Fui a verle. Era el gran poeta. El mejor poeta narrativo
desde Jeffers; aún no había cumplido los setenta y ya era famoso en todo el
mundo. Sus dos libros más conocidos quizá fuesen Mi pena es mejor que la
tuya, ¡ja! y El chicle que murió de tristeza. Había enseñado en
varias universidades, había ganado todos los premios, incluido el Nobel.
Bernard Stachman.
Subí las escaleras de la YMCA. El señor Stachman vivía en
la habitación 223. Llamé. «¡PASE, COÑO, PASE!», gritó alguien desde dentro.
Abrí la puerta y entré. Bernard Stachman estaba en la cama. Flotaba en el aire
un olor a vómito, vino, orines, mierda y alimentos podridos. Sentí náuseas.
Corrí al cuarto de baño, vomité; luego salí.
—Señor Stachman —dije—. ¿Por qué no abre una ventana?
—Buena idea. Y nada de «señor Stachman», mierda, me llamo
Barney.
Estaba impedido. Tras un gran esfuerzo, logró incorporarse
en la cama y aposentarse en la silla que había al lado.
—Ahora, listo para una buena charla —dijo—. Era lo que
estaba esperando.
Junto a su codo, en la mesa, había una jarra de un galón de
tinto italiano llena de cenizas de cigarrillos y polillas muertas. Aparté la
vista, luego miré otra vez. Tenía la jarra en la boca, pero la mayor parte del
vino se le derramaba por la camisa y los pantalones. Bernard Stachman posó la
jarra.
—Exactamente lo que necesitaba.
—Debía utilizar un vaso —dije—. Es más cómodo.
—Sí, creo que tiene razón.
Miró a su alrededor. Había unos cuantos vasos sucios y me
pregunté cuál escogería. Escogió el que le quedaba más cerca. El fondo del vaso
estaba cubierto por una sustancia amarillenta, endurecida. Parecían restos de
pollo con fideos. Escanció el vino. Luego, alzó el vaso y lo vació.
—Sí, esto es mucho mejor. Veo que ha traído una cámara.
Supongo que querrá hacerme fotos.
—Sí —dije.
Me acerqué a la ventana, la abrí y respiré aire fresco.
Llevaba días lloviendo y el aire estaba límpido y fresco.
—Oiga —dijo—, hace horas que tengo ganas de mear. Tráigame
una botella vacía.
Había varias botellas vacías. Le acerqué una. El pantalón
no tenía cremallera, sino botones, y sólo tenía abrochado el de más abajo,
porque no le cabía en el cuerpo. Hurgó en la bragueta, se sacó el pajarito y
puso el capullo en la boca de la botella. En cuanto empezó a orinar, el
pajarito se tensó y empezó a cabecear, esparciendo la orina por todas partes...
por la camisa, los pantalones y la cara; increíblemente, el último chorro fue a
darle en la oreja izquierda.
—Es una mierda esto de no poder valerse —dijo.
—¿Cómo fue? —pregunté.
—¿Cómo fue el qué?
—El quedarse así, impedido.
—Mi mujer. Me pasó por encima, con el coche.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Dijo que no podía soportarme más.
No dije nada. Tomé un par de fotos.
—Tengo fotos de mi mujer. ¿Quiere ver fotos de mi mujer?
—Sí, claro.
—El álbum de fotos está allá, encima de la nevera.
Me acerqué, lo cogí, me senté. Sólo había fotografías de
zapatos de tacón alto y esbeltos tobillos de mujer, piernas cubiertas de medias
de nylon, ligueros, pantys y toda clase de piernas. En algunas páginas había
pegados anuncios del mercado de carne: Redondo de ternera, 69 centavos la
libra. Cerré el álbum.
—Cuando nos divorciamos —dijo—, me los dio.
Bernard buscó bajo la almohada de la cama y sacó un par de
zapatos de tacón alto, unos zapatos de largos tacones de aguja. Los había hecho
cubrir con una capa de bronce. Los colocó en la mesita de noche. Se sirvió otro
trago.
—Duermo con esos zapatos —dijo—. Hago el amor con ellos y
luego los lavo.
Tomé algunas fotos más.
—Oiga, ¿quiere una foto? Esta es una buena foto.
Se desabrochó el único botón de la bragueta. No llevaba
calzoncillos. Cogió el tacón del zapato y se lo metió por el trasero.
—Así. Saque una así.
Hice la foto.
Le resultaba difícil mantenerse en pie, pero lo logró
apoyándose en la mesita.
