domingo, noviembre 02, 2014
CUENTO por ARTHUR RIMBAUD
Se sentía vejado un Príncipe por no haberse dedicado nunca más que a la perfección de
las generosidades vulgares. Preveía asombrosas revoluciones del amor, y sospechaba en
sus mujeres mejores capacidades que esa complacencia adornada de cielo y de lujo.
Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuese o no una
aberración de piedad, así lo quiso. Poseía cuando menos un poder humano bastante
amplio.
Todas las mujeres que le habían conocido fueron asesinadas. ¡Qué saqueo del jardín de
la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron. No encargó otras nuevas. - Las mujeres
reaparecieron.
Mató a cuantos le seguían, después de la caza o las libaciones. - Todos le seguían.
Se divirtió degollando los animales de lujo. Hizo arder los palacios. Se abalanzaba
sobre la gente y los descuartizaba. - La muchedumbre, los tejados de oro, los bellos
animales seguían existiendo.
¡Cabe extasiarse en la destrucción, rejuvenecer mediante la crueldad! El pueblo no
murmuró. Nadie ofreció la ayuda de sus puntos de vista.
Una tarde galopaba altivo. Apareció un Genio, de belleza inefable, inconfesable
incluso. ¡De su fisonomía y de su porte destacaba la promesa de un amor múltiple y
complejo! ¡De una felicidad indecible, insoportable incluso! El Príncipe y el Genio se
aniquilaron probablemente en la salud esencial. ¿Cómo habrían podido no morir por ello?
Juntos, pues, murieron.
Pero ese Príncipe falleció, en su palacio, a una edad ordinaria. El Príncipe era el Genio.
El Genio era el Príncipe.
La música sabia falta a nuestro deseo.
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