trucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendiesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que la alabanza y la adulación son dos grandes obstáculos. Sin embargo, a fin de contentar en lo posible a mi conciencia, no puedo negarme a hacer notar que esta disertación sobre el rinoceronte me arrastraría fuera de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría, y, por otro lado,
desanimaría probablemente (tengamos incluso la audacia de decir ciertamente) a las generaciones presentes. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa mediana, debería haber mencionado rápidamente (¡y no lo he hecho!) esa omisión no premeditada que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el sabio en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comerse un higo o a un higo comerse a un asno (estas dos circunstancias no se presentan a menudo, a no ser en poesía), ¡estad seguros que después de haber reflexionado dos o tres minutos, para saber qué conducta adoptar, abandonará el sendero de la virtud y se pondrá a reír como un gallo! Además, no está completamente probado que los gallos abran expresamente el pico para imitar al hombre y hacer una mueca atormentada. ¡Llamo mueca en las aves a lo que lleva el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, menos por incapacidad que por orgullo. Enseñadles a leer y se sublevarán. ¡No es un loro quien se extasiaría así ante su debilidad, ignorante o imperdonable! ¡ Oh execrable envilecimiento!, ¡cómo se asemeja uno a la cabra cuando ríe! La serenidad de la frente ha desaparecido para hacer espacio a dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable?)... que... que se ponen a brillar como faros. A menudo, cuando se me ocurre anunciar, con solemnidad, las proposiciones más bufonescas... no encuentro que eso se convierta en un motivo perentoriamente suficiente como para ensanchar la boca. No puedo contener la risa, me responderéis, y acepto esa explicación absurda, en tanto sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si es todavía imposible, orinad, pues he advertido que un líquido cualquiera es aquí necesario para atenuar la sequía que lleva en sus flancos la risa, de rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mi, no me dejaré desconcertar por los ridículos cloqueos y los originales mugidos de quienes encuentran siempre algo que rechazar en un carácter que no se asemeja a ellos, porque es una de las innumerables modificaciones intelectuales que Dios, sin apartarse de un tipo primordial, creó para gobernar el armazón óseo. Hasta nuestros tiempos, la poesía hizo una falsa ruta; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ha desconocido los principios de su existencia, y ha sido no sin razón, constantemente encanecida por la gente honesta. No ha sido humilde... ¡la más bella cualidad que debe existir en un ser imperfecto! ¡Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis vicios! La risa, el mal, el orgullo la locura, aparecerán, alternativamente, con la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejemp1o a la estupefacción humana: cada uno se reconocerá, no tal como debería ser, sino tal como es. Y quizás esa sencilla idea, concebida por mi imaginación, sobrepase sin embargo todo lo que la poesía ha encontrado hasta ahora de más grandioso y sagrado. Pues si dejo a mis vicios transpirar en estas páginas, se creerá más en las virtudes que hago resplandecer, y cuya aureola colocaré a tanta altura que los más grandes genios del futuro me testimoniarán un sincero reconocimiento. Así, pues, la hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. El canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a si mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena: ¡mal-dito sea, por sus hijos y por mi mano descarnada, aquel que persiste en no comprender los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura!
Dos torres enormes se percibían en el valle, ya lo dije al principio. Multiplicándolas por dos, el producto era cuatro... pero yo no distinguía bien la necesidad de esa operación aritmética. Continué mi camino, con fiebre en el rostro, y exclamé sin cesar: «¡No... no... no distingo muy bien la necesidad de esa operación aritmética!» Había oído un rechinar de cadenas y unos gemidos dolorosos. ¡Que nadie, cuando pase por estos lugares, encuentre posible multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Algunos sospechan que amo a la humanidad como si yo fuera su propia madre y la hubiese llevado nueve meses en mis perfumadas entrañas; ¡por eso no volveré a pasar más por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando!
Una horca se levantaba sobre el suelo; a un metro de éste, estaba suspendido por los cabellos un hombre, con los brazos atados a la espalda. Sus piernas habían sido dejadas libres para acrecentar sus torturas y hacerle desear más no importa qué si era contrario a la atadura de los brazos. La piel de la frente estaba de tal forma tirante por el peso de la colgadura, que su rostro, condenado por la circunstancia a la ausencia de expresión natural, se asemejaba a la concreción pétrea de una estalactita. Desde hacía tres días sufría ese suplicio. Gritaba «¿Quién me desatará los brazos? ¿Quién me desatará los cabellos? Me disloco con movimientos que sólo hacen separar más de mi cabeza las raíces de los cabellos; ni la sed ni el hambre son las principales causas que me impiden dormir. Es imposible que mi existencia se prolongue más allá de los límites de una hora. ¡ Que alguien me abra la garganta con un guijarro acerado!» Cada palabra era precedida y seguida de intensos aullidos. Me lancé desde el matorral tras el cual estaba oculto y me dirigí hacia el bufón o trozo de tocino que se hallaba atado al madero. Pero he aquí que desde el lado opuesto llegaron bailando dos mujeres borrachas. Una sostenía un saco y dos látigos con cuerdas de plomo, y la otra, un barril lleno de brea y dos pinceles. Los cabellos grisáceos de la más vieja flotaban al viento, como los jirones de una vela desgarrada, y los tobillos de la otra crujían entre si como los coletazos de un atún en la toldilla de un barco. Sus ojos brillaban con una llama tan negra y tan fuerte, que al principio no creí que esas dos mujeres pertenecieran a mi especie. Se reían con un aplomo tan egoísta y sus rasgos inspiraban tanta repugnancia, que no dudé un solo instante de que me hallaba ante los ojos de los dos especimenes más horribles de la raza humana. Me escondí de nuevo tras el matorral, y me mantuve inmóvil, como el acantophorus serraticornis, que sólo muestra la cabeza fuera de su nido. Ellas se acercaban con la celeridad de la marea, y, aplicando la oreja contra el suelo, el sonido, claramente percibido, me traía la lírica conmoción de su marcha. Cuando las dos hembras de orangután llegaron bajo la