El sueño, su importancia y su posible significado,
fueron motivo de inquietud y tratados desde la más remota antigüedad. En
general, las creencias tradicionales entienden el sueño como algo ajeno al
sujeto, una intromisión del mundo de los dioses, en forma de mensaje o de
aparición de la divinidad misma. Por eso, el sueño fue cargado desde antiguo
con poderes mágicos (curativos, sobre todo) y proféticos. Es Aristóteles quien
invierte el razonamiento y sostiene que el sueño no viene de fuera y que es una
manifestación de la naturaleza humana. De esta forma, el sueño pasa a ser un
evento psíquico y se abre la vía que, a través de los siglos, conduce hasta
Freud y su interpretación de los sueños como acceso principal al estudio del
inconsciente.
En este sentido, es particularmente importante
Artemidoro de Efeso o de Daldis, que se supone vivió en el siglo II de nuestra
era y escribió la Onirocrítica, que
podemos considerar una sobredeterminación de Freud porque investiga el
contenido latente de los sueños, aunque les adjudica tipologías fijas que se
inclinan, más bien, hacia lo que será la psicología de los arquetipos de Jung.
El libro de Artemidoro circuló por Europa a partir de la edición veneciana de 1518.
Macrobio (siglo IV) comentando El sueño de Escipión de Cicerón, efectúa la
primera y ahora canónica clasificación de los sueños: enigmáticos, proféticos,
oraculares, insomnios (visiones oníricas de hechos de la vigilia) y fantasmas
(lo que hoy llamamos duermevela o imágenes hip- nagógicas o hipnopómpicas). Las
dos últimas categorías de sueños carecen de significado.
San Agustín (siglo V) en sus Confesiones sigue a Aristóteles, en el
sentido de que los sueños se producen en nosotros y no a través de nosotros.
Esto plantea el problema teológico y moral de los sueños: ¿quién sueña? ¿qué
sueña? La conclusión agustina es que no somos responsables de nuestros sueños,
a pesar de que tienen lugar en nuestro interior. Es como si los soñara otro.
Una primera aproximación científica al sueño la
hallamos en Del sueño y la vigilia de
San Alberto Magno (siglo XIII). Hay, para él, una virtud o fuerza viril
imaginativa que opera en el sueño y es el resultado de la mezcla entre la
materia y la energía estelar. Por la misma época, Alfonso el Sabio, en su Setenario, alude a una potencia similar,
llamada espíritu vital, que actúa mientras el cuerpo duerme y reposa,
procesando sentidos análogos a los de la vigilia.
En el Renacimiento domina una concepción
naturalista del sueño. La medicina lo seculariza y lo trata como el resultado
de las indigestiones y los malos humores. Así puede verse el tema en los libros
de Burton (Anatomía de la melancolía)
y Hobbes (Leviatán). Pero ya por esa
misma época, Montaigne contradice esta dirección y concibe el sueño y el
delirio como saberes producidos por lo que hoy llamaríamos una actividad
psíquica inconsciente. El sueño piensa, nos piensa y pensamos en él, de modo
que no cabe considerarlo como una cantidad desdeñable de hechos opacos.
La Ilustración tampoco concede mayor importancia al
sueño, episodio meramente somático y carente de sentido. Kant, más modestamente,
lo considera un misterio. Goya, en su famoso grabado, intuye una relación entre
el sueño de la razón y la aparición de unos monstruos que tanto pueden ser
engendrados por la razón misma como por su ausencia, que hace caer los
controles de la mente y deja escapar dichas figuras monstruosas.
Con los primeros atisbos del romanticismo los
criterios se invierten y se abre un ancho campo de consideración del sueño como
significante, que culminará en Freud. Ya Lichtenberg, en sus Aforismos, comienza a considerar el sueño
como productor de sentido, comparable a la vida psíquica de la vigilia.
En el romanticismo, el sueño cumple un rol
protagónico. Un examen minucioso de las fuentes sería muy prolijo y prolongado.
Al respecto es conveniente consultar el bello y espléndido libro de Albert
Béguin El alma romántica y el sueño
(edición castellana del Fondo de Cultura). Rescato algunas informaciones de
especial importancia para nuestro tema. Fichte, por ejemplo, adjudica al sueño
una función catártica y autocurativa. Von Schubert establece una analogía entre
el mito (creación inmemorial y colectiva), la poesía (creación individual) y el
sueño, lo cual es relevante para comprender la posterior teoría simbolista de
la invención poética, que Mallarmé concibe como una desaparición elocu- toria
del sujeto que cede la iniciativa a las palabras. En el extremo de este campo,
algunos románticos llegan a considerar que nuestra verdadera identidad habita
en una suerte de país del sueño (lo rehabilitarán los surrealistas), al cual
tenemos un acceso retaceado y fragmentario. La consciencia y la personalidad
«normal» o social resultan ser meros epifenómenos del sueño.
