sábado, noviembre 03, 2012

LA GUERRA DE LOS PRINCIPIOS por ANTONIN ARTAUD



Si nos acercamos a la Siria de hoy, con sus montañas, su mar, su
río, sus ciudades y sus gritos, sentimos la ausencia de algo esencial; pero
como el pus hirviente y vital, está ausente del absceso reventado. Algo
espantoso, compacto, duro, y si se quiere abominable, abandonó de golpe,
brutalmente, como se vacía un pozo de aire, como el “Fiat” tonante de Dios
volatiliza sus torbellinos, como se disipa en los rayos del sol traidor una
espiral de vahos, abandonó el aire del cielo y las murallas carcomidas de
las ciudades, algo que ya no se volverá a ver.
Allí donde la religión de Ictus, el Pez pérfido, en el momento de la
muerte, señala con cruces su paso sobre las partes culpables del cuerpo,
la religión de Elagabalus exalta la peligrosa acción del miembro sombrío,
del órgano de la reproducción.
Entre el grito del coribante que se castra y corre por la ciudad
esgrimiendo su sexo, bien rígido y seccionado al ras, y el aullido del
oráculo que ruge al borde de los viveros sagrados, nace una armonía
encantada y grave, basada en el misticismo. No un acuerdo de sonidos,
sino un acuerdo petrificante de cosas y que demuestra que en Siria, un
poco antes de la aparición de Heliogábalo y hasta algunos siglos después
de él, hasta la crucifixión, sobre el frontispicio del templo de Palmira, de
Valerio, emperador romano, cuyo cadáver fue pintarrajeado de rojo, el culto
negro no temía mostrar sus encantos al sol macho, hacerlo cómplice de su
triste eficacia.
¿Qué significa y en qué consiste finalmente esta religión del Sol en
Emesa, por cuya difusión, después de todo, Heliogábalo dio su vida?
No es suficiente que el olor del hombre persista todavía en las ruinas
del desierto, que un soplo menstrual corra entre los torbellinos masculinos
del cielo; no es suficiente que el eterno combate del hombre y la mujer
pase por los canales surcados de las piedras, por las columnas de aire
recalentadas.
El asombroso coloquio mágico que opone el cielo a la tierra y la luna
al sol, y que la religión de Ictus, el Pez, ha destruido, si bien no se ejerce ya
en el humor ritual de las celebraciones, está en el origen de nuestra actual
inercia.
Podemos despreciar a distancia la sangrienta aspersión de los
Taurobolios, a la cual se entregan los adeptos al culto de Mitra, sobre una
especie de línea mística, cuyo trayecto nunca fue superado, y que va
desde las altiplanicies del Irán hasta el recinto cerrado de Roma; podemos
taparnos la nariz de horror ante la emanación mezclada de sangre,
esperma, transpiración y menstruaciones, unida a ese íntimo olor a carne
corroída y sexo sucio que se alza de los sacrificios humanos; podemos
gritar de asco ante el prurito sexual de las mujeres, que al ver un miembro
recién arrancado se sienten perdidamente enamoradas; podemos
abominar de la locura de un pueblo en trance que, desde lo alto de las
casas en que los coribantes arrojaron sus miembros, les lanzan vestidos de
mujer sobre los hombros, al tiempo que invocan a sus dioses; pero no
podemos pretender que todos estos ritos no contienen una suma de
espiritualidad violenta que supera sus excesos sangrientos.
Si en la religión del cristo el cielo es un Mito, en la religión de
Elagabalus en Emesa, el cielo es una realidad, pero una realidad en acción
como la otra y que reacciona peligrosamente sobre la otra. Todos esos
ritos hacen confluir el cielo, o lo que de él se desprende, en la piedra ritual,
hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrificador.
Esto ocurre porque hay dioses en el cielo, dioses, es decir fuerzas
que no esperan sino el momento de precipitarse.