horca, resoplaron durante unos segundos, y mostraron, por sus gestos absurdos, la cantidad verdaderamente notable de estupefacción que resultó de su experiencia, al apercibirse de que nada había cambiado en esos lugares: el desenlace de la muerte, conforme a sus deseos, no había sobrevenido. Ellas ni se dignaron en alzar la cabeza para saber si la mortadela estaba aún en el mismo lugar. Una dijo: «¿Es posible que todavía respires? Tienes la vida dura, querido esposo». Lo mismo que cuando dos chantres en una catedral entonan alternativamente los versículos de un salmo, la segunda respondió: «¿No quieres entonces morir, oh hijo amable? ¿Dime qué has hecho (seguramente a causa de algún maleficio) para ahuyentar a los buitres? ¡ En verdad tu osamenta se ha vuelto tan escuálida! El céfiro la balancea como un faról». Cada una de ellas cogió un pincel y untó de alquitrán el cuerpo del colgado... cada una de ellas cogió un látigo y levantó el brazo... Yo admiraba (era absolutamente imposible no hacer como yo) con qué enérgica exactitud las tiras de metal, en vez de resbalar por la superficie, como cuando se lucha con un negro y se hacen inútiles esfuerzos, propios de una pesadilla, para cogerlo por los cabellos, penetraban gracias al alquitrán hasta el interior de su carne, marcada por surcos tan hondos como el impedimento de los huesos podían razonablemente permitir. Evité la tentación de encontrar voluptuosidad en ese espectáculo excesivamente curioso, pero menos profundamente cómico de lo que era posible esperar. Y, sin embargo, a pesar de las buenas decisiones tomadas de antemano, ¿cómo no reconocer la fuerza de esas mujeres, los músculos de sus brazos? Su destreza, que consistía en golpear las partes más sensibles, como el rostro y el bajo vientre, no será mencionada por mi, a no ser que aspire a la ambición de narrar toda la verdad. A menos que, aplicando mis labios uno contra otro, sobre todo en dirección horizontal (nadie ignora que es la manera ordinaria de engendrar esta presión), prefiera guardar un silencio lleno de lágrimas y de misterios, cuya penosa manifestación sería impotente para esconder, no solamente tan bien sino mejor que mis palabras (pues no creo engañarme, aunque no sea en verdad conveniente negar en principio, so pena de faltar a las reglas más elementales de la habilidad, las posibilidades hipotéticas de error), los funestos resultados ocasionados por el furor que determinan los secos metacarpos y las robustas articulaciones: incluso cuando no se colocara en el punto de vista del observador imparcial y del moralista experimentado (es casi tan importante que yo sepa que no admito, al menos totalmente, esa restricción más o menos falaz), la duda, a este respecto, no tendría la fácultad de extender sus raíces, pues, por el momento, no la supongo entre las manos de una potencia sobre-
natural, y perecería seguramente, acaso no de forma repentina, por falta de una savia que colme las condiciones simultáneas de nutrición y de ausencia de materias venenosas. Ya se sabe, si no, no me leáis, que sólo pongo en escena la tímida personalidad de mi opinión: lejos de mí, sin embargo, el pensamiento de renunciar a derechos que son incontestables. En verdad, mi intención no es combatir esa afirmación, en donde brilla el criterio de la certeza, de que existe un medio más sencillo de entenderse; consistiría, lo traduzco con algunas palabras solamente, aunque valen más de mil, en no discutir: es mucho más difícil de poner en práctica de lo que pueda creer generalmente el común de los mortales. Discutir es la palabra gramatical, y muchas personas encontrarán que no habría que contradecir, sin un voluminoso dosier de pruebas, lo que acabo de sentar en el papel; pero la cosa difiere notablemente, si está permitido conceder que el instinto propio emplea una rara sagacidad al servicio de la circunspección, cuando formula juicios que parecerían de otro modo, estad persuadidos, de una osadía que roza las orillas de la fanfarronada. Para cerrar este pequeño incidente, que se ha despojado a si mismo de su ganga por una ligereza tan irremediablemente deplorable como fatalmente llena de interés (lo que cada uno no habrá dejado de verificar, a condición de que haya auscultado los recuerdos más recientes), es bueno, si posee facultades en equilibrio perfecto, o mejor, si la balanza del idiotismo no cede mucho en el platillo donde descansan los nobles y magníficos atributos de la razón, es decir, para ser más claros (pues hasta aquí he sido sólo conciso, lo que muchos no admitirán a causa de mi prolijidad, que es únicamente imaginaria, puesto que cumplen con su finalidad de perseguir, con el escalpelo del análisis, a las fugitivas apariciones de la verdad, hasta en sus últimas trincheras), si la inteligencia predomina suficientemente sobre los defectos bajo el peso de los cuales se han reprimido en parte la costumbre, la naturaleza y la educación, es bueno, repito por segunda y última vez, pues, a fuerza de repetir, se acabaría, lo que a menudo no es falso, por no extenderse más, regresar con la cola baja (si es verdad que tengo una cola) al asunto dramático cimentado en esa estrofa. Es útil beber un vaso de agua antes de emprender la con-tinuación de mi trabajo. Prefiero beber dos, en vez de ninguno. Así, en la caza de un negro cimarrón, a través de la selva, en un momento convenido, cada miembro de la banda cuelga su fusil en las lianas, y se reúnen en común, a la sombra de un macizo, para apagar la sed y calmar el hambre. Pero la parada sólo dura unos segundos, la persecusión se reanuda con encarnizamiento y el toque de caza no tarde en resonar. Y lo mismo que el oxígeno es reconocible por la propiedad que posee, sin orgullo, de avivar una cerilla que presenta algunos puntos de ignición, así se reconocerá el cumplimiento de mi deber en la prisa que muestro por volver a la cuestión. Cuando las mujeres se vieron en la imposibilidad de sostener el látigo, que el cansancio hacía caer de sus manos, pusieron juiciosamente fin al trabajo gimnástico que habían emprendido durante cerca de dos horas, y se retiraron con una alegría que no estaba desprovista de amenazas para el porvenir. Yo me dirigí hacia aquel que me pedía socorro con un ojo glacial (pues la pérdida de su sangre era tan grande que la debilidad le impedía hablar, y mi opinión era, aunque no soy médico, que la hemorragia se había declarado en el rostro y en el bajo vientre) y corté sus cabe-líos con unas tijeras, después de haber librado sus brazos. Me contó que su madre, una noche, le llamó a su habitación y le ordenó que se desnudara para pasar la noche con ella en la cama, y que, sin esperar ninguna respuesta, la maternidad se despojó de todos sus vestidos, combinando ante ellos gestos más impúdicos. Que entonces él se retiró y que, además, por sus negativas constantes, se había