jueves, julio 11, 2013

LOS ASESINOS por ERNEST HEMINGWAY


La puerta de la cafetería de Henry se abrió y dos hombres
entraron. Se sentaron a la barra.
—¿Qué va a ser? —les preguntó George.
—No sé —dijo uno de los hombres. ¿Qué quieres
comer, Al?
—No sé —dijo Al—. No sé qué quiero, comer.
Afuera oscurecía. Las luces de la calle se encendieron
al otro lado de la ventana. Los dos hombres en la
barra leyeron el menú. Desde el extremo opuesto de
la barra Nick Adams los observaba. Había estado
hablando con George cuando los otros entraron.
—Sírveme un filete de cerdo asado con puré de
manzana y puré de papas —dijo el primer hombre.
—No está listo aún.
—Entonces ¿para qué demonios lo pones en la carta?
—Es la cena —explicó George—. Pueden ordenarlo
a las seis.
George miró el reloj que estaba en la pared tras la
barra.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo
hombre.
—Adelanta veinte minutos.
—Oh, al diablo con el reloj —dijo el primer hombre—.
¿Qué hay de comer?
—Puedo ofrecerles cualquier tipo de emparedado
—dijo George—. También huevos con jamón, huevos
con tocino, hígado con tocino o un bistec.
—Sírveme croquetas de pollo con chícharos, salsa
de crema y puré de papas.
—Es la cena.
—¿Así que todo lo que se nos antoja es para la cena,
no? Ya lo tienes resuelto de ese modo.
—Puedo ofrecerles huevos con jamón, huevos con
tocino, hígado...
—Quiero huevos con jamón —dijo el hombre llamado
Al. Usaba un sombrero hongo y un sobretodo negro
abotonado a lo largo del pecho. Su cara era pequeña y
blanca y tenía los labios apretados. Usaba una bufanda
de seda y guantes.
—Dame huevos con tocino —dijo el otro hombre.
Era más o menos de la estatura de Al. Tenían rostros
diferentes, pero vestían como gemelos. Ambos usaban
sobretodos demasiado estrechos. Se sentaban inclinándose
hacia adelante, los codos en la barra.
—¿Tienes algo que pueda beber? —preguntó Al.
—Cerveza, refrescos, ginger-ale —dijo George.
—Pregunté si tienes algo que se pueda beber.
—Lo que dije.
—Este pueblo es caluroso —dijo el otro—. ¿Cómo
lo llaman?
—Summit.
—¿Habías oído hablar de él? —preguntó Al a su
amigo.
—No —dijo el amigo.
—¿Qué hacen aquí por las noches? —preguntó Al.
—Se ponen a cenar —dijo su amigo—. Todos vienen
aquí y se dan la gran cena.
—Correcto —dijo George.
—¿Así que lo crees correcto? —preguntó Al a
George.
—Seguro.
—Eres un chico muy listo, ¿verdad?
—Seguro —dijo George.
—Pues no lo eres —dijo el otro hombrecito—. ¿O
lo es, Al?
—Es un cretino —dijo Al. Se volvió hacia Nick—.
¿Cómo te llamas?
—Adams.
—Otro listo —dijo Al—. ¿No es un chico listo,
Max?
—El pueblo está lleno de chicos listos —dijo Max.
George colocó dos platos, uno de huevos con jamón y
el otro de huevos con tocino, en la barra. Puso dos
platos complementarios con papas fritas y cerró la
ventanilla que daba a la cocina.
—¿Cuál es su orden? —preguntó a Al.
—¿No te acuerdas?
—Huevos con jamón.
—Un chico listo, eso es todo —dijo Max. Inclinándose
hacia delante, tomó los huevos con jamón. Ambos
hombres comieron con los guantes puestos. George los
observaba comer.
—¿Qué miras? —y Max miró a George.
—Nada.
—Cómo nada. Me estabas mirando.
—Tal vez el chico quería hacerte una broma, Max
—dijo Al.
George rió.
—Tú no tienes que reírte —le dijo Max—. Tú no
tienes que reírte para nada, ¿entendiste?
—Está bien.
—Así que en tu opinión está bien —Max se volvió
hacia Al—. Opina que está bien. Eso sí que está bueno.
—Oh, se trata de un pensador —dijo Al. Siguieron
comiendo.
—¿Cómo se llama ese chico listo al final de la barra?
—preguntó Al a Max.
—Eh tú, chico listo —dijo Max a Nick—, vete tras
la barra con tu amiguito.
