Los poetas no
inventan los poemas
El poema está en alguna parte ahí
detrás
Desde hace
mucho mucho tiempo está ahí
El poeta no hace sino descubrirlo
Jan Sjacel
1
Mi amigo Josef Skvorecky cuenta en uno de sus libros una historia real:
Un ingeniero praguense es
invitado a un coloquio científico en Londres. Va, participa en el debate y vuelve a Praga. Horas
después de su regreso coge en su oficina el Rude Pravo ‑periódico
oficial del Partido‑ y lee: Un ingeniero checo, delegado a un coloquio en
Londres, después de haber hecho ante la prensa occidental una declaración en la
que calumnia a su patria socialista, decidió permanecer en Occidente.
Una emigración ilegal, unida a semejante
declaración, no es ninguna tontería. Significaría unos veinte años de prisión. Nuestro ingeniero no puede dar
crédito a sus ojos. Sin embargo
el artículo se refiere a él, no cabe la menor duda. Su secretaria, al entrar en
su despacho, se asusta de verlo: ¡Dios mío!, dice, ¡ha vuelto! No es razonable;
¿ha leído lo que se ha escrito sobre usted?
El ingeniero vio el miedo en los ojos de su
secretaria. ¿Qué puede hacer? Acude de inmediato a la redacción de Rude
Pravo. Allí, encuentra al redactor responsable. Este se excusa,
efectivamente, este asunto es realmente desagradable, pero él, al redactar, no
tiene la culpa, recibió el texto del artículo directamente del Ministerio del
Interior.
El ingeniero se dirige entonces al Ministerio.
Allí, le dicen, sí, en efecto, se trata de un error, pero ellos, los del
Ministerio, no tienen nada que ver, recibieron el informe sobre el ingeniero
del servicio secreto de la embajada en Londres. El ingeniero pide una
rectificación. Le dicen, no, no se hacen rectificaciones, pero le aseguran que
nada le ocurrirá, que puede quedarse tranquilo.
Pero el ingeniero no está tranquilo. Por el
contrario, se da cuenta rápidamente de que es objeto de una estricta
vigilancia, de que su teléfono está intervenido y de que es seguido por la
calle. Ya no puede dormir, tiene pesadillas hasta que un día, no pudiendo
soportar la tensión, corre graves riesgos para abandonar ilegalmente el país.
Se ha convertido así en un auténtico emigrado.
2
La historia que acabo de contar es una de
ésas que sin vacilación deben llamarse kafkianas. Ese término, sacado de
una obra de arte, determinado únicamente por las imágenes de un novelista,
aparece como el único denominador común de las situaciones tanto literarias
como reales) que ninguna otra palabra es capaz de captar y para las que ni la
politología, ni la sociología, ni la psicología nos proporcionan la clave.
¿Qué es pues lo kafkiano?
Tratemos de describir algunos de sus
aspectos:
Primo:
El ingeniero es confrontado con el poder, que
tiene el carácter de un laberinto sin fin. Nunca alcanzará el final de
sus infinitos corredores y jamás llegará a saber quién formuló la sentencia
fatal. Está, por tanto, en la misma situación que Josef K. ante el tribunal o
el agrimensor K. ante el castillo. Están todos en un mundo que es una única
inmensa institución laberintica a la que no pueden sustraerse y a la que no
pueden comprender.
Antes de Kafka, los novelistas
desenmascararon con frecuencia las instituciones como lides en las que se
enfrentan distintos intereses personales o sociales. En Kafka, la institución
es un mecanismo que obedece a sus propias leyes programadas ya no se sabe por
quién ni cuándo, que no tienen nada que ver con los intereses humanos y que,
por lo tanto, son ininteligibles.
Secundo:
En el capítulo quinto de El castillo,
el alcalde del pueblo explica a K., con todo detalle, la larga historia de su
expediente. Abreviémosla: hace unos diez años llega del castillo a la alcaldía
la propuesta de contratar en el pueblo a un agrimensor. La respuesta escrita
del alcalde es negativa (nadie necesita a ningún agrimensor), pero se extravía
en otra oficina y, así, por el juego muy sutil de los malentendidos
burocráticos que se prolonga durante largos años, un día, por descuido, se le
envía realmente a K. la invitación, justo en el momento en que todas las
oficinas implicadas están liquidando la antigua propuesta, ya caduca. De modo
que, después de un largo viaje, K. ha llegado al pueblo por error. Más aún:
dado que no hay para él otro mundo posible que ese castillo con su pueblo, toda
su existencia no es sino un error.