atraído la cólera de su mujer, que tenía la esperanza de una recompensa, si hubiera podido conseguir que su marido prestara su cuerpo para las pasiones de la vieja. Ellas resolvieron, conjurándose, colgarlo de una horca, preparada de antemano, en algún paraje no frecuentado, y dejarlo perecer insensiblemente, expuesto a todas las miserias y a todos los peligros. Después de numerosas y maduras reflexiones, llenas de dificultades casi insuperables, llegaron por fin a dirigir su elección hacia el refinado suplicio que sólo encontró su término en el socorro inesperado de mi intervención. Las más vivas señales de agradecimiento subrayaban cada gesto y no daban a sus confidencias el menor valor. Lo lleve a la choza más próxima, pues acababa de desmayarse, y no abandoné a los labradores hasta que les dejé mi bolsa para que cuidaran al herido, haciéndoles prometer que prodigarían al desgraciado, como a su propio hijo, las muestras de una simpatía perseverante. A mi vez, les conté el suceso y me acerqué a la puerta para regresar al camino, pero he aquí que tras haber andado un centenar de metros, volví
maquinalmente mis pasos, entré de nuevo en la choza, y dirigiéndome a sus ingenuos propietarios, exclamé: «¡No, no... no creáis que todo esto me sorprende¡» Luego, esta vez si, me alejé definitivamente; Pero la planta del pie no podía apoyarla de una manera segura: ¡otro ni siquiera lo habría advertido! El lobo ya no pasa bajo la horca que levantaron, un día de primavera, las manos coordinadas de una esposa y de una madre, como cuando él hacia tomar, en su imaginación encantada, el camino de una comida ilusoria. Cuando ve en el horizonte esa cabellera negra, balan-ceaba por el viento, no estimula su fuerza de inercia, y emprende la huida con una velocidad incomparable. ¿Es necesario ver, en ese fenómeno psicológico, una inteligencia superior al instinto ordinario de los mamíferos? Sin certificar nada e incluso sin prever nada, me parece que el animal ha comprendido lo que es el crimen. ¡Cómo no habría de comprenderlo, silos seres humanos mismos han rechazado, hasta un punto indescriptible, el imperio de la razón, para no dejar subsistir, en lugar de esa reina destronada, más que una venganza feroz!
Soy sucio. Los piojos me corroen. Los cerdos cuando me miran vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los nos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un estercolero, crece un enorme hongo, de pedúnculos umbelíferos. Sentado en un mueble deforme, no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo, y componen, hasta la altura de mi vientre, una especie de vegetación vivaz, llena de innobles parásitos, que no deriva aún de la planta, y tampoco es ya carne. Sin embargo mi corazón late. Pero ¿cómo latiría si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y, cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape uno y vaya a arañar con su boca el interior de vuestro oído: sería capaz de penetrar a continuación en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que les da caza perpetuamente para no morirse de hambre: es preciso que cada uno viva. Pero cuando una parte hace que fracase la astucia de la otra, al no encontrar nada mejor con que molestarse, chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora perversa ha devorado mi verga y ha ocupado su lugar: la infame me ha convertido en un eunuco. Oh, si hubiera podido de-fenderme con mis brazos paralíticos; aunque creo más bien que se han transformado en dos leños. Sea lo que sea, lo que importa es constatar que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rubor. Dos pequeños erizos, que no crecen más, arrojaron a un perro, que no lo rechazó, el interior de mis testículos: lavada cuidadosamente la epidermis, ellos se alojaron dentro. El ano ha sido obstruido por un cangrejo; animado por mi inercia, custodia la entrada con sus pinzas y me hace mucho daño. Dos medusas atravesaron los mares, súbitamente atraídas por una esperanza que no les ha defraudado. Examinaron con cuidado las dos partes carnosas que forman el trasero humano, y, asiéndose con fuerza a su contorno convexo, las han aplastado de tal forma por medio de una presión constante, que los dos trozos de carne han desaparecido, quedando dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, iguales en color, forma y ferocidad. ¡ De mi columna vértebral no habléis, pues es una espada! Sí, si... no le prestaba atención... vuestra demanda es justa. ¿Deseáis saber, no es cierto, cómo se encuentra implantada verticalmente entre mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo muy bien; sin embargo, si me decido a tomar por un recuerdo lo que acaso no es más que un sueño, sabed que el hombre, cuando supo que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta haber vencido al Creador, caminó detrás de mi, de puntillas, pero no tan suavemente como para que yo no lo oyese. Después no percibía nada durante un breve instante. El agudo estoque se hundió hasta la empeñadura entre las paletillas del toro de la fiesta, y su osamenta se estremeció lo mismo que un temblor de tierra. La hoja quedó adherida tan fuertemente al cuerpo que nadie, hasta ahora, ha podido extraería. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos han intentado sucesivamente los procedimientos más diversos. ¡ No sabían que el daño que hace el hombre no puede deshacerse! Les perdoné la profundidad de su innata ignorancia y les saludé con mis párpados. Viajero, cuando pases cerca de mí, no me dirijas, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: debilitarías mi audacia. Déjame avivar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete... que no te inspire ninguna piedad. El odio es más altivo de lo que crees; su conducta es inexplicable, como la aparente quebradura de un bastón sumergido en el agua. Tal como me ves, yo puedo hacer todavía excursiones hasta las
murallas del cielo, a la cabeza de una legión de asesinos, y regresar para adquirir esta postura y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de la venganza. Adiós, no te retendré por más tiempo, y, para instruirte y preservarte, reflexiona en la suerte fatal que me ha conducido a la rebeldía, cuando acaso yo había nacido siendo bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y, tomándolo de la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te extrañarás de verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recom-pensarás con una sonrisa. Pero, cuando él crea que no es observado, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado el que es descendiente de la raza humana, pero no te engañará más: tú sabrás en adelante lo que llegará a ser. Oh padre infortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el cadalso indeleble que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que conduce a la tumba.