Como antecedente inmediato de Freud hay que
destacar a Schopenhauer, quien pone en duda la existencia de una nítida
frontera entre el sueño y la vigilia, entendiendo que ambas son manifestaciones
del querer (Willen), lo que hoy denominaríamos deseo, es decir una voracidad
universal cuyo objeto es el absoluto. La diferencia entre el sueño y la vigilia
es que ésta admite relaciones entre causas y efectos, o sea entre
acontecimientos necesariamente sucesivos. Dice Schopenhauer: «La vida y los sueños son hojas de un mismo libro. Su
lectura simultánea significa la vida real». Los sueños forman parte de nuestra
experiencia, es decir de nuestra historia, con lo que el filósofo alemán vuelve
a un topos relevante del barroco (Calderón, Shakespeare): la vida es sueño,
estamos hechos con la madera de los sueños. El enigma del definitivo despertar
pertenece a la metafísica, que establece dónde se sitúa lo realmente Real. Si
la vida es un largo sueño, el despertar es la muerte, a cuyo más allá no
tenemos acceso, lo cual equivale a decir que no tenemos acceso a eso definitivamente
Real.
En general, los románticos atribuyen al sueño un
sesgo creativo. Jean Paul lo considera como la tierra materna de la fantasía,
lo que él llama poesía involuntaria o canto del alma (en alemán, Seele es palabra que designa indistintamente lo que en español
podemos distinguir entre alma y psique).
Hölderlin, en su novela Hiperión,
formula su célebre definición: «El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo
cuando reflexiona». A su vez, Baudelaire verá
en el sueño una escritura jeroglífica, descifrable aunque hecha para no ser
entendida por los profanos, ajenos a su mundo, para proteger sus significados.
Todas estas aproximaciones nos van acercando a Freud, que hará una síntesis de
intuiciones románticas y desciframiento racional del sueño.
Por la época de Freud, hay dos elaboraciones que
tienen su importancia porque se trata de trabajos similares al freudiano y
revelan un perfil de la época, integrando al psicoanálisis en la gran
experiencia de crítica del signo que se produce en el último cuarto del siglo
XIX.
Henri Bergson elabora una diferencia estructural entre la vida
vigil (dominada por la continuidad del tiempo lineal, físico y objetivo) y la
actividad onírica (donde reinan la fragmentación del tiempo, la escisión del yo
y, por consiguiente, la discontinuidad de un tiempo intermitente y calificado:
la duración). Para James Sully, por su parte, en el sueño volvemos al origen,
desandando fulminantemente el tiempo histórico, nos despojamos de toda cultura
y nos ponemos en contacto afectivo con el mundo como totalidad, con la
schopenhaueriana y wagneriana alma del mundo. Recordemos la famosa muerte de
amor de Isolda, en la ¿ópera? de Wagner, donde
la protagonista se muere de gozo y experimenta el supremo placer del orgasmo,
la pequeña muerte: confundirse con la Unidad, o sea, precisamente, con el alma
del mundo.
De la teoría de Freud sobre la Deutung del sueño (estudio de sus significados y también de su
importancia) rescato algunos elementos que se pueden considerar
estructuralmente análogos a una teoría de la invención poética.
Hay, por ejemplo, una diferencia entre el
pensamiento onírico y el contenido del sueño. Este es un constructo de
imágenes que traduce al anterior y que, a su vez, hay que retraducir en el
relato de la vigilia y su interpretación. No tenemos acceso directo al
pensamiento onírico, como tampoco tenemos acceso al sentido último/primero y
definitivo de la palabra poética, que es un significante intermitente y también
incesante.
La interpretación freudiana del pensamiento onírico
es el resultado de una doble traducción de un texto escrito en unos étimos para
siempre perdidos, lo cual equivale, en la teoría del simbolismo, a la
traducción metafórica de esa lengua central y única que falta en el lenguaje.
Cabe subrayar que en su texto Freud usa indistintamente las palabras Übertra- gung y Übersetzung, que en alemán corriente son
sinónimos, pero que en posteriores elaboraciones freudianas se distinguen como
transferencia y traducción, es decir una misma operación situada en contextos
distintos: la sesión y la traducción textual, con un sujeto real presente y
otro, ausente.
