El tres de abril de 1930, el último mes de su vida, Vladímir Maiakovski, poeta y revolucionario, tuvo el mismo sueño que desde hacía un año soñaba todas las noches.
Soñó que se encontraba en el metro de Moscú, en un tren que corría a una velocidad de vértigo. Él estaba fascinado por la velocidad, porque adoraba el futuro y las máquinas, pero ahora sentía unas enormes ganas de bajar y daba vueltas con insistencia a un objeto que llevaba en el bolsillo. Para calmar su ansiedad pensó en sentarse y escogió un asiento cerca de una viejecita vestida de negro que llevaba la bolsa de la compra. Cuando Maiakovski se sentó a su lado la viejecita dio un respingo asustada.
¿Tan feo soy?, pensó Maiakovski, y sonrió a la viejecita. Y al mismo tiempo le dijo: No tenga miedo, no soy más que una nube y no pretendo otra cosa que bajar de este tren.
Por fin el tren se detuvo en una estación cualquiera y Maiakovski bajó sin prestar atención. Entró en el primer lavabo que encontró y sacó el objeto que llevaba en el bolsillo. Era un trozo de jabón amarillo, como el que usan las lavanderas. Abrió el grifo y comenzó a frotarse concienzudamente las manos, pero la suciedad que le parecía sentir en las palmas no desaparecía. Entonces se volvió a meter el jabón en el bolsillo y salió al andén. La estación estaba desierta. Al fondo, bajo un gran cartel, había tres hombres que se dirigieron hacia él apenas lo vieron. Llevaban impermeables negros y sombreros de fieltro.
Policía política, dijeron los tres hombres al unísono, control de seguridad.
Maiakovski levantó los brazos y dejó que lo registraran.
¿Y esto qué es?, preguntó uno de los hombres con expresión despectiva, blandiendo el trozo de jabón.
No lo sé, dijo Maiakovski con orgullo, yo no sé nada de estas cosas, yo soy sólo una nube.
Esto es jabón, susurró con perfidia el hombre que lo interrogaba, y es evidente que tú te lavas las manos a menudo, el jabón está todavía mojado.
Maiakovski no respondió nada y se secó la frente bañada en sudor.
Ven con nosotros, dijo el hombre, y le agarró del brazo mientras los otros dos los seguían.
Subieron una escalinata y desembocaron en una gran estación al aire libre. Bajo la estación había un tribunal, con jueces vestidos de militares y un público de niños vestidos de colegiales.
Los tres hombres lo condujeron hasta el estrado de los acusados y depositaron el jabón ante uno de los jueces. El juez tomó un megáfono y dijo: Nuestros servicios de seguridad han sorprendido a un reo en flagrante delito, llevaba todavía en el bolsillo el instrumento de su despreciable actividad.
El público de colegiales coreó su desaprobación.
El reo queda condenado a la locomotora, dijo el juez, golpeando sobre el estrado con su martillo de madera.
Dos guardias avanzaron, desnudaron a Maiakovski y lo vistieron con una enorme blusa amarilla. Después lo condujeron hacia una locomotora resoplante conducida por un fogonero semidesnudo con aspecto ferino. Sobre la locomotora había un verdugo con capirote de verdugo que sostenía en la mano una fusta.
Ahora veremos lo que sabes hacer, dijo el verdugo, y la locomotora partió.
Maiakovski miró afuera y se dio cuenta de que estaban atravesando la gran Rusia. Inmensos campos y llanuras donde yacían en el suelo hombres y mujeres macilentos con grilletes en las muñecas.
Esta gente espera tus versos, dijo el verdugo, canta, poeta. Y lo azotó.
Y Maiakovski comenzó a recitar sus peores versos. Eran versos estentóreos de exaltación y de retórica. Y mientras los recitaba la gente levantaba los puños y lo maldecía y maldecía a su madre.
Entonces Vladímir Maiakovski se despertó y fue al baño para lavarse las manos.
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