Cuanto más
consideramos la última exhortación del Buda: «La muerte es inherente a todas
las cosas compuestas. Trabajad sin tregua en vuestra salvación», más nos turba
la imposibilidad en que estamos de sentirnos agregado, encuentro
transitorio, si no fortuito, de elementos. Nos concebimos fácilmente tales en
lo abstracto; en lo inmediato, nos rehusamos físicamente, como si se tratase de
una evidencia inasimilable. En tanto que no hayamos triunfado sobre esa
repugnancia orgánica, continuaremos sufriendo ese azote con base de
embrujamiento que es el apetito de existir.
Que se desenmascare
a las cosas, que se las estigmatice con el nombre de apariencias, eso nada
cuenta, pues admitimos oficiosamente que ocultan el ser. Nos aferramos a lo que
sea, con tal de no tener que arrancarnos de esta fascinación de la que proceden
nuestros actos y nuestra misma naturaleza, de este deslumbramiento primordial
que nos impide discernir en todo la no realidad.
Soy un «ser» por
metáfora; si fuese uno de hecho, seguiría siéndolo para siempre, y la muerte,
desprovista de significado, no tendría ningún imperio sobre mí. «Trabajad sin
descanso en vuestra salvación», es decir, no olvidéis que sois un
ensamblamiento fugitivo, un compuesto cuyos ingredientes no esperan más que
disgregarse. La salvación, efectivamente, no tiene sentido más que si somos
provisionales hasta la irrisión; si hubiera en nosotros el menor principio de
duración, estaríamos salvados o perdidos desde siempre: no más búsqueda, no más
horizonte. Si la liberación importa, nuestra irrealidad es una verdadera
chiripa.
Deberíamos
destituir al ser de todos sus atributos, obrar de tal modo que ya no fuese un
apoyo, el lugar de todos nuestros apegos, el eterno callejón sin salida
tranquilizador, un prejuicio, el más enraizado de todos, aquel al que nos han
acostumbrado más. Somos cómplices del ser, o de lo que nos parece tal, pues no
hay ser, no hay más que un ersatz de ser. Y aunque lo hubiera verdadero,
aún haría falta desprenderse de él y extirparlo, en vista de que todo lo que es
se convierte en servidumbre y traba. Prestemos a los otros un estatuto de
sombras; nos separaremos de ellos tanto más fácilmente. Si somos lo bastante
insensatos para creer que existen, nos exponemos a incontables
sinsabores. Tengamos la prudencia de reconocer que todo lo que nos sucede, todo
acaecimiento, como todo lazo, es inesencial y que, si hay un saber, lo que debe
revelarnos es la ventaja de desenvolvernos entre fantasmas.
También el
pensamiento es prejuicio y traba. No libera más que al comienzo, cuando nos
permite romper ciertos apegos; después, sólo es capaz de absorber nuestra
energía y de paralizar nuestras veleidades de liberación. Lo de que no puede
ayudarnos de ninguna manera queda bastante probado por la dicha que se siente
cuando se le suspende. Igual que el deseo, con el que se emparienta, se nutre de
su propia sustancia, le gusta manifestarse, multiplicarse; en último extremo,
puede tender hacia la verdad, pero lo que le define es el ajetreo: pensamos por
gusto del pensamiento, lo mismo que deseamos por gusto del deseo. En uno y otro
caso, una fiebre en medio de ficciones, un exceso de trabajo en el interior del
no saber. El que sabe está de vuelta de todas las fábulas que engendran
el deseo y el pensamiento, se sale de lo corriente, no consiente ya el engaño.
Pensar participa de la inagotable ilusión que prohija y se devora, ávida de
perpetuarse y de destruirse, pensar es competir con el delirio. En tanta
fiebre, lo único sensato son las pausas en que respiramos, los momentos
de parada en que damos cuenta de nuestro jadeo: la experiencia del vacío ‑que
se confunde con la totalidad de esas pausas, de esos intervalos del delirio‑
implica la supresión momentánea del deseo, pues es el deseo el que nos sumerge
en el no saber, nos hace divagar, y nos empuja a proyectar el ser por todas
partes a nuestro alrededor.