En el mundo kafkiano, el expediente se
asemeja a la idea platónica. Representa la auténtica realidad, mientras la
existencia física del hombre no es más que el reflejo proyectado sobre la
pantalla de las ilusiones. En efecto, el agrimensor K. y el ingeniero praguense
no son más que sombras de sus fichas; son aún mucho menos que eso: son sombras
de un error en un expediente, es decir, sombras que no tienen siquiera derecho
a su existencia de sombra.
Pero, si la vida del hombre no es más que una
sombra y si la auténtica realidad se encuentra en otra parte, en lo
inaccesible, en lo inhumano y sobrehumano, entramos en la teología. Y, en
efecto, los primeros exégetas de Kafka explicaban sus novelas como una parábola
religiosa.
Esta interpretación me parece falsa (porque
ve una alegoría allí donde Kafka captó situaciones concretas de la vida humana)
aunque reveladora: dondequiera que el poder se deifique, éste produce
automáticamente su propia teología; donde quiera que se comporte como Dios,
suscita hacia él sentmientos religiosos; el mundo puede ser descrito con un
vocabulario teológico.
Kafka no escribió alegorías religiosas, pero
lo kafkiano (tanto en la realidad como en la ficción) es inseparable de
su aspecto teológico (o, más bien, pseudoteológico).
Tertio:
Raskolnikov no puede soportar el peso de su
culpabilidad y, para encontrar la paz, consiente voluntariamente en ser
castigado. Es la conocida situación en la que la falta busca el castigo.
En Kafka se invierte la lógica. El que es
castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan
insoportable que, para encontrar la paz, el acusado quiere hallar una
justificación a su pena: el castigo busca la falta.
El ingeniero praguense es castigado con una
intensa vigilancia policial. Este castigo reclama el crimen que no se cometió,
y el ingeniero acusado de haber emigrado acaba por emigrar realmente. El
castigo ha encontrado finalmente la falta.
Como no sabe de qué se le acusa, Josef K., en
el capítulo séptimo de El proceso, decide hacer examen de toda su vida,
de todo su pasado "hasta en sus menores detalles". La máquina de la
"autoculpabilización" se ha puesto en marcha. El acusado busca su
culpa.
Un día, Amalia recibe una carta obscena de un
funcionario del castillo. Sintiéndose ultrajada, la rompe. El castillo no
necesita siquiera censurar el comportamiento temerario de Amalia. El miedo (el
mismo que el ingeniero vio en los ojos de su secretaria) actúa espontáneamente.
Sin que nadie lo ordene, sin señal perceptible alguna por parte del castillo,
todo el mundo evita a la familia de Amalia como si estuviera apestada.
El padre de Amalia quiere defender a su
familia. Pero existe una dificultad: ¡no solamente el autor del veredicto es
inencontrable, sino que el veredicto mismo no existe! ¡Para poder recurrir,
para pedir el indulto, alguien tendría antes que haber sido inculpado! El padre
implora al castillo que proclame el crimen. Es pues quedarse corto decir que el
castigo busca la culpa. ¡En este mundo seudoteológico, el castigado suplica
que se le reconozca culpable!
Ocurre con frecuencia que un praguense de
hoy, caído en desgracia, no pueda encontrar empleo alguno. Pide, en vano, un
comprobante que demuestre que ha cometido una falta y que está prohibido darle
empleo. El veredicto es inencontrable. Y, como en Praga el trabajo es un deber
prescrito por la ley, acaba por ser acusado de parasitismo; esto quiere decir
que es culpable de sustraerse al trabajo. El castigo encuentra la falta.
Quarto:
La historia del ingeniero praguense tiene el
carácter de una historia divertida, de una broma; provoca la risa.
