viernes, septiembre 13, 2013

SUEÑO Y CREACIÓN POÉTICA por BLAS MATAMORO



El sueño, su importancia y su posible significado, fueron motivo de inquietud y tratados desde la más remota antigüedad. En general, las creencias tradicionales entienden el sueño como algo ajeno al sujeto, una intromisión del mundo de los dioses, en forma de mensaje o de aparición de la divinidad misma. Por eso, el sueño fue cargado desde antiguo con poderes mágicos (curativos, sobre todo) y proféticos. Es Aristóteles quien invierte el razonamiento y sostiene que el sueño no viene de fuera y que es una manifestación de la naturaleza humana. De esta forma, el sueño pasa a ser un evento psíquico y se abre la vía que, a través de los siglos, conduce hasta Freud y su interpretación de los sueños como acce­so principal al estudio del inconsciente.

En este sentido, es particularmente importante Artemidoro de Efeso o de Daldis, que se supone vivió en el siglo II de nuestra era y escribió la Onirocrítica, que podemos considerar una sobredeterminación de Freud porque investiga el contenido latente de los sueños, aunque les adjudica tipologías fijas que se inclinan, más bien, hacia lo que será la psicología de los arquetipos de Jung. El libro de Artemidoro circuló por Europa a partir de la edición veneciana de 1518.

Macrobio (siglo IV) comentando El sueño de Escipión de Cicerón, efectúa la primera y ahora canónica clasificación de los sueños: enigmá­ticos, proféticos, oraculares, insomnios (visiones oníricas de hechos de la vigilia) y fantasmas (lo que hoy llamamos duermevela o imágenes hip- nagógicas o hipnopómpicas). Las dos últimas categorías de sueños care­cen de significado.

San Agustín (siglo V) en sus Confesiones sigue a Aristóteles, en el sentido de que los sueños se producen en nosotros y no a través de noso­tros. Esto plantea el problema teológico y moral de los sueños: ¿quién sueña? ¿qué sueña? La conclusión agustina es que no somos responsa­bles de nuestros sueños, a pesar de que tienen lugar en nuestro interior. Es como si los soñara otro.

Una primera aproximación científica al sueño la hallamos en Del sueño y la vigilia de San Alberto Magno (siglo XIII). Hay, para él, una virtud o fuerza viril imaginativa que opera en el sueño y es el resultado de la mezcla entre la materia y la energía estelar. Por la misma época, Alfonso el Sabio, en su Setenario, alude a una potencia similar, llamada espíritu vital, que actúa mientras el cuerpo duerme y reposa, procesando sentidos análogos a los de la vigilia.

En el Renacimiento domina una concepción naturalista del sueño. La medicina lo seculariza y lo trata como el resultado de las indigestiones y los malos humores. Así puede verse el tema en los libros de Burton (Anatomía de la melancolía) y Hobbes (Leviatán). Pero ya por esa misma época, Montaigne contradice esta dirección y concibe el sueño y el delirio como saberes producidos por lo que hoy llamaríamos una acti­vidad psíquica inconsciente. El sueño piensa, nos piensa y pensamos en él, de modo que no cabe considerarlo como una cantidad desdeñable de hechos opacos.

La Ilustración tampoco concede mayor importancia al sueño, episo­dio meramente somático y carente de sentido. Kant, más modestamen­te, lo considera un misterio. Goya, en su famoso grabado, intuye una relación entre el sueño de la razón y la aparición de unos monstruos que tanto pueden ser engendrados por la razón misma como por su ausencia, que hace caer los controles de la mente y deja escapar dichas figuras monstruosas.

Con los primeros atisbos del romanticismo los criterios se invierten y se abre un ancho campo de consideración del sueño como significante, que culminará en Freud. Ya Lichtenberg, en sus Aforismos, comienza a considerar el sueño como productor de sentido, comparable a la vida psí­quica de la vigilia.

En el romanticismo, el sueño cumple un rol protagónico. Un examen minucioso de las fuentes sería muy prolijo y prolongado. Al respecto es conveniente consultar el bello y espléndido libro de Albert Béguin El alma romántica y el sueño (edición castellana del Fondo de Cultura). Rescato algunas informaciones de especial importancia para nuestro tema. Fichte, por ejemplo, adjudica al sueño una función catártica y autocurativa. Von Schubert establece una analogía entre el mito (creación inmemorial y colectiva), la poesía (creación individual) y el sueño, lo cual es relevante para comprender la posterior teoría simbolista de la invención poética, que Mallarmé concibe como una desaparición elocu- toria del sujeto que cede la iniciativa a las palabras. En el extremo de este campo, algunos románticos llegan a considerar que nuestra verdade­ra identidad habita en una suerte de país del sueño (lo rehabilitarán los surrealistas), al cual tenemos un acceso retaceado y fragmentario. La consciencia y la personalidad «normal» o social resultan ser meros epife­nómenos del sueño.

