Yo iba en la parte de
atrás, embutido entre el pan rumano, las salchichas de hígado, la cerveza, las
gaseosas; con corbata verde, la primera corbata desde la muerte de mi padre
diez años atrás. Ahora era el padrino de una boda zen, Hollis iba a casi ciento
cuarenta por hora, y la barba de metro de Roy flotaba alrededor de mi cara.
íbamos en mi Comer del 62, pero yo no podía conducir... no tenía seguro, dos
accidentes conduciendo borracho y estaba medio trompa ya. Hollis y Roy habían
vivido sin casarse tres años. Hollis mantenía a Roy. Yo sorbía cerveza sentado
allí detrás. Roy me explicaba quiénes eran los miembros de la familia de Hollis
uno por uno. A Roy le iba mejor con la mierda intelectual. O con la lengua. Las
paredes de la casa en que vivían estaban cubiertas con fotos de ésas de tíos
agachados hacia el chisme y chupando.
También una instantánea
de Roy corriéndose al final de una paja. La había hecho Roy solo. Quiero decir,
él mismo accionó la cámara. Un hilo o un alambre. Algún truco. Roy afirmaba
haber tenido que meneársela seis veces para lograr la foto perfecta. Toda una
jornada de trabajo. Allí estaba: aquel globo lechoso: una obra de arte. Hollis
se desvió de la autopista. No era muy lejos. Algunos ricos tienen caminos de
coches de kilómetro y medio. Este no estaba mal del todo: casi un kilómetro.
Salimos. Jardines tropicales. Cuatro o cinco perros. Grandes bestias negras
lanudas, estúpidas, babosas. No llegamos a la puerta: allí estaba él, el
rico, de pie en la baranda, mirando hacia abajo, un vaso en la mano. Y Roy
gritó:
—¡Ay, Harvey, cabrón,
cuánto me alegro de verte!
Harvey esbozó una
sonrisilla:
—También yo me alegro de
verte, Roy.
Uno de aquellos grandes
bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.
—¡Echa a tu perro,
Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.
—¡Aristóteles, vamos,
BASTA ya!
Aristóteles se apartó,
justo a tiempo.
Y.
Subimos y bajamos
escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones.
Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.
Cuando lo tuvimos todo
allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era
también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la
pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.
—Charles Bukowski...
Me levanté.
—Oh, Charles Bukowski.
—Uj juj.
Luego:
—Este es Marty.
—Hola, Marty.
—Y ésta es Elsie.
—Qué hay, Elsie.
—¿De veras —preguntó
ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso
cuando, te emborrachas?
—Uj juj.
—Pues eres un poco viejo
para eso.
—Vamos, Elsie, déjate de
historias...
—Y ésta es Tina.
—Hola, Tina.
Me senté.
¡Nombres! Había estado
casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había
dicho a mi mujer: «Esta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la
Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos
y les había dicho: «Esta es mi mujer... ésta es mi mujer... ésta es...» y por
último tuve que mirarla y preguntarle: «¿COMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,
—Barbara.
—Esta es Barbara —dije...
No había llegado el
maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.
Luego llegó más gente.
Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no
tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida.
Cogí otra cerveza.
Seguían subiendo las
escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos
diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.
Me retrepé en mi rincón.
Había uno que estaba
bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas
muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras
redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma.
Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso.
Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de
afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los
puntos vitales.
Había otros. Alguien que
daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en
mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro.
Me presentaron a los
mayores asesinos y traficantes del siglo.
Yo, bueno yo traficaba
por ahí.
Luego se acercó Harvey.
—Bukowski, ¿te apetece un
poco de whisky con agua?
—Claro, Harvey, claro.
Fuimos hacia la cocina.
—¿Para qué es la corbata?
—Es que tengo rota la
parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son
demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va
encima del pijo.
—Creo que eres el maestro
máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.
—Claro, Harvey. ¿Dónde
está el whisky?
Harvey me enseñó la
botella de whisky.
