martes, julio 02, 2013

LA GRAN BODA ZEN por CHARLES BUKOWSKI


Yo iba en la parte de atrás, embutido entre el pan rumano, las salchichas de hígado, la cerveza, las gaseosas; con corbata verde, la primera corbata desde la muerte de mi padre diez años atrás. Ahora era el padrino de una boda zen, Hollis iba a casi ciento cuarenta por hora, y la barba de metro de Roy flotaba alrededor de mi cara. íbamos en mi Comer del 62, pero yo no podía conducir... no tenía seguro, dos accidentes conduciendo borracho y estaba medio trompa ya. Hollis y Roy habían vivido sin casarse tres años. Hollis mantenía a Roy. Yo sorbía cerveza sentado allí detrás. Roy me explicaba quiénes eran los miembros de la familia de Hollis uno por uno. A Roy le iba mejor con la mierda intelectual. O con la lengua. Las paredes de la casa en que vivían estaban cubiertas con fotos de ésas de tíos agachados hacia el chisme y chupando.
También una instantánea de Roy corriéndose al final de una paja. La había hecho Roy solo. Quiero decir, él mismo accionó la cámara. Un hilo o un alambre. Algún truco. Roy afirmaba haber tenido que meneársela seis veces para lograr la foto perfecta. Toda una jornada de trabajo. Allí estaba: aquel globo lechoso: una obra de arte. Hollis se desvió de la autopista. No era muy lejos. Algunos ricos tienen caminos de coches de kilómetro y medio. Este no estaba mal del todo: casi un kilómetro. Salimos. Jardines tropicales. Cuatro o cinco perros. Grandes bestias negras lanudas, estúpidas, babosas. No llegamos a la puerta: allí estaba él, el rico, de pie en la baranda, mirando hacia abajo, un vaso en la mano. Y Roy gritó:
—¡Ay, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte!
Harvey esbozó una sonrisilla:
—También yo me alegro de verte, Roy.
Uno de aquellos grandes bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.
—¡Echa a tu perro, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.
—¡Aristóteles, vamos, BASTA ya!
Aristóteles se apartó, justo a tiempo.
Y.
Subimos y bajamos escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones. Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.
Cuando lo tuvimos todo allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.
—Charles Bukowski...
Me levanté.
—Oh, Charles Bukowski.
—Uj juj.
Luego:
—Este es Marty.
—Hola, Marty.
—Y ésta es Elsie.
—Qué hay, Elsie.
¿De veras —preguntó ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso cuando, te emborrachas?
—Uj juj.
—Pues eres un poco viejo para eso.
—Vamos, Elsie, déjate de historias...
—Y ésta es Tina.
—Hola, Tina.
Me senté.
¡Nombres! Había estado casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había dicho a mi mujer: «Esta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos y les había dicho: «Esta es mi mujer... ésta es mi mujer... ésta es...» y por último tuve que mirarla y preguntarle: «¿COMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,
—Barbara.
—Esta es Barbara —dije...


No había llegado el maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.
Luego llegó más gente. Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida. Cogí otra cerveza.
Seguían subiendo las escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.
Me retrepé en mi rincón.
Había uno que estaba bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma. Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso. Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los puntos vitales.
Había otros. Alguien que daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro.
Me presentaron a los mayores asesinos y traficantes del siglo.
Yo, bueno yo traficaba por ahí.
Luego se acercó Harvey.
—Bukowski, ¿te apetece un poco de whisky con agua?
—Claro, Harvey, claro.
Fuimos hacia la cocina.
—¿Para qué es la corbata?
—Es que tengo rota la parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va encima del pijo.
—Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.
—Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?
Harvey me enseñó la botella de whisky.
—Yo siempre bebo de éste... desde que tú lo mencionas en tus relatos.
—Pero Harv, ya he cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.
—¿Cómo se llama?
—Que me condenen si me acuerdo.
Busqué un vaso grande de agua y serví mitad whisky, mitad agua.
—Para los nervios —le dije—. Ya sabes.
—Claro, Bukowski.
Me lo bebí de un trago.
—¿Otra ronda?
—Claro.
Cogí el vaso y fui al salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA LLEGADO!
El maestro zen llevaba aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá fueran así.
El maestro zen necesitaba mesas. Roy empezó a buscar mesas.
Y el maestro zen estaba muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.
Entró una chica de pelo dorado. Unos once años.
—Bukowski, he leído algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi vida!
Largos bucles rubios. Gafas. Cuerpo delgado.
—Muy bien, niña. Tú hazte mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré joder con los chavales. Miraré, incluso.
—¡Bukowski! ¡Sólo porque tengo el pelo largo piensas que soy una chávala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos presentaron! ¿No te acuerdas?
El padre de Paul, Harvey, me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie logra engañar eternamente.
Pero el chaval era estupendo:
—¡Da igual, Bukowski! ¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer algunos de tus relatos.
Entonces se apagaron todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas...