Como antecedente inmediato de Freud hay que destacar a Schopenhauer, quien pone en duda la existencia de una nítida frontera entre el sueño y la vigilia, entendiendo que ambas son manifestaciones del querer (Willen), lo que hoy denominaríamos deseo, es decir una voracidad universal cuyo objeto es el absoluto. La diferencia entre el sueño y la vigilia es que ésta admite relaciones entre causas y efectos, o sea entre acontecimientos nece­sariamente sucesivos. Dice Schopenhauer: «La vida y los sueños son hojas de un mismo libro. Su lectura simultánea significa la vida real». Los sue­ños forman parte de nuestra experiencia, es decir de nuestra historia, con lo que el filósofo alemán vuelve a un topos relevante del barroco (Calde­rón, Shakespeare): la vida es sueño, estamos hechos con la madera de los sueños. El enigma del definitivo despertar pertenece a la metafísica, que establece dónde se sitúa lo realmente Real. Si la vida es un largo sueño, el despertar es la muerte, a cuyo más allá no tenemos acceso, lo cual equiva­le a decir que no tenemos acceso a eso definitivamente Real.

En general, los románticos atribuyen al sueño un sesgo creativo. Jean Paul lo considera como la tierra materna de la fantasía, lo que él llama poesía involuntaria o canto del alma (en alemán, Seele es palabra que designa indistintamente lo que en español podemos distinguir entre alma y psique).

Hölderlin, en su novela Hiperión, formula su célebre definición: «El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona». A su vez, Baudelaire verá en el sueño una escritura jeroglífica, descifrable aunque hecha para no ser entendida por los profanos, ajenos a su mundo, para proteger sus significados. Todas estas aproximaciones nos van acer­cando a Freud, que hará una síntesis de intuiciones románticas y desci­framiento racional del sueño.

Por la época de Freud, hay dos elaboraciones que tienen su importan­cia porque se trata de trabajos similares al freudiano y revelan un perfil de la época, integrando al psicoanálisis en la gran experiencia de crítica del signo que se produce en el último cuarto del siglo XIX.

Henri Bergson elabora una diferencia estructural entre la vida vigil (dominada por la continuidad del tiempo lineal, físico y objetivo) y la actividad onírica (donde reinan la fragmentación del tiempo, la escisión del yo y, por consiguiente, la discontinuidad de un tiempo intermitente y calificado: la duración). Para James Sully, por su parte, en el sueño vol­vemos al origen, desandando fulminantemente el tiempo histórico, nos despojamos de toda cultura y nos ponemos en contacto afectivo con el mundo como totalidad, con la schopenhaueriana y wagneriana alma del mundo. Recordemos la famosa muerte de amor de Isolda, en la ¿ópera? de Wagner, donde la protagonista se muere de gozo y experimenta el supremo placer del orgasmo, la pequeña muerte: confundirse con la Uni­dad, o sea, precisamente, con el alma del mundo.

De la teoría de Freud sobre la Deutung del sueño (estudio de sus signi­ficados y también de su importancia) rescato algunos elementos que se pueden considerar estructuralmente análogos a una teoría de la invención poética.

Hay, por ejemplo, una diferencia entre el pensamiento onírico y el con­tenido del sueño. Este es un constructo de imágenes que traduce al ante­rior y que, a su vez, hay que retraducir en el relato de la vigilia y su interpretación. No tenemos acceso directo al pensamiento onírico, como tampoco tenemos acceso al sentido último/primero y definitivo de la palabra poética, que es un significante intermitente y también incesante.

La interpretación freudiana del pensamiento onírico es el resultado de una doble traducción de un texto escrito en unos étimos para siempre perdidos, lo cual equivale, en la teoría del simbolismo, a la traducción metafórica de esa lengua central y única que falta en el lenguaje. Cabe subrayar que en su texto Freud usa indistintamente las palabras Übertra- gung y Übersetzung, que en alemán corriente son sinónimos, pero que en posteriores elaboraciones freudianas se distinguen como transferencia y traducción, es decir una misma operación situada en contextos distin­tos: la sesión y la traducción textual, con un sujeto real presente y otro, ausente.