El vacío nos
permite demoler la idea de ser; pero él mismo no se ve arrastrado por este
derrumbe; sobrevive a un ataque que sería autodestructor para cualquier otra
idea. Cierto es que no es una idea, sino lo que nos ayuda a deshacernos de toda
idea. Cada idea representa una traba más; hay que desembarazar al espíritu de
ellas, como nos es preciso desembarazarlo de toda creencia, obstáculo para el
desistimiento. No lo lograremos más que elevándonos por encima de las
operaciones del pensamiento: mientras siga ejerciéndose, mientras haga
estragos, nos impide desextricar las profundidades del vacío, perceptibles
solamente cuando disminuye la fiebre del espíritu y del deseo.
Puesto que todas
nuestras creencias son intrínsecamente superficiales y no tienen alcance más
que sobre apariencias, de aquí se sigue que unas y otras están al mismo nivel,
en el mismo grado de irrealidad. Estamos constituidos para vivir con ellas,
estamos obligados a ello: forman los elementos de nuestra maldición ordinaria,
cotidiana. Por eso, cuando sucede que las ponemos a la luz y las barremos,
entramos en lo inaudito, en una dilatación al lado de la cual todo parece
pálido, episódico, incluso esta maldición. Nuestras fronteras retroceden, si es
que las tenemos aún. El vacío ‑yo sin yo‑ es la liquidación de la aventura del
«yo», es el ser sin ninguna huella de ser, un hundimiento dichoso, un desastre
incomparable.
(El peligro es
convertir el vacío en sustituto del ser y apartarlo así de su función esencial,
que es entorpecer el mecanismo del apego. Pero si él mismo llega a ser objeto
de apego, ¿no habría valido más limitarse al ser y al cortejo de ilusiones que
le sigue? Para vencer nuestros apegos, debemos aprender a no adherirnos a nada,
sino a la nada de la libertad.)
El ideal sería
perder sin sufrir por ello el gusto por los seres y las cosas. Cada día
nos haría falta honrar a alguien, criatura u objeto, renunciando a él.
Llegaríamos así, tras recorrer las apariencias y despedirlas una tras otra, al
perpetuo desistimiento, al secreto mismo de la alegría. Todo lo que nos
apropiamos, los conocimientos aún más que las adquisiciones materiales, no hace
más que alimentar nuestra ansiedad; ¡a cambio, qué quietud, qué resplandor
cuando se apacigua está búsqueda desenfrenada de bienes, incluso
espirituales! Ya es grave decir «yo», más grave aún decir «mío», pues eso
supone un suplemento de desplome, un refuerzo de nuestro enfeudamiento al
mundo. Es un consuelo la idea de que no se posee nada, de que no se es nada; el
consuelo supremo reside en la victoria sobre esa misma idea.
Tanto se adhiere
al ser la ansiedad, que le es preciso arrancarse de él si quiere ser vencida.
¿Que aspira a reposarse en Dios? No lo logra más que en la medida en que El es
superior al ser o, por lo menos, contiene una zona en que el ser se adelgaza,
se rarifica: es ahí donde, no teniendo ya a qué agarrarse, la ansiedad se
libera y se aproxima a esos confines en los que Dios, liquidando sus últimos
restos de ser, se deja tentar por el vacío.
El sabio, es algo
que el Oriente ha sabido siempre, se rehúsa a hacer planes, no proyecta
nunca. Tú serías, pues, una especie de sabio. En verdad, algunos proyectos sí
que haces, pero te repugna ejecutarlos. Cuanto más meditas uno, más, cuando lo
abandonas, experimentas un bienestar que puede alzarse hasta el éxtasis.
Todo el mundo
vive en y del proyecto, consecuencia del no saber: obnubilación metafísica que
alcanza las dimensiones de la especie. Para el que no está obnubilado, el
futuro y, con mayor razón aún, todo acto que se inserte en él, no es más que
engaño, espejismo generador de asco y de espanto.