Dos señores cualesquiera (y no
"inspectores" como nos hace creer la traducción francesa) sorprenden
una mañana a Josef K. en su cama, le dicen que está detenido y se toman su
desayuno. K., cual funcionario bien disciplinado que es, en lugar de echarlos
de su apartamento, se defiende largamente ante ellos, en camisón. Cuando Kafka
leyó a sus amigos el primer capítulo de El proceso, todos rieron,
incluido el autor.
Philip Roth sueña con una pelicula basada en El
castillo: ve a Groucho Marx en el papel del agrimensor K. y a Chico y Harpo
en los de los dos ayudantes. Sí, tiene razón: lo cómico es inseparable de la
esencia misma de lo kafkiano.
Pero es un escaso consuelo para el ingeniero
saber que su historia es cómica. El ingeniero se encuentra encerrado en la
broma de su propia vida como un pez en un acuario: él no le encuentra la
gracia. En efecto, la broma sólo tiene gracia para los que se encuentran delante
del acuario; lo kafkiano, por el contrario, nos conduce al interior, a
las entrañas de la broma, a lo horrible de lo cómico.
En el mundo de lo kafkiano, lo cómico
no representa un contrapunto de lo trágico (lo tragicómico) como ocurre en
Shakespeare; no está ahí para hacer lo trágico más soportable gracias a la
ligereza del tono; no acompaña lo trágico, no, lo destruye antes de
que nazca privando así a las víctimas del único consuelo que les cabría aún
esperar: el que se encuentra en la grandeza (auténtica o supuesta) de la
tragedia. El ingeniero ha perdido su patria y todo el auditorio ríe.
3
Hay períodos en la historia moderna en los
que la vida se asemeja a las novelas de Kafka.
Cuando yo vivía todavía en Praga, cuántas
veces habré oído llamar a la secretaría del Partido (una casa fea y más bien
moderna) "el castillo". Cuántas veces habré oido mencionar al número
dos del Partido (un tal camarada Hendrych) con el apodo de Klamm (lo mejor era
que klam en checo significa "espejismo" o "engaño").
El poeta A., una gran personalidad comunista,
fue encarcelado tras un proceso estaliniano en los años cincuenta. En su celda
escribió una serie de poemas en los que se declaró fiel al comunismo a pesar de
todos los horrores que le habían sucedido. No se trataba de cobardia. El poeta
vio en su fidelidad (fidelidad a sus verdugos) la señal de su virtud, de su
rectitud. Los praguenses que tuvieron conocimiento de esos poemas los titularon
con hermosa ironía: La gratitud de Josef K.
Las imágenes, las situaciones e incluso
ciertas frases precisas sacadas de las novelas de Kafka formaban parte de la
vida de Praga.
Dicho lo cual, cabría la tentación de
concluir: las imágenes de Kafka están vivas en Praga porque son una
anticipación de la sociedad totalitaria.
Esta afirmación exige, sin embargo, una
corrección: Lo kafkiano no es una noción sociológica o politológica. Se
ha tratado de explicar las novelas de Kafka como una crítica de la sociedad
industrial, de la explotación, de la alienación, de la moral burguesa, es
decir, del capitalismo. Pero, en el universo de Kafka, no se encuentra casi
nada de lo que constituye el capitalismo: ni el dinero y su poder, ni el comercio,
ni la propiedad y los propietarios, ni la lucha de clases.
Lo kafkiano tampoco responde a la
definición del totalitarismo. En las novelas de Kafka no están ni el partido,
ni la ideología y su vocabulario, ni la política, ni la policía, ni el
ejército.
Parece pues más bien que lo kafkiano
representa una posibilidad elemental del hombre y de su mundo, posibilidad
históricamente no determinada, que acompaña al hombre casi eternamente.
Pero esta precisión no anula la pregunta:
¿cómo es posible que en Praga las novelas de Kafka se confundan con la vida, y
cómo es posible que en París las mismas novelas sean tomadas como la expresión
hermética del mundo exclusivamente subjetivo del autor? ¿Significa acaso esto
que esta virtualidad del hombre y de su mundo a la que se llama kafkiana
se transforma más fácilmente en destinos concretos en Praga que en París?
En la historia moderna hay tendencias que
producen lo kafkiano en la gran dimensión social: la concentración
progresiva del poder que tiende a divinizarse; la burocratización de la
actividad social que transforma todas las instituciones en laberintos sin
fin; la consiguiente despersonalización del individuo.