La fuerza que recarga los macareos, que hace beber el mar a la
luna, que hace subir la lava en las entrañas de los volcanes; la fuerza que
sacude las ciudades y deseca los desiertos; la fuerza imprevisible y roja
que en nuestras cabezas hace hervir los pensamientos como otros tantos
crímenes, y los crímenes como otros tantos piojos; la fuerza que sostiene la
vida y la que hace abortar la vida, son otras tantas manifestaciones sólidas
de una energía cuyo aspecto pesado es el sol.
Aquel que remueve los dioses de las religiones antiguas, y revuelve
sus nombres en el fondo de su chimenea como con el gancho de un
trapero; aquel que se enloquece ante la multiplicidad de los nombres; aquel
que encuentra similitudes entre los dioses, cabalgando de un país al otro, y
las raíces de una etimología idéntica en los nombres de los cuales están
hechos los dioses; y que, después de haber pasado revista a todos esos
nombres, a las indicaciones de sus fuerzas y al sentido de sus atributos, se
escandaliza ante el politeísmo de los antiguos, que por eso llama Bárbaros,
es porque él mismo es un Bárbaro, es decir un europeo.
Si los pueblos, a medida que andaba el tiempo, han vuelto a hacer a
los dioses a su imagen y semejanza; si han extinguido la idea fosforescente
de los dioses y, partiendo de los nombres con que los encerraban, se
mostraron impotentes de remontarse hasta la descarga inicial, hasta la
revelación del principio que esos dioses quieren manifestar, por medio de
los contactos concéntricos de las fuerzas, por medio de la imantación
aplicada y concreta de las energías, hay que acusar histórica e
individualmente a esos pueblos, y no a los principios, y menos aún a esa
idea superior y total del mundo que el Paganismo quiso restituirnos. Y
como en el fondo de las ideas, sólo pueden juzgarse por su forma, puede
decirse que, tomados en el tiempo, el desarrollo innumerable de los mitos –
al que corresponde, en los colmados subterráneos de los templos solares,
el amontonamiento sedimentario de los dioses- no nos da la idea de la
formidable tradición cósmica que está en el origen del mundo pagano, del
mismo modo que las danzas de los bufones orientales y las tretas de los
faquires que vienen a exhibirse en las escenas europeas no son capaces
de transmitirnos el espíritu de liberación sin imágenes o la misteriosa
conmoción de las imágenes que provienen de un gesto verdaderamente
sagrado.
El espíritu sagrado es aquel que permanece pegado a los principios
con una fuerza de identificación sombría, que se asemeja a la sexualidad, a
la sexualidad en el plano más próximo a nuestros espíritus orgánicos, a
nuestros espíritus obstruidos por el espesor de su caída. Esta caída acerca
de la cual me pregunto si representa el pecado. Ya que en el plano en que
las cosas se elevan, esta identificación se llama Amor, una de cuyas
formas es la caridad universal, y la otra, la más terrible, se convierte en el
sacrificio del alma, es decir en la muerte de la individualidad.
Todas estas luchas de dios contra dios, y de fuerza contra fuerza,
en que los dioses sienten crujir entre sus dedos las fuerzas que se supone
deben dirigir; esta separación de la fuerza y del dios, en que el dios queda
reducido a una especie de palabra que cae, una efigie consagrada a las
más horrorosas idolatrías; ese ruido sísmico y ese temblor material en los
cielos; esa manera de clavar el cielo en el cielo, y la tierra en la tierra; esas
casas y esos territorios del cielo que pasan de mano en mano y de cabeza
en cabeza, mientras cada uno de nosotros, aquí, en su cabeza, recompone
sus dioses; esta ocupación provisional del cielo, aquí por medio de un dios
y su rabia, y allá por medio del mismo dios transformado; esta toma de
posesión de los poderes, que es reemplazada, como la eterna pulsación de
un espasmo, de abajo arriba y de arriba abajo, por otras tomas de posesión
de los poderes; esta respiración de las facultades cósmicas, semejantes,
en el plano superior, a las facultades sepultadas y groseras que duermen
en nuestras individualidades separadas, y a cada facultad le corresponde
un dios y una fuerza, y nosotros somos el cielo sobre la tierra, y ellos se
han convertido en la tierra, la tierra retirada en lo absoluto; esta
inestabilidad tormentosa de los cielos que nosotros llamamos Paganismo, y
que a veces nos deja ciegos, que nos acribilla con sus verdades, fuimos
nosotros, fue nuestra Europa cristiana, fue la Historia la que la fabricó.