—¿Sigue escribiendo, Barney?
—Yo escribo siempre, coño.
—¿Y sus admiradoras no le interrumpen en su trabajo?
—Bueno, sí, a veces, las mujeres me encuentran. Pero no se
quedan mucho.
—¿Se venden sus libros?
—Hombre, recibo cheques por mis derechos de autor.
—¿Qué aconseja usted a los escritores jóvenes?
—Que beban mucho, que jodan mucho y que fumen muchos
cigarrillos.
—¿Y qué aconseja a los escritores de más edad?
—Si siguen aún con vida, no necesitan consejos.
—¿Cuál es el impulso que le mueve a crear un poema?
—¿Y usted, por qué caga?
—¿Qué piensa usted de Reagan y del paro?
—No pienso en Reagan ni en el paro. Todo eso me aburre.
Como los viajes espaciales. Y la liga de béisbol.
—¿Cuáles son sus preocupaciones, entonces?
—Las mujeres modernas.
—¿Las mujeres modernas?
—No saben vestir. Llevan unos zapatos espantosos.
—¿Qué piensa usted del movimiento de liberación de la
mujer?
—Si ellas están dispuestas a trabajar lavando coches,
empujando el arado, cazando a dos tipos que acaben de asaltar una licorería, o
limpiando alcantarillas, si están dispuestas a dejar que les rebanen las tetas
de un tiro en el ejército, yo estoy dispuesto a quedarme en casa fregando los
platos y a aburrirme quitando pelusilla de la alfombra.
—¿Pero no cree usted que tienen cierta razón en sus
reivindicaciones?
—Por supuesto.
Stachman se sirvió otro trago. Incluso bebiendo del vaso, parte
del vino se le derramaba por la barbilla y le bajaba hasta la camisa. Olía como
un hombre que llevara meses sin bañarse.
—Mi esposa —dijo—, aún estoy enamorado de ella. Déme el
teléfono, por favor.
Le di el teléfono. Marcó un número.
—¿Claire? ¿Oye, Claire...? —Colgó.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Lo de siempre. Colgó. Oiga, vámonos de aquí, vámonos a un
bar. Llevo demasiado tiempo en esta maldita habitación. Necesito salir.
—Pero es que está lloviendo. Hace una semana que está
lloviendo. Las calles están inundadas.
—Eso a mí no me importa. Quiero salir. Lo más probable es
que en este momento, ella esté jodiendo con un tipo. Probablemente tenga
puestos los zapatos de tacón. Yo no le dejaba nunca quitárselos.
Ayudé a Bernard Stachman a enfundarse un viejo abrigo
marrón. Le faltaban todos los botones. Estaba tieso de mugre. No era un abrigo
de Los Angeles. Era grueso y pesado, debía proceder de Chicago o de Denver, y
debía datar de los años treinta.
Luego, cogimos las muletas y bajamos laboriosamente la
escalera. Bernard llevaba una botella de moscatel en un bolsillo. Llegamos a la
entrada y me aseguró que podía cruzar solo la acera y subir al coche. Mi coche
estaba aparcado a cierta distancia del bordillo.
Cuando corría dando la vuelta al coche para entrar por el
otro lado, oí un grito y a continuación un chapoteo. Estaba lloviendo, llovía
mucho. Di otra vez corriendo la vuelta; Bernard se las había arreglado para
caerse y quedar encajado en el suelo entre el coche y el bordillo. El agua le
corría por encima. Estaba sentado y el agua le desbordaba, le cubría los
pantalones, le daba en los costados; las muletas flotaban torpemente en su
regazo.
—No se preocupe —dijo—. Váyase y déjeme.
—Pero, por Dios, Barney.
—En serio. Váyase. Déjeme. Mi mujer no me quiere.
—No es su mujer, Barney. Están divorciados.
—A otro perro con ese hueso.
—Vamos, Barney, le ayudaré a levantarse.
—No, no. No se moleste. Se lo digo en serio. Usted váyase.
Emborráchese sin mí.
Le levanté, abrí la portezuela y le coloqué en el asiento
delantero. Estaba empapado. El agua le caía a chorros. Luego rodeé el coche y
me coloqué al volante, a su lado. Barney destapó la botella de moscatel, bebió
un trago y me la pasó. Bebí un trago. Luego, puse el coche en marcha y salí,
mirando por el parabrisas, entre la lluvia, buscando un bar en el que
pudiéramos entrar y no vomitar en cuanto le echáramos una ojeada al hediondo
urinario.
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