Lo que importa no
es producir, sino comprender. Y comprender significa discernir el grado de
despertar al que un ser ha llegado, su capacidad de percibir la suma de irrealidad
que entra en cada fenómeno.
Atengámonos a lo
concreto y a lo vacío, proscribamos todo lo que se sitúa entre los dos:
«cultura», «civilización», «progreso», rumiemos la mejor fórmula que se ha
encontrado en este mundo: el trabajo manual en un convento... No hay verdad más
que en el derroche físico y en la contemplación; el resto es accidental,
inútil, malsano. La salud consiste en el ejercicio y en la vacuidad, en los
músculos y en la meditación; en ningún caso en el pensamiento. Meditar es
absorberse en una idea y perderse en ella, en tanto que pensar es saltar de una
idea a otra, complacerse en la cantidad, almacenar naderías, perseguir concepto
tras concepto, meta tras meta. Meditar y pensar son dos actividades
divergentes, léase incompatibles.
¿Limitarse al
vacío no es igualmente una forma de búsqueda? Sin duda, pero es buscar la
ausencia de búsqueda, aspirar a una meta que aparte de golpe todas las otras.
Vivimos en la inquietud porque ninguna meta sabría satisfacernos, porque sobre
todos nuestros deseos y, con mayor razón, sobre el ser en tanto que ser, planea
una fatalidad que afecta forzosamente a esos accidentes que son los individuos.
Nada de lo que se actualiza escapa a la decadencia. El vacío ‑salto fuera de
esa fatalidad‑ es, como todo producto del quietismo, de esencia antitrágica.
Gracias a él deberíamos aprender a encontrarnos, remontándonos hacia nuestros
orígenes, hacia nuestra eterna virtualidad. ¿Acaso no pone fin a todos nuestros
deseos? ¡Y qué son éstos, en su conjunto, al lado de un solo instante en que no
se persiga ni se experimente ninguno! La dicha no está en el deseo, sino en la
ausencia de deseo, más exactamente en el entusiasmo por esa ausencia, en la
cual quisiera uno revolcarse, abismarse, desaparecer, exclamar...
Cuando el mismo
vacío nos parece demasiado pesado o demasiado impuro, nos precipitamos hacia
una desnudez más allá de toda forma concebible de espacio, mientras que el
último instante del tiempo se junta con el primero y se disuelve en él.
Limpiemos la
conciencia de todo lo que engloba, de todos los universos que arrastra,
purguémosla al mismo tiempo que la percepción, confinémonos en el blanco,
olvidemos todos los colores, salvo el que los niega. ¡Qué paz en cuanto se
anula la diversidad, en cuanto se hurta al calvario del matiz y se precipita en
lo unitario! La conciencia como forma pura, y después la ausencia
incluso de conciencia.
Para evadirnos de
lo intolerable, busquémonos un derivativo, un escape, una región en la que
ninguna sensación se digne tomar un nombre ni ningún apetito se encarne,
recobremos el reposo inicial, hagamos abolir, con el pasado., la odiosa memoria
y, sobre todo, la conciencia, nuestra enemiga de siempre, cuya misión es
empobrecernos, gastarnos. La inconsciencia, por el contrario, es nutritiva,
fortifica, nos hace participar en nuestros comienzos, en nuestra integridad
primitiva, y no vuelve a sumergir en el caos bienhechor anterior a la herida
de la individuación.
Nada importa:
descubrimiento grande donde los haya del que nadie ha sabido sacar provecho. A
este descubrimiento, que se reputa deprimente, sólo el vacío, del que es
divisa, puede darle un tono exaltante, sólo él se atarea en convertir lo
negativo en positivo, lo irreparable en posible. Que no hay sí mismo es
algo que sabemos, pero es un saber gravado de prejuicios. Felizmente, ahí está
el vacío, y cuando el si mismo se desvanece, ocupa su lugar, ocupa el lugar de
todo, colma nuestras esperas, nos trae la certeza de nuestra no‑realidad. El
vacío, es el abismo sin vértigo.
