domingo, octubre 21, 2012
LAS ODISEAS EN LA ODISEA por ITALO CALVINO
¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la
búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de
Itaca, el cantor Femio ya conoce los nostoi de los otros héroes; sólo le falta uno, el de
su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese
relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal,
Itaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde
hace muchos años.
Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero
no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica
aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de
las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro.
Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar
las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el
héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede
sustituirlo y seguir el relato.
Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como
Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide
a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y
Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que
cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo,
quizá-muy diferente. Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado:
preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones
«pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los
atridas (111, 160); Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso» (IV, 379)
y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo (390), con lo cual el Atrida
puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante
en peces» (470).
El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido
antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por
Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el
dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario
de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas
pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera
olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna
experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.
Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces
en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las
pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe
abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El
sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La
expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».
Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una
palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o
el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si
quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito,
«olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere
decir olvidar los poemas llamados nostoi, caballo de batalla de sus repertorios.
Sobre el tema «olvidar el futuro» escribí hace años algunas consideraciones que
concluían: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las
sirenas no es sólo el pasado o el futuro. La memoria sólo cuenta verdaderamente -para
los individuos, las colectividades, las civilizaciones- si reúne la impronta del pasado y el
proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin
dejar de ser, ser sin dejar de devenir».
A mi artículo siguieron uno de Edoardo Sanguineti y una cola de respuestas, mía y
suya. Sanguineti objetaba: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un
viaje de ¡da, sino un viaje de vuelta. Y entonces cabe preguntarse un instante,
justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es
entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él
tiende hacia una Restauración.
»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya
llegado a ser el del Ultimo Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado,
sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el
Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría
es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para
siempre».
En respuesta a Sanguineti, recordaba yo que «en el lenguaje de los mitos, como en el
de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara
errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como
la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de
conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido».
Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de
transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y
después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un
príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de
cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en
el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre
también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con
la princesa y llega a ser rey.
Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en
el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una
madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se
encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la
cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o
joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a
celebrar bodas principescas.
Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más
directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos
individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más
atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente. Pero pensándolo
bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan sólo una
ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la
novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o
de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un derecho
pisoteado, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la
fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un
punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época
moderna, desde la Revolución francesa en adelante.
En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo
pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su
reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles
caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una
sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.
¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Itaca como un
viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el
Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su
nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del
perro Argos, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de
señales perceptibles para un ojo animal.
Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí,
para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para
el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que
equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A
estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los
enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence
también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.
A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Itaca no reconoce su patria. Tendrá que
intervenir Atenea para garantizarle que Itaca es realmente Itaca. En la segunda mitad
de la Odisea, la crisis de identidad es general. Sólo el relato garantiza que los
personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero
también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo,
después al rival Antinoo y a la misma Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente:
las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él
dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosimil que el relato que él
mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la
«verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes
el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja
por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.
Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la
gran superchería del caballo? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones
de su personaje son dos flash-back de la guerra de Troya contados sucesivamente por
Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo
engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está
encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena,
incitándolos a hablar, los desenmascare.
(En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una
aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces
de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El Papel de Elena resulta
contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera,
también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la
tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par
un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades
de Ulises son también las de Penélope.)
Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso.
De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la
Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los
cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte
encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos),
contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión
psicológica, el crescendo dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino
y de la esposa asediados por los proceos. Aquí también se encuentran motivos
comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro
al arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo
y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las
apariciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.
Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo)
son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Romero las
confirma, y no sólo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y
que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del
cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino
atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto
origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica,
que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.
¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo
absolutamente opuesto. Antes de la Odisea (incluida la Iliada) Ulises siempre había
sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la Iliada, no tienen
aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y
encantamientos. Pero el autor de la Odisea tiene que mantener a Ulises alejado de la
casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex
compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra
geografía, aun mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan
en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el
autor de la Odisea recurre a tradiciones (estas sí, más arcaicas) como las empresas de
Jasón y los Argonautas.
Por tanto la novedad de la Odisea es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises
«con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, en
situaciones de un tipo de saga más arcaica, cuyas raíces han de buscarse «en el
mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y
xamánicas».
Aquí es donde el autor de la Odisea muestra, según Heubeck, su verdadera
modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico
era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero
además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor
y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de
sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en
que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre
está inmerso sin posibilidad de escape.»
Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una
hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una
Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien
haya sido el autor de la Odisea), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y
poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando
las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que
debería presentarse como la síntesis de toda la Odisea: «De muchos hombres vi las
ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta
hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...
Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado Ulises vuelve a
narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la Odisea el mito de todo
viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la
misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como
para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea
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