El sueño freudiano se vale de dos operaciones retóricas clásicas: la Traumverschiebung, deslizamiento onírico, metonimia o sustitución de un término por otro, que lo oculta y lo señala a la vez; y la Traumver- dichtung, poetización o adensamiento o engordamiento onírico, metáfora, o sea comparación de dos signos que han sido amputados de su término de comparación (el como-si) y forman una entidad semiótica nueva. Freud considera que estas dos estratagemas retóricas son los maestros de obra de la construcción onírica, o retraducción del pensamiento onírico, que tiene el aspecto de un constructo arquitectónico visto por un poeta, a partir de una fachada en la que se anuda el hilo que conduce hacia las cámaras interiores, las distintas instancias del sueño. Con lo que volve­mos a la poética del inconsciente de los románticos.

Hay otro elemento estético relevante en el razonamiento de Freud, cuando dice que la censura enstellt el sueño (enstellen quiere decir deformar o afear una cosa). Interpretar un sueño es conformarlo, resta­blecer, si se quiere, la bella forma original del sueño, su contenido for­malizado en la lectura de la elaboración vigil. El pensamiento onírico que opera en el contenido del sueño ha de ser alcanzado por medio de una producción análoga a la producción de una obra de arte, un trabajo de la imaginación que halla en su tarea la norma conformadora que lo posibilita. Su reconstitución estética, si se quiere. Una pragmática del discurso.

La simbólica del sueño es un vestido que el restaurado pensamiento onírico procede a despojar, dando acceso a un cuerpo inaccesible, pro­ducto de una tarea imaginativa. El destape es también una tarea estética, compuesta por una serie de gestos y actitudes que establecen una rela­ción entre el vestido y el cuerpo que lo sostiene, oculto y a la vez seña­lado por la vestimenta. El pensamiento onírico está latente bajo las imá­genes del sueño, convertidas en palabras durante el relato vigil, lo mismo que el cuerpo late bajo el indumento. En esta dialéctica, el vesti­do conforma el cuerpo que tapa y ese cuerpo, a su vez, se conforma en el strip-tease que lo va revelando. Es como si la coreografía del descifra­miento onírico fuera inventando al cuerpo que deseamos, por fin, ver en toda su plena desnudez. Y esto es lo que ocurre con la invención poéti­ca, que va constituyendo el cuerpo, el corpus del texto, a medida que se constituye a sí misma.

En el sueño opera asimismo una fantasía de plenitud infantil y poética, la Wunscherfüllung, que es, a un mismo tiempo, la utopía de la satisfac­ción total y el ideal estético de la perfecta adecuación entre forma y con­tenido, entre deseo y objeto. La perfección es saciedad y la saciedad es perfección, muerte/ realización del deseo en su colmo y del objeto en su forma, rodeada de vacío y nacida en el silencio que antecede a la pala­bra. La utopía del deseo y de la creación es la utopía de una satisfacción definitiva, el nirvana de Schopenhauer, donde el deseo se ve pleno de sí en el objeto, de una vez y para siempre. Si se quiere, en el sueño, inter­mitencia del tiempo fuerte del origen, y en la obra de arte inmarcesible y terminal, hay una fantasía de eternidad.

Dice Freud, más o menos, que en el sueño se salva un trozo de la vida psíquica infantil, si entendemos ésta como el reino del juego, o sea de la producción liberada de toda finalidad que no sea su propia satisfacción. A diferencia del trabajo, que cumple con fines previamente impuestos y es una actividad instrumental, heterotélica, el arte propone una actividad autotélica, como el juego, es decir un hacer en libertad.

Hay otras teorías psicoanalíticas del sueño, debidas, por ejemplo, a Jung, Adler y Binswanger, pero que no considero aquí. He querido res­catar los aspectos del aporte de Freud que tienen que ver con una poética del inconsciente y que se relacionan, alternando diversos matices, con la especulación poética contemporánea, basada en la aparición del otro en un discurso que partiendo del silencio y encaminado a la consumación, o sea a la plenitud que confina con el vacío, establece un campo de signi­ficantes que son, a la vez, intermitentes y constantes.

Propongo ahora al lector que examine una serie de casos que he extraí­do del teatro de Shakespeare, porque se trata de un gran ejemplo de la poética del barroco, antecedente de la poética romántica en la cual arrai­ga la teoría de Freud.