Si lo reubicamos en el tiempo, ese innumerable despliegue de
dioses que los pueblos, en su avance histórico, desparraman
sucesivamente en los cielos –a menudo el mismo emplazamiento del cielo
visible está ocupado por efigies de naturaleza contraria, y esos dioses son
hombre y mujer, y el dios-mujer recubre la efigie masculina del dios que es
igual a él; e Ishtar, nombre de origen masculino, termina por significar la
luna, y la luna en el mismo punto del espacio y del tiempo, entorpecida por
un falo y un ktels, que hace el amor consigo misma, y desparrama su rocío
de niños-, si lo reubicamos en el tiempo, ese pataleo alrededor de los
principios no empaña su validez inicial del mismo modo que las
masturbaciones de un idiota onanista no empañan el principio de la
reproducción.
Si los pueblos terminaron por considerar a los dioses como seres
verdaderamente separados, si se equivocaron acerca del significado de
esos dioses, debemos observar que cada pueblo, tomado individualmente,
y en el mismo punto del espacio y el tiempo, siempre trató de organizar
jerárquicamente sus poderes, y que allí donde un femenino recubrió un
masculino e inversamente, en la cabeza y el corazón del pueblo que por
encima de él desplegaba esos dioses contradictorios por esencia, el
masculino era el masculino, y el femenino el femenino sin inversión nominal
posible; quiero decir que inmediatamente, el mismo nombre nunca servía a
dos formas, si a uno le interesa considerar esas formas como entidades
verdaderamente separadas, sino que el mismo nombre a menudo era la
contracción de dos formas, hechas, aparentemente, para devorarse entre
sí; y la Siria de la época de Heliogábalo poseía hasta un punto supremo la
noción de esa misteriosa fusibilidad.
Aquello que diferencia los paganos de nosotros, es que en el origen
de todas sus creencias hay un terrible esfuerzo para no pensar como
hombres, para conservar el contacto con toda la creación, es decir con la
divinidad.
Bien sé que el más ínfimo impulso de amor verdadero nos acerca
mucho más a Dios que toda la ciencia que podamos poseer de la creación
y sus grados.
Pero el Amor que es una fuerza no funciona sin voluntad. No se ama
sin la voluntad, la cual pasa por la conciencia, es la conciencia de la
separación consentida la que nos lleva a la separación de las cosas, la que
nos conduce a la unidad de Dios. El amor se gana primero por la
conciencia, y luego por la fuerza del amor.
No obstante, hay varias estancias en la casa de mi padre. Y aquel
que arrojado a la tierra con la conciencia del idiota, después de sabrá Dios
qué hazañas y qué faltas en otros estados u otros mundos que valieron su
idiotez; pero exactamente con la conciencia necesaria para amar, y amar
en un soltarse sin palabras, en un maravilloso impulso espontáneo; aquel a
quien se le escapa todo lo que es el mundo, que no conoce del amor sino
la llama, la llama sin la irradiación y la multitud del hogar, tendrá menos que
aquel otro cuyo cerebro alcanza la creación entera, y para quien el amor es
un minucioso y horrible desprendimiento.
Pero –y es la eterna historia del dedal- tendrá todo lo que puede
absorber. Gozará de una felicidad cerrada, pero que, cubriendo toda su
medida, le dará también a él la sensación de la inmensidad.
Hasta el día en que ese pobre de espíritu será barrido como las
otras cosas. Le quitarán su inmensidad. Nos juzgarán a todos, grandes y
pequeños, después de nuestro paraíso de delicias, después de la felicidad
que no es todo, quiero decir que no es el Gran Todo, es decir nada. Nos
confundirán, nos fusionarán hasta el Uno, Uno Solo, el gran Uno cósmico,
que pronto será reemplazado por el Cero infinito de Dios.