Los Estados totalitarios, en tanto que
concentración extrema de esas tendencias, han puesto en evidencia la estrecha
relación entre las novelas de Kafka y la vida real. Pero, si en Occidente no se
sabe ver este vínculo, no es únicamente porque la sociedad llamada democrática
es menos kafkiana que la de Praga de hoy. Es también, me parece, porque aquí se
pierde, fatalmente, el sentido de lo real.
Porque la sociedad llamada democrática conoce
también, en efecto, el proceso que despersonaliza y burocratiza; todo el
planeta se ha convertido en el escenario de este proceso. Las novelas de Kafka
son la hipérbole onírica e imaginaria y el Estado totalitario es la hipérbole
prosaica y material de ello.
Pero, ¿por qué fue Kafka el primer novelista
que captó estas tendencias, que, sin embargo, no se han manifestado en el
escenario de la Historia, en toda su claridad y brutalidad, hasta después de su
muerte?
4
Si uno no quiere dejarse engañar por
mistificaciones y leyendas, no encuentra huella importante alguna de los
intereses políticos de Franz Kafka; en este sentido, se distinguió de todos sus
amigos praguenses, de Max Brod, de Franz Werfel, de Egon Erwin Kisch, al igual
que de todas las vanguardias que, pretendiendo conocer el sentido de la
Historia, se complacían en evocar el rostro del futuro.
¿Cómo es pues que no sea la obra de éstos,
sino la de su solitario compañero, introvertido y concentrado en su propia vida
y en su arte, la que pueda considerarse hoy como una profecía sociopolítica y
que, por ello, esté prohibida en gran parte del planeta?
Un día pensé en este misterio, tras
presenciar un pequeño episodio en casa de una vieja amiga. Esta mujer, durante
los procesos estalinianos de Praga en l951, fue arrestada y juzgada por
crímenes que no había cometido. Por otra parte, centenares de comunistas se
encontraron, en la misma época, en idéntica situación que ella. Durante toda su
vida se habían identificado con su Partido. Cuando éste se convirtió de golpe
en su acusador, aceptaron, a instancias de Josef K., "examinar toda su
vida pasada hasta en el menor detalle" para encontrar la falta oculta y,
finalmente, confesar crimenes imaginarios. Mi amiga consiguió salvar la vida
porque, gracias a su extraordinario valor, se negó a ponerse, como todos sus
compañeros, como el poeta A., a "buscar su falta". Al negarse a
ayudar a sus verdugos dejó de ser utilizable para el espectáculo del proceso
final. Así, en lugar de ser ahorcada, fue solamente condenada a cadena
perpetua. Al cabo de quince años fue completamente rehabilitada y puesta en
libertad.
Detuvieron a esta mujer cuando su hijo tenía
un año. Al salir de la cárcel, volvió pues a encontrar a su hijo de dieciséis
años, y tuvo entonces la dicha de vivir con él una modesta soledad a dúo. Nada
más comprensible pues que su apasionado apego por él. Su hijo tenía ya
veintiséis años cuando, un día, fui a visitarles. Ofendida, contrariada, la
madre lloraba. El motivo era realmente insignificante: el hijo se había
levantado demasiado tarde por la mañana, o algo así. Dije a la madre:
"¿Por qué te pones nerviosa por semejante bobada? ¿Vale la pena llorar por
eso? ¡Exageras un poco!".
En lugar de la madre, me respondió el hijo:
"No, mi madre no exagera. Mi madre es una mujer magnífica y valiente. Ha sabido resistir cuando todos
fracasaban. Quiere que
yo sea un hombre honrado. Es verdad, me he levantado demasiado tarde, pero lo
que me reprocha mi madre es algo más profundo. Es mi actitud. Mi actitud
egoísta. Quiero ser tal como mi madre desea. Y se lo prometo ante ti".
Lo que el Partido nunca consiguió hacer con
la madre, la madre consiguió hacerlo con su hijo. Ella le forzó a identificarse
con la acusación absurda, a ir a "buscar la falta", a hacer una
confesión pública. Contemplé, estupefacto, esta escena de un miniproceso
estaliniano y comprendí de golpe que los mecanismos psicológicos que funcionan
en el interior de los grandes acontecimientos históricos (aparentemente
increíbles e inhumanos) son los mismos que los que rigen las situaciones
íntimas (absolutamente triviales y muy humanas).