—¿De qué se trata? —preguntó Nick.
—De nada.
—Mejor obedece, chico listo —dijo Al. Nick caminó
hasta ponerse tras la barra.
—¿De qué se trata? —preguntó George.
—Nada que te concierna —dijo Al—. ¿Quién está
en la cocina?
—El negro.
—¿Qué quieres decir con el negro?
—El negro que cocina.
—Ordénale que venga.
—¿De qué se trata?
—Ordénale que venga.
—¿Pero dónde se creen que están?
—Sabemos muy bien dónde estamos —dijo el hombre
llamado Max—. ¿Parecemos tontos?
—Hablas como tonto —le dijo Al—. ¿Para qué demonios
discutes con este muchachillo? Escucha —le dijo
a George—, ordénale al negro que salga aquí.
—¿Qué le van a hacer?
—Nada. Usa la cabeza, chico listo. ¿Qué íbamos a
hacerle a un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina:
“Sam”, llamó, “ven un momento”.
La puerta de la cocina se abrió y el negro entró.
“¿Qué pasa?” preguntó. Los dos hombres a la barra le
echaron un vistazo.
—Muy bien, negro, quédate donde estás —dijo Al.
Sam, el negro, de mandil, miró a los dos hombres
sentados a la barra. “Sí, señor”, dijo. Al se bajó del
taburete.
—Me voy a la cocina con el negro y chico listo —
dijo—. Vuelve a la cocina, negro. Vete con él, chico
listo —el hombrecito entró en la cocina después de
Nick y Sam. La puerta se cerró tras ellos. El hombre
llamado Max estaba sentado a la barra, frente a George.
No miraba a George, sino al espejo que en el fondo
corría a todo lo largo de la barra. A Henry’s lo habían
transformado de cantina en cafetería.
—Bueno, chico listo —dijo Max, mirando en el espejo—,
¿por qué no dices algo?
—¿De qué se trata todo esto?
—Oye, Al —llamó Max—, chico listo quiere saber
de qué se trata todo esto.
—¿Por qué no se lo dices? —la voz de Al vino desde
la cocina.
—¿De qué crees que se trata todo esto?
—No sé.
—¿Qué supones?
Max miraba al espejo todo el tiempo que estuvo
hablando.
—No voy a decirlo.
—Oye, Al, chico listo dice que no va a decir qué
piensa que es todo esto.
—Te oigo sin problemas —dijo Al desde la cocina.
Mantenía abierta con una botella de catsup la división
por la que los platos pasaban a la cocina—. Escucha,
chico listo —dijo desde la cocina a George—, aléjate
un poco a lo largo de la barra. Tú, Max, muévete un
poco a la izquierda —era como un fotógrafo que preparara
una foto de grupo.
—Háblame, chico listo —dijo Max—. ¿Qué crees
que va a pasar?
George nada dijo.
—Pues te lo voy a contar —dijo Max—. Vamos a
matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote llamado
Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a cenar aquí todas las noches ¿no?
—A veces viene.
—Viene a las seis ¿no?
—Cuando viene.
—Todo eso ya lo sabemos, chico listo —dijo
Max—, habla de alguna otra cosa. ¿Vas al cine?
—De vez en cuando.
—Debieras ir al cine más seguido. El cine le conviene
a un chico listo como tú.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les
hizo?
—Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. Ni
siquiera nos ha visto.
—Y sólo nos va a ver una vez —dijo Al desde la
cocina.
—Entonces ¿por qué van a matarlo? —preguntó
George.
—Lo vamos a matar a nombre de un amigo. Por
complacer a un amigo, chico listo.
—Cállate —dijo Al desde la cocina—. Hablas demasiado.
—Bueno, es que tengo que entretener a chico listo.
¿No es así, chico listo?
—Hablas demasiado —dijo Al—. El negro y mi
chico listo se entretienen solitos. Los tengo amarrados
como un par de amiguitas en un convento.
—Supongo que fuiste a un convento.
—Nunca se sabe.
—Fuiste a un convento kósher. Ahí es adonde fuiste.
George miró el reloj.
—Si alguien viene, le dices que no está el cocinero;
si insiste, le dices que tú irás a la cocina y le cocinarás.
¿Entendiste, chico listo?
—Está bien —dijo George—. Y después ¿qué van a
hacer con nosotros?
—Eso depende —dijo Max—. Es una de esas cosas
que nunca se saben de antemano.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta
de la calle se abrió. Entró un conductor de tranvía.