Dicho lo cual, vuelvo a los nombres contradictorios de los dioses. Y a
esos dioses los llamo nombres; no los llamo dioses. Digo que esos
nombres formaban fuerzas, maneras de ser, modalidades de la gran
potencia de ser que se diversifica en principios, esencias, sustancias,
elementos. Las religiones antiguas desde sus orígenes quisieron echar una
mirada sobre el Gran Todo. No separaron el cielo del hombre, el hombre de
la creación entera, desde la génesis de los elementos. Y puede decirse
incluso que en sus orígenes no se engañaron respecto de la creación.
El catolicismo cerró la puerta, como el budismo la había cerrado
antes. Voluntariamente y a sabiendas cerraron la puerta, diciéndonos que
no necesitábamos saber.
Ahora, yo considero que necesitamos saber, y que lo único que
necesitamos es saber. Si pudiéramos amar, amar de un solo golpe, la
ciencia sería inútil; pero ya no sabemos amar, por efecto de una especie de
ley mortal que proviene de la misma pesadez y riqueza de la creación.
Estamos sumidos en la creación hasta el cuello; lo estamos con todos
nuestros órganos: los sólidos y los sutiles. Y es duro llegar a Dios por el
camino escalonado de los órganos, cuando esos órganos nos fijan al
mundo en que nos encontramos y tratan de convencernos de que no hay
otra realidad. Lo absoluto es una abstracción, y la abstracción requiere una
fuerza que es contraria a nuestro estado de hombres degenerados.
No debe asombrar después de esto si los paganos terminaron por
volverse idólatras, si llegaron a confundir las efigies con los principios, y si
el poder de atracción de los principios a la larga se les escapó.
Y nosotros, cristianos, ¿no hacemos acaso lo mismo? ¿No tenemos
también nosotros nuestras efigies, nuestros tótems, nuestros trozos de
dios, que, en la cabeza y el corazón de los individuos que los adoran,
también llegarán a consolidarse en formas, a separarse en multitudes de
dioses?
Una cosa nombrada es una cosa muerta, y muerta porque está
separada. Demasiada devoción a coronas de espinas, a maderos de la
cruz, a corazones de Jesús venerados en todas partes, a Sangres y
Crismas, a Vírgenes múltiples, en fin, que ya sean negras, blancas,
amarillas o rojas, corresponden a otras tantas adoraciones separadas,
representan para los individuos que a ellas se entregan el mismo peligro
del espíritu, la misma amenaza de caída en una irremediable idolatría que
las alteraciones de la energía creadora en el misterio de los dioses
paganos.
Dios es pensado en la conciencia, no la conciencia cósmica, sino la
conciencia de los individuos, y para una conciencia que piensa en
imágenes y formas, ¿quién se atreverá a decir cuál es el hombre que no
terminó por tomar sus imágenes como si fueran sus pensamientos?
El dogma cristiano está contenido en el Credo, de acuerdo, pero del
credo a mi conciencia individual hay un mundo de interpretaciones,
bibliotecas de santos, herejías y concilios. Y tan sólo el infierno no ha
cambiado jamás.
Por otra parte el catolicismo, que cierra la puerta del conocimiento,
abre la del misticismo. Convirtió en secreto aquello que debe ser secreto.
Llama con un nombre más duro aquello que está en el origen de las
iniciaciones antiguas. Pero el resultado final es el mismo, pese a la
diferencia del vocabulario y de las concepciones.
No obstante, en el amor radica el conocimiento; y dudo que los
santos cristianos, quemados en su carne, despojados hasta la punta de su
ser, hasta el vértigo de aquello que ya no es, hayan llegado alguna vez a
superar este espantoso corte en donde todo aquello que es se reduce y
culmina en aquello que no es.
Nuevamente vuelvo a los dioses, a esos dioses devastadores y que
se comen mutuamente, como cangrejos en una cesta.
Es apasionante constatar que cuanto más viejo es un culto, tanto
más terrible es la imagen que se hace de los dioses; y que sólo su aspecto
terrible puede hacernos comprender a los dioses.