5
La célebre carta que Kafka escribió y nunca
envió a su padre demuestra bien a las claras que es de la familia, de la
relación entre el hijo y él poder endiosado de los padres de donde Kafka sacó
su conocimiento de la técnica de la culpabilización, que se convirtió en
uno de los grandes temas de sus novelas. En La condena, relato
estrechamente ligado a la experiencia del autor, el padre acusa a su hijo y le
ordena ahogarse. El hijo acepta su culpabilidad ficticia, y va a tirarse al río
tan dócilmente como, más tarde, su sucesor Josef K., inculpado por una
organización misteriosa, se dejará degollar. La semejanza entre las dos
acusaciones, las dos culpabilizaciones y las dos ejecuciones revela la
continuidad que liga, en la obra de Kafka, el íntimo "totalitarismo"
familiar al de sus grandes visiones sociales.
La sociedad totalitaria, sobre todo en sus
versiones extremas, tiende a abolir la frontera entre lo público y lo privado;
el poder, que se hace cada vez más opaco, exige que la vida de los ciudadanos
sea siempre más transparente. Este ideal de vida sin secretos corresponde al de
una familia ejemplar: un ciudadano no tiene derecho a disimular nada ante el
Partido o el Estado, lo mismo queun niño no tiene derecho al secreto frente a
su padre o a su madre. Las sociedades totalitarias, en su propaganda, presentan
una sonrisa idílica: quieren parecer "una única gran familia".
Se dice con mucha frecuencia que las novelas
de Kafka expresan el deseo apasionado de la comunidad y del contacto humano; al
parecer, el ser desarraigado que es K. no tiene más que un fin: superar la
maldición de su soledad. Ahora bien, esta explicación no solamente es un
cliché, una reducción del sentido, sino un contrasentido.
El agrimensor K. no va en absoluto a la
conquista de las gentes y de su calurosa acogida, no quiere convertirse en
"el hombre entre los hombres" como el Orestes de Sartre; quiere ser
aceptado, no por una comunidad, sino por una institución. Para lograrlo, debe
pagar un alto precio: debe renunciar a su soledad. Y he aquí su infierno: nunca
está solo, los dos ayudantes enviados por el castillo le siguen sin cesar.
Asisten a su primer acto de amor con Frida, sentados en el mostrador del café
por encima de los amantes, y, desde ese momento, ya no abandonan su cama.
¡No la maldición de la soledad sino la soledad
violada, ésta es la obsesión de Kafka!
Karl Rossmann es molestado permanentemente
por todo el mundo; le venden la ropa; le quitan la única foto de sus padres; en
el dormitorio, al lado de su cama, unos muchachos boxean y de vez en cuando,
caen sobre él; Robinson y Delamarche, dos golfos, le obligan a vivir con ellos
en su casa de tal suerte que los suspiros de la gorda Brunelda resuenan en su
sueño.
Con la violación de la intimidad comienza
también la historia de Josef K.: dos señores desconocidos vienen a detenerle en
su cama. A partir de ese día, ya no se sentirá solo: el tribunal le seguirá, le
observará y le hablará; su vida privada desaparecerá poco a poco, tragada por
la misteriosa organización que le acosa.
Los espíritus líricos a quienes les gusta
predicar la abolición del secreto y la transparencia de la vida privada no se
dan cuenta del proceso que impulsa. El punto de partida del totalitarismo se
asemeja al de El proceso: vendrán a sorprenderos en vuestra cama.
Vendrán como les gustaba hacerlo a vuestro padre y a vuestra madre.
Se pregunta uno con frecuencia si las novelas
de Kafka son la proyección de los conflictos más personales y privados del
autor o la descripción de la "máquina social" objetiva.
Lo kafkiano no se limita ni a la
esfera íntima ni a la esfera pública; las engloba a las dos. Lo público es el
espejo de lo privado, lo privado refleja lo público.