Pero se encendieron velas por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a encenderlas.
—Mierda, son sólo los plomos. Hay que cambiarlos —dije.
Alguien dijo que no eran los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.
—Tienes un hijo estupendo, Harvey. Tu chico, Peter...
—Paul.
—Perdona. Lo bíblico.
—Entiendo.
(Los ricos entienden; simplemente no obran en consecuencia.)
Harvey descorchó otra botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse zampado todo aquel whisky. El no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un borracho... en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o perder a Bukowski.
Así que por fin el asunto se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.
—Ruego —dijo el zen— que no fumen ni beban durante la ceremonia.
Vacié el vaso. Me puse a la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.
Luego, el maestro zen esbozó una sonrisilla boba.
Yo conocía las ceremonias nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen. Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la varilla zen y a Holis que colocase la suya al otro lado.
Pero las varillas no iban del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar las varillas a nuevas profundidades y alturas.
Luego, sacó un aro de cuentas marrones.
Entregó el aro de cuentas a Roy.
—¿Ahora? —preguntó Roy.
Maldita sea, pensé, Roy siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha hecho con su propia boda?
El zen se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las cuentas rodearon ambas manos.
—Quieres...
—Quiero...
(¿Aquello era zen?, pensé.)
—Y quieres tú, Hollis...
—Quiero...
Mientras tanto, a la luz de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me puso nervioso. Podría haber sido el FBI.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Por supuesto, todos estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.
Luego me fijé en las orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.
El maestro zen tenía las orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡Aquello era lo que le hacía sagrado! ¡Yo tenía que tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter debajo de la almohada.
Por supuesto, yo sabía que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al mismo tiempo, olvidé esto por completo.
Seguí mirando fijamente las orejas del maestro zen.
Y seguían las palabras.
—...Y tú Roy, ¿prometes no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?
Pareció producirse una pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:
—Prometo —dijo Roy—, no...
Pronto terminó. O pareció terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.
Toqué a Roy en un hombro:
—Enhorabuena.
Luego me incliné. Cogí la cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.
Aún seguían todos sentados. Una nación de subnormales.
Nadie se movía. Las velas brillaban como velas subnormales.
Me acerqué al maestro zen. Le estreché la mano:
—Gracias. Hizo usted muy bien la ceremonia.
Pareció realmente complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters... mafiosos... eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen. Podría haber sido un matrimonio pistola en mano... ¡Toda aquella familia! En fin, yo habría sido el último en saber o el último al que se lo dijeran.
Después de terminada la boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose. Yo no era capaz de entender el género humano, pero alguien tenía que hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:
—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE NO TENÉIS HAMBRE?
Me lancé y empecé a agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos, animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra cosa hacer.
Les dejé mascando y me fui a por el whisky y el agua.
Cuando estaba en la cocina, repostando, oí decir al maestro zen:
—Debo irme ya.
—Ooooh, no se vaya... —oí elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California pertenecía a aquello.
Debía ser un arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.
En cuanto oí al maestro zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones, busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y la cerré luego y allí estaba yo... unos quince escalones detrás del señor zen. Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al aparcamiento.
Le alcancé, bajando los escalones de dos en dos.
—¡Eh, maestro! —grité.
Zen se volvió.
—¿Sí, viejo?
—¿Viejo?
Los dos quedamos allí plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima. Entonces le dije:
—Quiero o tus jodidas orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!
—¡Estás chiflado, viejo!
—Yo creí que el zen tenía más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas. ¡Me desilusionas, maestro!
El zen juntó las manos y miró hacia arriba.
—Quiero —le dije— ¡o tu jodida ropa o tus jodidas orejas!
Siguió con las manos juntas, mirando hacia arriba.
Me lancé escaleras abajo, un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me enderezó:
—Hijo mío, hijo mío...
Estábamos cuerpo a cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la luna vi la parte delantera de mis pantalones... salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.
—¡Encontraste a tu maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. El esperó. Los años de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos. Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de peso.
Zen soltó un breve jadeo, suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme delicadamente.
Mierda, lleva por lo menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón. El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el pañuelo.
—¡Mierda! ¡Necesito un trago! —aullé.
Apareció Harvey con uno. Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres humanos hablando? Vi una mujer que me habían presentado como la madre de la novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y yo sólo era medio tonto.
Me levanté, me acerqué a la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus lindas rodillas y empecé a subir, besando.
La luz de las velas ayudaba. Todo.
—¡Eh! —se despertó bruscamente—. ¿Qué demonios hace?
—¡Menudo polvo voy a echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?
Me empujó y caí hacía atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo, debatiéndome, intentando levantarme.
