Oí cómo pasaban los coches de caballos ante la verja del jardín, a
veces los veía también a través del casi estático follaje. ¡Cómo crujía la
madera bajo los rigores del verano en sus radios y troncos! Había trabajadores
que venían de los campos y reían que era una vergüenza.
Yo estaba sentado en mi pequeño columpio; en ese preciso instante
descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres.
Ante la verja no había descanso. Acababan de cruzar niños con
paso rápido; carros con grano sobre los que iban hombres y mujeres
encima de gavillas y que oscurecían a su alrededor los arriates; por la
noche vi pasear lentamente a un señor con bastón, así como a dos
muchachas que, cogidas del brazo, iban a su encuentro, pisando el césped
mientras se saludaban.
Luego revolotearon pájaros como si fueran llamaradas, yo los
seguí con la vista, vi cómo ascendían en un suspiro, hasta que ya no
creí que subían, sino que yo caía, y me así fuertemente de las cuerdas
por debilidad cuando comencé a balancearme ligeramente. Pronto me
balanceé con más fuerza, cuando el viento soplaba más frío y, en vez de
aparecer pájaros en el cielo, aparecían estrellas reverberantes.
Recibí la cena a la luz de la vela. A menudo apoyaba ambos brazos
sobre la tabla y, ya cansado, daba bocados al pan. Las cortinas, rasgadas
en muchos puntos, se henchían con el viento cálido y, a veces, uno de
los que pasaba las sujetaba con fuerza cuando quería verme mejor y
hablar conmigo. Normalmente la vela se apagaba pronto y los mosquitos
revoloteaban todavía un rato a su alrededor, en la oscuridad surcada
por el humo. Si alguien se dirigía a mí desde la ventana, lo miraba
como si mirase a la montaña o al aire, y tampoco él mostraba mucho
interés en una respuesta.
Saltaba alguno sobre el antepecho de la ventana y anunciaba que
los demás ya se encontraban ante la casa, entonces me levantaba, aunque
suspirando.
«No, ¿por qué suspiras así? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguna desgracia
especial e irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está realmente
todo perdido?»
Nada estaba perdido. Corrimos hasta la parte delantera de la casa.
«¡Gracias a Dios, por fin habéis llegado! ¡Casi siempre llegas demasiado
tarde!» «¿Por qué yo?» «Precisamente tú, permanece en casa si no quieres
venir. ¡Sin misericordia!» «¿Qué? ¿Sin misericordia? ¿De qué hablas?»
Atravesamos la noche con la cabeza. No había tiempo diurno ni
nocturno. Pronto comenzaron a rozarse los botones de nuestros chalecos
como si fueran dientes y, con fuego en la boca, como animales en
los trópicos, corrimos una distancia que permaneció invariable. Como
los coraceros en guerras pasadas, dando fuertes pisadas y bien alto en el
cielo, bajamos la corta calle, uno al lado del otro, y con el mismo ímpetu
en las piernas, subimos la carretera. Algunos penetraron en las cunetas;
apenas habían desaparecido ante el oscuro talud, aparecían como
gente extraña arriba del todo, en la senda, y miraban hacia abajo.
«¡Ven hacia abajo!» «¡Ven primero hacia arriba!» «¿Para que nos
empujéis hacia abajo?, ni pensarlo, todavía tenemos dos dedos de frente
». «¡Así sois de cobardes, queréis decir! ¡Atreveos a subir, atreveos!»
«¿Sí? ¿Vosotros? ¿Precisamente vosotros nos queréis echar abajo? No
sois capaces».
Atacamos, pero fuimos rechazados, y nos echamos por propia
voluntad en el césped de las cunetas. Todo estaba templado de un modo
uniforme, no sentíamos calor ni frío en la hierba, sólo cansancio.
Si nos apoyábamos sobre el costado derecho y poníamos la mano
bajo la oreja, nos hubiera gustado dormir. Es cierto que se quería hacer
un nuevo esfuerzo y elevar la barbilla, pero para caer en una cuneta
todavía más profunda. Luego, colocando el brazo atravesado hacia
adelante y las piernas oblicuas, queríamos arrojarnos contra el viento
para, así, caer de nuevo con seguridad en una cuneta aún más profunda.
Y nadie quería dejar de hacerlo.
Apenas se pensaba en cómo podría alguien estirarse en la última
cuneta para dormir, sobre todo qué se podría hacer con las rodillas;
simplemente yacíamos sobre la espalda, como un enfermo presto a llorar.
Se pestañeaba cuando un joven, con los codos en las caderas y
oscuras suelas saltaba sobre nosotros desde el talud hacia la calle.
Ya se podía ver la luna, un coche postal pasó de largo con su luz.
Se levantó un ligero viento, también percibido en las cunetas, y el bosque,
en las cercanías, comenzó a susurrar. Entonces no importaba
mucho estar solo.
«¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡Todos juntos! ¿Por qué te escondes?
¡Deja de hacer tonterías! ¿No sabéis que el coche postal ya ha pasado?»
«¡Pero, no!, ¿ya ha pasado?» «Naturalmente, ha pasado mientras tú
dormías». «¿Que yo dormía? ¡Nada de eso!» «Cállate, se te nota a la
legua». «Pero, por favor». «¡Ven!»
Corrimos juntos y unidos, algunos se cogieron de las manos, la
cabeza no se podía mantener lo suficientemente elevada, ya que se iba
hacia abajo. Uno dio un grito de guerra indio y nuestras piernas cogieron
un galope como nunca. Al saltar, el viento nos alzaba por las caderas.
Nada podría habernos detenido. Alcanzamos tal ritmo en la carrera
que al adelantar cruzábamos tranquilamente los brazos y nos
podíamos mirar.
Nos detuvimos en el puente sobre el torrente. Los que habían
seguido, regresaron. El agua, abajo, golpeaba las rocas y las raíces como
si no fuera ya noche avanzada. No había ningún motivo que impidiera
saltar sobre la barandilla del puente.
Tras la maleza, en la lejanía, surgía un tren convoy, con todos los
compartimientos iluminados y las ventanas bajadas. Uno de nosotros
comenzó a cantar una canción de moda, pero todos queríamos cantar.
Cantamos mucho más deprisa cuando el tren pasó y balanceamos los
brazos, ya que la voz no bastaba. Alcanzamos con nuestras voces una
densidad en la que nos sentimos bien. Cuando se mezcla la voz con la
de otros es como si se nos hubiera capturado con un anzuelo.
Así cantamos, con el bosque a nuestras espaldas y los ya lejanos
viajeros en los oídos. Los adultos estaban todavía despiertos en el bosque,
las madres preparaban las camas para la noche.
Ya era tiempo. Besé al que estaba a mi lado, a los tres más próximos
les alcancé la mano, comencé a desandar el camino, ninguno me
llamó. Llegado al primer cruce, donde ya no me podían ver, me desvié
y marché de nuevo por senderos a través del bosque. Pretendía ir a la
ciudad en el sur, de la que se dice en nuestro pueblo:
«¡Allí hay gente, pensad, que nunca duerme!
¿Y por qué no?
Porque nunca se cansan.
¿Y por qué no?
Porque están locos.
¿No se cansan acaso los locos?
¡Cómo podrían cansarse los locos!»
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