6
Hablando de las prácticas microsociales que
producen lo kafkiano, he pensado no sólo en la familia, sino también en
la organización en que Kafka pasó toda su vida adulta: la oficina.
Se interpreta muchas veces a los héroes de
Kafka como la proyección alegórica del intelectual, sin embargo Gregorio Samsa
no tiene nada de intelectual. Cuando se despierta convertido en cucaracha, sólo
una cosa le preocupa: ¿cómo, en este nuevo estado, llegar a tiempo a la
oficina? En su cabeza sólo hay la obediencia y la disciplina a las que su
profesión le ha acostumbrado: es un empleado, un funcionario, y todos los
personajes de Kafka lo son; funcionario concebido no como un tipo sociológico
(éste habría sido el caso en un Zola), sino como una posibilidad humana, una
forma elemental de ser.
En este mundo burocrático del funcionario, primo:
no hay iniciativa, invención, libertad de accíón; solamente hay órdenes y
reglas: es el mundo de la obediencia.
Secundo: el funcionario realiza una
pequeña parte de la gran acción administrativa cuyos fin y horizonte se le
escapan; es el mundo en el que los gestos se han vuelto mecánicos y en
el que las gentes no conocen el sentido de lo que hacen.
Tertio: el funcionario sólo tiene
relación con anónimos y con expedientes: es el mundo de lo abstracto.
Situar una novela en ese mundo de la
obediencia, de lo mecánico y de lo abstracto, donde la única aventura humana
consiste en ir de una oficina a otra, es algo que parece contrario a la esencia
misma de la poesía épica. De ahí la pregunta: ¿cómo consiguió Kafka transformar
esa grisácea materia antipoética en novelas fascinantes?
Se puede encontrar la respuesta en una carta que
escribió a Milena: "La oficina no es una institución estúpida; tiene sus
raíces más en lo fantástico que en lo estúpido". La frase contiene uno de
los mayores secretos de Kafka. Supo ver lo que nadie había visto: no solamente
la importancia capital del fenómeno burocrático para el hombre, para su
condición y para su porvenir, sino también (lo cual es todavía más
sorprendente) la virtualidad poética contenida en el carácter fantasmal de las
oficinas.
Pero ¿que quiere decir: la oficina tiene sus
raíces en lo fantástico?
El ingeniero de Praga sabría comprenderlo: un
error en su expediente lo ha proyectado a Londres; de este modo anduvo vagando
por Praga, como un verdadero fantasma, a la búsqueda del cuerpo
perdido, mientras las oficinas que visitaba se le aparecían como un laberinto
sin fin proveniente de una mitología desconocida.
Gracias a lo fantástico que supo percibir en
el mundo burocrático, Kafka consiguió lo que parecía impensable antes de él:
transformar una materia profundamente antipoética, la de la sociedad
burocratizada al extremo, en gran poesía novelesca; transformar una historia
extremadamente trivial, la de un hombre que no puede obtener el puesto
prometido (lo que, de hecho, es la historia de El castillo), en mito, en
epopeya, en belleza jamás vista.
Después de ensanchar el decorado de las
oficinas hasta las gigantescas dimensiones de un universo, Kafka ha llegado,
sin duda alguna, a la imagen que nos fascina por su semejanza con la sociedad
que él nunca conoció y que es la de los praguenses de hoy.
En efecto, un Estado totalitario no es más
que una inmensa administración: como todo el trabajo está en él estatalizado,
las gentes de todos los oficios se han convertido en empleados. Un obrero ya no
es un obrero, un juez ya no es un juez, un comerciante ya no es un comerciante,
un cura ya no es un cura, son todos funcionarios del Estado. "Pertenezco
al Tribunal", le dice el sacerdote a Josef, en la catedral. Los abogados
también, en la obra de Kafka están al servicio del tribunal. Un praguense de
hoy no se asombra de esto. No estaría mejor defendido que K. Tampoco sus
abogados están al servicio de los acusados, sino del Tribunal.
7
En un ciclo de cien cuartetos que, con
sencillez casi infantil, sondean lo más grave y lo más complejo, el gran poeta
checo escribe:
Los poetas no inventan los poemas
El poema está en alguna parte ahí
detrás
Desde hace mucho mucho tiempo está
ahí
El poeta solamente lo descubre.
