miércoles, julio 31, 2013

LA LUCHA DE IAHVEH CONTRA SU PUEBLO por HENRI BARBUSSE


El elemento específico del judaísmo es, a través de cierto
número de atributos y de mitos tomados de las grandes religiones
primitivas, el eje de luz en torno del cual se ordenan las relaciones
del Pentateuco y de los Profetas: el Dios único, furioso y desbordante,
siempre bajo presión, inspirándole a su pueblo por fragorosas
intervenciones el extraordinario heroísmo de contra-idolatría,
de arrepentimiento y de "renovación" que tan alto coloca al espíritu
judío en la historia moral de la humanidad. Dios es Justicia.
Jeremías le grita al pueblo: "Tú sabes que el Eterno está vivo en la
justicia, en la verdad y en la equidad". Y Daniel proclama: ¡Oh,
Eterno, tan justo y tan recto en tus juicios! Simeón, el justo, Jesús
hijo de Sirah e Hidell pregonaron que el compendio de la Ley era
la Justicia. Ese Dios tempestad con faz humana, cataclismo de
equilibrio no retrocede jamás ante las medidas extremas. Habla sin
cesar de destruir a su pueblo "discutidor y recalcitrante", "contencioso
y rebelde", "de acabar terriblemente con él". "Decididamente,
dice, estoy cansado de tener misericordia de ese pueblo y lo
aniquilaré completamente". En un momento dado, refieren las
Escrituras, que el Eterno dijo: "Yo no quiero contender por siempre
con cada uno de los hombres", y por eso abrevió su vida fijándose
en general un máximo de ciento veinte años. Si en el Antiguo
Testamento hay algunas líneas sobre el amor y el perdón divinos,
sobre los remordimientos de Iahveh después de sus venganzas,
tales pasajes desentonan en el texto bíblico por el resto del cual son
contradichos y sumergidos, atestiguando solamente la confusión en
la composición del gran memorándum judío. Aunque los pecados
de los hebreos, enumerados con complacencia por la Biblia, sean
frecuentemente un medio orgulloso de explicar sus reveses, la
insaciable energía rectificadora de Iahveh, deslumbradora efigie del
judío, pone una violenta unidad en los Libros Santos, en los que
tantas bellezas sencillas se mezclan lamentablemente con tantas
crueles puerilidades, y tantos sacrilegios, pero que, donde el principio
está desnudo, aparecen de una belleza sin igual.
La virtud fundamental del fiel es el temor de Dios: "El temor
del Señor es el principio de la sabiduría", dicen los Proverbios
atribuidos a Salomón que aseguran además que "quien ama bien
castiga bien" y que conceden, por parte, tan amplio lugar a los
castigos corporales en la educación de los niños, esos pequeños
locos. Tal es el fundamento de la moral, con la que el Eterno
marcó dos veces seguidas la doble piedra que le presentó Moisés
sobre la más alta roca del Sinaí.
El Dios de los judíos, su conformidad con su carácter recto y
contundente, se dirigía desde hacía mucho tiempo directamente a
su pueblo por la voz de los Profetas, su propia voz que minaba y
consumía un hombre elegido. Y por boca de muchos de ellos,
principalmente de Amós, Iahveh anunció, a partir del siglo IX la
difusión universal de su Ley e hizo conocer su voluntad de no
reservar ésta a un solo pueblo .
El alma de Israel adquirió sus dimensiones en la desgracia. En
tanto que los judíos fueron un pueblo independiente, tuvieron una
mezquina historia, parecida a la de los pueblos circundantes: serie
de atentados y de rapiñas que en vano los Libros Santos se esfuerzan
por orquestar. Pero después del cautiverio, cuando el pueblo
elegido, o, mejor, la parte selecta de ese pueblo, fue arrastrado a
Babilonia por Nabucodonosor, en el siglo VII a.C., y volvió cautivo
a la tierra de la que Abrahán había salido, hubo para Israel un
gran comienzo.
Los poetas judíos lo han cantado con amplia emoción. El
pueblo sin país se replegó sobre sí mismo. Se exaltó, se moduló, se
idealizó en su desolación. No hay, dicen sus escritores, más conmovedor
ejemplo de purificación y de clarividencia que el que da
la derrota y el despojo. Israel colgó sus arpas en los sauces de la
tierra extranjera, a lo largo de las orillas de los ríos caldeos, pero
jamás sus cantos le parecieron más límpidos, ni más grandes sus
profetas y sus salmistas que, uniendo el pasado al porvenir, ponían
el recuerdo en la esperanza.
Así, al choque con el mundo extraño, se fortaleció el doble
sueño judío. El sueño mayor: la universalidad del dios de justicia,
descubriendo ante los ojos los nuevos confines de una patria de
justicia que se confundían con los horizontes terrestres. El sueño
menor: reconstruir Jerusalén.
Israel Zangwill, recordando aquella época de gestación
espiritual que se sitúa después del cautiverio, dice elocuentemente
que fue entonces cuando "por vez primera el judío empezó a
preferir Jerusalén a su mayor alegría".
Esa dualidad de sueños: la patria judía y la patria mundial ha
existido siempre en el caso judío. Tal dualidad quizá no lo sea para
los raros cerebros selectos que armonizan el ideal remoto y el ideal
inmediato y saben ver sin cesar el uno a través del otro; es decir,
que saben sacrificar el pequeño al grande y no considerar la autonomía
nacional sino como una etapa en la vía de la adaptación a un
orden internacional. Pero, de hecho, debían producirse con el