El sueño freudiano se vale de dos operaciones
retóricas clásicas: la Traumverschiebung,
deslizamiento onírico, metonimia o sustitución de un término por otro, que lo
oculta y lo señala a la vez; y la Traumver-
dichtung, poetización o adensamiento o engordamiento onírico, metáfora,
o sea comparación de dos signos que han sido amputados de su término de
comparación (el como-si) y forman una entidad semiótica nueva. Freud considera
que estas dos estratagemas retóricas son los maestros de obra de la
construcción onírica, o retraducción del pensamiento onírico, que tiene el
aspecto de un constructo arquitectónico visto por un poeta, a partir de una
fachada en la que se anuda el hilo que conduce hacia las cámaras interiores,
las distintas instancias del sueño. Con lo que volvemos a la poética del
inconsciente de los románticos.
Hay otro elemento estético relevante en el
razonamiento de Freud, cuando dice que la censura enstellt el sueño (enstellen quiere decir deformar o afear una
cosa). Interpretar un sueño es conformarlo, restablecer, si se quiere, la
bella forma original del sueño, su contenido formalizado en la lectura de la
elaboración vigil. El pensamiento onírico que opera en el contenido del sueño
ha de ser alcanzado por medio de una producción análoga a la producción de una
obra de arte, un trabajo de la imaginación que halla en su tarea la norma
conformadora que lo posibilita. Su reconstitución estética, si se quiere. Una
pragmática del discurso.
La simbólica del sueño es un vestido que el
restaurado pensamiento onírico procede a despojar, dando acceso a un cuerpo
inaccesible, producto de una tarea imaginativa. El destape es también una
tarea estética, compuesta por una serie de gestos y actitudes que establecen
una relación entre el vestido y el cuerpo que lo sostiene, oculto y a la vez
señalado por la vestimenta. El pensamiento onírico está latente bajo las imágenes
del sueño, convertidas en palabras durante el relato vigil, lo mismo que el
cuerpo late bajo el indumento. En esta dialéctica, el vestido conforma el
cuerpo que tapa y ese cuerpo, a su vez, se conforma en el strip-tease que lo va revelando. Es como si
la coreografía del desciframiento onírico fuera inventando al cuerpo que
deseamos, por fin, ver en toda su plena desnudez. Y esto es lo que ocurre con
la invención poética, que va constituyendo el cuerpo, el corpus del texto, a
medida que se constituye a sí misma.
En el sueño opera asimismo una fantasía de plenitud
infantil y poética, la Wunscherfüllung,
que es, a un mismo tiempo, la utopía de la satisfacción total y el ideal
estético de la perfecta adecuación entre forma y contenido, entre deseo y
objeto. La perfección es saciedad y la saciedad es perfección, muerte/
realización del deseo en su colmo y del objeto en su forma, rodeada de vacío y
nacida en el silencio que antecede a la palabra. La utopía del deseo y de la
creación es la utopía de una satisfacción definitiva, el nirvana de Schopenhauer,
donde el deseo se ve pleno de sí en el objeto, de una vez y para siempre. Si se
quiere, en el sueño, intermitencia del tiempo fuerte del origen, y en la obra
de arte inmarcesible y terminal, hay una fantasía de eternidad.
Dice Freud, más o menos, que en el sueño se salva
un trozo de la vida psíquica infantil, si entendemos ésta como el reino del
juego, o sea de la producción liberada de toda finalidad que no sea su propia
satisfacción. A diferencia del trabajo, que cumple con fines previamente
impuestos y es una actividad instrumental, heterotélica, el arte propone una
actividad autotélica, como el juego, es decir un hacer en libertad.
Hay otras teorías psicoanalíticas del sueño,
debidas, por ejemplo, a Jung, Adler y Binswanger, pero que no considero aquí.
He querido rescatar los aspectos del aporte de Freud que tienen que ver con
una poética del inconsciente y que se relacionan, alternando diversos matices,
con la especulación poética contemporánea, basada en la aparición del otro en
un discurso que partiendo del silencio y encaminado a la consumación, o sea a
la plenitud que confina con el vacío, establece un campo de significantes que
son, a la vez, intermitentes y constantes.
Propongo ahora al lector que examine una serie de
casos que he extraído del teatro de Shakespeare, porque se trata de un gran
ejemplo de la poética del barroco, antecedente de la poética romántica en la
cual arraiga la teoría de Freud.