—Yo siempre bebo de
éste... desde que tú lo mencionas en tus relatos.
—Pero Harv, ya he
cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.
—¿Cómo se llama?
—Que me condenen si me
acuerdo.
Busqué un vaso grande de
agua y serví mitad whisky, mitad agua.
—Para los nervios —le
dije—. Ya sabes.
—Claro, Bukowski.
Me lo bebí de un trago.
—¿Otra ronda?
—Claro.
Cogí el vaso y fui al
salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA
LLEGADO!
El maestro zen llevaba
aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá
fueran así.
El maestro zen necesitaba
mesas. Roy empezó a buscar mesas.
Y el maestro zen estaba
muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.
Entró una chica de pelo
dorado. Unos once años.
—Bukowski, he leído
algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi
vida!
Largos bucles rubios.
Gafas. Cuerpo delgado.
—Muy bien, niña. Tú hazte
mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes
pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré
joder con los chavales. Miraré, incluso.
—¡Bukowski! ¡Sólo porque
tengo el pelo largo piensas que soy una chávala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos
presentaron! ¿No te acuerdas?
El padre de Paul, Harvey,
me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan
buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie
logra engañar eternamente.
Pero el chaval era
estupendo:
—¡Da igual, Bukowski!
¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer algunos
de tus relatos.
Entonces se apagaron
todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas...
Pero se encendieron velas
por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a
encenderlas.
—Mierda, son sólo los
plomos. Hay que cambiarlos —dije.
Alguien dijo que no eran
los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas
seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.
—Tienes un hijo
estupendo, Harvey. Tu chico, Peter...
—Paul.
—Perdona. Lo bíblico.
—Entiendo.
(Los ricos entienden;
simplemente no obran en consecuencia.)
Harvey descorchó otra
botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda
sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el
asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos
esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse
zampado todo aquel whisky. El no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y
aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los
diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los
anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un
borracho... en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En
consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos
porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o
perder a Bukowski.
Así que por fin el asunto
se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No
parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.
—Ruego —dijo el zen— que
no fumen ni beban durante la ceremonia.
Vacié el vaso. Me puse a
la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.
Luego, el maestro zen
esbozó una sonrisilla boba.
Yo conocía las ceremonias
nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en
realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En
determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una
caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se
colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen.
Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la
varilla zen y a Holis que colocase la suya al otro lado.
Pero las varillas no iban
del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar
las varillas a nuevas profundidades y
alturas.
Luego, sacó un aro de
cuentas marrones.
Entregó el aro de cuentas
a Roy.
—¿Ahora? —preguntó Roy.
Maldita sea, pensé, Roy
siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha
hecho con su propia boda?
El zen se inclinó hacia
delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las
cuentas rodearon ambas manos.
—Quieres...
—Quiero...
(¿Aquello era zen?,
pensé.)
—Y quieres tú, Hollis...
—Quiero...
Mientras tanto, a la luz
de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me
puso nervioso. Podría haber sido el FBI.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Por supuesto, todos
estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.
Luego me fijé en las
orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a
través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.
El maestro zen tenía las
orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡Aquello era lo que le hacía sagrado! ¡Yo tenía que
tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter
debajo de la almohada.
Por supuesto, yo sabía
que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al
mismo tiempo, olvidé esto por completo.
Seguí mirando fijamente
las orejas del maestro zen.
Y seguían las palabras.
—...Y tú Roy, ¿prometes
no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?
Pareció producirse una
pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:
—Prometo —dijo Roy—,
no...
Pronto terminó. O pareció
terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.
Toqué a Roy en un hombro:
—Enhorabuena.
Luego me incliné. Cogí la
cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.
Aún seguían todos
sentados. Una nación de subnormales.
Nadie se movía. Las velas
brillaban como velas subnormales.
Me acerqué al maestro
zen. Le estreché la mano:
—Gracias. Hizo usted muy
bien la ceremonia.
Pareció realmente
complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters...
mafiosos... eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un
oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen.