Se debe a que los dioses sólo valen por el Génesis, y por la batalla
en el caos. En la materia no hay dioses. En el equilibrio no hay dioses. Los
dioses nacieron con la separación de las fuerzas y morirán con su unión.
Cuanto más cerca están de la creación, tanto más espantosas son
sus figuras, figuras que corresponden a los principios que están en ellos.
Platón habla de la naturaleza de los dioses; los identifica con los
principios, sin permitir no obstante que veamos con mayor claridad en esos
principios que son fuerzas, y en esas fuerzas que son dioses.
Le preguntaron a Jámblico por qué el sol y la luna que son dioses
son visibles, ya que los dioses no tienen cuerpo.
Y esto es lo que responde Jámblico en el “Libro de los Misterios”.
“Los dioses no están contenidos en los cuerpos, sino que sus vidas y
sus acciones divinas los contienen; no están orientados hacia los cuerpos,
sino que los cuerpos que contienen están orientados hacia la causa divina”.
Fueron las capas bajas de la población las que crearon los dioses
que nos arrojan a la cabeza, y si aún ahora, para no hablar sino de los
autores que se falsifica en las clases, fuéramos capaces de comprender a
Platón como debe ser comprendido, podríamos, por el camino del
esoterismo antiguo, elevarnos hasta una noción de los dioses–principios
que no debe confundirse con las figuraciones antropomórficas de los
dioses.
Y por lo demás toda la cuestión radica en lo siguiente:
¿Realmente existen los principios, quiero decir, principios separados
y que existan detrás de las cosas? O, en otros términos, los dioses de la
nomenclatura pagana, ¿tienen acaso una existencia menos afirmada y
menos válida que los principios que utilizamos para pensar?
Y esta pregunta engendra otra: ¿Existen en el espíritu del hombre
facultades realmente separadas?
Por otra parte es factible preguntarse si un principio es algo más que
una simple facilidad verbal; y esto nos conduce a la cuestión de saber si
existe algo fuera del espíritu que piensa, y si, en lo absoluto, los principios
existen como realidades, o como seres que dividen sus energías.
¿En qué medida, y por más atrás que nos remontemos en el origen
de las cosas, hay principios, que viven como realidades separadas y
escapan a un juego del espíritu en torno a los principios? ¿Y existen acaso
en el hombre mismo algo así como facultades-principios, que tendrían una
existencia distinta, y podrían vivir separadas?
¿Existen momentos de la eternidad que puedan determinarse como
se determinan las notas de música y luego se los reconoce por medio de
los números?, ¿y están separadas esas notas?
Para los alquimistas, esos momentos de la eternidad que son
determinables corresponden a la aparición de la estrella en el crisol.
Este problema me parece estúpido, ya que lo absoluto no necesita
nada. Ni dios, ni ángel, ni hombre, ni espíritu, ni principio, ni materia, ni
continuidad.
Pero si en la continuidad, en la duración, en el espacio, en el cielo de
arriba y el infierno de abajo, los principios vienen separados, no viven
como principios sino como organismos determinados. La energía creadora
es una palabra, pero que posibilita las cosas excitándolas con su
avivafuego. Y del mismo modo que en el mundo creado existen todas las
cualidades de la materia, todos los aspectos de la posibilidad, elementos
que se cuentan con los números, y se miden por su densidad, del mismo
modo el flujo creador que arde al contacto con las cosas –y cada llamarada
de la vida sobre las cosas equivale a un pensamiento-, ese flujo en los
organismos cerrados, que van desde nuestra burda materialidad hasta la
más improbable sutileza, compone lo que se llaman Seres, y que no son
nada más que soplos en la duración.
Los principios sólo valen para el espíritu que piensa, y cuando
piensa; pero fuera del espíritu que piensa, un principio se reduce a nada.
No se piensa el fuego, el agua, la tierra, el cielo; se los reconoce y
se los nombra, puesto que son; y bajo el agua, el fuego, la tierra o el cielo,
bajo el mercurio, el azufre y la sal, hay materias todavía más sutiles, que el
espíritu no puede nombrar, puesto que no aprendió a conocerlas, pero que
algo más sutil que espíritu, mucho más profundo que todo cuanto está en
nuestras cabezas, presiente y podrá reconocer cuando haya aprendido a
nombrarlas. Ya que si los principios valen para el espíritu, las cosas valen
para las cosas; y no hay pausa en la sutileza de las cosas, así como
tampoco hay obstáculo para la sutileza del espíritu.