Romeo y Julieta, acto I, escena IV. Monólogo de Mercucio. En la reina Mab, la reina de los sueños, se ve cómo un constructo ilusorio va permi­tiendo al que sueña articular los objetos del deseo y convertirlos en reali- dades. Romeo, enamorado, presiente que la fatalidad del inconsciente lo conduce hacia la amada que aún desconoce. En el inconsciente, amo del destino, ya ha ocurrido lo que va a ocurrir.
La tragedia del rey Ricardo III. Acto I, escena I. Clarence cuenta el sueño profètico del rey. El carácter de predestinación del sueño vuelve a encarnar el futuro como lo deseable: en el sueño aparece el futuro como objeto del deseo.

Sueño de una noche de verano. Conviene ver todo el acto IV, sobre todo el monólogo del tejedor Lanzadera, cuando despierta de su sueño y no acierta a decir lo que ha soñado, porque el objeto de la plena satisfac­ción es indecible. En ese sueño, Lanzadera es un asno del cual se ena­mora Titania, la reina de las hadas. Conviene hacer hincapié en la figura del tejido, pues se trata del texto de la vigilia ñauado por el tejedor y el texto es, efectivamente, un tejido. Una textura, si se prefiere.

Julio César, acto II, escena I. Bruto narra el sueño en que parece que alguien decide por él que va a matar a César. El inconsciente, personifi­cado en la figura de Casio, construye un pequeño reino que se insurge contra la censura consciente y diseña, otra vez, el objeto del deseo, el crimen.

Hamlet, acto II, escena II. Hamlet, conversando con los cómicos Rosenkrantz y Guildenstern que van a representar la comedia donde se revela la verdad del crimen de la madre contra el padre, describe sus sueños como las sombras vanas que lo atormentan pero que, en rigor, diseñan el objeto de su deseo: vengar a su padre para ocupar su lugar, ejecutando a su madre y a su tío.

Antonio y Cleopatra, acto V, escena II. Cleopatra cuenta un sueño donde aparece la realidad de su deseo, Antonio tal cual ella lo anhela. De nuevo, el límite entre el sueño y la viglia (lo que Cleopatra designa como «la Naturaleza») se franquea, advirtiéndose cómo el deseo constru­ye la realidad de su objeto. Aunque no existe en el mundo natural, Anto­nio es realmente como el deseo de Cleopatra lo describe.

El hilo rojo que conduce de Shakespeare a Freud, pasando por el romanticismo, está anudado en la psicología del barroco que da origen, tal vez, a la psicología contemporánea y a su movedizo confín, ya que, como Freud observa, toda psicología implica también una metapsicología: lo que es señala siempre un más allá de lo que es. Más que ser es devenir.

El pensamiento barroco, desde Descartes (Tratado de las pasiones) y Spinoza (Ética) subraya la importancia de la pasión como saber moral primitivo. En efecto, la pasión selecciona, en el punto de encuentro del alma y el cuerpo, el objeto deseable, que es implícitamente valorado como bueno. Y más aún: el querer del ser es su persistencia, el conato de eternidad. Hay una dialéctica entre apasionarse y saber que excede la noción clásica de la pasión como algo que sobreviene y se soporta pasi­vamente, incluso con tintes de sacrificio (la pasión de Cristo: la Pasión). La razón viene luego, dando conformación al objeto mentado por el apa­sionamiento, por ese asombro que ve las cosas como si antes nadie las hubiese visto.

La razón montada, si se quiere, sobre la pasión, es un campo abierto a la dialéctica entre vida y pensamiento, que será el motivo conductor de la inquietud romántica. Hegel hallará el lugar de encuentro en la historia. Otros románticos, como Hamann y Schopenhauer, en el cuerpo, que ya no es mera opacidad extensa, sino organización simbólica. Freud, en la sesión psicoanalítica, donde el sueño se torna relato, que es la historia del cuerpo verbalizada en la transferencia. Y en esta historia hay un principio de animación, un alma. Cuerpo y alma no se funden, pero dia­logan en el campo simbólico. El simbolismo poético cumple una tarea similar: las palabras tienen su propio cuerpo, su corpus, su materialidad, que es significancia constante e intermitente. Los científicos vendrán luego a traducir esta productividad poética de la palabra con el feo voca­blo de semiosis.


La poesía es sueño, pero sueño consciente, duermevela, dirigida por la voluntad formalizadora del arte. Así, un episodio cualquiera, destinado al olvido, se torna objeto único y universal: el poema. Quizás en la libretita de apuntes del doctor Freud quedaron escritos, y velados por el pudor del científico bohemio, muchos versos dictados por ese incurable pacien­te que es la humanidad.

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