Ser gigoló es una
experiencia muy extraña, sobre todo si no eres profesional.
La casa tenía dos plantas. Comstock vivía con Lynne en la
planta de arriba. Yo vivía con Doreen en la planta de abajo. La casa estaba en
un sitio muy guapo, al píe de Hollywood Hills. Las dos damas eran ejecutivas,
tenían trabajos muy bien pagados. La casa estaba provista de buen vino, buenos
alimentos y un perro de culo raído. Había también una sirvienta negra, grande,
Retha, que se pasaba casi todo el tiempo en la cocina, abriendo y cerrando la
puerta de la nevera.
Cada mes llegaban las revistas adecuadas en la fecha
prevista, pero Comstock y yo no las leíamos. Lo único que hacíamos era andar
por allí tumbados, luchando contra la resaca, esperando que llegara la noche,
cuando las damas nos darían vino y cena, que cargarían a sus respectivas
cuentas de gastos.
Comstock decía que Lynne era la importante productora
cinematográfica de unos grandes estudios. Comstock llevaba boina, pañuelo de
seda, un collar de turquesas, barba, y tenía unos andares sedosos. Yo era un
escritor atascado con la segunda novela. Tenía vivienda propia en un edificio
de apartamentos destartalado y cochambroso de Hollywood Este. Pero apenas iba
por allí.
Mi medio de transporte era un Comet del 62. La señorita de
la casa de enfrente se ponía furiosa con mi viejo cacharro. Tenía que aparcarlo
delante de su casa, porque era una de las pocas zonas llanas de los alrededores
y mi coche no podía arrancar cuesta arriba. A duras penas arrancaba en llano; y
yo tenía que darle al pedal y a la puesta en marcha una y otra vez y el humo salía
en nubarrones por debajo del coche y el estruendo era incesante y horroroso. La
dama empezaba a gritar como si hubiera enloquecido. Era una de las pocas
ocasiones en que me avergonzaba de ser pobre. Allí sentado, dándole al pedal y
rezando para que el Comet del 62 arrancara, e intentando ignorar los gritos
furiosos que daba la mujer desde su casa de puta madre. Yo le daba y le daba al
pedal. El coche arrancaba, andaba unos metros y se paraba.
—¡Quite ese cacharro asqueroso de delante de mi casa o
llamo a la policia!
Luego, empezaba con largos y enloquecidos alaridos. Por
último, salía en quimono; era una jovencita rubia, guapa, pero al parecer
estaba completamente loca. Se acercaba corriendo a la puerta del coche dando
gritos y se le salía un pecho. Se lo metía y se le salía el otro. Luego,
asomaba una pierna por el quimono.
—Por favor, señora —le decía yo—, estoy intentándolo.
Por fin, conseguía que el coche se pusiera en marcha y ella
se quedaba allí plantada en el centro de la calle con los pechos al aire,
gritando:
—¡No
vuelva a aparcar aquí su coche jamás, jamás, jamás!
En ocasiones como ésta era cuando yo consideraba la
posibilidad de buscar trabajo. Sin embargo, Doreen, mi dama, me necesitaba.
Tenía problemas con el chico de las bolsas, en el supermercado. Yo la
acompañaba, me plantaba a su lado y le daba sensación de seguridad. Ella era
incapaz de hacerle frente sola y siempre acababa tirándole un puñado de uvas en
la cara o quejándose de él al encargado o escribiendo una carta de seis folios
al propietario del super. Yo podía manejar perfectamente al chico de las
bolsas. Hasta me resultaba agradable, sobre todo por aquella habilidad suya de
abrir una gran bolsa de papel, con un simple y gracioso giro de muñeca.
Mi primera reunión informal con Comstock fue más que
interesante. Hasta entonces, sólo habíamos charlado con la copa en la mano, con
nuestras damas, por la noche.
Una mañana, estaba yo en la primera planta, en
calzoncillos, haraganeando. Doreen se había ido a trabajar. Yo estaba planteándome
la posibilidad de vestirme y acercarme a mi casa a recoger la correspondencia.
Retha, la sirvienta, estaba acostumbrada a verme en calzoncillos.
—Amigo —decía—, qué piernas tan blancas tienes. Parecen
patas de pollo. ¿Es que nunca tomas el sol?
La cocina estaba en la planta de abajo. Supongo que
Comstock tenía hambre. Entramos al mismo tiempo. El llevaba una camiseta blanca
de manga corta, vieja, con una mancha de vino en la pechera. Serví café y Retha
se ofreció a freímos huevos con bacon. Comstock se sentó.
—Y bien —le dije—, ¿hasta cuándo crees tú que podremos
seguir engañándolas?