En la cumbre de las esencias fijas que corresponden a las
innumerables modalidades de la materia, está aquello que, en la sutileza
de las esencias, en la violencia del fuego ígneo, corresponde a los
principios generadores de las cosas, que el espíritu que piensa puede
llamar principios, pero que, en relación a la totalidad hirviente de los seres,
corresponden a grados conscientes de la Voluntad en la Energía.
No hay un principio de la materia sutil, un principio del azufre o de la
sal, pero más allá de la sal, del mercurio o del azufre, hay materias mucho
más sutiles, que hasta la punta de la vibración orgánica, pone de manifiesto
la diversidad del espíritu mediante las cosas; y para quien pida que le
presenten estas cosas, sólo los números pueden poner de manifiesto su
existencia separada.
Por cierto no estoy a favor de la dualidad Espíritu-Materia; pero
entre la tesis que atribuye todo al espíritu y la que atribuye todo a la
materia, digo que no hay conciliación posible, mientras se permanezca en
un mundo en que el espíritu sólo podrá devenir si consiente en
materializarse.
La materia sólo existe “por” el espíritu, y el espíritu sólo “en” la
materia. Pero al fin de cuentas, siempre es el espíritu el que conserva la
supremacía.
Y a este problema de saber si hay principios que puedan poner de
manifiesto las cosas, ahora me parece fácil responder que no hay
principios, sino cosas; y del mismo modo que hay cosas sólidas, y en las
sólidas, singularidades, y reuniones de materia única que dan idea de lo
perfecto, del mismo modo hay seres que manifiestan el Ser que proviene
de la Unidad.
Y todo esto no vale sino para este mundo que se hincha y se torna
áspero, y para el ojo del espíritu que proyectamos en medio de las cosas, y
cuando lo proyectamos. Pero se ve fácilmente que aunque en el espíritu no
hay nada, too lo que es, es función del espíritu. Y las cosas son funciones
del espíritu. Ellas poseen una utilidad pasajera y funcional; pero que no
vale sino para lo creado.
Nada existe salvo como función, y todas las funciones se reducen a
una; y el hígado que vuelve a la piel amarilla, el cerebro que se sifiliza, el
intestino que arroja los residuos, la mirada que despide sus rayos y que
cambia el sitio de los rayos, se reducen para mí, si expiro, a lo que me
pesaba vivir, y a mi deseo de ponerle fin.
Además, puede hacerse la misma operación destructiva o más bien
compresiva, y que elimina los aspectos accidentales de las cosas para
conducirlas a la unidad, a propósito de cualquier cosa. Y yo la efectúo a
propósito de los Números, ya que para quien piensa por Números, también
esos se reduce a una facultad separada y que sólo vive si es separada y en
el instante en que es separada; pero no se requiere adicionar las cosas
para darse cuenta de su duración. Yo me veo obligado a hacer un gran
esfuerzo mental para considerar lo que existe bajo el ángulo de la cantidad
o más bien de lo que se separa y se numera, y termina por formar un
siniestro total. Y que no se diga que el Número en el sentido en que lo
entiende Pitágoras no se reduce a la cantidad sino que al contrario se
reduce a la ausencia de cantidad. Y que el número escrito en su más alta
acepción es un símbolo de aquello que no se puede llegar a numerar o
medir.
Creo haber impuesto ya a mi espíritu estancias bastante terribles en
la ausencia de cantidad, como para poseer al menos una noción de esto.
Pero se lo numero o no, el estado que desemboca en la separación de los
principios, quiero decir de las efigies, obedece a leyes que los Números
pueden revelar.
Los Números, es decir los grados de la vibración.