Escribir significa pues para el poeta romper
una barrera tras la cual algo inmutable ("el poema") está oculto en
la sombra. Es por lo que (gracias a esa revelación sorprendente y súbita)
"el poema" se nos presenta en un principio como un deslumbramiento.
Leí por primera vez El castillo cuando
tenía catorce años y nunca ya este libro me fascinará hasta tal extremo, aunque
todo el vasto conocimiento que contiene (todo el alcance real de lo kafkiano)
me resultara entonces incomprensible: estaba deslumbrado.
Más tarde mi vista se adaptó a la luz del
"poema" y comencé a ver en lo que me había deslumbrado mis propias
vivencias; sin embargo, la luz permanecía siempre ahí.
Inmutable, "el poema" nos aguarda,
dice Jan Skacel, "desde hace mucho
mucho tiempo". Ahora bien, en el mundo del cambio perpetuo, ¿no es lo
inmutable una pura ilusión?
No. Toda situación es obra del hombre y no
puede contener más que lo que está en él; podemos, por lo tanto, imaginar que
existe (ella y toda su metafísica) "desde hace mucho mucho tiempo" en
tanto que posibilidad humana.
Pero, en este caso, ¿que representa la
Historia (lo no inmutable) para el poeta?
En la visión del poeta, la Historia se
encuentra, cosa rara, en una posición paralela a la suya propia: no inventa,
descubre. En las situaciones inéditas desvela lo que es el hombre, lo que
está en él "desde hace mucho mucho tiempo", lo que son sus
posibilidades.
Si el poema ya está ahí, sería ilógico
conceder al poeta la capacidad de previsión; no, él "no hace sino
descubrir" una posibilidad humana (ese "poema" que está ahí
"desde hace mucho mucho tiempo") que la Historia también, a su vez,
descubrirá un día.
Kafka no profetizó. Vio únicamente lo que estaba "ahí detrás". No
sabía que su visión era también una pre-visión. No tenía la intención de desenmascarar
un sistema social. Sacó a la luz los
mecanismos que conocía por la práctica íntima y microsocial del hombre,
sin sospechar que la evolución ulterior de la Historia los pondría en
movimiento en su gran escenario.
La mirada hipnótica del poder, la búsqueda
desesperada de la propia falta, la exclusión y la angustia de ser excluido, la
condena al conformismo, el carácter fantasmal de lo real y la realidad mágica
del expediente, la violación perpetua de la vida intima, etc., todos estos
experimentos que la Historia ha realizado con el hombre en sus inmensas
probetas, Kafka los ha realizado (unos años antes) en sus novelas.
El encuentro entre el universo real de los
Estados totalitarios y el "poema" de Kafka mantendrá siempre algo de
misterioso y testimoniará que el acto del poeta, por su propia esencia, es
incalculable; y paradójico: el enorme alcance social, político,
"profético" de las novelas de Kafka reside precisamente en su
"no‑compromiso", es decir en su autonomía total con respecto a todos
los programas políticos, conceptos ideológicos, prognosis futurológicas.
En efecto, si en lugar de buscar "el
poema" oculto "en alguna parte ahí detrás", el poeta se
"compromete" a servir a una verdad conocida de antemano (que se
ofrece de por sí y está "ahí delante"), renuncia así a la misión
propia de la poesía. Y poco importa que la verdad preconcebida se llame
revolución o disidencia, fe cristiana o ateísmo, que sea más justa o menos
justa; el poeta al servicio de otra verdad que la que está por descubrir
(que es deslumbramiento) es un falso poeta.
Si estimo tanto y tan apasionadamente la
herencia de Kafka, si la defiendo como si de mi herencia personal se tratara,
no es porque crea útil imitar lo inimitable (y descubrir una vez más lo kafkiano),
sino por ese formidable ejemplo de autonomía radical de la novela (de la
poesía que es la novela). Gracias a ella Franz Kafka dijo sobre nuestra
condición humana (tal como se manifesta en nuestro siglo) lo que ninguna
reflexión sociológica o politológica podrá decirnos.
Una parte maravillosa de un libro maravilloso. Gracias por ponerlo aquí :)
ResponderBorrarLo amo!!
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