—Por mucho tiempo. Necesito un descanso.
—Creo que yo también aguantaré.
—Vaya par de cabrones que estáis hechos —dijo Retha.
—Que no se vayan a quemar esos huevos —dijo Comstock.
Retha nos sirvió zumo de naranja, tostadas y huevos con
bacon. Se sentó y comió con nosotros, leyendo Playgirl.
—Es que acabo de salir de un matrimonio fatal, algo
horroroso —dijo Comstock—. Necesito un descanso largo, muy largo.
—Hay mermelada de fresa para las tostadas —dijo Retha—.
Probad un poco de mermelada de fresa.
—Háblame de tu matrimonio —le dije a Retha.
—Bueno. Yo me agencié un mangante, un inútil jugador de
billar que no sabe hacer nada...
Retha nos explicó todo el asunto, terminó el desayuno, se
fue al piso de arriba y empezó a pasar la aspiradora. Entonces, Comstock me
contó lo de su matrimonio.
—Antes de casarnos, todo iba bien. Ella me exhibía todos
sus triunfos; pero siempre en la manga escondía una carta que no me dejaba ver.
Yo diría que era algo más que una carta.
Comstock tomó un sorbo de café.
—Tres días después de la ceremonia, llegué a casa y ella se
había comprado unas minifaldas. Nunca había visto yo minifaldas tan cortas. En
mi vida. Y entré en casa, y allí estaba ella sentada, acortándolas. «¿Qué estás
haciendo?», le pregunté. Y ella dijo: «Estos malditos chismes, son demasiado
largos. Me gusta llevarlas sin bragas. Me gusta ver que los hombres me miran el
trasero cuando me bajo de los taburetes de los bares y cosas así.»
—¿Te salió con una carta así, de pronto?
—Bueno, la verdad es que podría haberlo imaginado. Un par
de días antes de la boda la llevé a conocer a mis padres. Llevaba un severo
vestido, y mis padres le dijeron que les encantaba. Ella dijo: «Os gusta el
vestido, ¿eh?», y se levantó el vestido y les enseñó las bragas.
—Supongo que te parecería encantador.
—En cierto modo sí. En fin, el hecho es que empezó a andar
por ahí con minifalda y sin bragas. Las minifaldas eran tan cortas que si se
agachaba un poco podías verle el ojo del culo.
—¿Y a los hombres les gustaba?
—Supongo. Cuando entrábamos en algún sitio, la miraban; y
luego me miraban a mí. Se quedaban pensando cómo podría ir alguien con aquello
del bracete.
—Bueno, cada quisquí hace lo que le parece. Qué demonios.
Un coño y un ojo de culo no son más que eso, lo que son. Tampoco hay que
exagerar.
—Sí, se puede pensar así, hasta que le toca la china a uno.
Salíamos de un bar, y nada más salir, ella decía: «Oye, ¿viste aquel calvo del
rincón? ¡Cómo me miraba el culo cuando me levanté! Apuesto a que se va a casa y
se la menea.»
—¿Quieres que te sirva otro café?
—Sí, bueno, y ponle un poco de whisky. Puedes llamarme Roger.
—De acuerdo, Roger.
—Una noche, volví a casa del trabajo y ella se había ido.
Había roto todos los cristales de las ventanas y todos los espejos. Había
escrito cosas como «¡Roger es una mierda!», «¡Roger es un lameculos!»,
«¡Roger bebe pis!». Todo escrito por las paredes. Y se había ido. Me dejó
una nota. Iba a coger el autocar para largarse a casa de su madre, a Texas.
Estaba preocupada. Su madre había estado diez veces en el manicomio. Su madre
la necesitaba. Eso decía la nota.
—¿Otro café, Roger?
—Sólo whisky. Bajé a la estación de autobuses y allí estaba
ella con la minifalda, enseñando el culo, y dieciocho tipos dando vueltas a su
alrededor, todos empalmados. Me senté a su lado y se echó a llorar. «¡Un negro
de mierda —me dice— afirma que puedo ganar mil dólares a la semana si hago lo
que me diga! ¡Yo no soy una puta, Roger!»
Retha bajó las escaleras, abrió la nevera para buscar tarta
de chocolate y helado, entró en el dormitorio, encendió la tele, se tumbó en la
cama y se puso a comer. Era una mujer muy corpulenta, pero agradable.
—En fin —dijo Roger—, le dije que la quería y conseguimos
que nos devolvieran el dinero del billete. La llevé a casa. A la noche
siguiente, viene un amigo mío y va ella y se le acerca por detrás y le atiza en
la cabeza con un cucharón de madera. Así, sin avisar ni nada, de repente. Se le
acerca por detrás y le atiza. Cuando mi amigo se marchó, me explicó que todo se
le pasaría si la dejaba ir a una clase de cerámica los viernes por la noche.