Y si el Número 12 da la idea de la Naturaleza en su punto de
expansión perfecta, de madurez integral, es porque contiene tres veces el
ciclo completo de las cosas, que se representa por 4; y 4 es la cifra de la
realización en lo abstracto o de la cruz en el círculo, y de los 4 puntos o
nudos de la vibración magnética por los cuales todo lo que es debe pasar;
y 3 es ese triángulo que aspira tres veces el círculo, el círculo que contiene
4, y lo gobierna por la Tríada, que es el primer módulo, la primera efigie o la
primera imagen de la separación de la unidad.
Todos estos estados o nudos, todos estos puntos, estos grados de
la gran vibración cósmica están vinculados entre sí y ellos se gobiernan.
Pero si el 3, puro o abstracto, permanece fijo en el principio, 4 –solo-
, cae en lo sensible donde gira el alma, y 13 en la realidad pisoteada,
donde es preciso luchar para comer, pero sin comer.
Ya que si 12 posibilita la guerra, todavía no la engendra, 12 es la
posibilidad de la guerra, la tantalización de la guerra sin guerra, y hay 12 en
el caso de Tántalo, en esa pintura de fuerzas estables, pero hostiles,
porque son oponibles, y que todavía no pueden comerse.
La guerra de las efigies, de las representaciones o de los principios,
con mitos en su cara externa y magia efectiva por debajo, es la única
explicación válida del mundo antiguo. Ella muestra claramente la
naturaleza de sus preocupaciones.
Y esta guerra de arriba está representada por la carne. Al menos
una vez se encarnó en la carne; al menos una vez, una prolongada e
inmensa vez, perturbó el gobierno de las cosas humanas, con luchas
inexpiables, y donde los hombres que luchan sabían por qué lo hacían.
Ella arrojó una contra otra no a dos naciones, no a dos pueblos, no a
dos civilizaciones, sino a dos razas esenciales, a dos imágenes del espíritu
hecho carne y que lucha con la carne.
Y esta guerra del espíritu en hostilidad consigo mismo, que duró
tanto como varias civilizaciones juntas, como puede verse en los “Puranas”,
no es legendaria, sino real. Ocurrió. Y todos los principios, cada uno con su
energía y sus fuerzas, estuvieron presentes. Y sobre todo los dos principios
de los que pende la vida cósmica: lo masculino y lo femenino.
No contaré el cisma de Irshú, pero fue el que desencadenó esa
guerra, el que puso al hombre de un lado, a la mujer del otro; el que otorgó
a seres de carne la noción de su herencia superior, el que separó el sol de
la luna, el fuego del agua, el aire de la tierra, la plata del cobre y el cielo de
los infiernos. Ya que la idea de la constitución metafísica del hombre, de
una jerarquía ideal y sublime de estados, donde la muerte nos arroja para
conducirnos a la ausencia de estados, a una especie de inconcebible No-
Ser que nada tiene que ver con la nada, está basada en la separación del
espíritu en dos modos, macho y hembra, de los que es preciso saber cuál
es el principio del otro, cuál produjo el nacimiento del otro, cuál es macho,
cuál hembra, cuál activo y cuál pasivo.
Al parecer estos dos principios primero quisieron saldar cuentas
solos y por encima de las masas de hombres inconscientes que luchaban.
Pero la guerra sólo se hizo furiosa, sólo se torno realmente
inexpiable y despiadada el día en que se convirtió en religiosa, y en que los
hombres tomaron conciencia del desorden de los principios que regían su
anarquía.
Para terminar con esa separación de los principios, para reducir su
antagonismo esencial, fue que tomaron las armas y se arrojaron unos
contra otros, persuadidos de que sólo una reducción de materia carnal era
capaz de equilibrar en el cielo, y de provocar esa fusión, esa ubicación de
esencias, que sólo se logra con sangre.
Y esa guerra se encuentra por entero en la religión del sol, y se la
encuentra a un grado sangriento pero mágico en la religión del sol, tal
como se practicaba en Emesa; y si desde hace siglos terminó de arrojar
unos guerreros contra otros, Heliogábalo sigue su huella en la línea de
aspersión de los Taurobolios, línea mágica que él va a señalar, al volver a
roma, con crueldades físicas, con teatro, con poesía y con auténtica sangre
a la vez.