En la pared de mi cuarto, ¿qué sombra dibuja, con una fuerza incomparable, la fantasmagórica proyección de su silueta encogida? Cuando coloco sobre mi corazón esta pregunta delirante y muda, menos por la majestad de la forma que por el cuadro de la realidad, la sobriedad del estilo se conduce de esa manera. Quienquiera que seas, defiéndete, pues voy a dirigir hacia ti la honda de una terrible acusación: esos ojos no te pertenecen... ¿dónde los has cogido? Un día vi pasar ante mi una mujer rubia; ella los tenía parecidos a los tuyos: tú se los has arrancado. Veo que quieres hacer creer en tu belleza, pero a nadie engañarás, y a mí menos que a nadie. Te lo digo para que no me tomes por ton-to. Toda una serie de aves de rapiña, aficionadas a la carne ajena y defensoras de la utilidad de la persecución, bellas como esqueletos que deshojan panoccos del Akansas, revolotean alrededor de tu frente, como servidores sumisos y aceptados. Pero ¿es una frente? No es difícil tener mucha vacilación en creerlo. Es tan estrecha, que resulta imposible verificar las pruebas, numéricamente exiguas, de su existencia equívoca. Si te digo esto no es para divertirme. Puede ser que no tengas frente, tú, que paseas por la pared, como el símbolo mal reflejado de una danza fantástica, el febril balanceo de tus vértebras lumbares. ¿Quién te ha arrancado el cuero cabelludo? Si fue un ser humano, porque lo encerraste durante veinte años en una prisión, de la que se ha escapado para preparar una venganza digna de sus represalias, hizo lo que debía, y lo aplaudo; solamente, hay un solamente, no fue bastante severo. Ahora te pareces a un piel roja prisionero, al menos (señalémoslo previamente) por la falta expresiva de cabellera. No es que no pueda brotar de nuevo, puesto que los fisiólogos han descubierto que incluso los cerebros extirpados reaparecen a la larga en los animales; pero mi pensamiento, deteniéndose en una sencilla constatación, que no está desprovista, según lo poco que percibo, de una enorme voluptuosidad, no llega, aún en sus consecuencias más osadas, hasta las fronteras de un voto por tu curación, y queda, por el contrario, resuelta por el uso de una neutralidad más que sospechosa, a contemplar (o al menos desear) como presagio de desgracias mayores, lo que no puede ser para ti más que una privación momentánea de la piel que recubre la parte superior de tu cabeza. Espero que me hayas comprendido. E incluso, si el azar te permitiese, por un milagro absurdo, pero que algunas veces es razonable, volver a encontrar esa preciosa piel que ha conservado la religiosa vigilancia de tu enemigo, como recuerdo embriagador de su victoria, es casi extremadamente posible que, aunque no se hubiera estudiado la ley de las probabilidades más que bajo el aspecto de las matemáticas (se sabe que la analogía transporta fácilmente la aplicación de esta ley a los demás dominios de la inteligencia), tu legítimo temor, aunque un poco exagerado, de un resfriado parcial o total, no rechazaría la ocasión importante y hasta única, que se presentaría de manera tan oportuna, si bien de forma brusca, de preservar las diversas partes de tu cerebro del contacto con la atmósfera, sobre todo durante el invierno, por medio de un peinado que, con todo derecho, te pertenece, puesto que es natural, y que te seria permitido además (sería incomprensible que lo negaras) conservar constantemente en la cabeza, sin correr los riesgos, siempre desagradables, de infringir las reglas más simples de una elemental conveniencia. ¿No es verdad que me escuchas con atención? Si me escuchas por más tiempo, no podrá desprenderse tu tristeza del interior de tus rojas narices. Pero como soy muy imparcial, y no te detesto tanto como debería (si me equivoco, dímelo), prestas, a pesar tuyo, oídos a mis discursos, como empujado por una fuerza superior. No soy tan malo como tú: he aquí por qué tu genio se indina ante el mío... En efecto, ¡no soy tan malo
como tú! Acabas de arrojar una mirada sobre la ciudad edificada en la falda de la montaña. Y ahora ¿qué veo?... ¡Tus habitantes están muertos! Tengo tanto orgullo como cualquier otro, y es un vicio más tenerlo acaso demasiado. Pues bien, escucha... escucha, si la confensión de un hombre que recuerda haber vivido medio siglo bajo la forma de un tiburón en las corrientes submarinas que bañan las costas de Africa, te interesa tan vivamente como para que le prestes tu atención, si no con amargura, por lo menos sin el error irreparable demostrar el asco que te inspiro. No arrojaré a tus pies la máscara de la virtud, para aparecer ante tus ojos tal como soy, pues nunca la he llevado (en todo caso esto es una excusa), y, desde los primeros momentos, si examinas mis rasgos atentamente, me reconocerás como un respetuoso discipulo en la perversidad, pero no como un temible rival. Puesto que no te disputo la palma del mal, no creo que ningún otro lo haga: antes tendría que igualarse a mí, lo que no es fácil... Escucha, a menos que no seas la débil condensación de una niebla (ocultas tu cuerpo en alguna parte y no puedo encontrarlo): una mañana vi a una niña que se inclinaba sobre un lago para coger un loto rosa, aseguraba sus pies con una experiencia precoz, se inclinaba sobre las aguas cuando sus ojos encontraron mi mirada (es verdad que por mi parte fue una premeditación). Inmediatamente vaciló, como el remolino que engendra la marea en torno a una roca, sus piernas cedieron, y, cosa maravillosa de ver, fenómeno que se cumplió con la misma veracidad con que hablo contigo, cayó al fondo del lago: extraña consecuencia, no cogió ninguna ninfácea más. ¿Qué hace ella ahí abajo? Nunca me he enterado. ¡Sin duda, su voluntad, enrolada bajo las banderas de la redención, libra encarnizados combates con la podredumbre! Respecto a ti, oh dueño mio, bajo tu mirada, los habitantes de las ciudades son súbitamente destruidos, como un túmulo de hormigas que aplasta el talón de un elefante. ¿No acabo de ser testigo de un ejemplo que lo demuestra? Mira... la montaña ya no éstá alegre... se qúeda sola como un anciano. Es verdad, las casas existen, pero no es una paradoja afirmar, en voz baja, que no podría decir otro tanto de aquellos que ya no existen en ellas. Las emanaciones de los cadáveres llegan hasta mí. ¿No las hueles? Contempla a esas aves de presa, que esperan que nos alejemos para empezar su gigantesco banquete; llegan en interminables nublados desde las cuatro esquinas del horizonte. ¡Ay!, ya habían llegado, puesto que había visto sus alas rapaces trazar, por encima de ti, el monumento de espirales, como incitándote a apresurar el crimen. ¿No recibe tu olfato el menor efluvio? No eres más que un impostor... Tus nervios olfativos al fin están trastornados por la percepción de los átomos aro-máticos: éstos ascienden desde la ciudad