sábado, abril 19, 2014
LEER por JUAN GARCIA PONCE
Hablar como un libro, decimos. Hablar tiene entonces la firmeza y la seguridad de lo acabado. El que habla
como un libro no busca; ha encontrado ya y su decir exterioriza ese encuentro. El que habla como un libro hace que sus palabras tengan la inevitabilidad de lo ya dicho, estén fijas o inmóviles, como en un libro. El que habla como un libro habla para hacer callar, hacer callar también a las palabras. Pero ¿quién habla cuando el
que habla es un libro?
El libro está en el centro. Escribir un poema, escribir una novela, escribir un ensayo es siempre dirigir el movimiento de la escritura hacia ellos. A través de este movimiento, en el que la escritura se encuentra y se hace existir, la palabra halla al fin la posibilidad de detenerse. El escritor escribe, da forma, hace un poema, una novela, un ensayo, hace un libro y lo abandona. Es el único que no puede volver a él… en tanto escritor. El libro también lo calla. Su oportunidad de encontrar otra vez la escritura es otro libro. El movimiento recomienza siempre, siempre y cuando nunca se vuelva atrás.
Para el escritor el libro está siendo siempre escrito y vuelto a escribir. ¿El mismo libro? No: otro libro, que es el mismo. El libro está solo. El escritor lo ha abandonado, ya no es el que habla, sino el que habló; el que puede hablar es el libro, pero en su interior las palabras, el movimiento de las palabras que se han hecho poema, novela, ensayo, están quietas, en silencio.
Imaginemos una biblioteca. Silencio, piden todos los avisos al que llega. Los avisos pueden no aparecer; el ámbito de las palabras llama al silencio. No tenemos que evocar una serie interminable de libros; unos cuantos bastan. En cualquier forma, es una biblioteca. El infinito que el espacio de los libros crea no está
en relación con su número. Allí, en el silencio, uno junto a otro, uno al lado del otro, siempre intercambiables, inertes, sin principio ni fin, reposan los volúmenes.
No son una continuidad; su posibilidad de hablar se abre y se cierra sobre sí misma. Y sin embargo, allí, en el silencio, su voz, inaudible todavía, es una sola. Esa voz, cuya posibilidad de hacerse oír crea la discontinuidad, es el discurso de los libros.
Cuando los libros hablan es que alguien los lee, alguien, en el seno del silencio, separa su voz y se dispone a escucharla. El libro es entonces un solo libro. El lector, en su lectura, como antes el escritor en su escritura, pone de nuevo en movimiento, hace aparecer, la discontinuidad.
Cuando los libros hablan regresa la escritura a la que se ha restituido su diferencia. Leemos en la biblioteca, sin romper el silencio. Cualquier lugar es la biblioteca; la lectura nos conduce siempre al espacio de los libros. Llevados por el libro leemos en el silencio. Nada es capaz de romperlo y, sin embargo, la escritura, a
través del libro, habla en él. Cuando la escritura habla, el gran ausente inevitable es el escritor; pero el libro
ya no está solo. Alguien lo ha sacado de su apartamiento. El movimiento de la escritura recomienza. Ella no pertenece ya al escritor ni al libro. El lector ha hecho que la escritura sea. ¿Dónde? En un nuevo espacio, el espacio de la lectura.
Desprendida del escritor que la ha abandonado en el libro, la escritura está inerme, sin defensa y también sin vida, dentro de una pura neutralidad. Ahora regresa desde ese abandono que la pone en manos del lector. Es él quien le presta su vida. Cada obra toma la forma que le da el lector que la contiene; en la lectura,
ya no es una, sino múltiples obras, tantas como los lectores que al recorrerla la hacen aparecer. Ningún libro ha sido leído dos veces de la misma manera. La lectura es una aventura para la obra, que adquiere la vida que se le da.
Entre la escritura y el lector se crea una relación dentro de la cual aquélla no tiene defensa. Su amplitud y su profundidad originales se han ocultado en ella misma, están en ella, aguardando, y sólo pueden reaparecer en el lector. Para éste, que tiene la vida de la obra en sus manos, la lectura es, entonces, una responsabilidad.
Al leer nos comprometemos. ¿Con quién? El escritor ha desaparecido. La
escritura que él hizo posible ya no lo tiene; se ha convertido en ese terreno sin vida que espera, en el libro, que le den la oportunidad de ser, y que sólo es capaz de actuar a través del lector. Y ahora, al llegar hasta ella, le hemos permitido que sea en nosotros. ¿Quiénes somos nosotros? En la lectura, donde la relación
entre nosotros y el libro que leemos, gracias a ese no ser del libro antes de la lectura que le permite entregarse al que lee, encuentra una nueva unidad, ese nosotros, que es siempre uno solo, también
se pierde: somos el libro que leemos, en la misma medida en que el libro es en nosotros.
De pronto se ha creado una realidad que sólo se muestra en el espacio de la lectura. El libro se pierde en nosotros, pero igualmente nosotros nos perdemos en el libro. La condición que la escritura impone para ser en nosotros es que nosotros, despojándonos de nosotros mismos, nos entreguemos a la lectura.
A través de nosotros, que ya no somos nadie más que el libro que leemos,
el libro se pone a hablar.
Si el escritor se aparta de la escritura para dejarla ser, el lector se pierde en ella, para que en su olvido de sí aparezca la escritura. Desde uno u otro extremo se trata en ambos casos de una desaparición.
Nosotros, los lectores, no somos en los libros. En el momento en que intentamos serlo, la escritura, aparentemente inerme, realiza su único posible movimiento de defensa, se oculta en su neutralidad para dejarnos ser en el terreno libre que abre su desaparición. Pero el que entonces no existe es el libro.
Los libros son en nosotros, los lectores. El libro está en el centro. Nuestra responsabilidad de lectores se encuentra en la voluntad de desaparecer en él. La lectura es un compromiso con la neutralidad de la escritura. Desde ese lugar que es el espacio de la lectura, en el que hacemos nuestra esa neutralidad
para que la escritura hable en toda su pureza, ninguna lectura es igual, pero todas las lecturas son la misma.
¿Quién habla cuando hablan los libros?
Habla la escritura. En la escritura, allí donde la palabra encuentra su voz convertida en un murmullo interminable, en un puro camino sin fin, que no se dirige a ningún lado y se recoge una y otra vez sobre sí mismo, volviendo siempre a empezar, el escritor y el lector se encuentran en su desaparición.
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