Por instinto, nos
inclinamos ante el sí mismo; todo en nosotros lo reclama: satisface nuestras
exigencias de continuidad, de solidez, nos confiere, contra toda evidencia, una
dimensión intemporal: no hay nada más normal que aferrarnos a ella, incluso la ponemos
en cuestión y divulgamos su impostura: el sí mismo es el reflejo de todo
viviente... Nada importa que parezca inconcebible en cuanto lo consideramos
fríamente: se desmigaja, se desvanece, no es más que el símbolo de una ficción.
Nuestro primer
movimiento nos lleva hacia la embriaguez de la identidad, hacia el sueño de la
indistinción, hacia el atman, el cual responde a nuestras apetencias más
profundas y más secretas. En cuanto, desengañados, tomamos nuestras distancias,
abandonarnos el fondo supuesto de nuestro ser, para volvernos hacia la
destructibilidad fundamental, cuyo conocimiento y experiencia, cuya obsesión
disciplinada nos conduce al nirvana, a la plenitud en el vacío.
Es porque nos da
la ilusión de la permanencia, es porque promete lo que no puede mantener, por
lo que la idea de absoluto es sospechosa, por no decir perniciosa. Tocados en
nuestra raíz, nada preparados para durar, perecederos hasta en nuestra esencia,
no es de consuelo de lo que tenemos necesidad, sino de curación. El absoluto no
resuelve nuestras perplejidades ni suprime nuestros males: no es más que un mal
menor y un paliativo. Una doctrina que le preconice es verdadera en tanto que
se limite al análisis, en tanto que denuncie las apariencias; inspira dudas en
cuanto les opone una realidad última. En cuanto se abandona el reino de lo
ilusorio y se encarniza uno en sustituirlo por lo indestructible, se resbala
hacia la mentira. Si se miente menos con el vacío es porque no se le busca por
sí mismo, por la verdad que se supone que contiene, sino por sus virtudes
terapéuticas; se hace con él una cura, se imagina uno que enderezará la más
antigua desviación del espíritu, que consiste en suponer que algo existe...
Animal mutilado,
el hombre ha superado el estadio en que se contenta uno con una «esperanza»; lo
que espera no es otro artificio, sino la liberación. ¿Quién se la traerá? En
este punto, el único que importa, el cristianismo se ha revelado menos
socorrido que el budismo y la especulación occidental menos eficaz que la oriental.
¿Para qué ocuparnos de abstracciones insensibles a nuestros gritos o de
redentores empeñados en irritar nuestras llagas? ¿Y qué esperar aún de esta
parte del mundo que ve en el contemplativo un abúlico y en el despierto un
despellejado?
Tenemos necesidad
de alguna sacudida salvadora. Es increíble que un Santo Tomás haya visto en el
estupor un «obstáculo para la meditación filosófica», dado que es precisamente
cuando se está «estupefacto» el punto en que se comienza a comprender,
es decir, a percibir la inanidad de todas las «verdades». El estupor sólo nos
aturde para despertarnos mejor: nos abre, nos entrega a lo esencial. Una plena
experiencia metafísica no es otra cosa sino un estupor ininterrumpido, un
estupor triunfal.
Es un signo de
indigencia no poder abrirse al vacío purificador, al vacío apaciguador. Estamos
tan bajo y tan encallados en nuestras filosofías que no hemos podido concebir
más que la nada, versión sórdida del vacío. Todas nuestras incertidumbres,
todas nuestras miserias y nuestros terrores, las hemos proyectado ahí, pues
¿qué es en definitiva la nada sino un complemento abstracto del infierno, un
logro de réprobos, el máximo esfuerzo hacia la lucidez que pueden realizar
seres ineptos para la liberación? Demasiado manchada de nuestras impurezas para
que nos permita saltar hacia un concepto virgen como lo es para nosotros el de
vacío (que ni es heredero del infierno ni está contaminado por él); la nada, en
verdad, no representa más que un extremo estéril, una salida desencaminada, vagamente
fúnebre, muy próxima de esas tentativas de renunciamiento que terminan por
agriarse porque se mezclan demasiados remordimientos.