aniquilada, aunque no tenga necesidad de decírtelo... Quisiera besar tus pies, pero mis brazos sólo abrazan un vapor transparente. Busquemos ese cuerpo inencontrable, que sin embargo mis ojos perciben: merece, por mi parte, las mayores muestras de una admiración sincera. El fantasma se burla de mí: me ayuda a buscar su propio cuerpo. Si le hago señas para que se quede en su lugar, he aquí que me devuelve las mismas señas... El secreto está descubierto, pero, y lo digo con franqueza, no a mi entera satisfacción. Todo está explicado, lo mismo los grandes que los pequeños detalles, y muestran indiferencia en poner ante el espíritu, por ejemplo, el arrancamiento de los ojos de la mujer rubia: ¡es tan poca cosa!... ¿No recordaba yo que también había sufrido el arrancamiento de la cabellera, aunque sólo fue durante cinco años (el número exacto de años lo había olvidado), que encerré a un ser humano en una prisión, para ser testigo del espectáculo de sus sufrimientos, porque me había rechazado con justo título, una amistad que no se concede a seres como yo? Puesto que simulo ignorar que mi mirada puede causar la muerte, incluso a los planetas que giran en el espacio, no se equivocará aquel que pretenda que no poseo la facultad de recordar. Sólo me queda romper este espejo con ostentación, con la ayuda de una piedra... No es la primera vez que la pesadilla de la pérdida momentánea de la memoria establece su morada en mi imaginación, cuando, por las inflexibles leyes de la óptica, sucede que me encuentro situado frente al desconocimiento de mi propia imagen.
Me había dormido en el acantilado. Aquel que durante todo el día persiguió al avestruz a través del desierto, sin poderle alcanzar, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar los ojos. Si es él quien me lee, será capaz de adivinar, con exactitud, qué sueño hizo hincapié en mí. Pero cuando la tempestad empuja verticalmente un barco, con la palma de la mano, hasta el fondo del mar, y, sobre la balsa, no queda más que un hombre de toda la tripulación, agotado por la fatiga y las privaciones
de toda clase; si el oleaje lo bambolea, como un despojo, durante horas más prolongadas que la vida humana; y, si una fragata, que surca más tarde esos parajes de desolación con el casco partido, percibe al desgraciado que pasea por el océano su osamenta descarnada, y le presta un socorro que ha faltado poco para ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor aún a qué grado llegó el adormecimiento de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando se toman la pena, saben a veces engendrar semejantes catalepsias letárgicas. No tienen ningún parecido con la muerte: sería una gran mentira decirlo. Pero vayamos en seguida al sueño, a fin de que los impacientes, hambrientos de esta clase de lecturas, no se pongan a rugir, como un banco de cachalotes macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que había penetrado en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mi pelo en los pantanos más fangosos. ¿Era como una recompensa? ¡Objeto de mis deseos, ya no pertencia a la humanidad! En ese sentido hice la interpretación, y sentí una alegría mucho más que profunda. Sin embargo, yo buscaba diligentemente qué acto de virtud había realizado para merecer, por parte de la Providencia, este insigne favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel aplanamiento espantoso contra el vientre de granito, durante el cual la marea, sin que yo lo advirtiera, pasó dos veces sobre aquella mezcla irreductible de materia muerta y de carne viva, no carece tal vez de utilidad proclamar que esa degradación sólo fue, probablemente, un castigo que me impuso la justicia divina. Pero ¿quién conoce sus necesidades intimas o la causa de sus pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció nunca a mis ojos sino como el alto y magnánimo estruendo de una dicha perfecta, que esperaba desde hacia mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día eñ que era un cerdo! Probaba mis dientes en la corteza de los árboles y contemplaba a mi hocico con delicadeza. No quedaba ya en mí la más minima partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excelsa altura de esa inefable voluptuosidad. Escuchadme, pues, y no os avergonzéis, inagotables caricaturas de lo bello, que tomáis en serio el risible rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un extraño momento de excelente bufonería, que por cierto no alcanza a las grandes leyes generales de lo grotesco; se dio un día el mirífico placer de que un planeta sea habitado por seres singulares y microscópicos, a los que se llama humanos, y cuya materia es semejante a la del coral bermejo. En verdad tenéis razón para avergonzáos, hueso y grasa, pero escuchadme. No invoco a vuestra inteligencia, pues le haríais vomitar sangre por el horror que os testimonia: olvidadla, y sed consecuentes con vosotros mismos... Vamos, basta ya de apuros. Cuando quería matar, mataba, lo cual me sucedía a menudo, y nadie me lo impedía. Las leyes hu-manas me perseguían con su venganza, aunque yo atacase a la raza que había abandonado tan tranquilamente; pero mi conciencia no me hacía ningún reproche. Durante la jornada yo me batía con mis nuevos semejantes, y el suelo quedaba sembrado de numerosas capas de sangre coagulada. Yo era el más fuerte y conseguía todas las victorias. Heridas penetrantes cubrían mi cuerpo, aunque aparentaba no darme cuenta. Los animales terrestres se alejaban de mí, y me quedé solo en medio de mi resplandeciente grandeza. ¡Cuál no sería mi asombro, cuando, tras haber atravesado un río a na-do, para alejarme de las comarcas que mi cólera había despoblado, y alcanzar otros campos para implantar en ellos mis costumbres de asesinato y matanza, intenté caminar por esa florida ribera! Mis pies estaban paralizados; ningún movimiento llegaba a traicionar la verdad de esa inmovilidad forzada. En medio de esfuerzos sobrenaturales para continuar mi camino, me desperté, y sentí que volvía a ser hombre. La Providencia me hacia así comprender, de una manera que no es inexplicable, que ella no quería que, ni siquiera en sueños, mis proyectos sublimes se cumplieran. Regresar a mi forma primitiva supuso para mí un dolor tan grande que por las noches lloro todavía. Mis sábanas están constantemente mojadas, como si las hubiera metido en agua, y todos los días necesito cambiarlas. Si no lo creéis, venid a verme, y controlaréis, con vuestra propia experiencia, no la verosimilitud, sino, además, la verdad misma de mi aserción. ¡Cuántas veces, después de aquella noche pasada al raso en un acantilado, me he mezclado con piaras de cerdos para recobrar, como un derecho, mi metamorfosis destruida! Ya es hora de abandonar esos gloriosos recuerdos que sólo dejan tras sí la pálida vía láctea de los eternos lamentos.