—Hola, George —dijo—. ¿Puedo cenar?
—Sam salió —dijo George—. Volverá en una media
hora.
—Entonces mejor voy calle arriba —dijo el conductor.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
—Esto estuvo bien, chico listo —dijo Max—. Eres
un verdadero caballerito.
—Sabía que le volaría los sesos —dijo Al desde la
cocina.
—No —dijo Max—, no se trata de eso. Chico listo
es amable. Es un chico amable. Me cae bien.
A las seis cincuenta y cinco George dijo: “No va a
venir”.
Dos personas más habían estado en la cafetería. Una
de las veces George pasó a la cocina y preparó un emparedado
de jamón y huevo “para llevar”, que un
hombre quería irse comiendo. Dentro de la cocina vio
a Al, su sombrero hongo echado hacia atrás; sentado
en un taburete junto a la ventanilla, con un rifle de
cañón recortado apoyado en el anaquel. Nick y el cocinero
estaban espalda con espalda en el rincón, una
toalla atada a la boca. George preparó el emparedado,
lo envolvió en papel encerado, lo puso en una bolsa, lo
sacó, el hombre pagó y se fue.
—Chico listo hace de todo —dijo Max—. Sabe cocinar
y demás cosas. Serás una esposa perfecta para alguna
muchacha, chico listo.
—¿En serio? —dijo George—, Su amigo, Ole Andreson,
no va a venir.
—Le daremos diez minutos más — dijo Max.
Max miraba el espejo y el reloj. Las manecillas del
reloj marcaron las siete en punto y luego las siete y
cinco.
—Oye, Al —dijo Max—, mejor no vamos. No va a
venir.
—Es mejor darle otros cinco minutos —dijo Al desde
la cocina.
En esos cinco minutos entró un hombre, y George le
explicó que el cocinero estaba enfermo.
—¿Por qué diablos no se consigue otro? —preguntó
el hombre—. ¿No es ésta una cafetería o qué? —y
salió.
—Vámonos, Al —dijo Max.
—¿Y qué con los dos chicos listos y el negro?
—No hay problema.
—¿Tú crees?
—Seguro. Ya acabamos.
—No me gusta —dijo Al—. Es un descuido. Hablas
demasiado.
—Oh, qué diablos —dijo Max—. Tenemos que entretenernos,
¿no es cierto?
—De cualquier modo, hablas demasiado —dijo Al.
Salió de la cocina. Los cañones recortados del rifle
hacían un bulto ligero bajo la cintura del sobretodo
demasiado ajustado. Se arregló el abrigo con las manos
enguantadas.
—Hasta luego, chico listo —dijo a George—. Eres
muy suertudo.
—Es la pura verdad —dijo Max—. Debieras apostar
a las carreras, chico listo.
Los dos salieron por la puerta. A través de la ventana,
George los observó pasar bajo la luz del poste y
cruzar la calle. Con sus sobretodos tirantes y sus
sombreros de hongo, parecían una pareja de vodevil.
George entró a la cocina por la puerta de vaivén y desató
a Nick y al cocinero.
—No quiero saber nada más de esto —dijo Sam, el
cocinero—. No quiero saber nada más de esto.
Nick se puso de pie. Nunca antes había tenido una
toalla en la boca.
—Pero oye —dijo—, qué importa —intentaba olvidarlo
con una balandronada.
—Iban a matar a Ole Andreson —dijo George—.
Iban a dispararle cuando entrara a comer.
—¿Ole Andreson?
—Claro.
El cocinero se palpó las comisuras de la boca con
los pulgares.
—¿Ya se fueron? —preguntó.
—Sí —dijo George—, se fueron ya.
—Esto no me gusta —dijo el cocinero—, no me
gusta pero ni tantito.
—Oye —dijo George a Nick—, es mejor que busques
a Ole Andreson.
—Está bien.
—Es mejor que no te enredes en esto —dijo Sam, el
cocinero—. Es mejor quedarse fuera.
—No vayas si no quieres —dijo George.
—Mezclarte en esto no te va a llevar a ninguna parte
—dijo el cocinero—. Quédate fuera.
—Voy a buscarlo —dijo Nick a George—. ¿Dónde
vive?
El cocinero se alejó.
—Estos muchachitos, siempre seguros de lo que
quieren hacer —dijo.
—Vive allá en la pensión Hirsch —dijo George a
Nick.
—Voy allí entonces.