Está bien, le digo. Pero nada. Empezó a atacarme a cuchillazos. Sangre por
todas partes. Mi sangre. En las paredes, en las alfombras. Era muy rápida, muy
ágil. Le interesa el ballet, yoga, hierbas, vitaminas, semillas, frutos secos y
toda esa mierda; lleva una Biblia en el bolso, la mitad de las páginas
subrayadas en tinta roja. Se acorta un par de centímetros todas las faldas. Y
de repente, una noche, estoy dormido y me despierto justo a tiempo. Me
despierto y la veo saltar a los pies de la cama, gritando, con un cuchillo en
la mano. Me giro y el cuchillo se clava quince centímetros en el colchón. Me
levanto, le atizo y la tiro contra la pared. Cae y dice: «¡Cobarde!
¡Asqueroso cobarde, pegarle a una mujer! ¡Eres un cobarde, cobarde!»
—Hombre, quizá no debiste pegarle —dije.
—Sí, claro. El caso es que me fui de casa e inicié los
trámites del divorcio. Pero no me libré de ella por eso. Se dedicaba a
seguirme. Una vez, estaba yo en la cola en un supermercado y apareció ella y se
puso a gritar: «¡Soplapollas asqueroso! ¡Marica!» Otro día, me arrinconó
en una lavandería. Yo estaba sacando la ropa de la lavadora y metiéndola en la
secadora. Y ella se plantó allí y se puso a mirarme sin decir nada. Dejé la
ropa, cogí el coche y me largué. Cuando volví, ella ya no estaba. Miré en la secadora
y estaba vacía. Se había llevado mis camisas, mis calzoncillos, pantalones,
toallas, sábanas, todo. Empecé a recibir cartas escritas con tinta roja, en las
que me contaba sus sueños. Siempre soñaba. No paraba de soñar. Y recortaba
fotos de revistas y escribía en ellas. Yo no lograba descifrar lo que escribía.
Una noche, estaba en casa sentado y apareció ella en la calle y empezó a tirar
piedras a la ventana y a gritar: «¡Roger Comstock es un mariquita!» Debieron
de oírla en tres manzanas a la redonda, por lo menos.
—Un rollo muy movido.
—Luego, conocí a Lynne, y me vine a vivir aquí. Me trasladé
a primera hora de la mañana. Ella no sabe que estoy aquí. Dejé el trabajo. Y
aquí estoy. Creo que sacaré al perro de Lynne a dar una vuelta. A ella le gusta
que lo haga. Cuando vuelve del trabajo, le digo: «Oye, Lynne, saqué al perro a
dar una vuelta.» Entonces ella sonríe. Le gusta.
—Bien —dije,
—¡Eh, Boner! —gritó Roger—. ¡Ven acá, Boner!
Aquella estúpida criatura de barriga fofa entró con la baba
colgando. Salieron los dos juntos.
Aguanté sólo otros tres meses. Doreen conoció a un tipo que
sabía tres idiomas y era egiptólogo. Yo volví a mi piso cochambroso de
Hollywood Este.
Un día, salía del dentista, casi un año después, y allí
estaba Doreen, entrando en el coche. Me acerqué y fuimos a un bar a tomar un
café.
—¿Qué tal la novela? —me preguntó.
—Sigue atascada —dije—. Creo que no conseguiré nunca acabar
esa hijaputa.
—¿Estás solo ahora? —me preguntó.
—No.
—Yo tampoco.
—Mejor.
—No es ninguna maravilla, pero puede aguantarse.
—¿Roger sigue con Lynne?
—Ella iba a largarle —me explicó Doreen—. Entonces él se
emborrachó y se cayó por el balcón. Se quedó paralítico de cintura para abajo.
La compañía de seguros le pagó cincuenta mil dólares. Entonces mejoró. Pasó de
las muletas al bastón. Ya puede salir a dar un paseo con Boner otra vez. Hace
poco, hizo unas fotos maravillosas de Olvera Street. Oye, tengo que irme. La
semana que viene me voy a Londres. Vacaciones de trabajo. ¡Todos los gastos
pagados! Adiós.
—Adiós.
Doreen se levantó, sonrió, salió, giró hacia el oeste y
desapareció. Alcé mi taza de café, tomé un sorbo, la posé. Sobre la mesa estaba
la cuenta. Un dólar ochenta y cinco. Tenía dos dólares, justo para la cuenta y
la propina. Cómo demonios iba a pagar al dentista era ya otro asunto.
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