No es imposible ser testigo de una desviación anormal en el funcionamiento latente o visible de las
leyes de la naturaleza. Efectivamente, si cada uno se tomara la ingeniosa molestia de interrogar a las diversas fases de su existencia (sin olvidar una sola, pues esa podría ser acaso la que estaba destinada a suministrar la prueba de lo que adelanto), recordaría, sin cierta extrañeza, que en otras circunstancias, sería cómico que, un día concreto, por hablar en primer lugar de cosas objetivas, fue testigo de algún fenómeno que parecía sobrepasar, y sobrepasaba positivamente, las conocidas nociones suministradas por la observación y la experiencia, como por ejemplo la lluvia de sapos, espectáculo mágico que no debió ser al principio comprendido por los sabios. Y que otro día concreto, por hablar en segundo y último lugar de las cosas subjetivas, su alma presentó a la mirada investigadora de la sicología, no voy a decir una aberración de la razón (que, sin embargo, no. sería menos curioso, sino al contrario, lo sería mucho más), pero al menos, por no ser considerado difícil ante ciertas personas frías, que no me perdonarían nunca las lucubraciones flagrantes de mi exageración, un estado inhabitual, bastante a menudo muy grave, que indica que el límite concedido por el buen sentido a la imaginación es a veces, a pesar del pacto efímero convenido entre esas dos potencias, desgraciadamente sobrepasado por la presión enérgica de la voluntad, pero también, la mayor parte del tiempo, por la ausencia de su colaboración efectiva: citemos en su apoyo algunos ejemplos, cuya oportunidad no es difícil apreciar, si en todo caso se toma por compañera una atenta moderación. Presento dos: los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo. Advierto al que me lee que tenga cuidado con no formarse una idea vaga, y, con mayor razón, falsa, de las bellezas literarias que deshoje en el desarrollo excesivamente rápido de mis frases. ¡Ay! quisiera exponer mis razonamientos y mis comparaciones lentamente y con mucha magnificencia (pero ¿quién dispone de tanto tiempo?), para que todos comprendiesen mejor, si no mi espanto, por lo menos mi estupefacción, cuando, una tarde de verano, como el sol parecía descender por el horizonte, vi nadar en el mar, con anchas patas de ánade en vez de extremidades, brazos y piernas, y portador de una aleta dorsal, proporcionalmente tan larga y tan afilada como la de los delfines, a un ser humano, de músculos vigorosos, al que numerosos bancos de peces (vi, en ese cortejo, entre otros habitantes de las aguas, el torpedo, el anarnak groenlandés y la horrible escorpena) seguían con muestras muy ostensibles de la mayor admiración. Algunas veces se sumergía, y su cuerpo viscoso reaparecía casi de inmediato a doscientos metros de distancia. Las marsopas, que no han robado, según mi opinión, su reputación de buenas nadadoras, apenas podían seguir de lejos a ese anfibio de nueva especie. Yo no creo que el lector tenga ocasión de arrepentirse si presta a mi narración, no el nocivo obstáculo de una credulidad estúpida, sino el supremo favor de una confianza profunda, que discuta legalmente, con secreta simpatía, los misterios poéticos, demasiado poco numerosos, según su propia opinión, que me encargo de revelarle, cada vez que se presenta la oportunidad, como la que hoy inopidamente se ha presentado, íntimamente impregnada por los tonificantes olores de las plantas acuáticas, que la brisa refrescante transporta a esta estrofa, que encierra a un monstruo que se ha apropiado de los signos distintivos de la familia de las palmípedas. ¿Quién habla aquí de apropiación? Sépase bien que el hombre, por su naturaleza múltiple y compleja, no desconoce los medios de ensanchar aún más las fronteras: vive en el agua como el hipocampo, en las capas superiores del aire como el quebrantahuesos, y bajo la tierra como el topo, la cochinilla y la humilde lombriz. Tal es en su forma, más o menos concisa (mejor más que menos), el exacto criterio del consuelo extremadamente fortificante que me esforzaba a hacer surgir dé mi espíritu, cuando pensé que el ser humano que percibía a una gran distancia nadar con sus cuatro miembros en la superficie de las olas, como jamás lo hizo el más soberbio cormorán, no había acaso adquirido el nuevo cambio de las extremidades, de sus brazos y de sus piernas, sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido. No era necesario que me atormentase la cabeza para fabricar de antemano las melancólicas pildoras de la piedad, pues no sabia que ese hombre, cuyos brazos golpeaban alternativamente la onda amarga, mientras sus piernas, con una fuerza semejante a la que poseen las retorcidas defensas del narval, engendraban el retroceso de las capas acuáticas, no se había apropiado voluntariamente de esas ex-traordinarias formas, y tampoco le habían sido impuestas como suplicio. Según lo que supe más tarde, he aquí la simple verdad: la prolongación de la existencia, en ese fluido elemento, había insensiblemente aportado al ser humano, exilado él mismo de los continentes pedregrosos, los cambios importantes, aunque no esenciales, que había observado en un objeto, que una mirada
medianamente confusa me había hecho tomar en los momentos primordiales de su aparición (por una incalificable ligereza cuyos desvaríos engendran ese sentimiento tan penoso que fácilmente comprenderán los psicólogos y los amantes de la prudencia) por un pez de forma extraña, aún no descrito en las clasificaciones de los naturalistas, pero acaso descrito en sus obras póstumas, aunque no tenga la excusable pretensión de inclinarme hacia esta última suposición, imaginada en condiciones demasiado hipotéticas. En efecto, ese anfibio (puesto que era anfibio, sin que se pueda afirmar lo contrario) sólo era visible para mí, abstracción hecha de los peces y de los cetáceos, pues percibí que algunos campesinos que se habían detenido a contemplar mi rostro, turbado por ese fenómeno natural, y que inútilmente intentaban explicarse por qué mis ojos estaban constantemente fijos, con una perseverancia que parecía invencible, y que en realidad no lo era, en un lugar del mar donde ellos no distinguían más que una cantidad apreciable y limitada de bancos de