Podría haber sido un matrimonio pistola en mano... ¡Toda aquella familia! En fin, yo habría sido el
último en saber o el último al que se lo dijeran.
Después de terminada la
boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose.
Yo no era capaz de entender el género humano, pero alguien tenía que
hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:
—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE
NO TENÉIS HAMBRE?
Me lancé y empecé a
agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos,
animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra
cosa hacer.
Les dejé mascando y me
fui a por el whisky y el agua.
Cuando estaba en la
cocina, repostando, oí decir al maestro zen:
—Debo irme ya.
—Ooooh, no se vaya... —oí
elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters
de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué
demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la
Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California
pertenecía a aquello.
Debía ser un
arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.
En cuanto oí al maestro
zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé
corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones,
busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y
la cerré luego y allí estaba yo... unos quince escalones detrás del señor zen.
Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al
aparcamiento.
Le alcancé, bajando los
escalones de dos en dos.
—¡Eh, maestro! —grité.
Zen se volvió.
—¿Sí, viejo?
—¿Viejo?
Los dos quedamos allí
plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical
iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima.
Entonces le dije:
—Quiero o tus jodidas
orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!
—¡Estás chiflado, viejo!
—Yo creí que el zen tenía
más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas.
¡Me desilusionas, maestro!
El zen juntó las manos y
miró hacia arriba.
—Quiero —le dije— ¡o tu
jodida ropa o tus jodidas orejas!
Siguió con las manos
juntas, mirando hacia arriba.
Me lancé escaleras abajo,
un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y
mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el
impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me
enderezó:
—Hijo mío, hijo mío...
Estábamos cuerpo a
cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un
paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas
importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la
luna vi la parte delantera de
mis pantalones... salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.
—¡Encontraste a tu
maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. El esperó. Los años
de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos.
Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de
peso.
Zen soltó un breve jadeo,
suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve
golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus
mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las
selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta
que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme
delicadamente.
Mierda, lleva por lo
menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había
elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras
arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie
advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón.
El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el
pañuelo.
—¡Mierda! ¡Necesito un
trago! —aullé.
Apareció Harvey con uno.
Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres
humanos hablando? Vi una mujer que me habían presentado como la madre de la
novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo
aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas
enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y
yo sólo era medio tonto.
Me levanté, me acerqué a
la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus
lindas rodillas y empecé a subir, besando.
La luz de las velas
ayudaba. Todo.
—¡Eh! —se despertó
bruscamente—. ¿Qué demonios hace?
—¡Menudo polvo voy a
echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?
Me empujó y caí hacía
atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo,
debatiéndome, intentando levantarme.
—¡Condenada amazona! —le
grité.
Por último, tres o cuatro
minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los
píes asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo
trinqué. Luego me serví otro y salí.
Allí estaban: todos los
malditos parientes.
—¿Roy o Hollis?
—pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?
—Claro —dijo Roy—, ¿por
qué no?
El regalo estaba envuelto
en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato
desenvolviéndolo. Por fin, terminó.
—¡Feliz matrimonio!
—grité.
Todos lo vieron. La
habitación quedó en silencio.
Era un pequeño ataúd de
artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su
fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor,
salvo que quizás estuviese hecho con más amor.
Roy me lanzó una mirada
asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que
hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la
tapa.
Todos seguían callados.
El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron
otra vez a soltar chorradas.
Yo guardé silencio. En
realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado
horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había
visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el
interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las
visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un
Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero
en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una
chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.
—¿Sabe usted lo que es
esto?
—¿Qué?
—¡Esto es un ataúd!
Lo abrí y se lo enseñé.
—Esas hormigas están
volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?
—¿Qué?
—Voy a matar a todas esas
hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.
Se echó a reír.
—¡Lo mejor del día!
—dijo.
Y es que ya no se puede
uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí
de allí...
Pero ahora, en la boda,
nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices.
¿O no?