El vacío es la
nada desprovista de sus calificaciones negativas, la nada transfigurada. Si
llegamos a probarlo, nuestras relaciones con el mundo se encuentran
modificadas, algo cambia en nosotros, aunque guardarnos nuestros antiguos
defectos. Pero no somos ya de aquí de la misma manera que antes. Por eso es
saludable recurrir al vacío en nuestras crisis de furor: nuestros peores
impulsos se embotan al contacto con él. Sin él, ¿quién sabe?, quizá
estuviésemos ahora en el penal o con la camisa de fuerza. La lección de
abdicación que nos dispensa nos invita también a un comportamiento más matizado
frente a nuestros denigradores, a nuestros enemigos. ¿Hay que matarlos o hay
que perdonarlos? ¿Qué hace más daño, qué roe más: la venganza o la victoria
sobre la venganza? ¿Cómo resolverlo? En la incertidumbre, prefiramos el suplicio
de no vengarnos.
Tal es la
concesión límite que puede hacerse si no se es un santo.
Sólo está maduro
para la liberación aquel a quien oprime la universalidad del tormento. Buscar
liberarse, sin la conciencia de ese tormento, es imposibilidad o vicio. No hay
liberación gratuita; hay que liberarse de algo, en este caso de la
omnipresencia de lo intolerable ‑que se experimenta tanto en la hipótesis del
ser como del no ser, puesto que cosas y apariencias de cosas hacen sufrir lo
mismo. Pero la hipótesis de la vacuidad presenta, pese a todo, una ventaja:
arroja una luz más clara sobre la desmesura del tormento, sobre las
proporciones que toma y la inanidad de la causa que le provoca. Siempre se
tortura uno demasiado, ya sea este mundo real o irreal. La mayoría, es cierto,
ignoran hasta qué punto sufren. El privilegio de la conciencia es despertarse
ante lo atroz, percibir la ilusión lancinante de la que son presa los seres.
Sucede con la
liberación como con la salvación cristiana: tal teólogo, en su escandalosa
ingenuidad, cree en la redención, negando al mismo tiempo el pecado original;
pero si el pecado no es consustancial con la humanidad, ¿qué sentido hay que
atribuir a la venida del redentor, a quien vino a redimir? De ningún modo
accidental, nuestra corrupción es permanente, es de siempre. Igual la iniquidad:
abusivamente tachada de «misterio», es una evidencia, es incluso lo que hay de
más visible en este mundo, en el que para poner las cosas en orden haría
falta un salvador para cada generación o, mejor, para cada individuo.
En cuanto se deja
de desear, se convierte uno en ciudadano de todos los mundos y de ninguno; se
es de aquí por el deseo; una vez superado el deseo, no se es ya de ninguna
parte y ya no se tiene nada que envidiar a un santo o a un espectro.
Puede suceder que
haya felicidad en el deseo, pero la beatitud no aparece más que allí donde se
rompe toda atadura. La beatitud no es compatible con este mundo.
Por ella el
eremita destruye todos sus lazos, por ella se destruye.
La orina de vaca
era el único medicamento que los monjes estaban autorizados a emplear en las
primeras comunidades búdicas. No hay restricción más sensata. Si se persigue la
paz, no se la alcanzará más que rechazando todo lo que es factor de turbación,
todo lo que el hombre ha injertado en la sencillez, en la salud original. Nada
revela mejor nuestra decadencia que el espectáculo de una farmacia: todos los
remedios deseables para cada uno de nuestros males, pero ninguno para nuestro
mal esencial, para aquel del que ninguna invención humana podrá curarnos.
Si creerse único
es debido a una ilusión, ésta es, convengamos en ello, tan total, tan
imperiosa, que es legítimo preguntarnos si podemos todavía llamarla así. ¿Cómo
desistir de lo que no volveremos a encontrar jamás, de esa nada inaudita y
lamentable que lleva nuestro nombre? La ilusión en cuestión, fuente de todos
los tormentos que no podemos vencerla más que a favor de un torbellino súbito
que, arrastrando nuestro yo, nos deje solos, sin nadie, sin nosotros
mismos...