peces de todas las especies, distendían la abertura de sus grandes bocas, casi tanto como las de las ballenas. «Eso les hacia sonreír, pero no, como a mi, palidecer», decían ellos en su pintoresco lenguaje, «y no eran tan bestias como para no darse cuenta de que yo precisamente no miraba las evoluciones campestres de los peces, sino que mi vista alcanzaba mucho más lejos». De tal manera que, en lo que a mí concierne, girando maquinalmente los ojos hacia el lado de la notable envergadura de esas potentes bocas, me decía a mi mismo que, a menos que se encontrara en la totalidad del universo un pelicano grande como una montaña o por lo menos como un promotorio (admirad, os lo ruego, la finura de la restricción que no pierde una pulgada de terreno), ningún pico de ave de presa o quijada dé animal salvaje sería nunca capaz de superar, ni siquiera igualar, cada uno de esos cráteres abiertos, pero de-masiado lúgubres. Y, sin embargo, aunque reserve una buena parte al simpático empleo de la atmósfera (esta figura retórica presta muchos más servicios a las aspiraciones humanas hacia el infinito de lo que ordinariamente puedan figurarse aquellos que están imbuidos de prejuicios o de ideas falsas, lo que es una misma cosa), no es menos cierto que la boca risible de esos campesinos resultaba bastante grande como para tragarse tres cachalotes. Achiquemos más nuestro pensamiento, seamos serios, y conformémonos con tres pequeños elefantes que apenas acaban de nacer. De una sola brazada, el anfibio dejaba atrás un kilómetro de estela espumosa. Durante el cortísimo momento en que el brazo extendido hacia adelante quedaba suspendido en el aire, antes de hundirse de nuevo, con sus dedos separados y unidos por un repliegue de la piel en forma de membrana, parecía lanzarse hacia las alturas del espacio y coger las estrellas. De pie en la roca, me serví de mis manos de bocina y grité, mientras los cangrejos de mar y de río huían hacia la oscuridad de las grietas más profundas: «Oh tú, cuya natación aventaja al vuelo de las largas alas de la fragata, si comprendes todavía la significación de los grandes clamores que, como fiel interpretación de su pensamiento íntimo, lanza con fuerza la humanidad, dignate detenerte un instante en tu veloz marcha y cuéntame sumariamente las fases de tu verídica historia. Pero te advierto de que no tienes necesidad de dirigirme la palabra, si tu audaz deseo es hacer que nazca en mí la amistad y la veneración que sentí por ti desde que te vi por primera vez cumpliendo, con la gracia y la fuerza del tiburón, tu peregrinación indómita y rectilínea». Un suspiro, que me heló los huesos e hizo tambalear la roca sobre la cual descansaba la planta de mis pies (a menos que fuese yo mismo quien me tambaleara por la ruda penetración de las ondas sonoras que llevaban a mi oído semejante grito de desesperación), se oyó hasta en las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con el ruido de una avalancha. El anfibio no se atrevió a avanzar demasiado hacia la orilla, pero cuando estuvo seguro de que su voz llegaba bastante clara hasta mis timpanos, redujo el movimiento de sus miembros palmeados, de forma que pudiera sostener su busto, cubierto de algas, por encima de las olas mugientes. Le vi inclinar su frente, como para invocar, por una orden solemne, la jauría errante de los recuerdos. No me atrevía a interrumpirle en esa ocupación santamente arqueológica: sumergido en el pasado, se asemejaba a un escollo. Tomó al fin la palabra en estos términos: «La escolopendra no carece de enemigos, y la fan-tástica belleza de sus innumerables patas, en vez de atraer la simpatía de los animales, no es quizás para ellos más que el poderoso estímulo de una celosa exasperación. Y no me asombraría saber que ese insecto es el blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi nacimiento, que no importa para mi relato, pues la vergüenza que recae sobre mi familia sólo me importa a mí. Mi padre y mi madre (¡qué Dios les perdone!), después de un año de espera, vieron que el cielo atendió sus
súplicas: dos gemelos, mi hermano y yo, vieron la luz. Razón de más para amarse. Pero no fue de la manera que digo. Porque como yo era el más bello y el más inteligente de los dos, mi hermano me tomó odio y no se molestó en ocultar sus sentimientos: por eso, mi padre y mi madre hicieron recaer sobre mi la mayor parte de su amor, mientras que, por mi amistad sincera y constante, me forzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho a rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces, mi hermano no puso límites a su furor, y me mató, en el corazón de nuestros comunes padres, por medio de las calumnias más inverosímiles. Viví durante quince años en un calabozo, con larvas y agua fangosa por todo alimento. No te contaré con detalles los inauditos tormentos que sufrí en ese largo secuestro injusto. Algunas veces, en un momento de la jornada, uno de los tres verdugos, según su turno, entraba bruscamente, cargado de pinzas, de tenazas y de diversos instrumentos de suplicio. Los gritos que me arrancaban las torturas les dejaban inmutables, y la pérdida abundante de mi sangre les hacía sonreír. ¡Oh hermano mio, tú, causa primera de todos mis males, ya te he perdonado! ¡Es posible que una ciega rabia no pueda al fin abrirle sus ojos! Mucho he reflexionado en mi prisión eterna. Adivina en qué se convirtió mi odio contra toda la humanidad. La progresiva caquexia y la soledad del cuerpo y del alma no me llevaron a perder toda la razón, hasta el punto de sentir resentimiento contra aquellos a quienes no había dejado de amar: triple argolla de quien era esclavo. ¡Conseguí, por medio de la astucia, recobrar mi libertad! Asqueado de los habitantes del continente, que, aunque se llamasen mis semejantes, no parecía asemejarse a mí en nada hasta el momento (si ellos me consideraban su semejante, ¿por qué me hacían daño?), dirigí mis pasos hacia los guijarros de la playa, con la firme resolución de darme la muerte, si el mar llegaba a ofrecerme las anteriores reminiscencias de una existencia fatalmente vivida. ¿Creerás a tus propios ojos? Desde el día que huí de la casa paterna, no me lamento tanto como crees de habitar el mar y sus grutas de