Romeo y Julieta, acto I, escena IV. Monólogo de Mercucio. En la
reina Mab, la reina de los sueños, se ve cómo un constructo ilusorio va permitiendo
al que sueña articular los objetos del deseo y convertirlos en reali- dades. Romeo, enamorado, presiente que la fatalidad del
inconsciente lo conduce hacia la amada que aún desconoce. En el
inconsciente, amo del destino, ya ha ocurrido lo que va a ocurrir.
La tragedia del rey Ricardo III. Acto I, escena I. Clarence cuenta el sueño profètico del rey. El carácter de predestinación del sueño
vuelve a encarnar el futuro como lo deseable: en el sueño aparece el futuro
como objeto del deseo.
Sueño de una noche de verano. Conviene ver todo el acto IV, sobre todo el
monólogo del tejedor Lanzadera, cuando despierta de su sueño y no acierta a
decir lo que ha soñado, porque el objeto de la plena satisfacción es
indecible. En ese sueño, Lanzadera es un asno del cual se enamora Titania, la
reina de las hadas. Conviene hacer hincapié en la figura del tejido, pues se
trata del texto de la vigilia ñauado por el tejedor y el texto es,
efectivamente, un tejido. Una textura, si se prefiere.
Julio César, acto II, escena I. Bruto narra el sueño en que
parece que alguien decide por él que va a matar a César. El inconsciente,
personificado en la figura de Casio, construye un pequeño reino que se insurge
contra la censura consciente y diseña, otra vez, el objeto del deseo, el
crimen.
Hamlet, acto II, escena II. Hamlet, conversando
con los cómicos Rosenkrantz y Guildenstern que van a representar la comedia
donde se revela la verdad del crimen de la madre contra el padre, describe sus
sueños como las sombras vanas que lo atormentan pero que, en rigor, diseñan el
objeto de su deseo: vengar a su padre para ocupar su lugar, ejecutando a su
madre y a su tío.
Antonio y Cleopatra, acto V, escena II. Cleopatra cuenta
un sueño donde aparece la realidad de su deseo, Antonio tal cual ella lo
anhela. De nuevo, el límite entre el sueño y la viglia (lo que Cleopatra designa como «la
Naturaleza») se franquea, advirtiéndose cómo el deseo construye la realidad de
su objeto. Aunque no existe en el mundo natural, Antonio es realmente como el
deseo de
Cleopatra lo describe.
El hilo rojo que conduce de Shakespeare a Freud,
pasando por el romanticismo, está anudado en la psicología del barroco que da
origen, tal vez, a la psicología contemporánea y a su movedizo confín, ya que,
como Freud observa, toda psicología implica también una metapsicología: lo
que es señala siempre un más allá de lo que es. Más que ser es devenir.
El pensamiento barroco, desde Descartes (Tratado de las pasiones) y Spinoza (Ética) subraya la importancia de la pasión como saber moral
primitivo. En efecto, la pasión selecciona, en el punto de encuentro del alma y
el cuerpo, el objeto deseable, que es implícitamente valorado como bueno. Y más
aún: el querer del ser es su persistencia, el conato de eternidad. Hay una
dialéctica entre apasionarse y saber que excede la noción clásica de la pasión
como algo que sobreviene y se soporta pasivamente, incluso con tintes de
sacrificio (la pasión de Cristo: la Pasión). La razón viene luego, dando
conformación al objeto mentado por el apasionamiento, por ese asombro que ve
las cosas como si antes nadie las hubiese visto.
La razón montada, si se quiere, sobre la pasión, es
un campo abierto a la dialéctica entre vida y pensamiento, que será el motivo
conductor de la inquietud romántica. Hegel hallará el lugar de encuentro en la
historia. Otros románticos, como Hamann y Schopenhauer, en el cuerpo, que ya no
es mera opacidad extensa, sino organización simbólica. Freud, en la sesión
psicoanalítica, donde el sueño se torna relato, que es la historia del cuerpo
verbalizada en la transferencia. Y en esta historia hay un principio de
animación, un alma. Cuerpo y alma no se funden, pero dialogan en el campo
simbólico. El simbolismo poético cumple una tarea similar: las palabras tienen
su propio cuerpo, su corpus, su
materialidad, que es significancia constante e intermitente. Los científicos
vendrán luego a traducir esta productividad poética de la palabra con el feo
vocablo de semiosis.
La poesía es sueño, pero sueño consciente, duermevela,
dirigida por la voluntad formalizadora del arte. Así, un episodio cualquiera,
destinado al olvido, se torna objeto único y universal: el poema. Quizás en la
libretita de apuntes del doctor Freud quedaron escritos, y velados por el pudor
del científico bohemio, muchos versos dictados por ese incurable paciente que
es la humanidad.
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