Por desdicha, no
podemos exterminar nuestros deseos; podemos solamente debilitarlos,
comprometerlos. Estamos acorralados en el yo, en el veneno del «yo». Sólo
cuando escapamos de ahí, cuando nos figuramos escapar, tenemos algún derecho a
emplear las grandes palabras que usa la verdadera, y la falsa, mística. No
existe conversión radical: se convierte uno con su naturaleza. Incluso
el Buda tras la Iluminación no era más que Siddharta Gautama más el
conocimiento.
Todo lo que se
cree haber ahogado vuelve a salir a la superficie tras un cierto tiempo: defectos
vicios obsesiones. Las imperfecciones más patentes de las que se ha «corregido»
uno retornan disfrazadas, pero tan molestas como antes. El trabajo que se habrá
tomado uno para deshacerse de ellas no habrá sido, empero, completamente
inútil. Tal deseo, alejado durante mucho tiempo, vuelve a aparecer; pero sabemos
que ha vuelto; ya no nos lacera en secreto ni nos coge desprevenidos; nos
domina, nos avasalla, seguimos siendo sus esclavos, es cierto, pero esclavos
que consienten. Toda sensación consciente es una sensación que hemos
combatido sin éxito. Nos aflige de otro modo, pues su victoria la habrá
expulsado de nuestra vida profunda.
En todo encuentro
hemos escogido lo más fácil: Dios o sus sucedáneos, personas en todo
caso, para tener con quien charlar o polemizar. Hemos sustituido la
contemplación por la tensión, creando así entre la divinidad y nosotros
relaciones enfadosamente pasionales. Sólo los hombres que buscan, pero que no
quieren encontrar han podido convertirse en virtuosos del drama interior.
El gran descubrimiento moderno es el malestar espiritual,
descoyuntamiento entre la sustancia y la vacuidad, más precisamente entre los
simulacros de una y de otra. De aquí viene el culto a la singularidad en todos
los dominios. Literariamente, un error raro vale más que una verdad probada,
conocida, aceptada. Lo insólito, por el contrario, no tiene ningún valor en el
plano espiritual, en donde sólo cuenta el grado dc profundizamiento en una
experiencia.
Según el Bhagavad‑Gita,
está perdido para este mundo y para el otro quien se «entregue a la duda», esa
misma duda que el budismo, por su lado, cita entre los cinco obstáculos para la
salvación. Y es que la duda no es un profundizamiento, sino un estancamiento,
vértigo del estancamiento... Con ella, es imposible ponerse en camino y llegar
a la meta; es rumia y nada más. Cuando se cree uno más alejado, vuelve a caer
en ella y todo comienza de nuevo. Es preciso que explote para que pueda
uno internarse en la vida de la emancipación. Sin ese estallido, que debe
pulverizar hasta las razones más legítimas de dudar, se eterniza uno en el
malestar, se lo cultiva, se evitan las grandes resoluciones, se roe uno y se
complace en roerse.
De la pasión de
borrarse, de no dejar huellas, es incapaz quien se apega a su nombre y a su
obra, y, todavía más, quien sueña con un nombre o una obra, el vacilante, en
suma: ése, si se obstina en la salvación, no logrará, en el mejor de los casos,
más que un atascamiento en el nirvana...
No se figura uno
un místico amargo. Saber según el mundo, sequedad clarividente, exceso de
lucidez sin dimensión interior, la amargura es patrimonio de quien, habiendo
hecho trampa en sus relaciones con lo absoluto y consigo mismo, ya no sabe a
qué dedicarse ni a quién dirigirse. Es, pese a todo, más frecuente de lo que se
imagina; es normal, cotidiana, el lote de cada uno. La alegría, en
contrapartida, fruto de una hora excepcional, parece surgir de un
desequilibrio, de un desarreglo en lo más íntimo de nuestro ser, hasta tal
punto se contradice con las evidencias en que vivimos. ¿Y si viniese de otro
sitio, de más lejos que nosotros mismos? Es dilatación, y toda dilatación
participa de otro mundo, mientras que la amargura es compresión, incluso si el
infinito se yergue como trasfondo. Pero es un infinito que aplasta en lugar de
liberar.