Si en lugar de detenerse en sus infamias porque su descripción
anecdótica satisface su gusto por el libertinaje y su pasión por la facilidad,
los historiadores hubiesen tratado realmente de comprender a Heliogábalo
por encima de su psicología personal, es en la religión del sol donde
habrían encontrado el origen de sus excesos, de sus locuras y de su alto
libertinaje místico, que posee a los dioses como coadjutores y testigos. Por
sobre todas las cosas habrían observado ese detalle de la tiara solar, el
cuerno de Escandro, es decir de Carnero, que hace de Heliogábalo el
sucesor en la tierra y el ayudante de Ram, y de su maravillosa Odisea
Mitológica. Y entonces habrían comprendido la razón de ser y el origen de
esa increíble mezcla de cultos: luna, sol, hombre, mujer, de la cual Siria es
la viva figura y la impresionante geografía.
Se crea o no en una raza de Instructores Sobrehumanos que
llegaron del polo en el momento del primer hundimiento de la tierra y que
parecen deslizarse con ella para dirigirse a la India, es preciso admitir, en
un período muy anterior a la Historia, la invasión de un pueblo de raza
blanca, que esgrime insignias, ritos y extraños objetos sagrados, a manera
de armas sobrenaturales.
Según parece al fin de cuentas fueron los partidarios del Blanco, es
decir del Macho, quienes conservaron el terreno conquistado; pero al
conservarlo, pierden la noción del principio intocable, y único que habían
vendido a revelar a los autóctonos del Palistán.
Los “Vedas” parecen dar fe de esta alteración del principio en un
texto misterioso:
“SOLAMENTE ALGUNOS NEGROS, ALGUNOS ROJOS Y
ALGUNOS AMARILLOS PERMANECERAN, PERO LOS HIJOS DE LA
LUZ BLANCA SE HABRAN IDO PARA SIEMPRE”.
Y mientras los adeptos del Blanco, o Hindúes, se adueñan de la
India, a la que organizan de acuerdo con la ley del cielo y bajo el signo del
Carnero legado por Ram, los “Pinksahs” o “Rojos”, que comen las
menstruaciones de la mujer y han puesto su tinte en sus estandartes,
buscan allí, a lo lejos, una tierra que se les asemeje, y bajo el nombre de
Fenicios tejen al borde del mar una púrpura inalterable, que más que la
fuerza de su industria señala la duración de sus creencias.
Sin una guerra por los principios, la religión del sol, primero hostil a
la de la luna, nunca se hubiera arriesgado a confundirse con ella hasta el
punto de mezclarse inextricablemente. Yo no veo de qué manera pueda
decirnos la Historia por qué milagro un pueblo surgido de los fenicios,
devotos de la mujer, pudo alzar en sus tierras, y más alto que todos los
demás, un templo al culto del sol, es decir de lo Masculino.
El caso es que Heliogábalo, el rey pederasta y que pretende ser
mujer, es un sacerdote de lo Masculino. Realiza en sí mismo la identidad
de los contrarios, pero no sin esfuerzo, y su pederastia religiosa no tiene
otro origen que una lucha obstinada y abstracta entre lo Masculino y lo
Femenino.
Pero si en todos los países donde uno trata de ponerse directamente
en comunicación con las fuerzas separadas de Dios, hay templos para el
sol, y templos enemigos para la luna, y otros templos para el sol y la luna
mezclados, nunca, en ningún momento de la Historia, y en un espacio de
tierra tan pequeño conmovido por esas luchas, se encuentra como en Siria
semejante reunión de templos, donde el macho y la hembra se devoran, y
a la vez se mezclan y separan sus facultades.
En mi opinión la vida de Heliogábalo es el ejemplo tipo de esta clase
de disociación de principios; y es la imagen en pie –y llevada al más alto
grado de la manía religiosa, de la aberración y de la locura lúcida- la
imagen de todas las contradicciones humanas, y de la contradicción en el
principio, lo que yo he querido describir de él, como se verá en el capítulo
siguiente.

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