—¡Condenada amazona! —le grité.
Por último, tres o cuatro minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los píes asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo trinqué. Luego me serví otro y salí.
Allí estaban: todos los malditos parientes.
—¿Roy o Hollis? —pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?
—Claro —dijo Roy—, ¿por qué no?
El regalo estaba envuelto en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato desenvolviéndolo. Por fin, terminó.
—¡Feliz matrimonio! —grité.
Todos lo vieron. La habitación quedó en silencio.
Era un pequeño ataúd de artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor, salvo que quizás estuviese hecho con más amor.
Roy me lanzó una mirada asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la tapa.
Todos seguían callados. El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron otra vez a soltar chorradas.
Yo guardé silencio. En realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.
—¿Sabe usted lo que es esto?
—¿Qué?
—¡Esto es un ataúd!
Lo abrí y se lo enseñé.
—Esas hormigas están volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?
—¿Qué?
—Voy a matar a todas esas hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.
Se echó a reír.
—¡Lo mejor del día! —dijo.
Y es que ya no se puede uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí de allí...
Pero ahora, en la boda, nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices. ¿O no?
Harvey, el magnate, finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:
«¿Preferirías ser rico o ser un artista?»
«Preferiría ser rico, pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las casas de los ricos.»
Eché un trago de la botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi botella.
—Decidme, ¿tirasteis mi pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué tirasteis mi pequeño ataúd?
—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí tienes tu ataúd!
Roy lo alzó hacia mí, lo echó hacia mí.
—¡Está bien, está bien!
—¿Lo quieres?
—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo para vosotros! ¡Vuestro único regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!
—De acuerdo.
El resto del viaje fue bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la cabeza chocó con la acera. ¡PAF!
Ambos se pararon y contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí gritarles:
—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!
Se quedaron parados un momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.
Aquello era el pago por algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o padrino... yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación... cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura estupidez y miedo animal.
Lo entendí todo allí, comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas.
Cinco minutos más, pensé. Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos. No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de sus funciones, les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.
Pasaron dos mujeres, se volvieron y me miraron.
—¡Oh, mira! ¿Qué le pasará?
—Está borracho.
—No está enfermo, ¿verdad?
—Qué va, mira cómo agarra esa botella, como si fuese un niño de pecho.
Oh, mierda. Les grité:
—¡VOY A CHUPAROS LA VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARE SECO EL COÑO!
—¡Oooooh!
Las dos salieron corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.
Entonces, aparecieron. Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.
—Bukowski —dijo el de la linterna—, siempre metido en líos, ¿eh?
Conocía mi nombre de alguna parte, de otros tiempos.
—Mira —dije—, resbalé. Me di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso. ¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros. Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo más decente?
—Señor, dos damas informaron que usted intentó violarlas.
—Caballeros, yo jamás intentaría violar a dos damas al mismo tiempo.
Uno de los policías mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran sensación de superioridad.
—¡Sólo treinta metros para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?
—Eres el peor comediante de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.
—Bien, veamos... Esta cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda, una boda zen.
—¿Quieres decir que una mujer intentó realmente casarse contigo?
—No conmigo, gilipollas...
El de la linterna la acercó a mi nariz.
—Exigimos respeto a los funcionarios de policía.
—Lo lamento. Por un momento se me olvidó.
Me bajaba la sangre por el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado... De todo.
—Bukowski —dijo el que acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?
—Basta de coñazo —dije yo—, vamos a la cárcel.
Me esposaron y me metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.
Fuimos despacio, hablando de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas... como de ampliar el porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres auténticos) los Dodgers aún tenían una oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna, ellos aterrizaban en la luna. Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos... ¿no tiene identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a pedirle unos centavos a un policía. Las estadísticas son claras.
Y, sí, me hicieron pasar por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.
Allí estaba, una vez más, en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían. Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo que había sido... un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.
Me sacaron la foto otra vez. Otra vez las huellas dactilares.
Me bajaron a la celda de los borrachos, abrieron la puerta.
Después, sólo fue cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de un muchacho.
—¡Se la chupo por veinticinco centavos, señor!
En principio, te quitan todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc., y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.
—Lo siento amigo —le dije—, me quitaron hasta el último céntimo.
Cuatro horas después, conseguí dormir.
Allí.
Padrino en una boda zen, y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche. Claro que alguien acabó bien jodido.

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