No, no puede ser
concebible que la alegría sea un desarreglo, aún menos que no venga de ninguna
parte; es tan plena, tan envolvente, tan maravillosamente insoportable, que no
se la sabría hacer frente sin alguna referencia suprema. En todo caso, es ella,
y sólo ella la que permite concebir que puedan forjarse dioses por necesidad
de gratitud.
Puede imaginarse
sin esfuerzo la forma en que hablaría un hombre de hoy si le fuese preciso
pronunciarse sobre la única religión que ha aportado una fórmula radical de
salvación:
«La búsqueda de
la liberación no se justifica más que si se cree en la trasmigración, en el
vagabundo indefinido del yo y si se aspira a ponerle un término. Pero nosotros,
que no creemos en ella, ¿a qué le pondremos término?, ¿a esta duración única e
ínfima? Es manifiestamente demasiado breve para que merezca la fatiga de
sustraerse a ella. Para el budista, es una pesadilla la perspectiva de otras
existencias; para nosotros el cese de ésta, de esta pesadilla. En lo tocante a
pesadillas, dadnos mejor otra, estaríamos tentados de clamar, a fin de que
nuestras desgracias no se acaben demasiado pronto, a fin de que tengan la
oportunidad de seguirnos a lo largo de varias vidas.
La liberación no
corresponde a una necesidad más que para quien se siente amenazado por
un suplemento de existencia, para quien teme la fatigosa tarea de morir y
volver a morir. Pero nosotros, condenados a no reencarnarnos, ¿para qué
molestarnos por liberarnos de una nadería?, ¿para sacudirnos un terror cuyo fin
está a la vista? ¿Para qué, también, perseguir una irrealidad suprema, cuando
todo en este mundo es ya irreal? No se toma uno la molestia de desembarazarse
de algo tan poco justificado, tan poco fundado.
A un aumento de
ilusión y de tormento es a lo que aspira cada uno de nosotros, cada uno de los
que no tienen la suerte de creer en la ronda interminable de los nacimientos y
de las muertes. Suspiramos por la maldición de renacer. El Buda se tomó
muchísimo trabajo para lograr ¿el qué?, la muerte definitiva: es lo que
nosotros estamos seguros de obtener sin meditaciones ni mortificaciones, sin
esfuerzo alguno.»
... Así, más o
menos, se expresaría ese caído, si consintiese en desvelar el fondo de su
pensamiento. ¿Quién osaría tirarle la primera piedra? ¿Quién no se ha hablado a
sí mismo de este modo? Estamos tan hundidos en nuestra propia historia, que
quisiéramos que se perpetuase sin tregua. Pero se viva una o mil veces, se
disponga de una hora o de todas, el problema es el mismo: un insecto y un dios
no deberían diferir en su manera de mirar el hecho de existir como tal, que es
tan aterrador (como sólo un milagro puede serlo), que cuando se fija uno en él
se concibe la voluntad de desaparecer para siempre, para no tener que considerarlo
de nuevo en otras existencias. Sobre este hecho hizo hincapié el Buda, y es
dudoso que hubiera modificado sus conclusiones si hubiese dejado de creer en el
mecanismo de la trasmigración.
Encontrar que
todo carece de fundamento y no acabar ahí, esta aparente inconsecuencia no es
tal: llevada a su extremo, la percepción del vacío coincide con la percepción
del todo, con la entrada en el todo. Por fin se comienza a ver, ya no se
anda a tientas, uno se cerciora, se reafirma. Si existe una esperanza de
salvación fuera de la fe, hay que buscarla en esa facultad de enriquecerse
al contacto con la irrealidad.
Incluso si la
experiencia del vacío no fuese más que un engaño, merecería la pena ser
intentada. Lo que se propone, lo que intenta, es reducir a nada la vida y la
muerte, y esto con el único propósito de hacérnoslas soportables. Si a veces lo
logra, ¿qué más podemos desear? Sin ella, no hay remedio para la invalidez del
ser, ni esperanza de reintegrarse, aunque sólo fuera por breves instantes, a la
dulzura de antes del nacimiento, a la luz de la pura anterioridad.
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