tiempo demarcaciones y escisiones por efecto de esa doble tendencia.
Ella dio origen en todo el mundo a dos especies de judíos,
bastante diferentes desde el punto de vista que nos ocupa, para que
se pueda decir: dos pueblos judíos, el uno que se distingue por su
intransigencia mosaísta, el otro que se deja impresionar y penetrar
por el ambiente extranjero. El uno propenso a la dominación judía;
el otro a la interpretación. El uno más puro y más indómito, el otro
más brillante y más inteligente.
Los judíos de esta última categoría fueron los que en diversas
circunstancias históricas, y a causa de la superpoblación de Judea,
formaron enjambres que se extendieron por el mundo y se
aglomeraron en colonias casi libres. Hormigueaban en las costas
del Mediterráneo. Strabon, que vivió a principios de nuestra era,
escribió que se encontraba a los judíos por todas partes. Aquellas
colonias judías formaban comunidades que tenían sus jefes, sus
magistrados, su justicia, sus costumbres y sus sinagogas. Se les
designó con el nombre de Judíos de la Diáspora (dispersión).
Aunque hubo algunas corrientes de antisemitismo, provocadas por
la irreductibilidad de algunas personalidades o algunos grupos,
aquellas colonias disfrutaban en general de una gran tolerancia.
Los extranjeros hacían en su favor cierto número de concesiones.
Y ellas también las hacían de buen grado, seducidas poco a poco
por la atracción de la cultura helénica. Había entre aquellos judíos,
aclimatados al mundo extraño, y las poblaciones entre las cuales
vivían y se desenvolvían, cambios constantes que han sido comparados
a los fenómenos químicos de la endósmosis. Desde el
punto de vista de las ideas y de las doctrinas, aquellos judíos desarraigados
eran propensos a aceptar en cierta medida los "sincretismos"circundantes.
Bajo la influencia de la especulación griega, la idea de la universalidad
del Dios judío -considerado, no solamente como el Dios
de un pueblo, sino como el Dios de los pueblos- se desenvolvió
naturalmente en las colonias judías establecidas en tierras paganas
y aún en Palestina
Frente a estos judíos francos permanecerá el conjunto cerrado
con odio a toda novedad. Esa fidelidad obstinada a su culto y a su
ley, que ha obligado a los judíos, a través de las vicisitudes y de las
tentaciones, a inexorables retornos hacia sus fuentes, es la columna
del judaísmo y aún del genio judío todo entero. Pero esa intransigencia
presenta temibles peligros. Tiende a traducirse en el
dominio de los hechos por exclusivismo, nacionalismo y formalismo.
Eso fue lo que -en el siglo VI a. C.- les ocurrió a los judíos
que habían sido deportados en masa a Babilonia. Se persuadieron
de que su desgracia provenía de las infracciones que habían hecho
del Pacto de Alianza concertado entre Dios y Moisés. Resolvieron
reconstituir la Alianza por el retorno estricto al legalismo. Y descendieron
del espíritu a la letra. Se plegaron a las exigencias de
los enderezamientos edictados por Ezequiel y Esdrás. Se plegaron
sobre todo los judíos de Jerusalén cuando el edicto de Ciro
autorizó la reconstrucción del Templo.
A partir de aquel momento, el culto central se hizo detallado,
embrollado y lleno de incesantes obligaciones materiales y espirituales.
Un personal considerable se cebó en el Templo, como en
tiempos pasados, y una secta, la de los fariseos, se instituyó
guardiana del dogmatismo y de las prácticas.
Algunos grandes espíritus han extraído del judaísmo simplificaciones
brillantes. En el Talmud, se dice, por ejemplo, que el
profeta Habacuc había resumido los 113 preceptos del código
mosaico en uno solo: "El justo vivirá por la fe". Amora, adversario
de Habacuc, enseñaba que Amós había reducido definitivamente
los 113 preceptos a esta frase: "Busca al Señor y vivirás". Tales
afirmaciones constituyen una refundición demasiado audaz, y en
verdad sacrílega, de un código consagrado. Una institución religiosa
es un todo, y hay que aceptarla tal cual es con todos sus
detalles orgánicos, igualmente fundamentales todos. No hay derecho
a transfigurarla, a ampliarla o a reducirla, según las preferencias
personales. Como tendré ocasión de repetir en el curso de este
estudio, si hay un orden de cosas en que la interpretación personal
no puede ser libre, es el de la dogmática religiosa, cuyos puntos de
apoyo están todos fuera de nosotros. En este caso, no confundamos
el espíritu judío y la religión que fue fabricada.
En realidad, la "burocracia" del mosaísmo fue implacable y de
una terrible complejidad. No hay más que recordar el ritual embarullado
del Fleeschig y del Milchig, nacido de un interminable
comentario del precepto: "No cocerás un cabrito en la leche de su
madre"; las sangrientas minucias de los sacrificios y de la muerte
de los animales de carnicería, las demasiado maquiavélicas "ficciones
legales", toda la casuística de los rabinos, y, en fin, la sola
lista de los servidores de la casa de Dios, enumerada en el Exodo y
el Levítico o en el Libro de Esdrás.
Estos últimos pusieron más de una vez el aparato de las cóleras
y venganzas divinas al servicio de prescripciones ruines y de un
feroz espíritu de raza.

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