Afuera, la luz del poste brillaba a través de las ramas
desnudas de un árbol. Nick caminó calle arriba junto a
los rieles del tranvía, y en el siguiente poste dio vuelta
en una calle lateral. A tres casas estaba la pensión
Hirsch. Nick subió los dos escalones y pulsó el timbre.
Una mujer vino a la puerta.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Quiere verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer un tramo de escaleras y hasta
el final del corredor. La mujer llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien quiere verlo, señor Andreson —dijo la
mujer.
—Es Nick Adams.
—Adelante.
Nick abrió la puerta y entró al cuarto. Ole Andreson
yacía en la cama con la ropa puesta. Había peleado por
el campeonato de los pesados y era demasiado largo
para la cama. Yacía con la cabeza sobre dos almohadones.
No miró a Nick.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Estaba en Henry’s —dijo Nick—, cuando entraron
dos tipos y me ataron con el cocinero, y dijeron
que iban a matarlo a usted.
Sonaba tonto al decirlo. Ole Andreson nada dijo.
—Nos encerraron en la cocina —continuó Nick—.
Iban a dispararle cuando llegara a cenar.
Ole Andreson miraba la pared sin decir nada.
—George pensó que lo mejor era venir y contárselo.
—No hay nada que pueda hacer al respecto —dijo
Ole Andreson.
—Puedo decirle cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson.
Miraba la pared—. Gracias por venir a contármelo.
—No tiene importancia.
Nick miraba al hombrón que yacía en la cama.
—¿No quiere que vaya con la policía?
—No —dijo Ole Andreson—, de nada serviría.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudar?
—No, no hay nada en lo que puedas ayudar.
—Tal vez era puro teatro.
—No, no era puro teatro.
Ole Andreson se volvió hacia la pared.
—Lo único curioso —dijo, hablando hacia la pared—,
es que no puedo decidirme a salir. He estado
aquí todo el día.
—¿Y si se fuera del pueblo?
—No —dijo Ole Andreson—, ya me cansé de estar
huyendo.
Miró a la pared.
—No hay nada que se pueda hacer ya.
—¿No podría resolverlo de algún modo?
—No. Metí la pata —hablaba con la misma voz
neutra—. No hay nada que se pueda hacer. Dentro de
un rato me decidiré a salir.
—Mejor regreso con George —dijo Nick.
—Hasta luego —dijo Ole Andreson. No miró en
dirección a Nick—. Gracias por venir.
Nick salió. Al cerrar la puerta, vio a Ole Andreson
con la ropa puesta, en la cama y mirando la pared.
—Se ha estado en el cuarto todo el día —dijo la casera
en la planta baja—. Supongo que no se siente bien.
Le dije: señor Andreson, debería salir y darse un paseíto
en un día otoñal tan agradable como éste. Pero no se
le antojaba.
—No quiere salir.
—Lamento que no se sienta bien —dijo la mujer—.
Es un hombre de lo más bondadoso. Estuvo en el ring,
sabe.
—Sí, lo sé.
—No se adivinaría excepto por cómo tiene la cara
—dijo la mujer. Hablaban justo en el umbral de la
puerta externa—. Es tan amable.
—Bien, pues buenas noches, señora Hirsch —dijo
Nick.
—No soy la señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella
es la dueña. Yo simplemente me encargo del lugar.
Soy la señora Bell.
—Bien, pues buenas noches, señora Bell —dijo
Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina
iluminada por el poste, y luego a lo largo de los rieles
del tranvía hasta la cafetería Henry’s. George estaba
dentro, tras la barra.
—¿Viste a Ole?
—Sí —dijo Nick—. Está en su cuarto y no quiere
salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina al oír la voz
de Nick.
—No quiero ni escucharlo —dijo y cerró la puerta.
—¿Le contaste lo ocurrido? —preguntó George.
—Seguro. Se lo dije, pero ya sabía de qué se trataba.
—¿Qué piensa hacer?
—Nada.
—Lo matarán.
—Supongo que sí.
—Debe haberse enredado en algo allá en Chicago.
—Supongo.
—Es tremendo.
—Es terrible —dijo Nick.
Nada dijeron. George se agachó por un trapo y limpió
la barra.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
—Traicionar a alguien. Por eso los matan.
—Me voy a ir de este pueblo— dijo Nick.
—Sí —dijo George—, conviene que lo hagas.
—No soporto el imaginarla esperando en el cuarto,
sabiendo que va a llegarle. Es demasiado terrible.
—Bueno —dijo George—, no le des demasiadas
vueltas.

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