cristal. La Providencia, como ves, me ha concedido, en parte, un organismo de cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me procuran el alimento que necesito, como si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, en caso de que te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen». Sucedió como él predijo. Reanudó su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y, aunque al cabo de algunos segundos hubo desaparecido completamente de mi vista, con un anteojo pude todavía distinguirlo en los últimos límites del hori-zonte. Nadaba con una mano y con la otra se enjuagaba los ojos, que estaban inyectados de sangre por la violencia de haberse aproximado a la tierra firme. Había obrado así para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra el escarpe cortado a pico; rebotó de roca en roca y sus fragmentos dispersos fueron recibidos por las olas: tales fueron la última demostración y el supremo adiós, con los que me incliné, como en un sueño, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin embargo, fue real todo lo que pasó durante esa tarde de verano.
Todas las noches, sumergiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, evocaba el recuerdo de Falmer... todas las noches. Sus cabellos rubios, su rostro oval, sus rasgos majestuosos estaban aún impresos en mi imaginación... indestructiblemente... sobre todo sus cabellos rubios. Alejad, alejad por tanto esa cabeza sin cabellera, lisa como el caparazón de la tortuga. El tenía catorce años, y yo sólo tenía un año más. Que se calle esa lúgubre voz. ¿Por qué viene a denun-ciarme? Pero soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, compruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo quien habla. Y soy yo mismo quien está relatando una historia de mi propia juventud y sintiendo el remordimiento penetrar en mi corazón... soy yo mismo, a menos que me engañe... soy yo mismo quien habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es ése al que hago alusión? Es un amigo que tenía en los tiempos pasados, creo. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama... No quiero deletrear de nuevo esas seis letras, no, no. Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién lo sabe? Repitámoslo, sin embargo, pero con un penoso murmullo: yo sólo tenía un año más. Aún entonces, la preeminencia de mi fuerza física era más un motivo para sostener, a través del rudo sendero de la vida, a aquel que se había entregado a mi, que para maltratar a un ser visiblemente más débil. Pues, en efecto, creo que era más débil... Incluso entonces. Es un amigo que tuve en los tiempos pasados, creo. La preeminencia de mi fuerza física... cada noche... Sobre todo sus cabellos rubios. Existe más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la enfermedad, el dolor (los tres juntos o separados), explican ese fenómeno nega-
tivo de una manera satisfactoria. Tal es, al menos, la respuesta que me daría un sabio, si le preguntara sobre el asunto. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy un sabio) que un día, porque había detenido mi mano en el momento en que levantaba mi puñal para clavarlo en el seno de una mujer, lo cogí por los cabellos con brazo de hierro y lo hice girar en el aíre con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo, lanzado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de un roble... No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy un sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día realicé un acto infame, mientras su cuerpo era lanzado por la fuerza centrífuga. Tenía catorce años. Cuando, en un acceso de alienación mental, corro a través de los campos, llevando, comprimido contra mi corazón, una cosa sangrante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chiquillos que me persiguen... los chiquillos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: «Esa es la cabellera de Falmer». Alejad, alejad esa cabeza cal-va, lisa como el caparazón de la tortuga... Una cosa sangrante. Pero soy yo quien habla. Su rostro oval, sus rasgos majestuosos. Pues, en efecto, creo que era más débil. Las viejas y los chiquillos. Pues, en efecto, creo... ¿qué quería decir?... pues, en efecto, creo que era más débil. Con brazo de hierro. Ese choque, ese choque, ¿lo mató? ¿Sus huesos se destrozaron contra el árbol... irremediablemente? ¿Lo mató ese choque engendrado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aunque sus huesos se hayan destrozado irremediablemente... irremediablemente? Ese choque, ¿lo mató? Temo saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto... Sobre todos sus cabellos rubios. En efecto, huí lejos con una conciencia desde entonces implacable. Tenía catorce anos. Con una conciencia desde entonces implacable. Todas las noches. Cuando un muchacho, que aspira a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre la mesa de trabajo, a la hora silenciosa de la media noche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todos los lados su cabeza, agobiada por la meditación y los polvorientos manuscritos; pero nada, ningún indicio sorprendido le revela la causa de lo que oye tan débilmente, aun que sin embargo lo oye. Percibe, al final, que el humo de su vela, emprendiendo su vuelo hacia el techo, ocasiona, a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijado en la pared. En un quinto piso. Lo mismo que un muchacho, que aspira a la gloria, oye un murmullo que no sabe a qué atribuir, lo mismo yo oigo una voz melodiosa que pronuncia en mi oído: «¡ Maldoror!» Pero antes de poner fin a su desprecio, creía oír las alas de un mosquito... inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño. ¿Qué importa que esté acostado en mi lecho de satén? Con sangre fría, hago la perspicaz observación de que tengo los ojos abiertos, aunque sea la hora de los dominós rosa y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!... ¡oh! no, ¡jamás!... ¡una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando, con tan dolorosa elegancia, las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito... ¡Qué benevolente es su voz! ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de un roble... «¡ Maldoror!»

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