Harvey, el magnate,
finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser
amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:
«¿Preferirías ser rico o
ser un artista?»
«Preferiría ser rico,
pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las
casas de los ricos.»
Eché un trago de la
botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había
terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo
de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi
botella.
—Decidme, ¿tirasteis mi
pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué
tirasteis mi pequeño ataúd?
—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí
tienes tu ataúd!
Roy lo alzó hacia mí, lo
echó hacia mí.
—¡Está bien, está bien!
—¿Lo quieres?
—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo
para vosotros! ¡Vuestro único regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!
—De acuerdo.
El resto del viaje fue
bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por
supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a
una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las
llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un
momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y
sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la
pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto
fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera
contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre
los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la
cabeza chocó con la acera. ¡PAF!
Ambos se pararon y
contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí
gritarles:
—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme
a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!
Se quedaron parados un
momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el
motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.
Aquello era el pago por
algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o
padrino... yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado
siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad
relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que
como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al
lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación...
cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura
estupidez y miedo animal.
Lo entendí todo allí,
comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas.
Cinco minutos más, pensé.
Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me
levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos.
No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue
hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de sus funciones,
les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.
Pasaron dos mujeres, se
volvieron y me miraron.
—¡Oh, mira! ¿Qué le
pasará?
—Está borracho.
—No está enfermo,
¿verdad?
—Qué va, mira cómo agarra
esa botella, como si fuese un niño de pecho.
Oh, mierda. Les grité:
—¡VOY A CHUPAROS LA
VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARE SECO EL COÑO!
—¡Oooooh!
Las dos salieron
corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de
cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de
alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta
metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros
de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo
intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le
daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.
Entonces, aparecieron.
Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que
jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su
luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.
—Bukowski —dijo el de la linterna—,
siempre metido en líos, ¿eh?
Conocía mi nombre de
alguna parte, de otros tiempos.
—Mira —dije—, resbalé. Me
di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso.
¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros.
Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo
más decente?
—Señor, dos damas
informaron que usted intentó violarlas.
—Caballeros, yo jamás intentaría
violar a dos damas al mismo tiempo.
Uno de los policías
mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran
sensación de superioridad.
—¡Sólo treinta metros
para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?
—Eres el peor comediante
de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.
—Bien, veamos... Esta
cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda,
una boda zen.
—¿Quieres decir que una
mujer intentó realmente casarse contigo?
—No conmigo,
gilipollas...
El de la linterna la
acercó a mi nariz.
—Exigimos respeto a los
funcionarios de policía.
—Lo lamento. Por un
momento se me olvidó.
Me bajaba la sangre por
el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado... De todo.
—Bukowski —dijo el que
acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?
—Basta de coñazo —dije
yo—, vamos a la cárcel.
Me esposaron y me
metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.
Fuimos despacio, hablando
de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas... como de ampliar el
porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte
trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres auténticos) los Dodgers aún tenían una
oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que
estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban
ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna, ellos aterrizaban en la luna.
Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos... ¿no tiene
identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de
paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a
pedirle unos centavos a un policía. Las estadísticas son claras.
Y, sí, me hicieron pasar
por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de
ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.
Allí estaba, una vez más,
en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que
se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y
sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la
del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían.
Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le
bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo
que había sido... un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos
Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS
CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan
deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron
contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de
cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.
Me sacaron la foto otra
vez. Otra vez las huellas dactilares.
Me bajaron a la celda de
los borrachos, abrieron la puerta.
Después, sólo fue
cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que
había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un
sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos
literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí
que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de
un muchacho.
—¡Se la chupo por
veinticinco centavos, señor!
En principio, te quitan
todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc.,
y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te
roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.
—Lo siento amigo —le
dije—, me quitaron hasta el último céntimo.
Cuatro horas después,
conseguí dormir.
Allí.
Padrino en una boda zen,
y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche.
Claro que alguien acabó bien jodido.
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