domingo, octubre 21, 2012

EL FACTOR DIOS por JOSE SARAMAGO



En algún lugar de la India. Una fila de piezas de artillería en posición.
Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre.
En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y
va a dar orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los
disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá 'ver' cabezas y
troncos dispersos por el campo de tiro, restos sanguinolentos, vísceras,
miembros amputados. Los hombres eran rebeldes.
En algún lugar de Angola.
Dos soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que quizá no
esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza
del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una
segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los
soldados se ríen. El negro era un guerrillero
En algún lugar de Israel. Mientras algunos soldados israelíes inmovilizan a
un palestino, otro militar le parte a martillazos los huesos de la mano derecha.
El palestino había tirado piedras.
Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones
comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados con el
integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las
derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el
edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos. Los muertos,
enterrados entre los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan
por millares.
Las fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la
cara, las víctimas se nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la
agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al
principio, un episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica
más, realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de
efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes
aplastadas, de huesos triturados, de mierda.
El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la
estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí
estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger
una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover
una piedra, un trozo de pared,una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza
irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado.
Pero hasta esto mismo es repetitivo y
monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de
aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de
aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y
apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de
arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y
Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones
para retirar cadáveres como si se tratase de basura. Siempre tendremos que morir
de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las
peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la
más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella
que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en
nombre de Dios.
Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han
servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han
sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de
monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más
tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de
respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las
circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los
creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen
iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un
nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un
día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio
nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como
los otros, insultos descarados a una inteligencia y aun sentido común que tanto
trabajo nos costó conseguir.
Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo
respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha
permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más
horrendo y cruel.
Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una
organización terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que
deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso
connubio pactado entre la Religión y el Estado contra la libertad de conciencia
y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la
herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra
herejía significa.
Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha
existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para
colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego
justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria,
mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva
York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la
voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de
terror y sangre las páginas de la Historia.
Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se
deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el `factor
Dios´, ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor
de ella. No es un dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los billetes
de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados
Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el `factor Dios´ en lo que
se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade
Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra
las humillaciones.
Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde
ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos,
pobres dioses sin culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es terriblemente
igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la
religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las
puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo
que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un
hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
Al lector creyente (de cualquier creencia...) que haya conseguido soportar
la repugnancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se
pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le ruego que comprenda, con
el sentimiento, si no puede ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo
Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es el nombre que le han
enseñado a darle. Y que desconfíe del `factor Dios´.
No le faltan enemigos al espíritu humano, mas ese es uno de los más
pertinaces y corrosivos. Como ha quedado demostrado y desgraciadamente seguirá
demostrándose

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